lunes, 21 de septiembre de 2020

EL AÑO DE GALDÓS (II)

 

ASCENDIENTES VASCOS DE BENITO PÉREZ GALDÓS



Queriendo documentarse nuestro mejor novelista del siglo XIX Benito Pérez Galdós (1843-1920) para escribir Zumalacárregui (1898), uno de sus Episodios Nacionales más conocidos sobre la Guerra Carlista y al que pertenece el siguiente fragmento: “Cerca ya de Peralta, los disparos que oyeron y la columna de negro humo que del pueblo salía, enroscándose, pausada y lúgubre, les anunciaron que Zumalacárregui había mandado atacar el fuerte defendido por los urbanos. Si tenaces y fieros eran los sitiadores, no les iban en zaga los de dentro, mandados por un tal Iracheta, de casta de leones. Ansioso de ver de cerca el combate, saltó Fago de la galera y adelantose al pueblo. Sentía inexplicable comezón de impresiones trágicas, y anhelo de ver que el furor de los hombres con toda fuerza se desplegara. Y sin darse cuenta de lo mal que cuadraba esta querencia con su anterior propósito de recobrar la quietud del alma, obra del estudio y la oración, su mente, no bien curada aún de la fiebre poemática, ansiaba el espectáculo de la historia viva, de la página contemplada antes de perder en las manos del historiador el encanto de la realidad.” Queriendo, digo, documentarse para escribir dicho Episodio Nacional, nuestro novelista fue a ver a su amigo Vázquez Mella (1861-1928), que era un erudito sobre el tema.


Vázquez Mella le dio información suficiente sobre poblaciones que habían sido teatro de las guerras carlistas como Cegama, Pamplona, Estella, Viana o Azpeitia, entre otras. Y hacia allí viajó. En Azpeitia había nacido su abuelo materno, don Domingo Galdós y Alcorta, y sentía el cronista deseos de conocer la villa, que le pareció feísima, con las casas altas y sombrías, pese a que en su iglesia parroquial se conservaba la pila bautismal donde fue cristianado san Ignacio de Loyola (1491- 1556). Allí buscó rastros de sus ancestros, pero según le dijeron los últimos Galdós se habían ausentado de Azpeitia algunos años antes y la madre Ignacia Galdós del convento de dominicas de la población había pasado a mejor vida cuatro años antes.


En Cegama visitó Galdós al cura don Miguel Zumalacárregui, sobrino del famoso militar que había muerto en la población en junio de 1835, al regresar malherido del primer sitio de Bilbao. En Cegama vio Galdós la habitación donde Zumalacárregui había muerto. Allí permanecía la misma cama cubierta con una colcha de damasco amarillo. También contempló el escritor en la iglesia parroquial el sepulcro del general carlista, coronado por una estatua suya que no mostraba “la severa gallardía y arrogancia de aquella figura que con un gesto y una voz conducía a sus huestes a encarnizadas peleas.”


 

 

martes, 8 de septiembre de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO La Barcelona de ayer (2)

 

 

                         

                            La ruta semanal

La semana avanzaba por la calle de Tamarit arriba hasta la Plaza donde esperaba la pasión del libro y, tras las charlas en el bar de Letras, nos salían al paso las presiones, las prisas y los nervios, drogas duras que inyectaban furiosos los exámenes.

El resto era volver a los amigos,  al trato del pincel y de los versos abiertos en canal por los puñales  de la música dulce de San Remo.

El resto era el placer del vino mago que hacía derramar poemas tristes a lo Buesa, o el deambular artístico por calles de Gaudí, donde unas torres, pétreas barras de pan, dan de comer a las aves del alma o unas cúpulas de fresa albergan camas donde el llanto aguarda tras la fiebre de la herida.

Entre el aula y la escuela de la calle y la amistad crecí aquel año azul palpando el cubalibre del guateque y el pecho femenino tras la blusa.

 

                       Ella, al fin

Al fin la conocí. Ella era la vida,  la brisa que esperaba la alta vela de mi barco dormido en la añoranza.

Fue en la marabunta de la música y el ron con cocacola, en un guateque casero como aquellos que montábamos en la casa del amigo pintor cuando sus padres se iban de fin de semana a su segunda residencia.

Ella bailaba como una lluvia cálida, era toda  bailable y bailarina y no sabía aún que yo la amaba, que más tarde, a las puertas de su casa, tras la fiesta, le pediría que fuera mi novia.

Fue una Merced de calendario y cielo, de esas que duran una vida entera.

 


                     Dulces retornos

El tranvía  me llevaba cansado al otro extremo  de la ciudad. El sereno acudía a mi llamada, golpeando la acera con el chuzo y agitando las llaves de la noche, mientras todo el mundo perseguía al Fugitivo en su televisión particular.

Después caía en la cama como un Orfeo que ha abrazado a su Eurídice y sueña que el infierno es un regreso constante a las delicias del Olimpo.

¡Qué tiempos cuando el alma se inundaba de música de disco (el Richard Anthony de “Aranjuez mon amour”) y mi cuerpo ardía mientras iba a buscarla a su trabajo!

Un dios Pan, disfrazado de estudiante con apuntes del Cid y cien poemas temblando por hallar sus cauces vivos, era yo camino de sus besos.

¡Qué retornos más dulces a la casa con la brisa de su pelo enredada aún en el mío, con el gusto a manzana de sus labios aún besando la fiebre de los míos!

Nostalgia inútil, te odio, pero te amo también porque el recuerdo me da vida.

 



                             Horta

Y viviendo la luz que me dio ella,  otro barrio brilló bajo mis pies: su nombre, Horta, de casas y torres con glicinias y pisos heridos de aluminosis; de plazas donde el pueblo compartía su tipismo con fuet y con sardanas, de cines donde ardíamos sin ver las películas que proyectaban en los cines románticos: Diamante, Astor, Virrey, Venecia, Horta, Maragall, Odeón... . Y bailes donde juntábamos volcanes de deseos con músicas melódicas en tanto que la tarde, mareada, daba fe  del amor enredado en nuestras yedras.

 


                            Garraf

Y en tiempos de toalla y mar amigo, de arena y bronce gratis, nos armábamos de paciencia infinita y de nevera portátil, y cogíamos el tren para Garraf.

Era casi imposible echar el cuerpo a la larga sobre la arena entre tanta carne puesta al asador, y apenas la toalla señalaba el candor de nuestra piel.

El agua, acometida, se quejaba de tanta pierna y tanto brazo, era como entrar en la gresca de un buen caldo.

Pero pronto, recogidos los útiles, monte arriba, entre pinos, requeríamos un refugio tranquilo para comer y echar la siesta luego.

¡Un paraíso al alcance de Romeo y Julieta! 

 


El nubarrón

No todo era soñar y dar los pasos por sendas florecidas, vino y arte en aquel sesenta y cinco de la luz que vino a deslumbrar aun más mi vida.

Había un nubarrón que amenazaba la mies de la familia, un nubarrón inexorable, una termita hambrienta dispuesta a socavar la luz de casa.

El hospital artístico, de cúpulas de fresa que yo había conocido, fue también bisturí y convalecencia para el padre operado.

Y la termita que roía el pilar de su estatura siguió sembrando el luto agazapada, mordiendo, devorando amor y tiempo.

 


                      Dios no disponible

Dios no estaba nunca disponible. Busqué su compañía en las iglesias, por las plazas cuajadas de palomas y niños que jugaban al columpio; de día, cuando todo es más abierto y la luz unge labios y miradas; de noche, cuando el miedo se hace pánico y el pánico sepulcro de deseos.

Las clases eran humo donde Góngora luchaba por lucir sus “Soledades”. Nada, nada lograba detener mis ríos de tristeza, la esperanza era una lluvia sucia que se hundía en las bocas del alcantarillado.

Y Dios no estaba en las iglesias, no estaba en ningún sitio, despachaba ignorancias y olvidos. Yo no iba a pedirle milagros, sólo tiempo, un poco más de tiempo para el hombre que me había traído a  la ciudad un año antes. ¡Tan sólo tiempo, tiempo! Y el tiempo era ya humo para él.

Y aunque Dios no quería oírme, le dije de todo menos “Dios”,  por las calles, por las plazas cuajadas de palomas y niños que jugaban al columpio, y en las iglesias donde sólo estaba el tedioso silencio de su ausencia.

 



                                Cómplices silencios

Y empezamos en casa a practicar los cómplices silencios que amortiguan el llanto y el dolor, las frías sombras que amenazan de muerte al hombre bueno que ha sido para ti un dios tranquilo, la mano que alzó un día el andamiaje de tu propia estatura, que dio pan de sueño a tu niñez.

Y planeamos meriendas a Las Planas, donde el padre reía débilmente, acaso cómplice también del disimulo, como magia para alargar el trágico momento, y elevaba el porrón para que el vino le bendijera como en años más jóvenes.

Y al Tibidabo, donde los espejos cóncavos nos partían de risa y él soñaba aún con primaveras y viajes subido al avión y viendo el mar al fondo de la niebla, tras las grises avenidas de nuestra gran ciudad.

 


          Tristeza

Yo no disfrutaba con los cuadros que pintábamos por los alrededores, estaciones en ruinas, campos rubios,  barcos desahuciados o masías con perros que espantaban nuestras telas.

Ni comprando en Canuda libros viejos con pétalos de rosas en sus páginas y tarjetas postales con Colón apuntando hacia el mar, y entradas rotas del Liceo, y estampas y billetes que nunca más compraron...

Yo no disfrutaba con los vinos de Las Botas.  Ni los versos procaces de Espronceda,  ni los chistes subidos distraían la alarma de mi pena.

Sabía que más tarde o más temprano no podría acallar más la morfina los perros de la muerte. Que mi padre, cansado de luchar contra el dolor, cerraría las puertas al verano, y, las manos en cruz sobre su pecho, iniciaría la ruta de la seda.

 


                        La muerte

Lejos de la gran ciudad, de la casa donde la muerte estaba gobernando, una noche de mili encabronada escuché la noticia bien sabida.

Un tren de medianoche atravesó tierras y lágrimas sin un descanso.

En mi macuto ardían cien poemas de rabia contra Dios, contra la vida, contra la primavera que incendiaba los campos de lujuria.

Llegué, limpio de llantos, hasta el lecho donde el padre aguardaba mis besos, mis palabras, tal vez la confesión de que él había significado todo para mí. Pero nada dije, nada hice sino mirarlo lentamente como quien ve partir el barco que un día lo había traído hasta esta orilla.

Más tarde, cuando dejamos su envoltura corporal en el gris Cementerio de Montjuic, supe bien que cualquier descubrimiento lleva luz a las almas y penumbras, y que los cuerpos crecen con heridas que la vida les va abriendo sin causa, como letra obligada en un poema.

 


                             Bálsamo

Menos mal que el amor es puro bálsamo y su ternura aligera cualquier herida . Si no, todo habría sido un tobogán hacia el odio del vino y la desidia.

Las Ramblas de los pájaros, las Ramblas por donde el mundo entero se codea entre razas y lenguas de Babel, fueron ojos de mi florecimiento, oídos de mi amor. (La pena ardía entre sus manos blancas hasta hacerse ceniza de ternura.)

Ella me hablaba de barcos y gaviotas que tenían nombres de personas que queríamos, mientras la “golondrina” se alejaba por la dársena azul hacia los cubos grises del rompeolas, y su estela era el limpio recuerdo de una vida que nos seguía mar adentro, como el eco de la voz que nos hablaba momentos antes.

Ella lo decía y yo me lo creía. ¡Puro bálsamo!

 



                   Amor en todas partes

Y Montjuic me mostraba sus rincones con la procacidad del primer día, los arcos del Museo Arqueológico, la Font del Gat llorando cantos viejos, la grata Rosaleda, el Teatre Grec... y en todas partes era fácil, libre, el beso, el desamarre del amor, en todas partes dábamos fe viva de que la soledad más triste canta y explota cuando hierve en luz la sangre, si otra sangre baila con la tuya.

Y si no era Montjuic, era el Parc Güell, la piedra vuelta loca en maceteros, en arcos, en columnas, en la gracia que aquel loco arquitecto de inquietudes y sueños sembró en el corazón de Barcelona.

En todas partes ella hacía de mí una soledad pequeña, una elegía menos triste y más alta y más auténtica.

 


                          Los amigos

Y los amigos siguieron siendo amigos, compartiendo conmigo endiosadas ebriedades, poemas y pinturas. Fueron manos sinceras que aguantaron mi caída cuando yo estaba herido de tristeza y era como un pájaro en la lluvia.

Pero a unos unas cosas y otras cosas a otros, los fueron apartando del camino común, y sólo a veces, y muy pocos amigos, solíamos encontrarnos en Parés o en la Cueva del vino y recordábamos con los ojos brillantes nuestras juergas pacíficas.

El amigo pintor y yo, los más asiduos, cruzábamos a veces nuestras miradas sabiendo que algo puro, vivo, auténtico, a punto estaba de desvanecerse como el perfume de una dama hermosa que deja nuestro cuarto tras amarnos, como si aquella Barcelona amada estuviera diciéndonos adiós.