miércoles, 24 de octubre de 2018

RECUERDO DE CARMEN ALBORCH




Acaba de dejarnos Carmen Alborch, defensora de los derechos humanos y política importante de la época de Felipe González, de cuyo gobierno llegó a ser Ministra de Cultura en 1993, aunque ya antes había ocupado cargos culturales en la comunidad valenciana relacionados con la política: como directora general de Cultura de la Generalidad Valenciana y directora del Instituto Valenciano de Arte Moderno. Aprovecho la dolorosa circunstancia de su desaparición aludiendo también a su vertiente literaria. Es autora de numerosos artículos sobre cultura, política y feminismo y también de novelas y libros de ensayo, entre otros, Solas: gozos y sombras de una manera de vivir, La ciudad y la vida o Los placeres de la edad.

Tuve el honor de conocerla como jurado de premios literarios en dos ocasiones para mí importantes e inolvidables: el primero, en 1997, cuando recibí de su mano el premio de Poesía Taurina de Valencia por mi obra Toro de la noche que me fue concedido por un jurado presidido por el poeta Francisco Brines. La segunda ocasión tuvo lugar en 2002 en las Cavas Freixenet de San Sadurní de Anoya, durante la cena de entrega del Premio de literatura gastronómica Sent Sovi en el que resulté finalista con mi novela La balada de dos juglares y de cuyo jurado formaba parte Carmen Alborch junto a novelistas de la talla de Manuel Vázquez Montalbán o Narcís Comadira, entre otros.

Como homenaje a la escritora copio aquí un fragmento de Los placeres de la edad (2014), que tiene que ver con la vejez, etapa no menos interesante que las otras de nuestra vida:

“No hay una vejez, sino diversas vejeces. Envejecemos en buena medida como hemos vivido, con multitud de matices y sin determinismos, porque hay márgenes para el cambio, en función de distintos condicionantes y circunstancias, como son la genética, la salud, el lugar del mundo en el que hayamos nacido o vivido, la formación, las circunstancias vitales y sociales, la situación económica, la profesión, el entorno y, por supuesto, la suerte. Pero no hay duda de que la actitud y la voluntad son fundamentales. Heráclito decía que la actitud es el futuro, es decir, es importante la manera en que afrontamos esta etapa de nuestra vida, una etapa que tiene sus propias claves que podemos descubrir si utilizamos los recursos vitales que están a nuestro alcance: si escuchamos, aprendemos, observamos y reflexionamos sobre nuestra vida. Si nos implicamos, podemos darle un nuevo significado y una perspectiva diferente a esta etapa fundamental, sabiendo que cualquier proceso de cambio trae consigo dudas e incertidumbres.
A sus ochenta y tres años Emilio Lledó decía que estaba en la “edad de la esperanza de vida, a mí la edad me da la felicidad total”. Creo que esta es la mejor actitud. Ni mucho menos esto significa que no nos encontremos con dificultades para tener una buena vejez y continuar haciéndonos mayores con vitalidad, dignidad y plenitud. La ley de la vida es el cambio, escribió Simone de Beauvoir, y esto es así en cualquier etapa de la vida.”

martes, 23 de octubre de 2018

ZAMORA de la Z a la A - El tío Tizas


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De entre las personas entrañables del barrio destaco hoy al vagabundo que los más pequeños del barrio llamábamos tío Tizas, sin saber muy bien el origen de tan curioso nombre. De cualquier modo, el tío Tizas era único, especial porque representaba para nosotros el anuncio del verano y de todas las aventuras que tenían lugar en esa deliciosa época del año. Contra él no podían nada las leyendas domésticas sobre los seres que daban miedo. Ni la del coco que solían cantarnos de pequeños nuestras madres:
“Duérmete, niño,
que viene el coco
a comerse los niños
que duermen poco”.
Ni aquel otro mito que nos contaban, ya más crecidos, sobre el tío Sacamantecas, que salía al encuentro de los niños traviesos que se alejaban de sus casas sin decir nada a sus padres, y los mataba en descampados y sitios escondidos para sacarles la manteca con la que fabricaban pócimas y ungüentos extraños.
Y mucho menos la leyenda del Hombre del saco, que atraía con golosinas a chicos malos para hacerles increíbles barbaridades antes de matarlos y meterlos en el saco que siempre llevaba a sus espaldas. Y nosotros, en pequeñas discusiones, decíamos medio en broma medio en serio sobre el particular:
--Alguna vez tiene el Hombre del Saco que vaciar su saco.
--Porque muy grande es el peso que lleva a sus espaldas.
--Además olerá a muerto.
Y cosas por el estilo.
 
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Otra cosa bien distinta nos inspiraba el tío Tizas. El tío Tizas era un vagabundo feliz y pacífico cuya procedencia nadie conocía, pero que indefectiblemente a principios de cada verano aparecía por la carretera de Pinilla con su manta al hombro y su saco (que no era ni mucho menos que el del Hombre del saco porque muchas veces habíamos visto de qué lo llenaba); aparecía, como iba diciendo, con su saco colgado de la espalda, encorvado y lento, con la mirada dividida entre el alquitrán de la carretera y los árboles de la orilla del Duero, donde los pájaros parecían darle también la bienvenida.
Su primera parada siempre era el Puentico del Carruco, por el que, a aquellas alturas del año, ya no fluían las aguas de las lluvias propias de abril. A su sombra el vagabundo se dedicaba a su primer despioje. Todo cuanto hacía formaba parte de un extenso ritual que nos fascinaba. Su recorrido y sus acciones eran de lo más pintoresco y aleccionador. Tras el despioje en el Puentico, seguía su marcha hacia nuestro barrio para instalar su vivienda de temporada en el portal del Comedor de Ancianos, que el Servicio Social había tenido abierto hasta hacía poco y que ahora no era más que un montón de ruinas.
En el portal, lugar que aún se mantenía en pie de verdadero milagro, el tío Tizas extendía su manta sobre uno de los bancos de piedra que flanqueaban la desportillada puerta, abría su saco y se preparaba el almuerzo con dos trozos de pan y achicoria, cuyo olor característico flotaba a cien metros a la redonda, en cuanto hervía el agua del bote que llevaba siempre consigo.
En el saco del tío Tizas había de todo y al final del día le servía de almohada en aquel lecho duro formado por el piso del portal del Comedor de Ancianos.
Tras el breve almuerzo, recogía todo, limpiaba el suelo, arrinconaba debajo de los bancos de piedra los ladrillos del fuego y, echándose a la espalda el saco y sobre el hombro la manta, salía del recinto y enfilaba la carretera de San Francisco.
 
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Antes de llegar a las ruinas del convento del mismo nombre, justo al final de la huerta del Serranillo, bajaba al río por la cuesta que empieza allí y acaba en la vereda del agua, para siguiendo la orilla recoger de los montones de basura cualquier cosa que pudiera servirle. Nosotros le espiábamos desde la carretera, asomados al pretil. No salíamos de nuestro asombro al ver con qué paciencia y conformidad se agachaba sobre la basura donde escarbaba con un palito en busca de cualquier cosa que pudiera serle útil.
 
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Siempre acabábamos cruzándonos con él en el soto, junto a los volcados tajamares del antiguo puente de San Atilano, nido de abejarucos y de sueños infantiles. Entonces nos deteníamos a mirarle a los ojos, unos ojos donde reinaba la paz y la comprensión. Sonreía mientras aguantaba nuestras miradas con una sonrisa beatífica. Jamás cambiamos palabra alguna con él, pero en aquella manera tan sincera que tenía de sonreírnos, mientras aguantaba nuestras miradas, leíamos con claridad meridiana las palabras verdaderas de la vida, las que hablan del bien y del mal, las que nunca se quejan de cómo aparecen las cosas en el camino diario y las que aceptan como nuevas oportunidades  que nos da la dura existencia para seguir vivos.

Espero que cuando lea todo esto el amigo de la infancia que me acaba de dar la noticia de que nuestro querido barrio, escenario de nuestras dichas y aventuras de antaño, va a ser partido por la mitad para construir una carretera, vea resucitar en su corazón la ternura hacia lo que vivimos allí cuando éramos niños, que eso siempre está bien, quiero decir la ternura hacia lo que fue parte de nuestra vida; pero que no se deje llevar por la nostalgia, que es la cosa más inútil que hay si se quiere seguir viviendo.

En Agua vivida, 1979, intenté retratarlo así:

“El viejo vagabundo aparecía
con la manta de siempre en la arboleda
como la antigua, inexorable rueda
del tiempo, cuando el verano volvía.

Yo quería al tío Tizas. Lo quería
lo mismo que al verano, la vereda
del río, las azudas, la arboleda,
las aceñas o el puente de la Vía.
 
Ya no puedo olvidar la alta verdad
que repartió en mi infancia su presencia
de pájaro de paso y sin destino.

Añoro su lección de libertad,
su estoico caminar, su limpia ciencia
aprendida en el libro del camino.
 
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miércoles, 17 de octubre de 2018

GALA Y DALÍ




Una experiencia inolvidable de arte puro entre tradicional y surrealista hizo nuestras delicias el sábado 13 de octubre por la tarde en el MNAC. Se trataba nada más y nada menos que de la exposición Gala-Dalí Una habitación propia en Púbol, que tantos deseos teníamos de ver. La cola que hicimos para entrar en el meandro de salas donde tenía lugar valió la pena.
 
 
Allí, Gala la musa del pintor de Figueras (antes lo había sido del poeta francés Paul Éluard, su primer marido), es la verdadera protagonista. Musa y reina del mundo creado por Dalí para venerarla en retratos, en pinturas, en vestidos, en zapatos, en pequeños utensilios caseros...
 
 
Dalí, sin Gala, no sería Dalí. A través del mágico recorrido por las salas vimos una hagiografía de la mejor Gala escrita y pintada por el pintor más extravagantemente relevante que haya tenido nuestra historia de la pintura contemporánea.
 
 
Entre óleos y dibujos, unas sesenta obras en total, pertenecientes la mayoría a la Fundación Gala Dalí, unas cuarenta (el resto procede de colecciones privadas y prestigiosos museos entre los cuales mencionamos el Haggerty Museum of Art, de Milwakee, el Centro de Arte Georges Pompidou, de París, el de Arte Moderna e Contemporanea di Trento e Rovereto o el Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid.
 
 
Entre las obras pictóricas expuestas destaco las siguientes: Gala de espaldas eternizada por seis córneas virtuales provisionalmente reflejadas, Gala Placidia. Galatea de las esferas, Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar, La Madonna de Portlligat, La memoria de la mujer-niña. Monumento imperial a la mujer o, por no hacer larga esta enumeración, el molinito de café que tiene pintada una copia soberbia del Ángelus de Millet.
Mientras recorríamos las salas llenas, además de retratos y pinturas, de vitrinas con libros, cartas y manuscritos que hacían relación a la etapa que vivieron juntos en Púbol el pintor catalán y  su musa rusa que, a decir verdad, actuó con él como una inteligente araña que chupó el jugo artístico del pintor hasta su muerte, recordábamos el día de excursión a Púbol para ver el castillo de Gala y su artístico interior, sin advertir que las visitas no se iniciaban hasta el domingo siguiente. Menos mal que no fue todo un chasco ese otro domingo, pues suplimos la visita con otra al pintor Casademont, antiguo compañero mío en la docencia en un Colegio privado del Vallés, que vivía en La Bruguera, una bella finca de La Pera-Púbol y que nos deleitó con su generosa charla en su estudio rodeados de la imponente presencia de algunas de sus líricas pinturas de barcas varadas  y cielos mediterráneos.
 
 
 

viernes, 12 de octubre de 2018

ZAMORA de la Z a la A VIERNES SANTO ORIGINAL


 
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En otra parte de este ensayo hablaremos del coro que entona el Miserere Popular Alistano durante la procesión de las Capas Pardas del Miércoles Santo. Pero ahora dedicamos unos párrafos a recordar la original manera como Bercianos de Aliste, un pueblo comprometido física y espiritualmente con la Semana Santa, celebra su Viernes Santo, que es además el momento en que se canta ese Miserere.
Escondido en una pequeña hondonada, el pueblo es un conjunto de casas reunidas sin orden, rústicas, con paredes de piedra o de ladrillo y tejados de pizarra, y dominando las casas se levanta la iglesia de San Mamés.
 

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Ahora que hablo de la comarca de Aliste, de sus pueblos con casas arracimadas en torno a su iglesia, de paredes de piedra y tejados de pizarra, en medio de un paisaje duro y austero, no puedo por menos de recordar lo que viví en esta singular comarca, cuya capital es Alcañices, en varios momentos de mi vida. El primero de los cuales, de muy niño, lo viví en Fornillos de Aliste, en casa de unos maestros zamoranos sin hijos que me querían mucho y cuyos padres ocupaban la planta baja de la casa de Zamora donde vivía mi familia, y cada vez que iban a verlos no sabían qué hacer conmigo; el caso es que en Fornillos pasé una felicísima temporada con aquella generosa pareja de maestros, dando paseos por el campo y pasando veladas inolvidables al amor de la lumbre de la chimenea, incluida la visita inesperada que me hizo mi padre en una de sus rutas en bici por la zona.
 
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 Luego, ya adolescente, viví varios momentos en las cercanías de la Sierra de la Culebra, en el campamento que montaba el Frente de Juventudes en San Pedro de las Herrerías, con disciplinadas marchas por los alrededores, trabajos manuales al pie de los castaños y los alisos, noches de fuegos de campamento y cuentos de lobos que bajaban al pueblo cuando el hambre les acuciaba. Sea como sea, sólo el nombre de Aliste (además, un amigo de la infancia y su familia eran originarios de esta comarca ganadera y agrícola frontera con Portugal), sólo el nombre de Aliste me evocan tiempos felices.

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Y volviendo a la original celebración del Viernes Santo de Bercianos de Aliste, que dejé en suspenso más arriba, debo hablar de su origen. Según la tradición oral que ha pasado de padres a hijos durante varias generaciones, dicha celebración religiosa se debe a una promesa que hizo el pueblo tras librarse en la Edad Media de la peste que diezmaba la comarca de Aliste. Las primeras normas de la Cofradía se remontan a enero de 1536, y el documento que alude a sus denominaciones es conocido popularmente como la "Bula" pontificia concedida por el papa Paulo III. En dicho documento se explicitan los privilegios de los cofrades que formaban parte de la primitiva Cofradía. Desde entonces es costumbre que las mujeres del pueblo, antes de contraer matrimonio, y durante el primer año de noviazgo confeccionen la blanca mortaja (dicha prenda mortuoria formará parte del ajuar el día de la boda) a sus futuros esposos pertenecientes a la Cofradía. Asimismo esta mortaja será el traje durante las celebraciones de la Semana Santa berciana (los participantes en las procesiones no tienen por qué ser miembros de la Cofradía).
 
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Pues bien, llegado el día de la procesión del Viernes Santo, tan sólo los miembros de la Cofradía pueden vestir la blanca mortaja de caperuza sin punta, y llevan una pequeña vela, mientras que los no pertenecientes a la Cofradía visten la capa alistana parda y portan un farol. La procesión tiene como figura principal un Cristo de madera de tamaño natural articulado que se custodia durante todo el año en una urna de cristal, yacente y visible en la sacristía de la iglesia mencionada de San Mamés. Y es precisamente esta imagen la que sale de la urna unas horas durante el Viernes Santo para ser clavado en una cruz, ceremonia que se remonta al siglo XVI.

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Recordemos ahora las secuencias que tienen lugar a lo largo del Viernes Santo, desde la madrugada, en que se celebra la procesión del Vía Crucis y en la que participan solamente mujeres. Luego a primera hora de la mañana se instala una cruz en medio de la Plaza del Pueblo, y junto a ella una imagen de la Dolorosa con la cara cubierta. En la cruz se clava el Cristo articulado. Por la tarde los vecinos del pueblo, son congregados con los sonidos de matracas (molinete de madera con mango que se hace sonar girándolo) para la procesión. Los asistentes entonan una letanía y se congregan en torno a la cruz con el Cristo clavado y la Dolorosa. Seguidamente comienza la ceremonia del Descendimiento, con su popular sermón, por parte del párroco, así como el desenclavo del Cristo, en el que primero se procede a quitar el letrero de INRI de la cruz, y en pasos sucesivos, a despojar al Cristo de la corona de espinas, a quitarle los clavos de las manos y los pies, a descenderlo cuidadosamente de la cruz, a recogerlo plegando sus extremidades y a cubrirlo con una sábana para finalmente introducirlo en un féretro transparente. A partir de ese instante la comitiva se dirige el Calvario para dar sepultura al Cristo y junto a la entrada del cementerio de la localidad, cantan el Miserere (hay veces en que los hombres cantan en latín y las mujeres en castellano). Luego llega la procesión a las tres cruces y rezan las oraciones a las Cinco Llagas de Jesús, que empiezan así:

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“Al estar de rodillas ante Vuestra imagen sagrada, oh Salvador mío, mi conciencia me dice que yo he sido él que os ha clavado en la cruz, con estas mis manos, todas las veces que he osado cometer un pecado mortal. Dios mío, mi amor y mi todo, digno de toda alabanza y amor, viendo como tantas veces me habéis colmado de bendiciones, me echo de rodillas, convencido de que aún puedo reparar las injurias con que os he inferido. Al menos os puedo compadecer, puedo daros gracias por todo lo que habéis hecho por mí. Perdonadme, Señor mío. Por eso con el corazón y con los labios digo: Santísima llaga del pie izquierdo de mi Jesús, os adoro. Me duele, buen Jesús, veros sufrir aquella pena dolorosa. Os doy gracias, oh Jesús de mi alma, porque habéis sufrido tan atroces dolores para detenerme en mi carrera al precipicio, desangrándoos a causa de las punzantes espinas de mis pecados. Ofrezco al Eterno Padre, la pena y el amor de vuestra Santísima Humanidad para resarcir mis pecados, que detesto con sincera contrición.” Etcétera.

 Tras lo cual inician el retorno a la iglesia. Los más jóvenes portan pendones, el resto de participantes visten la popular capa alistana y en último lugar desfilan los cofrades con su blanca mortaja. La urna con el Cristo descendido va en la procesión escoltada por jóvenes portadores de lanzas, y la sigue la Dolorosa que es portada a hombros por mujeres solteras. De noche, para cerrar el ciclo sagrado, se celebra la procesión de la Soledad.
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