La ruta semanal
La semana avanzaba por la calle de Tamarit arriba
hasta la Plaza
donde esperaba la pasión del libro y, tras las charlas en el bar de Letras, nos
salían al paso las presiones, las prisas y los nervios, drogas duras que
inyectaban furiosos los exámenes.
El resto era volver a los amigos, al trato del pincel y de los versos abiertos
en canal por los puñales de la música
dulce de San Remo.
El resto era el placer del vino mago que hacía
derramar poemas tristes a lo Buesa, o el deambular artístico por calles de
Gaudí, donde unas torres, pétreas barras de pan, dan de comer a las aves del
alma o unas cúpulas de fresa albergan camas donde el llanto aguarda tras la
fiebre de la herida.
Entre el aula y la escuela de la calle y la amistad
crecí aquel año azul palpando el cubalibre del guateque y el pecho femenino
tras la blusa.
Ella, al fin
Al fin la conocí. Ella era la vida, la brisa que esperaba la alta vela de mi
barco dormido en la añoranza.
Fue en la marabunta de la música y el ron con
cocacola, en un guateque casero como aquellos que montábamos en la casa del amigo pintor cuando sus padres se iban de fin de semana a su segunda residencia.
Ella bailaba como una lluvia cálida, era toda bailable y bailarina y no sabía aún que yo la
amaba, que más tarde, a las puertas de su casa, tras la fiesta, le pediría que
fuera mi novia.
Fue una Merced de calendario y cielo, de esas que
duran una vida entera.
Dulces retornos
El tranvía
me llevaba cansado al otro extremo
de la ciudad. El sereno acudía a mi llamada, golpeando la acera con el
chuzo y agitando las llaves de la noche, mientras todo el mundo perseguía al
Fugitivo en su televisión particular.
Después caía en la cama como un Orfeo que ha
abrazado a su Eurídice y sueña que el infierno es un regreso constante a las
delicias del Olimpo.
¡Qué tiempos cuando el alma se inundaba de música
de disco (el Richard Anthony de “Aranjuez mon amour”) y mi cuerpo ardía
mientras iba a buscarla a su trabajo!
Un dios Pan, disfrazado de estudiante con apuntes
del Cid y cien poemas temblando por hallar sus cauces vivos, era yo camino de
sus besos.
¡Qué retornos más dulces a la casa con la brisa de
su pelo enredada aún en el mío, con el gusto a manzana de sus labios aún
besando la fiebre de los míos!
Nostalgia inútil, te odio, pero te amo también
porque el recuerdo me da vida.
Horta
Y viviendo la luz que me dio ella, otro barrio brilló bajo mis pies: su nombre,
Horta, de casas y torres con glicinias y pisos heridos de aluminosis; de plazas donde el
pueblo compartía su tipismo con fuet y con sardanas, de cines donde ardíamos
sin ver las películas que proyectaban en los cines románticos: Diamante, Astor, Virrey, Venecia,
Horta, Maragall, Odeón... . Y bailes donde juntábamos volcanes de deseos con
músicas melódicas en tanto que la tarde, mareada, daba fe del amor enredado en nuestras yedras.
Garraf
Y en tiempos de toalla y mar amigo, de arena y
bronce gratis, nos armábamos de paciencia infinita y de nevera portátil, y
cogíamos el tren para Garraf.
Era casi imposible echar el cuerpo a la larga sobre
la arena entre tanta carne puesta al asador, y apenas la toalla señalaba el
candor de nuestra piel.
El agua, acometida, se quejaba de tanta pierna y
tanto brazo, era como entrar en la gresca de un buen caldo.
Pero pronto, recogidos los útiles, monte arriba,
entre pinos, requeríamos un refugio tranquilo para comer y echar la siesta
luego.
¡Un paraíso al alcance de Romeo y Julieta!
El nubarrón
No todo era soñar y dar los pasos por sendas
florecidas, vino y arte en aquel sesenta y cinco de la luz que vino a
deslumbrar aun más mi vida.
Había un nubarrón que amenazaba la mies de la
familia, un nubarrón inexorable, una termita hambrienta dispuesta a socavar la
luz de casa.
El hospital artístico, de cúpulas de fresa que yo
había conocido, fue también bisturí y convalecencia para el padre operado.
Y la termita que roía el pilar de su estatura
siguió sembrando el luto agazapada, mordiendo, devorando amor y tiempo.
Dios no disponible
Dios no estaba nunca disponible. Busqué su compañía
en las iglesias, por las plazas cuajadas de palomas y niños que jugaban al
columpio; de día, cuando todo es más abierto y la luz unge labios y miradas; de
noche, cuando el miedo se hace pánico y el pánico sepulcro de deseos.
Las clases eran humo donde Góngora luchaba por
lucir sus “Soledades”. Nada, nada lograba detener mis ríos de tristeza, la
esperanza era una lluvia sucia que se hundía en las bocas del alcantarillado.
Y Dios no estaba en las iglesias, no estaba en
ningún sitio, despachaba ignorancias y olvidos. Yo no iba a pedirle milagros,
sólo tiempo, un poco más de tiempo para el hombre que me había traído a la ciudad un año antes. ¡Tan sólo tiempo,
tiempo! Y el tiempo era ya humo para él.
Y aunque Dios no quería oírme, le dije de todo
menos “Dios”, por las calles, por las
plazas cuajadas de palomas y niños que jugaban al columpio, y en las iglesias
donde sólo estaba el tedioso silencio de su ausencia.
Cómplices silencios
Y empezamos en casa a practicar los cómplices
silencios que amortiguan el llanto y el dolor, las frías sombras que amenazan
de muerte al hombre bueno que ha sido para ti un dios tranquilo, la mano que
alzó un día el andamiaje de tu propia estatura, que dio pan de sueño a tu
niñez.
Y planeamos meriendas a Las Planas, donde el padre
reía débilmente, acaso cómplice también del disimulo, como magia para alargar
el trágico momento, y elevaba el porrón para que el vino le bendijera como en
años más jóvenes.
Y al Tibidabo, donde los espejos cóncavos nos
partían de risa y él soñaba aún con primaveras y viajes subido al avión y
viendo el mar al fondo de la niebla, tras las grises avenidas de nuestra gran
ciudad.
Tristeza
Yo no disfrutaba con los cuadros que pintábamos por
los alrededores, estaciones en ruinas, campos rubios, barcos desahuciados o masías con perros que
espantaban nuestras telas.
Ni comprando en Canuda libros viejos con pétalos de
rosas en sus páginas y tarjetas postales con Colón apuntando hacia el mar, y
entradas rotas del Liceo, y estampas y billetes que nunca más compraron...
Yo no disfrutaba con los vinos de Las Botas. Ni los versos procaces de Espronceda, ni los chistes subidos distraían la alarma de
mi pena.
Sabía que más tarde o más temprano no podría
acallar más la morfina los perros de la muerte. Que mi padre, cansado de luchar
contra el dolor, cerraría las puertas al verano, y, las manos en cruz sobre su
pecho, iniciaría la ruta de la seda.
La muerte
Lejos de la gran ciudad, de la casa donde la muerte
estaba gobernando, una noche de mili encabronada escuché la noticia bien
sabida.
Un tren de medianoche atravesó tierras y lágrimas
sin un descanso.
En mi macuto ardían cien poemas de rabia contra
Dios, contra la vida, contra la primavera que incendiaba los campos de lujuria.
Llegué, limpio de llantos, hasta el lecho donde el
padre aguardaba mis besos, mis palabras, tal vez la confesión de que él había
significado todo para mí. Pero nada dije, nada hice sino
mirarlo lentamente como quien ve partir el barco que un día lo había traído
hasta esta orilla.
Más tarde, cuando dejamos su envoltura corporal en el gris
Cementerio de Montjuic, supe bien que cualquier descubrimiento lleva luz a las
almas y penumbras, y que los cuerpos crecen con heridas que la vida les va
abriendo sin causa, como letra obligada en un poema.
Bálsamo
Menos mal que el amor es puro bálsamo y su ternura aligera cualquier herida . Si no, todo habría sido un tobogán hacia el odio del vino y
la desidia.
Las Ramblas de los pájaros, las Ramblas por donde
el mundo entero se codea entre razas y lenguas de Babel, fueron ojos de mi florecimiento,
oídos de mi amor. (La pena ardía entre sus manos blancas hasta hacerse ceniza
de ternura.)
Ella me hablaba de barcos y gaviotas que tenían
nombres de personas que queríamos, mientras la “golondrina” se alejaba por la
dársena azul hacia los cubos grises del rompeolas, y su estela era el limpio
recuerdo de una vida que nos seguía mar adentro, como el eco de la voz que nos
hablaba momentos antes.
Ella lo decía y yo me lo creía. ¡Puro bálsamo!
Amor en todas partes
Y Montjuic me mostraba sus rincones con la
procacidad del primer día, los arcos del Museo Arqueológico, la Font del Gat llorando cantos
viejos, la grata Rosaleda, el Teatre Grec... y en todas partes era fácil,
libre, el beso, el desamarre del amor, en todas partes dábamos fe viva de que
la soledad más triste canta y explota cuando hierve en luz la sangre, si otra
sangre baila con la tuya.
Y si no era Montjuic, era el Parc Güell, la piedra
vuelta loca en maceteros, en arcos, en columnas, en la gracia que aquel loco
arquitecto de inquietudes y sueños sembró en el corazón de Barcelona.
En todas partes ella hacía de mí una soledad
pequeña, una elegía menos triste y más alta y más auténtica.
Los amigos
Y los amigos siguieron siendo amigos, compartiendo
conmigo endiosadas ebriedades, poemas y pinturas. Fueron manos sinceras que aguantaron mi
caída cuando yo estaba herido de tristeza y era como un pájaro en la lluvia.
Pero a unos unas cosas y otras cosas a otros, los
fueron apartando del camino común, y sólo a veces, y muy pocos amigos, solíamos
encontrarnos en Parés o en la
Cueva del vino y recordábamos con los ojos brillantes
nuestras juergas pacíficas.
El amigo pintor y yo, los más asiduos, cruzábamos a veces
nuestras miradas sabiendo que algo puro, vivo, auténtico, a punto estaba de
desvanecerse como el perfume de una dama hermosa que deja nuestro cuarto tras
amarnos, como si aquella Barcelona amada estuviera diciéndonos adiós.