jueves, 30 de abril de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO III





5.

Siempre que evoco la figura de Llerón, acabo trayendo a colación la de Martín, otro profesor que vino de provincias a Barcelona. Hubo un tiempo en que Martínez y él estuvieron muy unidos. Se llevaban como hermanos y lo mismo sus respectivas mujeres. Se invitaron a las comuniones de sus respectivos vástagos y frecuentaban las casas de una y otra familia con celebraciones y fiestas de todo tipo. Hacían juntos viajes y excursiones, y solían contarnos con alborozo en las reuniones terapéuticas los avatares del extraordinario itinerario de una semana que realizaron los dos matrimonios por Galicia para hacer juntos la ruta jacobea. Durante la visita hecha a Santiago, les salió gratis una suculenta mariscada regada con el mejor ribeiro porque el camarero se equivocó en la cuenta, y en otra ocasión tuvieron que pasar una noche entera en una vieja pensión de Ponferrada sin pegar ojo, y no por lo que todos en un principio pensamos, sino porque durante toda la noche los dos matrimonios fueron martirizados por el ruido inagotable y monótono de las carcomas, que seguramente estaban minando los marcos de las puertas y las patas de los muebles de los cuartos infames que les tocó en suerte.
También montaron entre los dos una academia de repaso para alumnos que necesitaban empezar el nuevo curso limpios de asignaturas pendientes y mejor preparados, y aunque al principio todo marchó viento en popa y los ingresos aumentaban, de la noche a la mañana algo empezó a no funcionar entre los cometidos de Llerón y Martínez; así que, las desavenencias aparecieron en forma de alud y acabaron por enterrar el negocio y, de paso, la amistad tan profunda y sincera que había habido siempre entre ellos.


6.

Las historias de los conserjes, y del personal no docente en general del Colegio Privado, dan para mucho. Allí, además de las personas que se cuidaban del aspecto físico del centro, como jardineros y oficiales de mantenimiento, existían las personas encargadas de llevar a cabo la gerencia y administración, como conserjes, personal de oficinas y administradores, sin olvidar a quienes cuidaban de la alimentación  y la salud de todos cuantos hacíamos nuestra vida allí, desde alumnos hasta profesores, pasando por las personas mencionadas más arriba. Así pues, en los jardines y en los pabellones, además de profesores y alumnos, había gente que con mimo y profesionalidad se encargaba de que su funcionamiento siguiese unas pautas determinadas.
Los jardines y los bosquecillos de pinos que salpicaban de verde y sombra el vasto recinto del Colegio eran su pulmón físico. Cuidaban de ellos cuatro personas día y tarde. Manolo, el señor Manuel, que era su padre, Barrios y Cristian. Los cuatro disponían de un habitáculo a un costado del que fue durante mucho tiempo nuestro Pabellón, que se llamaba del Almendro porque delante del edificio se levantaba uno de estos árboles frutales. Dicho habitáculo era mitad taller, y allí guardaban las herramientas y los monos de trabajo, mitad habitación, donde aliviaban sus cansancios. A la hora de comer bajaban al comedor y compartían el espacio con los profesores, aunque siempre que podían preferían ocupar ellos solos una mesa. El resto de la jornada se la pasaban arreglando el césped, que era la principal ocupación, podando árboles y arbustos, abonando, regando, sulfatando, limpiando de broza y hierbas malas la riera, acarreando la leña a la zona de la piscina privada, reponiendo los parterres de las rosas o cambiando, según la temporada, los planteles de flores en los sitios estratégicos de los grandes espacios de césped de los huecos que separaban los distintos pabellones.
El más hablador de todos era el señor Manuel, un hombre bajito y delgado, de piel morena y arrugada, que entendía de todo y cuya práctica y cotidiana filosofía me gustaba mucho. Cuando el tiempo cambiaba y se avecinaba el invierno, solía decirme: “Todo tiene su explicación. Para que disfrutemos de la primavera y de los colores y olores de las rosas, la tierra y los hombres debemos padecer un poco. Si no, la cosa no tendría gracia.” Y cuando perdía un equipo de fútbol grande ante otro de menor presupuesto, comentaba sonriendo: “También los equipos chicos necesitan un respiro”.
El señor Manuel era paisano de Llerón, y a veces, él con la azada en la mano y mi amigo con el cuaderno de notas bajo el brazo, adornaban durante unos minutos el sendero de la subida al Pabellón del Almendro. Hablaban de su tierra común, de las vacaciones y del viaje que iban a hacer a ella para inyectarse de esperanza y recordar viejos tiempos.  Al señor Manuel el mucho fumar y una afección de garganta que contrajo un invierno se lo llevaron en cuatro meses.
Manolo, su hijo, era más callado. Iba a su faena. Tuvo dos hijos que estudiaron hasta cuarto en el Colegio. Por lo que fuera, no rendían académicamente lo necesario y el padre les buscó nuevos aires. Con Manolo se llevaba muy bien Martínez, a quien en más de una ocasión le dejaba la llave de la zona privada de la piscina para que pudiera entrar con el coche y llenar el capó con la leña que allí se almacenaba. El favor se lo pagaba el profesor proporcionándole libros para sus hijos al principio de cada curso.
Barrios era el que mejor congeniaba con Manolo. Se les veía muchas veces juntos faenando en la riera cuando la época de las lluvias se avecinaba y había que limpiar el cauce de broza y ramas caídas  para que las aguas encontrasen su camino expedito durante los diluvios que solía tener lugar el tiempo que iba de noviembre a enero. Barrios era partidario del Barça y hablaba acaloradamente en la mesa del comedor con Manolo de los errores que había cometido el entrenador al alinear a tal o cual jugador en la media del campo o la defensa del equipo culé. Manolo decía simplemente sí con la cabeza mientras se llevaba la comida a la boca. Formaban una pareja singular.
En cuanto a Cristian, era el jardinero más joven. Le faltaba experiencia y, a veces cuando regaba, solía encharcársele el césped de turno. Entonces se ponía muy nervioso y soltaba por lo bajini alguna blasfemia de nota, que si la hubiera escuchado algún “religioso” le habría reportado una buena reprimenda, si no algo peor. Siempre acudía en su ayuda Manolo. Éste, con la pericia que lo caracterizaba, manipulaba en la llave de paso o en las juntas de la manguera y a los pocos minutos quedaba solucionado el problema. Cristian se llevaba muy mal con Sotero, el oficial de mantenimiento general del Colegio, por un asunto relacionado con herramientas que desaparecieron del Colegio y que, según Sotero, se las había apropiado indebidamente Cristian. Como al final no se averiguó nada, en vez de arreglarlo con palabras, la tirantez se enquistó del todo.
Junto con Sotero formaba el dúo de mantenimiento un andaluz de Granada muy simpático llamado sin ninguna originalidad el Paleta. Éste, visto de espaldas, se parecía al señor Manuel. Era bajito y delgado como él. Y de frente, destacaba también su rostro moreno y su piel arrugada. Pero, a diferencia del jardinero, el Paleta era bastante más joven y no poseía tanta filosofía natural como el mayor de los jardineros. Contaba, sin embargo, unos chistes que eran la delicia de quienes lo escuchaban. Sólo le habría ganado en eso Llerón. Si por casualidad algún día se juntaban los dos a la hora del café en el comedor, entre ellos se armaba una lucha encarnizada por ver quién vencía al otro en contar el chiste más verde o el que hacía reír más. Una tarde de junio, a punto ya de terminar el curso escolar, se pusieron los dos a disputarse la primacía del chiste. Ganó el Paleta. Curiosa e incomprensiblemente, a mi amigo se le había agotado momentáneamente el manantial. Y el paleta remató su faena diciendo: “A usté le ha pasao lo que al lorito del chiste”. Y acto seguido contó lo que le pasó al loro de un prestidigitador al que todas las noches le estropeaba los números de la chistera, hasta que una noche el transatlántico en que había sido contratado el artista chocó con un iceberg y se hundió. Sólo se salvaron el  loro y el prestidigitador que lograron llegar hasta una isla desierta. Allí, el animal, harto de tanta soledad y miedo, le dijo al artista: “Venga va, me rindo esta vez. ¿Dónde has metido el barco?”


7.

Cuando pienso en todo aquello ahora, parece que hayan pasado mil años. Y sin embargo, algunos recuerdos del Colegio Privado vienen todavía a perseguirme como enjambres no precisamente de abejas, que siempre acaban dejando un poco de miel en el corazón, sino de avispas, que descargan en mi alma su aguijón de amargura. Como aquella vez en que en el Pabellón Central tuvo lugar el primer caso del naufragio humano sufrido por Gimeno al comunicarle el último director, aquel donuts con el agujero en el cerebro, que el Colegio prescindía de su trabajo. La reacción del profesor, un docente que llevaba más de veinte años enseñando allí y que veía cómo en segundos se iba al garete su mandato en el recién instaurado Departamento de Psicopedagogía, fue la más sonada. El caso fue que cuando el blando y redondo director, sin inmutarse siquiera, le espetó que a partir de ese día dejaba de ser profesor del Colegio, Gimeno se levantó de la silla que ocupaba al otro lado de la que "calentaba" el director (de no existir por medio la mesa del “religioso”, las cosas habrían ido de modo muy diferente), se levantó, digo, blanco como la pared y fuera de sí y empezó a gritarle un montón de insultos; incluso le amenazó con denunciarlo y, preso de un ataque de ansiedad, abandonó el despacho de dirección tras dar un formidable portazo que retumbó en todo el Pabellón. Todo ante la mirada impasible del redondo y blando personaje.


miércoles, 22 de abril de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO II



Resultado de imagen de palomas acudiendo al alpiste

2.
En el Colegio Privado compartían con nosotros la vida diaria tres tipos de “religiosos”: los sacerdotes, los casados o supernumerarios y los solteros, que hacen votos de celibato como si fueran curas vestidos de paisanos y que reciben el nombre de numerarios. A esta última clase pertenecía mi amigo Juanmari, Romero a los supernumerarios y a los sacerdotes don Ezequiel, el más simpático de todos. Mañico de toda la vida y de raíces sencillas, sabía ver lo bueno que hay en cada persona y silenciar lo malo que pudiera afearle lo positivo. Se le podía ver hablando con los alumnos, que acudían a él como palomas a la mano llena de alpiste, en cualquier sitio del Colegio Privado, en el campo de fútbol, en los caminos entre los pabellones, en los pasillos, en el comedor... Y en el oratorio se dirigía a los chicos con amenidad, sin reclamos del cielo ni amenazas del infierno. 

3
 Pocos profesores llegaron a jubilarse en el Colegio Privado, de los cuales uno de los más significativos fue Cabañas, que pertenecía a la clase de los numerarios como Juanmari y lo mismo que él nunca hizo de la religión una bandera, sino que la reservaba para gestionar las cosas del corazón y las devociones. Siempre se esforzó por hacer de sus clases verdaderos ratos de aventura para los alumnos, buscando nuevos caminos para la creación y la inventiva. Era profesor de Dibujo y llegó a ser jefe de su Departamento. Y a él se debía la iniciativa de la construcción de un mosaico en el exterior en el que se representaba una gran mariposa con las alas abiertas. Cabañas, además de buena persona y profesor de Dibujo, era un excelente pintor que contaba ya por entonces con varias exposiciones y premios pictóricos a sus espaldas. Algunos de nosotros poseíamos en nuestras casas algún cuadro suyo, desde marinas con fondo del puerto de Barcelona a escenas costumbristas del Vallés envueltas en el pintoresco paisaje de la comarca, o bodegones de frutas y recipientes.

 4
Llerón lo mismo contaba una desgracia irreparable que un chiste extravagante en la misma sesión. En contar chistes era un verdadero as. En el viaje en que los dos coincidimos por tierras de Castilla con los chicos de Bachillerato en uno de los últimos años de los ochenta, si no me contó un centenar de chistes no me contó ninguno. Recuerdo que una tarde, reventados de patear por Salamanca, desde la Plaza mayor hasta la Universidad, desde la calle Zamora hasta el puente sobre el Tormes, volvimos a la habitación del hotel en busca de alivio para los pies y, tras ponernos cómodos, me dijo: “¿Recuerdas a los dos legionarios de la Plaza Mayor, tan tiesos, tan “echaos palante” que parecían comerse el mundo con la mirada? Pues te voy a contar un chiste de legionarios que seguramente no conoces. ¿O sí? Yo empiezo y si reconoces algún pasaje me cortas y listo”.Y aunque ya conocía el chiste de los legionarios, se lo dejé contar hasta el final, final hilarante en que el coronel le corta con el sable el pito a uno de los valientes soldados y, al preguntarle si le había hecho daño, el legionario le contesta que no porque era el pito del de atrás. Me estuve riendo casi cinco minutos de reloj.

lunes, 13 de abril de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO I



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1.

Mi etapa final en el Colegio Privado fue la más nefasta para mí y no sólo por el hecho traumático de haberme visto en la calle con el pretexto pueril que el último director, Canal, un hombre blando y redondo como un "donuts", que en vez del agujero en el medio lo llevaba en el cerebro, me planteó en su despacho; ese pretexto, tan infantil como sobado, fue que había que sanear económicamente el Colegio, que entonces pasaba por una mala racha. Mala racha según se mire porque los gerifaltes “religiosos” del Colegio Privado no tuvieron ningún empacho en desembolsar cantidades astronómicas de dinero para indemnizarnos a los despedidos, que fuimos entonces cerca de una docena de personas, entre profesores y personal no docente.
En una de nuestras reuniones posteriores al naufragio humano, que nosotros bautizábamos como sesiones terapéuticas para acabar con los fantasmas del pasado, el amigo Llerón se refirió a su salida involuntaria del Colegio Privado como “Gran putada" y añadía sin cortarse un pelo: “La que me hicieron aquellos cabrones mandándome a la biblioteca, animus meminisse horret, fue de las que hacen época. Recuerdo muy bien los detalles de la conversación que mantuve con el entonces director, Deus (el apellido debía haber sido Diablus), ab uno disce omnes. Esa conversación no tiene desperdicio, créeme. ¿Y las visitas que me hacíais algunos de mis amigos a la biblioteca para darme ánimos en contraste con el desaire de otros que hasta entonces consideraba mis amigos, donec eris felix, multos numerabis amicos, y que no dieron señales de vida mientras permanecí confinado entre aquellas cuatro paredes silenciosas y aburridas? Para un libro.”
Yo le dejaba hablar. Sabía de sobra que Llerón hablaba y hablaba explayándose en largas intervenciones y, de interrumpirlo, nada habría conseguido sino alargar más su perorata. Lo mejor era dejarle hablar hasta que, como las ballenas, se tomase un descanso para salir a la superficie del diálogo para respirar. Y eso ocurría cuando se ponía a contar chistes. Como cerezas enzarzadas los contaba, asociados por temas o por tonos. Sólo sobre sexo sabía más de mil.  
Llerón llegó al Colegio Privado un año antes que yo. Venía de la Pública y había estado enseñando en una escuela unitaria de Mérida. A Barcelona vino ya casado y con un hijo en camino. Al principio de su estancia en el Colegio Privado y durante varios años Llerón se encargó de gestionar las admisiones de nuevos alumnos y después fue Jefe de Sección de los pequeños. Pero con el tiempo pasó a ser sólo profesor y encargado de curso de Bachillerato. Durante los primeros años todo parecía sonreírle, pero con el cambio experimentado por el Colegio Privado a finales de los ochenta, en que los puestos de responsabilidad académica recayeron también en manos de los "religiosos", la gracia del principio se trocó en imparable desgracia, y con el penúltimo director, el mencionado Deus, lo pasó tan mal, que sus compañeros más cercanos pensamos que  acabaría arrojando la toalla ante la clara intención de los gerifaltes de ponerlo de patitas en la calle. Sustine et abstine, como habría dicho él.