viernes, 3 de diciembre de 2010

PROSAS DE ANTAÑO

Cabeza de Tortilla

Todavía una más de estas narraciones vitales inspiradas en la historia que me contaba mi hermano mayor cuando yo estaba convaleciente de alguna pequeña enfermedad de tantas como teníamos en nuestra infancia.



11. A buen capellán, mejor sacristán

Y allí, entre sus manos tenía el libro de poesía de su amigo. Leyó unos cuantos poemas. Pero la mente no seguía el significado de los versos, sino que volaba por el cielo de la memoria. Berni recordó que durante un tiempo el poeta y él colaboraron en una empresa romántica relacionada con la Literatura y la narración oral, que duró todo un curso escolar. El poeta escribió, basándose en conocidas obras literarias, pequeños relatos que luego Berni, aportando su voz y la magia comunicadora que le caracterizaba, se encargaba de hacerlos llegar a pequeños auditorios constituidos por escolares de toda la comarca. El conjunto de relatos se llamó Los cuentos de mi literatura, y allí se incluían pasajes del Poema del Cid, como el de la niña que le pide al Campeador que pase de largo para evitar que el rey castigue a su familia; algunos romances novelescos, como el del prisionero, que en su mazmorra sólo llega a saber cuándo vualve a amanecer por una avecilla que cantaba y que, de repente un día, ya no la vuelve a oír porque un ballestero la ha matado de un flechazo; cuentos de don Juan Manuel, como el de los dos caballos enemigos que unen sus fuerzas para combatir un león que quiere devorarlos, o el del zorro que se fingió muerto; de Berceo, el labrador avaro, el niño judío o el vasallo del diablo; de Timoneda, de Juan Rufo, del Quijote... Berni recordaba vivos los cuentos en su memoria y siempre que tenía ocasión volvía a contarlos, porque contándolos, de algún modo su amigo el poeta seguía vivo.
Había uno en especial, titulado A buen capellán, mejor sacristán, que como homenaje a su amigo el poeta lo incluyó en sus memorias.


“Había una vez en una aldea castellana un capellán que solía comer muy bien en cantidad y en calidad. Y en cierta ocasión en que estaba comiendo en la fonda del pueblo una perdiz asada, un caminante se acercó a su mesa y le dijo:
--Señor capellán, yo soy un caminante que está muy cansado del camino y tiene mucha hambre. ¿Sería usted tan amable de compartir conmigo su comida? No dudaré en pagarle mi parte.
El capellán, sin dejar de comer, le respondió:
--Señor caminante, créame que lo siento, pero esta es mi comida y sólo yo voy a dar cuenta de ella.
Visiblemente contrariado, el fatigado y hambriento caminante se sentó en la mesa de al lado, sacó el pan que llevaba en su mochila y, a secas, empezó a comerlo mientras no dejaba de aspirar el olor que despedía la perdiz asada del capellán. Y cuando uno y otro acabaron de comer sus respectivas viandas, el caminante dijo:
--Habéis de saber, señor capellán, que vos el sabor y yo el olor, entre los dos hemos comido la perdiz, aunque vos no queráis reconocerlo.
El capellán miró a su interlocutor de arriba abajo y le contestó:
--Pues si eso es así, quiero que al momento me paguéis vuestra parte de la perdiz.
El caminante le dijo que no y el capellán que sí, y como no se ponían de acuerdo, ambos acudieron en busca de justicia al sacristán de la aldea, que ocupaba otra mesa de la posada y había visto y oído todo. Y dijo al capellán:
--¿Cuánto os ha costado la perdiz?
--Dos dineros—respondió.
El sacristán se dirigió entonces al caminante:
--Déme usted un dinero.
El caminante se lo dio. Con la moneda en la mano, el sacristán golpeó la mesa con ella haciéndola sonar y luego habló con el capellán en estos términos:
--Señor capellán, con el sonido de la moneda estáis pagados.
--¿Cómo es eso? –preguntó con estupor.
--Pues lo mismo que el caminante comió con el olor de la perdiz.
En ese momento pasaba cerca el posadero y al oír las palabras del sacristán comentó:
--A buen capellán, mejor sacristán.”

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