viernes, 23 de septiembre de 2022

MEMORIAS DE UN JUBILADO. En Provenza (I)

 


PRELIMINAR



Las historias a que me refiero y que están contenidas en las páginas que siguen fueron inspiradas durante el viaje que hace unos meses realizamos la familia a la Provenza. Nuestro centro de operaciones fue la ciudad de Aviñón y las etapas principales del viaje tuvieron como lugares visitados en primera instancia, demás de la ciudad de los Papas, Sète, cuna y sepulcro del poeta Paul Valery; Tarascón, población donde el escritor de Nimes Alphonse Daudet situó parte de la acción de las historias de su principal personaje Tartarín de Tarascón, y donde se encuentra la Colegiata Real de Santa Marta, con el sarcófago que contuvo antiguamente los restos de la santa que derrotó a la Tarasca, monstruo parecido al que venció San Jorge, en nuestra tradiciones españolas; Maillane, pueblo vecino del anterior, en cuyo cementerio reposan los restos del poeta provenzal Premio Nobel Federico Mistral; Saint-Remy, localidad en la que se encuentran el sanatorio mental en que fue recluido el pintor holandés Van Gogh o el grupo arquitectónico romano, Glanum, o la casa natal del profético Nostradamus; Fontvieille, población en cuyos alrededores se encuentra el Molino de Daudet; Arlés, ciudad adonde fue a parar Van Gogh procedente de París, en la que se puede admirar la Puerta de la Caballería y especialmente las Arenas, impresionante anfiteatro romano que hoy se utiliza para corridas de toros o conciertos musicales; Orange, localidad donde se levantan un excepcional Arco de Triunfo romano y especialmente el Teatro asimismo romano donde se montan importantes obras teatrales antiguas y modernas; Lourmarin, población recoleta en cuyo cementerio reposa Albert Camus, el del mito de Sísifo; y finalmente, Aix-en-Provence, populosa ciudad, cuna y sepulcro del pintor Cezanne.

Y sin más preliminares, dejo al presunto lector a solas con las que siguen.



PRIMER DÍA

Mañana

A primeras horas de la mañana llega con su coche nuestro conductor familiar. El resto de la familia, con todos los bártulos del viaje listos, lo saludamos alegres, metemos nuestras cosas en el maletero del coche, y los cuatro partimos hacia la Ap7 rumbo a la aventura, cuyo itinerario ha intentado programar al detalle el guía familiar. Cerca de la autopista, entre unos árboles, hemos visto tres abubillas, y las bromas con su nombre en catalán (pu-pu-pu) se han disparado durante unos minutos. Creemos que la aparición de pájaros tan singulares en nuestro camino es una buena señal. (…)

Voy anotando cosas en mi cuaderno mientras picoteo de vez en cuando en las conversaciones de mis compañeros de viaje. Cerca ya de la frontera con Francia, se observan en el cielo azul, todavía no excesivamente quemado, unas cuantas nubes, zeppelines blancos que navegan casi imperceptiblemente en lo alto. Sin embargo, hay una rebelde que ha preferido convertirse en un gigantesco bocadillo de cómic, pero sin texto y sin personaje. Se me ocurre hacer de esto último y añadir lo que diría ahora: “No sé si podré ver con detalle algunas bellezas desde aquí arriba. Mejor será acercarse para ver qué pone en aquel arco que cruza la autopista.” (…) PORTA CATALANA. Un poco más adelante entramos en Francia. Hasta la vuelta, España. (…)

A media mañana hacemos nuestro primer alto. Estiramos las piernas y respiramos un poco de aire sano y libre entre los pinos que salpican de verde el lugar. Los lavabos están limpios. Suena música de ambiente. Paréntesis de calma (…)

Y volvemos a rodar por la autopista. Viñedos a ambos lados. Fuerte viento. El cielo tiene ahora un azul lavado con las pompas blancas de jabón flotando sobre las copas de los árboles vapuleadas por el fuerte viento. No en balde todos los troncos aparecen inclinados en el mismo sentido. (…)

Cerca ya del mediodía salimos de la autopista camino de Mèze. Los dos guías jóvenes comentan con nosotros que nos dirigimos a Sète, primer punto importante de nuestra ruta hoy, sin contar el principal de la jornada, que es Aviñón, donde hemos alquilado nuestra parada y fonda para estos días en la Provenza. Pero antes de llegar a Sète, encontramos retenciones que amenazan retrasar la hora de la comida. Aprovechamos para alegrar nuestras miradas con la sedante visión del estanque de Thau, que se extiende a la izquierda de nuestra marcha, lleno de bateas que son criaderos, entre otros bivalvos, de ostras y mejillones. Sólo verlas, se nos abre el apetito. El diestro conductor obliga al coche a trazar curvas y curvas por una carretera mala llena de parches y rotos en el alquitrán, flanqueada por viñedos. Mientras el guía principal nos anuncia que nuestra aventura está a punto de llegar a buen término, el lugar inconfundible donde vamos a comer. (…)

Aparcado el coche, entramos en uno de aquellos rústicos y naturales restaurantes donde los propios trabajadores de la industria pesquera aguardan a los turistas en sus propios muelles donde han colocado unas mesas de madera, modestas pero limpias, para servir los productos del mar que traen en barcazas hasta el local donde preparan la siembra de las ostras a la vista de los posibles visitantes (eso hicimos nosotros al elegir nuestro lugar para comer). (…)

Sentados los cuatro a una mesa de aquellas asomadas a la laguna, disfrutamos de la vista del mar y del olor marino mientras preparaba el dueño, un joven de edad aproximada a la de los guías familiares, nuestra comanda para traérnosla a la mesa. Hablamos también de cómo lo habíamos sorprendido, al entrar en su local de trabajo aplicado en la siembra de minúsculas ostras en delgados surcos abiertos sobre una plancha de madera. Y del nombre del lugar, un paraíso modesto pero prometedor, OSTREI-SUD. (…)

He aquí nuestro festín marino que consta principalmente de ostras, mejillones y tielles, empanadas circulares de pulpo, procedentes de Sète, cuya silueta entreveíamos al otro lado del estanque. Y todo eso bien acompañado de Pic Poule de Pinet, un vino blanco de la zona servido frío en una faja de hielo. La estancia, asomados a la laguna bajo un toldo y acariciados por la brisa, la sabrosa comida marinera, la charla distendida y el delicioso sopor del Pic Poule de Pinet haciendo de las suyas en nuestros  ánimos, empezó a crear en nuestras memorias uno de esos recuerdos que duran toda una vida. (…)


 

Acabada la comida, tras la ineficacia de los cafés intentando despejarnos la modorra, me dio por dormitar y abstraerme algún tiempo de aquel lugar tan idílico, mientras veía desde hacía algunos minutos volar una golondrina por las inmediaciones del lugar del trabajo del ostrero y de vez en cuando llevando sus vuelos al interior del taller muy cerca de las vigas del techo (¿estaba su nido allí?), me dio por poetizar un recuerdo de mi infancia que tenía que ver con otra golondrina que en el desván de casa tenía su nido y entraba y salía de él por la claraboya del tejado… ¿En qué sueñas?, oí que me preguntaba mi mujer, mientras miraba a la golondrina del presente y luego a mí con una sonrisa inteligente. Y le respondí, siguiendo el hilo de mi recuerdo del pasado: “¿Qué habrá sido de aquella golondrina, /cuyo viejo cadáver un verano/ asomado quedó a la claraboya/ como un fantasma fiel a su pasado?” Los dos jóvenes rieron de buena gana, mientras el mayor, el guía cultural, decía: “Ya salió el poeta con sus versos” y el pequeño, el diestro conductor: “O mejor la inspiración del Pic Poule de Pinet.” Reímos todos.(…)


 

El guía cultural nos recordó que nos quedaba por cumplir la segunda parte del programa del día. Así que pagamos la cuenta y nos pusimos en marcha bajo un sol injusto. El conductor nos llevó de nuevo por las curvas y los viñedos anteriores y entramos en Sète, y tras dejar atrás su bonito puerto lleno de barcos atracados en los muelles y sus lujosas avenidas adyacentes, empezamos a subir a lo más alto de la población para visitar el cementerio marino y localizar la tumba del poeta hijo del lugar Paul Valèry. (…)

Aparcado el coche familiar cerca de la puerta del camposanto, empezamos a subir por cuestas y escaleras, entre tumbas, cruces, esculturas, lápidas y estelas, fotografías de difuntos, rosas y roscos de cerámica, guijarros sobre las tumbas… hasta que en una esquina donde arrancaba una escalinata encontramos el letrero que buscábamos: PAUL VALERY. Subimos la última escalera y nos sentamos en un banco de piedra medio en sombra. La vista desde allí arriba no podía ser más elocuente: una franja de azul oscuro, el mar, entre siluetas de cruces. Frente al banco, el ancho de la escalera en medio, se hallaba la tumba donde reposaba el autor del poema El cementerio marino, que yo había vuelto a leer meses antes de emprender el viaje, con el objeto de componer una especie de epitafio en décimas. Sentados sobre el banco leí dos de esas composiciones dedicadas al ilustre difunto, y mientras las leía, pensé en su modo puro de escribir poesía, una poesía que canta el sueño y la pasión de existir y en la cual el más allá siempre forma parte de la propia vida, de la existencia humana que sufre y ama, y corre paralela a la muerte y acaba en ella, en la muerte que dignifica la propia vida, la vida que es transitoria y pasajera.



REFLEXIÓN

A Paul Valèry siempre le rondó la mala suerte. Ya en su adolescencia vivió su primer contratiempo pues habiendo pensado desde muy niño dedicarse a la carrera de marino, en 1884 algunos contratiempos familiares le obligaron a renunciar a la preparación de ingreso en la Escuela Naval. Y aunque algunos años más tarde cursó Derecho en el Liceo de Montpellier, comprobó que la estupidez y la insensibilidad parecían inscritas en el programa de esos estudios de tal manera, que sus actividades principales consistían en añorar la frustrada carrera de marino, y así pudo escribir en 1891: “Estoy ebrio de la belleza de las cosas del mar, y me esfuerzo por asir su hermosura arriesgada y triunfal”. Junto con la lectura, a través de la cual descubrió la obra de Baudelaire, Mallarmé, Rimbaud y Verlaine. Justo en 1891, concretamente en junio de ese año, Valèry se cruzó en la calle con una mujer catalana, bastante mayor que él, de cuya belleza quedó al momento prendado y a quien volvió a ver en otras ocasiones, pero que en ninguna se atrevió a requerirla en amores. En una carta posterior a Guy de Pourtalès, Valèry le confió: “Creí volverme loco allí en 1892, en cierta noche blanca —blanca de relámpagos— que pasé sentado deseando ser fulminado”. Y en otro texto más o menos contemporáneo del suceso: “Noche infinita. CRÍTICA. Quizá efecto de esta tensión del aire y del espíritu… Me siento OTRO esta mañana. Pero —sentirse Otro— esto no puede durar. Ya sea que uno vuelva a ser, y que triunfe el primero; o que el nuevo hombre absorba y anule al primero”. Luego vinieron años de relativa paz de espíritu y de triunfos literarios y profesionales más que sonados, como la publicación de El cementerio marino en 1920, o el ser elegido miembro de la Academia Francesa en 1925. Sin embargo, los últimos años de su vida, desde 1938 a 1945, otra mujer volvió a cruzarse en su vida de tal manera que la convirtió en un verdadero calvario. En efecto, a sus 67 años inició una secreta relación sentimental con la abogada Jeanne Loviton, una mujer esta vez treinta y dos años más joven que él, que escribía novelas con el seudónimo de Jean Voilier, y cuya vida amorosa había estado ligada a varios escritores de la época. Este amor (“Oh triunfo de mi ocaso, que doras mi crepúsculo con mirada de amor”) le inspiró a Valèry la escritura de centenares de poemas de amor, que él mismo corrigió y ordenó y a los que decidió titular Corona & Coronilla, así, en español. Adjuntó además unas notas declarando que “hay buenas cosas en este montón, este pobre montón de horas devotas y cantarinas... Sí que valió la pena. Forma un conjunto como no hay otro, creo, en nuestra poesía”. Un conjunto que da cuenta de que el corazón triunfa al fin en Valéry sobre el espíritu y su ídolo intelecto. Él mismo lo escribe en una de sus últimas anotaciones en los Cuadernos: “…Conozco my heart también. Éste triunfa. Más fuerte que todo, que el espíritu, que la organización. Es un hecho. El más oscuro de los hechos. Más fuerte, pues, que el querer vivir y el querer comprender es este bendito C”. El poeta se entregó a ella de forma obsesiva, y esa entrega la manifestó tanto en prosa (en una carta le dice: “nosotros somos todo, el resto no existe más que por error”) como en verso (en uno le dice: “No hay idea mía que tú no extermines”, y en otro: “Vivir sin ti un día me lo vuelve de hierro”). La preclara inteligencia de Valèry claudicó ante las intrigas de la joven abogada a la que Mauriac definió como “el último gran personaje novelesco de su época”, pues, según se rumoreaba, antes de llegar a la cama de Valèry había pasado por las de los escritores Giraudoux, Malaparte o Saint-John Perse. Más misterios rodean el quehacer amoroso de Jeanne Loviton, ya que se la consideró involucrada en la muerte de su último amante, el editor Robert Denoël, asesinado de un tiro cuando los dos iban juntos en un coche. Louis-Ferdinand Céline la acusó de ser cómplice de aquel suceso, y otros sospecharon de ella cuando se supo que Denoël acababa de convertirla en máxima accionista de su empresa, algo que ella aprovechó, poco después, para venderle casi la totalidad de sus participaciones a la competencia, es decir, a Gallimard. Esas dudas razonables la acompañaron toda su vida, que fue larga: murió a los 93 años, en 1996. Para entonces ya había roto muchos corazones, entre otros el de Valèry, que no sobrevivió al hecho de que lo abandonara para casarse con otro hombre. Al parecer, según se cuenta en Corona & Coronilla, durante los siete años que duró su relación siempre se habían visto en domingo, y ella eligió uno alegre y soleado para clavarle la puntilla: “Oh bien amada, / oh día hermoso, / a él acudí / como a una tumba”. Eso sí, aunque prescindió del poeta se quedó con sus poemas, y vendió los manuscritos a buen precio a una universidad japonesa. Allí estuvieron hasta que un editor francés acudió al rescate. Hizo bien, porque Valèry siempre importa, aunque se trate de esta colección de tópicos sobre el amor desigual, donde el creador de La joven parca aparece como un enamorado con recursos, cuyos pasos "bajan los peldaños" que llevan al "sedoso cáliz" de Loviton -en otros poemas "algodonosa estancia", "dulce corola", "juguete barroco", "redil", "flor" o "vaso de sombra viva"- , y cuyo "alma obedece su secreto aroma", que lo colma pero no le sacia: "Cuando te bebo más, mi Fontana sin fondo, / más me reduzco a la exigencia de beberte". La cosa, sin embargo, acabó mal: ella, tal vez aburrida de aquel "amor... sin vigor" que reconoce Valèry, levantó el vuelo, y él, después de llamarla "amiga extrema, oh suprema enemiga", "serpiente entre las flores y gusano en la fruta", no superó el golpe, se sintió vacío sin la mitad aventurera de su doble vida y murió sintiéndose un estorbo trágico, incapaz de salvar ese "horrible demasiado tarde" del que habla en una carta y sólo con fuerzas ya para firmar su rendición: "Yo creía que estabas entre la muerte y yo. / No sabía que estaba entre la vida y tú". Para algunos biógrafos del poeta, el que su amante lo abandonara para casarse con el editor Robert Denoël, sumió a Valèry en la tristeza y fue causa importante de su muerte, ocurrida dos meses después de ese abandono, el 15 de julio de 1945.




Tal vez, conmovido por esa mala suerte de Paul Valèry, prefiero ahora, pensando en este viaje nuestro por Provenza, escribirle un EPITAFIO que dignifique su personalidad poética, una personalidad enriquecida sin duda por ser la creadora de EL CEMENTERIO MARINO.


Epitafio a Paul Valery


I


Diarias anotaciones

hechas al amanecer

cuando el sol quiere romper

la hiel de las tentaciones,

son a la vez que oraciones

confesiones de un creyente

entre el amargo presente

y la miel de su pasado.

Ser es ser disciplinado”

con la vida y con la gente.


Mientras suena la palabra

de tu verso cristalino,

El cementerio marino

toda una lengua consagra

y nuevamente la labra

en el bronce de la historia

para sembrar su memoria

en quienes nazcan después

en este suelo francés

con tanta belleza y gloria.


Fue tu mismo corazón

eco del mar que cantaste,

brillo del cielo que alzaste

con la luz y la emoción

de ser hombre y la razón

de ser barro en el camino.

Ideal del fiel destino:

entraña humilde y castiza

que a su espíritu eterniza

como la bodega al vino.


Las páginas deslumbradas

con alas de sol despegan

de las olas que se niegan

a morir abandonadas.

Y arriba, en nubes doradas,

hablan del mar como un sueño

de diamantes: el beleño

de la indócil poesía

que domaste día a día

como si fueras su dueño.


Al Cementerio Marino,

con su verso tan perfecto,

digno de un cráneo selecto,

lo matiza el hilo fino

de nuestro Mar cristalino.

Tu alma canta su canto

exento de duelo y llanto,

mientras tu cuerpo, en su herida,

nada entiende de la vida

que sólo le dio quebranto.




II


Sobre edificios de muertos

vaga tu sombra o tu alma,

sobre pasiones sin calma

de aquellos años inciertos

que padeciste, hoy cubiertos

de una pátina de gloria

para salvar la memoria

de lo mejor de tu vida.

Que Dios cure aquella herida

y la convierta en victoria.


¿Sigues esperando el eco

de tu grandeza interior?

¿Quieres reunir el rumor

de la orilla de un mar seco?

¿Qué vas a hacer con un hueco,

con la huella de una herida

o con la pieza perdida

de un juguete que tuviste?

Tu mar, tu mar en ti existe.

Y tú existes en su vida.


Belleza: perennidad

de lo más perecedero,

en tu verso verdadero

cantaste en tu soledad.

Y luego, ante la verdad

de que sin la poesía

todo es húmeda alegría,

te empapaste de tristeza

y asumiste la certeza

de la muerte cruel y fría.


Hay caminos en el mar

y palomas en el cielo,

y adioses de albo pañuelo

y de empañado mirar.

Poesía es ensoñar

lo que la santa impaciencia

crea y rompe, ardiente ciencia

de los versos inflamables

que queman, inexorables,

lo peor de la experiencia.




III


Buena estancia, Valèry,

tengas frente al mar que amaste

que viviste y que cantaste

con brillos de fiel rubí.

Ahora que duermes aquí,

bajo este cielo encendido

de tu Sète, sepulcro y nido,

cuéntanos qué pensamiento

guardaste en tu Gran Momento.

Pero dínoslo al oído.


Descansa, Paul Valery

con sueños de mar y cielo

en este cristiano suelo

que te ofrece amor aquí.

Cuando tus versos leí

aprendí que tu destino

era seguir el camino

de la luz que siempre vive.

Tu fiel alma sobrevive

al cementerio marino.


Leo en uno de tus versos

que le songe est savoir, vía

directa a la poesía

donde motivos diversos

forman bellos universos

de bonanza y de verdad,

donde el miedo de la edad

enseña a aniñarse al arte

y al hombre a volverse parte

de la humana soledad.


Entre aromas de alto pino

un junio de limpio cielo

llegué a sentír el gran vuelo

de un cementerio marino.

Y en un alto del camino

que me transportó hasta allí,

en una losa leí

el gris silencio de un nombre

y las dos fechas de un hombre,

los tuyos, Paul Valery.



CODA

Ahora cierro emocionado

el libro que he releído,

sabiendo que he retenido

el sueño versificado

de un poeta enamorado.

Sigo el viaje con empeño

de llevar a otros el sueño

que he aprendido con tu guía.

La que me lleva en volandas

bajo este sol de lavandas

al sol de tu poesía.



lunes, 12 de septiembre de 2022

LAS MUJERES DE BÉCQUER (3)


 

Tercera Secuencia 

 

El estudio del poeta.

Suave penumbra.

 

Gustavo Adolfo Bécquer sigue febril, delirante, sentado en el sillón del escritorio.

De pronto le sobreviene un ataque de tos.

Silencio.

Se lleva una mano al pecho en un gesto de dolor y de cansancio  

Fuera el viento golpea la madera de alguna ventana abierta.

Nuevo silencio.

El poeta acerca el retrato de su hermano, lo mira fijamente y se pone a hablar con él.

--Sara ya se ha ido. Ahora, ¿quién será la siguiente mujer en aparecer? ¿Beatriz Borges? ¿Aquella joven francesa que vino a curarse a Soria, y en el palacio de los Alcudiel, donde estuvo alojada con su familia, conoció a su primo Alonso? ¿O será la anónima mujer de los ojos verdes de la Fuente de los Álamos, de la que se enamora Fernando de Argensola?  ¿O acaso María Antúnez? ¿Aquella mujer toledana, hermosa donde las hubiera, con aquella belleza diabólica que a veces presta el diablo a algunas personas para convertirlas en instrumentos suyos aquí en la tierra? Más de una vez, Valeriano, conocimos tú y yo en la ciudad del Tajo algunas de esas mujeres tan bellas como caprichosas y extravagantes, capaces de hacer perder el juicio a los hombres que tuvieran la mala suerte de enamorarse de ellas, obligándoles a cometer grandes sacrilegios para satisfacer sus caprichos. Como María que incitó a su amante a robar la ajorca de oro que llevaba puesta en su brazo la Virgen del Rosario de la catedral de Toledo de la que se había encaprichado durante la fiesta de la Virgen. ¡La catedral de Toledo! ¿Te acuerdas de ella? ¡Cuántas veces la visitamos juntos!  ¡Aquel mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas! Y con todo, siempre tendremos una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado abundantemente el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes. ¡La catedral de Toledo! ¿Recuerdas cuando, absortos ante su rica belleza, un día un vigilante del templo nos confundió, al oírnos hablar de sus tesoros artísticos, con dos ladrones que pensaban cometer un robo? Y allí en la cárcel, como si la cosa no fuese con nosotros, seguimos hablando de belleza, de arte, de monumentos, de capiteles y ojivas, hasta que apareció el director del periódico para el que trabajábamos y les dijo a nuestros carceleros quiénes éramos y nos dejaron en libertad. Siempre hemos sido tú y yo, Valeriano, unos soñadores. ¡Qué le vamos a hacer! El arte y la literatura es lo nuestro, y así ha sido hasta el final.

En ese momento, vuelve a sonar un leve chasquido en el reloj de pared y acto seguido empiezan a oírse las cuatro campanadas del primer cuarto del día mientras un punto luminoso aparece a un lado de la mesa y empieza a agrandarse hasta aparecer en él la figura de una mujer también joven y hermosa, vestida asimismo con traje de época, que mira al poeta con ojos de fuego mientras le muestra un brazalete de brillantes. El poeta le dice enseguida:

--Sé quién eres. Y antes de que me digas lo que has venido a decirme, quisiera que me escucharas unos minutos.

--¿Qué son para mí unos minutos si tengo a mi abasto toda la eternidad?

--Tienes razón. Pero a lo que iba:  si has dejado el mundo de las sombras para venir a recriminarme el trato que te di en la leyenda donde tú eres la verdadera protagonista, ya me adelanto que si lo hice fue porque así me lo dictaba mis creencias y mis propios sentimientos y, especialmente, la idea que tengo de las mujeres que como tú, estando enamoradas de los hombres que quieren, le incitan a infringir las normas divinas y humanas como prueba de su amor, y así Pedro de Orellana, que siempre está dispuesto a hacer lo que sea para complacer tu capricho, le roba la ajorca de oro a la Virgen del Rosario, a la que venera muchísimo, y encuentra el castigo que merece, sin dejar de gritar “¡Suya, suya!”, refiriéndose a ti. Cuando el castigo lo tendrías que haber recibido tú. Y una tradición es una tradición.


--Puede que tenga usted razón. Pero también usted mismo dejó escrito en la misma leyenda que mientras yo rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, sin poder explicármelo, mis ojos se fijaron en el brazalete de la Virgen que hasta ese momento nunca había visto, se lo juro. Y nada podía apartarme de esa visión. Y aquella misma noche no pude pegar ojo con aquel pensamiento puesto en la ajorca de oro, y cuando al fin logré dormirme, encima soñé que una mujer morena y hermosa llevaba puesto el brazalete de la Virgen que más quiero y, mostrándomelo entre risas, me decía: “No es tuya y nunca lo será”. A la mañana siguiente desperté con la misma idea fija en mi cabeza, “semejante a un clavo ardiente, diabólica, incontrastable; inspirada, sin duda, por el mismo Satanás”. Son palabras que usted dejó escritas. Y cuando se lo dije a Pedro, y pensó que se lo decía para incitarle a que consiguiera la joya de la Virgen para mí, se espantó y me dijo: “¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona, o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Paloma, yo…, yo, que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!” También son palabras de usted. Y si más tarde decidió por su cuenta robársela, es acción de la que sólo él es responsable. Me duele decirlo, pero creo que es así.

--Tal vez. Pero muchas veces las palabras, las insinuaciones y el tono con que las expresamos pueden trastornar el juicio de las personas a las que se las decimos y hasta robarles la voluntad y las buenas intenciones que siempre han dormido en sus almas. Y si es amor lo que profesamos, la fuerza de nuestras palabras rompe la más firme de las resistencias. Ése es el mensaje de la leyenda. Además, María, tú misma te has presentado esta noche a mí con el brazalete en tus manos. ¿Quieres decirme qué significado tiene eso?

Un silencio.

Los ojos de María pierden la intensidad del fuego y la ajorca desaparece de sus manos.

Luego le muestra las manos abiertas, vacías.

--Ahora ya no la tengo, ¿ve? Es lo que pasa cuando no acertamos a juzgar ecuánimemente nuestros actos. Por un momento pensé que la ajorca de la Virgen podía ser mía, y en ese sentido tenté a Pedro con mi llanto para que la robara para mí  aquella tarde infausta de Toledo en que los dos estábamos viendo pasar desde el alto pretil árabe de la ciudad imperial la corriente del Tajo. El hecho de presentarme aquí ante usted esta noche no tiene que ver nada con reproches ni recriminaciones. Sólo quería decirle que muchas de las cosas que hacemos en la vida, que parecen malas, no lo son, y otras que a la vista de las personas que nos rodean parecen buenas, en realidad no lo son tampoco, si unas y otras se examinan con los ojos del alma. Usted debe hacer eso, ahora que se acerca el trance de dar cuenta a Dios: examinar sus acciones con los ojos del alma para que no se mortifique ni se exculpe más de lo necesario pensando en ellas. Y del trato que dio a las mujeres en sus escritos, menos. Que usted siempre fue considerado con ellas, con sus criaturas, con todas nosotras, con las que nos compuso de cuerpo y alma humanos y con las que vistió de piedra, como la dama que tuvo que sufrir la afrenta de un oficial francés en uno de los conventos de Toledo, que en la época en que las tropas de Napoleón invadieron nuestra patria lo habían convertido en alojamiento. Usted lo cuenta con emoción y belleza.

--¡Ay!, ya sé a qué dama te refieres. Ese oficial francés irreverente, a la luz de la luna que entraba en el templo por una ventana de la capilla mayor,  la confundió con una mujer arrodillada, pero al acercarse a ella vio que era la estatua de mármol de una dama castellana que por un milagro de la escultura parecía que no la habían enterrado y que permanecía en cuerpo y alma y de rodillas, con las manos juntas en actitud de rezar, sobre la losa del sepulcro que cubría sus restos. Y eran tan bellos los rasgos faciales de la mujer, que el capitán francés se había enamorado tan locamente de ella, que sentía celos de la estatua que estaba de pie junto a la de la dama, la de un hombre con armadura, su marido sin duda; y eran tantos sus celos como he dicho que, preso de la locura, confesó a sus camaradas que había pensado muchas veces en hacer pedazos su estatua. El caso es que una noche, rodeado de soldados, el oficial francés llevó su locura al extremo de intentar besar a la dama de mármol, y ese intento le costó la vida. Pues el guerrero de piedra que estaba a su lado, vigilando más allá de la muerte que ningún mortal se atreviera a tocar a su amada, abatió al capitán de una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.


 

--Justo castigo divino a quien osa burlarse de las leyes de Dios. Que es lo que usted pretendió siempre al escribir sus leyendas, ¿verdad?

--No sólo las leyes divinas. También las humanas. En una de mis leyendas traté el caso de Margarita que entregó su honra por amor a una persona que decía ser el escudero favorito del conde de Gómara, después de que su amante le prometiera casarse con ella cuando volviera de guerrear contra los moros para conquistar Sevilla, con estas palabras: “Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemne empeñada el día en que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.” El día de la marcha de las huestes del conde de Gómara, la gente salió a las calles a despedir al conde y a su ejército; y allí estaba Margarita, que buscaba a su amante entre los guerreros, sin sospechar que era el mismo conde de Gómara su misterioso amante. Al descubrirlo, dio un grito y cayó desmayada en los brazos de las personas que estaban junto a ella viendo el desfile.

--¡Pobre mujer! ¿Y qué fue del mal caballero que de esa manera la engañó?

--En un alto de las batallas que precedieron a la de Sevilla confesó a su más antiguo escudero la razón de la angustia y tristeza que sentía después de que una mano misteriosa le salvara de una muerte segura cuando más peligro corría, envuelto de moros por todas partes. “Desde entonces, a todas horas, en todas partes, continúa diciendo el conde a su escudero, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta a mis acciones. La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus dedos y partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto, escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche…, ahora mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.”

--Se había vuelto loco—concluyó María.

--Algo similar. Pero lo peor vino después, cuando a las puertas de Sevilla, esperando la orden del rey Fernando para dar el último ataque a los árabes que la ocupaban, el conde de Gómara, acompañado de su fiel escudero se acercó a un personaje extraño que había formado a su alrededor un corro de soldados y se disponía a cantar una canción titulada Romance de la mano muerta. La canción empezó así: “La niña tiene un amante / que escudero se decía; / el escudero le anuncia / que a la guerra se partía. / --Te vas y acaso no tornes. /--Tornaré por vida mía--/ Mientras el amante jura, / diz que el viento repetía: / ¡Mal haya quien en promesas / de hombre fía!” El conde mientras escuchaba la canción fue perdiendo la compostura y cuando el cantor acabó de cantarla, el conde se acercó a él y, agarrándole por el brazo, le hizo una serie de preguntas, a las que el romero fue respondiendo hasta llegar a la última respuesta: “Esta cantiga se refiere a una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios, han permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en que su amante le puso  un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a quien toca cumplirla.”

--¿Y el conde de Gómara cumplió la promesa?

La luz de la escena empieza a apagarse.

--Tarde, pero sí. El conde, arrodillado sobre la sepultura de Margarita, estrechó en la suya la mano de la joven que sobresalía, y un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la unión. Al instante la mano muerta se hundió para siempre en la tierra.

María desaparece, mientras se despide del poeta. Finalmente se oye su voz:

--Mucha suerte en su otra vida.

Oscuridad completa el tiempo que dura el recitado siguiente:

“Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles, y que, sin embargo, es sobrenatural.”  

 


 

sábado, 3 de septiembre de 2022

LAS MUJERES DE BÉCQUER (2)

 

Segunda Secuencia

 

11,58 de la noche. El estudio del poeta.

Suave penumbra.

 

Gustavo Adolfo Bécquer está sentado frente al cuadro del caballete, contemplando atento lo que la pintura representa, que no es otra cosa que el propio poeta, muy joven, con la boca entreabierta, como hablando a un público invisible.

Aúlla fuera, lúgubre, el viento nocturno.

Luego silencio.

Y enseguida se deja oír un chasquido en el reloj de pared y empiezan a sonar las doce campanadas de la medianoche, lentas, seguras, profundas…, mientras un punto luminoso aparece en el lado opuesto de la pintura.

Gustavo se levanta del sillón para prestar atención a la luz que va agrandándose hasta aparecer en él la figura de una mujer muy joven y muy hermosa, con ropas de época, que mira al poeta en silencio. Éste se acerca a la aparecida con solicitud. Le dice:

--Tú eres Sara, sí, ojos grandes, labios encendidos, tez blanca y transparente como el alabastro… Sí.  Mi hermano Valeriano me acaba de anunciar tu visita. Supongo que vienes a recriminarme mi actuación respecto del rumbo que di a tu destino en la leyenda que redacté en Toledo sobre tu familia…


 

--Sí, soy Sara, y como usted sabe, mi nombre en hebreo significa “princesa”. Mi padre me puso ese nombre en recuerdo de Sara, la esposa de Abraham y madre de Isaac, y supongo que deseaba para mí un destino judío de buena esposa y buena madre. Para nada pensó en la comunidad cristiana de Toledo, tan cercana, por otra parte, a la nuestra. Y el amor no distingue razas ni religiones. Usted lo sabía  muy bien al escribir la leyenda de la que me hizo su protagonista. Gracias. Y no. No he venido a recriminarle nada respecto al papel que me da en su relato, porque así lo pide la tradición que le sirve de base. Si usted no hubiera querido mostrar al pueblo cristiano la lección que se desprende de la leyenda, no habría introducido en ella al pastor que pasó por las ruinas de la iglesia en que fui sacrificada y encontró la planta que brotó de la tierra donde estaban enterrados mis huesos, y mucho menos el arzobispo habría tenido entre sus manos la flor de dicha planta que le llevó el pastor, la cual, abierta, muestra los tributos de la pasión de Jesús, la corona y los clavos.

--Tienes razón, querida niña.

--No, yo no he venido a reprocharle nada, mi querido escritor; al contrario, esta noche he venido a consolarle y a recordarle que tampoco debe temer nada de los posibles reproches que le puedan hacer las tres mujeres que vendrán a verle después de mí. Usted siempre habló bien del género femenino y lo trató con exquisita delicadeza. Ya sé que en un momento de desilusión o desengaño hacia el amor y hacia la vida a todos nos puede tentar alzar una palabra más que otra e incluso llegar a afirmar cosas de las que nos arrepentimos, y si ustedes los escritores dispusieran de la oportunidad de corregir lo que dejaron escrito en circunstancias así, estoy convencida de que lo harían, es más, lo suprimirían con entusiasmo y alivio. Y respecto a usted, ignoro los motivos (debieron de ser de mucho peso) para que llegara a escribir en una rima: “Una mujer me ha envenenado el alma, / otra mujer me ha envenenado el cuerpo (…) / Si mañana, rodando, este veneno / envenena a su vez, ¿por qué acusarme? /¿Puedo dar más de lo que a mí me dieron?” Pero sé que a su mujer, Casta, de la que sin duda estuvo usted muy enamorado, y que por las circunstancias que sólo ustedes dos conocen, decidió seguir su camino y dejar que usted siguiera el suyo (es algo que puede ocurrir en todos los matrimonios), le dirigió, sin embargo, las palabras más bonitas que un hombre puede decir a una mujer: “Tú prestas nueva vida y esperanza / a un corazón para el amor ya muerto; / tú creces de mi vida en el desierto / como crece en el páramo la flor.” Y posiblemente también estas otras: “Podrá la muerte / cubrirme con su fúnebre crespón; / pero jamás en mí podrá apagarse / la llama de tu amor.” Y a Elisa, uno de sus primeros amores, estos cuatro versos: “Para poder poner ante tus plantas / la ofrenda de mi vida y de mi amor, / con alma, sueños rotos, risas, lágrimas, / hice mis versos yo.” Estaría recordándole toda la noche que tiene usted motivos para estar orgulloso de las atenciones que mostró siempre hacia la mujer en su obra. La mujer es la protagonista de la mayor parte de sus versos, lo mismo que de sus tradiciones y leyendas y otros escritos en prosa, como las cartas literarias que dedicó a la mujer que le inspiró el amor, la propia poesía y la religión. La religión, el castillo interior del que trató otra mujer, ejemplo de mujer de los pies a la cabeza, Santa Teresa de Jesús. El castillo interior que cada ser humano guarda celosamente en su corazón. Como usted o como yo, una pobre y humilde joven que ha tenido la suerte de venir esta noche aquí a conocerlo en persona y a brindarle, si me lo permite, mi consuelo, antes de que pueda pensar que las mujeres que me relevarán a lo largo de esta noche tienen algo de razón en lo que aleguen en sus reivindicaciones, y baje usted al reino de las sombras con el alma llena de zozobra y el sentido de la culpa azotando su corazón. Le deseo que su tránsito le sea leve.

--No sabes, Sara, lo reconfortado que me quedo tras oír tus palabras. Por eso antes de que regreses al mundo del que has venido, quiero decirte que siempre te consideré, pese a todo, una mujer fuerte y valiente al presentarte aquella noche de Viernes Santo ante tu padre y los judíos que lo acompañaban, decididos a matar a tu enamorado cristiano.

--¿Fuerte? ¿Valiente? Me animaba la fe inquebrantable en el verdadero Dios que mi amado me había revelado. Aún recuerdo, y le doy a usted las gracias por ello, las palabras que puso en mi boca: “Vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre, porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.” Nunca antes me había sentido tan orgullosa de haber abrazado la verdadera religión y entendido el alcance de aquel milagro del Cristo de la Luz, que había sido robado por unos cuantos judíos, pero que el crimen fue descubierto porque el Crucificado había dejado un rastro de sangre tras Él. Y orgullosa sigo. Y usted haga igual. Siéntase orgulloso de sus escritos,  especialmente de los dedicados a honrar a las mujeres. Ellas se lo agradecerán siempre. Adiós.

--Adiós, Sara.

La luz de la escena va apagándose paulatinamente, mientras una voz dice: “El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó por largos años con veneración especial en la ermita de San Pedro el Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante común, se llama Rosa de Pasión.”

Oscuridad total durante unos minutos.