miércoles, 30 de marzo de 2022

SALIDAS DE EMERGENCIA, DE AMBROSIO GALLEGO

 


Acabo de leer el último poemario del poeta extremeño Ambrosio Gallego, que ha titulado valientemente Salidas de emergencia, y no sé por dónde dejar escapar todas las emociones que me ha inspirado su lectura. He leído con atención y dedicación la mayoría de sus libros, a medida que iban apareciendo, desde Llueve en paz hasta Otros fríos, pasando por Con breves ojos, La mirada sin nosotros, El imperio de las luces y Elegía a tus atajos entre nuestros rodeos (tuve el gusto de presentar los dos poemarios mencionados en último lugar). Y he sido testigo de la carrera ascendente de un poeta que nació para serlo con todo merecimiento, un poeta que conoce perfectamente el oficio de cantar con toda humildad y un lenguaje, humano y profundamente lírico, la realidad de cuanto ve vivir y pasar a su alrededor a todas horas. Ambrosio Gallego es un poeta que emplea especialmente la memoria y la mirada para eternizar la impresión que van dejando en él personas, lugares y cosas de su entorno más cercano, cotidiano y familiar, pero también se hace eco de los de su entorno universal, que por muy lejanos que se encuentren, él sabe acercarlos y hacerlos vívidamente presentes con su mirada humana, entrañablemente comprometida. Como en el caso que nos ocupa, que son estas salidas de emergencia que efectúa alrededor del mundo, desde Australia, Asia, África, América…, a Europa, España, el País Vasco, Cataluña, Andalucía, Extremadura (ahí está su querido Peñalsordo)… Muchas veces inspirado por los ojos de la cámara fotográfica de Salgado de la segunda parte del libro, que el poeta titula intencionadamente Práctica de supervivencia, y otras veces a través de su propia mirada, impregnada siempre de ternura y especialmente implicada en las adversidades de la condición humana y en el amor a la naturaleza, puntos de partida, ambos, para la temática de gran parte de su producción poética.


 

Una producción poética la de Ambrosio, cuya principal característica, a mi parecer, es capturar la impresión externa (visual, olfativa, auditiva…), que se da en un instante para desaparecer raudamente, en la expresión breve y exacta (el ejemplo más palpable es el haiku, composición muy del gusto de Ambrosio), que con Salidas de emergencia ha efectuado, a mi juicio, un salto sustancial. Pues se trata de un poemario compuesto por una bella colección de instantáneas de la naturaleza y de escenas humanas, a las que el poeta da vida unas veces en tono de canto y otras de elegía. Explicando brevemente el contenido y la forma del libro, observamos que en la primera parte, “Clase turista”, se reúnen ecos de viajes, exóticos algunos, más cercanos otros, en donde el yo del poeta expresa un abanico de sentimientos, deseos, preguntas sin respuesta, esperanzas: “Siempre quise saber el sonido de los nombres de las flores”, “hasta qué punto se buscan lo animal y lo humano” (Doma en la playa), “Caminos de la retirada, ¿adónde me lleváis? / ¿Es que queréis mostrar que ya es brisa lo que fue escalofrío?” (Caminos de la retirada), “Compruebo cómo viajar sin moverme, / y cómo nada, de nuevo, es simplemente ayer.” (Habitación tan blanca), “¿Qué somos sino expectantes figurillas buscando el final, /nerviosos porque el cuadro nunca acaba / ni recoge ese pertinaz querer saltar del lienzo divino?” (Marismas del Mar del Norte), “En este paréntesis de arrobo entro / en la escena del jardín de Klingsor” (Turista con su retal de tiempo), “¿Qué haría con todas mis palabras, /empeñadas en encontrar algún día el oído de un ángel mudo?” (Silencio en Denali), “desde estas fotografías/ …/ me evito la claustrofobia y el miedo a la serpiente tigre” (Cruzando el bosque lluvioso), “Tras la labor cumplida, los veo secarse en las perchas, / abrir sus alas, tal como fieles perros alados.” (Pescador entre perros alados), “Llego de montañas cubiertas de peces de lavanda / como un pintor impresionado que pesca tendido” (Petanca a la sombra de los plátanos), “He soñado con estas playas cuando la tarde las hiere / y deja a solas con la única fiesta de su rumor.” (Molinos de hora), “Yo sí sé lo que busco tras su alto círculo: llevar / el pensamiento como la tormenta el agua.” (Ahogar los pies), “y pienso si es la misma ceniza de entonces, / cuando aquí sonaba la radio maga / y encadenaba la abuela sus historias de barro.” (Casa en ruinas), “Oh, amiga memoria, retenida entre las ramas de las sabinas, / cuéntame cómo es tu paréntesis que ya no forcejea con nada.” (Desde el ojo de Orchilla), etcétera. Todo un mundo rico en sensaciones evocadas por un turista especial que goza mágicamente de su pequeño “retal de tiempo”. 


 

Como vemos, en esta parte la intención del poeta es retratar sus visiones interiores, inspiradas por visiones personales y fotografías, valiéndose de un lenguaje rico en recursos expresivos, donde dominan aliteraciones, comparaciones, imágenes, personificaciones, antítesis… Así lo atestiguan, además de los ejemplos expuestos, poemas como Bajo el aguacero (pág. 41), Desaparecer (Pág.45), Casa para contar piedras (Pág. 32), Rapto junto al lago Shoji (Pág. 27) o Hasta que desaparezca mi olor humano (Pág. 65), que encadena una colección de personificaciones, sinestesias, antítesis (“lo que ha rumiado el bosque durante agosto”, “hay un lenguaje de amarillos, de ascuas”, “Las aguas se sueltan cuando el pensamiento se ata, / mientras el aire lleva y trae cabellos” y termina con una imagen y una metáfora únicas: “Me enterraré bajo hojas y un humus de comienzo / hasta que desaparezca mi olor humano.” Sin contar los recursos señalados en negrita en los ejemplos de más arriba. Y si esto no fuera bastante, veamos en La paz del musgo la intervención de la tipografía en el poema:

“Cada gota de agua que rezuma del hayedo

envuelto en golosa niebla suplica sumarse

y bajar

            tropezándose

                               consigo misma,

                                                       parloteando no sé

                                                                                   qué idioma de umbría.”

(En este caso, el lento goteo del agua y su tartamudeo recuerda inevitablemente el “no sé qué que queda balbuciendo” de san Juan de la Cruz).



Respecto a los poemas que forman la segunda parte del poemario, “Práctica de supervivencia”, inspirada en el libro de fotografías de Salgado titulado Éxodos, Ambrosio Gallego hace hablar con su lenguaje profundo, serio, tierno y lírico las situaciones extremas del género humano que aparecen en las fotografías de Salgado tomadas en distintos y distantes continentes, situaciones límite, dramáticas huidas de seres indefensos, la soledad y el hambre humanas, el dolor, la tristeza, el cansancio... sin olvidar, la mutilación de cuerpos, la vulnerabilidad de los niños, la prisión sin posibilidad de ver un día la libertad, la pobreza, la educación sin medios, la viudez prematura, la miseria, la esterilidad, la enfermedad, la decrepitud, la guerra, la muerte indigna y un etcétera desolador que muestra lo desvalido que se encuentra el ser humano ante las catástrofes producidas por la naturaleza y las calamidades causadas por la codicia y el poder insaciables del primer mundo.


 

En una palabra, se trata de escenas la mayor parte deprimentes: “...dentro y fuera invade un mismo dolor / de desencuentro atestado, de bullicio mudo. / Completamente todo lo de aquí abajo / abre la boca, busca con el paladar / el cielo afrutado que ignora este inframundo / donde el humano no llegará nunca a saciarse.” O “...niños con sus mentes lejos / de la incandescencia, más bien junto a algún endeble calor/ de infancia, como un retal levemente colorido, / pero todavía en pleno uso.” O las Cuatro instantáneas de la adversidad que cierran el libro: “la respiración inaferrable de cuerpos desubicados./ Lo demás, guarida de silencio.” “La guardia nocturna /.../ alrededor de la estufa.” “La primavera hace papiroflexia con el hielo” mientras “un hombre con carámbanos en la barba / ejercita en el tiro a los perros más jóvenes.” “El Endurance escorado a babor, resquebrajado, / se arrodilló finalmente al hielo.” Y “el naufragio” mientras la música de un gramófono “despedazaba, sin saber cómo, el tiempo.” Lógicamente, el poeta responde con un tono desolador, dominante en esta segunda parte del libro. Para hacerse una idea de lo que estamos afirmando, leamos el poema Lago de Bemako: “Entre la niebla, ¿qué naufragio es este / que, sin dramáticos oleajes, oscurece en silencio / las telas, antaño bellas a los ojos, ahora viejos trapos / que envuelven los bebés que imitan el rostro ido de sus madres?”


Y ya concluyendo, Salidas de emergencia, el último poemario de Ambrosio Gallego, hasta el momento de escribir estas líneas, es una llamada dramática a la concienciación, de una vez por todas, ante los sufrimientos y adversidades que padecen nuestros semejantes en cualquier partes del mundo, causados unas veces por las inclemencias meteorológicas, es verdad, pero muchas veces por los desarreglos y abusos de poder y codicia que conlleva el progreso y los intereses egoístas del ser humano (cuánto me recuerda, mientras escribo estas líneas, Poeta en Nueva York , donde Lorca, presente e inmerso en lo que ve, escribe en verso un libro-reportaje de protesta objetiva-subjetiva, según los casos, ante un mundo monstruoso visible en la caótica realidad neoyorquina. Mientras que Ambrosio, ausente de los lugares de que habla pero presente en corazón y alma, denuncia un mundo violento que maltrata y mata al ser humano más desvalido. De otro modo: es más que oportuna la aparición a la luz pública de Salidas de emergencia, de Ambrosio Gallego, en una actualidad irracional y cruel (sin ir más lejos, ahí tenemos la invasión rusa de Ucrania).

                                               



viernes, 25 de marzo de 2022

ESPAÑA EN SEMANA SANTA (III)

 


Desfilar con la propia mortaja

El Lunes Santo Demetrio llevó a los dos amigos a visitar a un escultor de la tierra, amigo de la familia, en su propio taller de la calle de Sacramento. Se llamaba Ramón Abrantes, estaba ya muy envejecido y minado por una cruel enfermedad. Sin embargo, el poder de crear belleza debe de proteger y dar fuerzas al artista porque Abrantes, pese a todo, no había perdido la simpatía ni mucho menos las ganas de vivir. Las dos plantas de su casa eran un Museo donde exponía su obra tallada, entre otros materiales, en piedra de Calatarao, negra y pulida como el azabache. Sus rotundas maternidades y otras figuras femeninas enseguida despertaron la admiración de Lisardo y Cristóbal. Pero lo que no sabían ellos era que una Virgen de Abrantes desfilaba esa misma noche por las calles de Zamora. Se lo soltó de golpe Demetrio delante del escultor. Y ellos no acertaban a decir palabra.

--Se llama la Virgen de la Amargura—añadió Demetrio.

--Y en realidad su ejecución me costó amargas horas—dijo sonriendo Abrantes--. Pero no me arrepiento lo más mínimo. Y eso que sólo esculpí la cabeza y las manos. Lo demás es un miriñaque para sostener toda la imagen.

--A propósito de lo que dice aquí el amigo Abrantes de su Virgen-- intervino de nuevo Demetrio--, también se cuenta de Ramón Álvarez, otro de  nuestros mejores imagineros, creador de La Caída, el Longinos, el Descendimiento o la Verónica, que las pasó canutas tallando las manos de la Soledad. Dicen los que lo saben que no acertaba a dar con la postura de los dedos de su Virgen,  y ya estaba a punto de tirar la toalla, cuando le sacó del atolladero su hija pequeña el día en que, ante un contratiempo que había sufrido, colocó sus manitas justo en la postura que el escultor andaba buscando.

--Es verdad—afirmó Abrantes--; algunos de sus biógrafos así lo testifican.

--Podéis dar gracias los dos Ramones por no haber tenido que pasar por el mal trago que pasaron las monjas del Tránsito.

--¿Qué les pasó?—preguntó interesado Cristóbal.

--Que los ángeles que se hicieron pasar por escultores para tallar la imagen de la Virgen del Tránsito, que se venera en el convento, dejaron sin acabar una de las manos de la Virgen por culpa de la curiosidad de las hermanas.

--Cuéntaselo bien, hombre—dijo Abrantes--. Que no te cuesta nada. Según la leyenda, los escultores enviados por Dios se ofrecieron a las monjas para esculpir una Virgen para su convento, con la condición de que no les molestasen ni les interrumpiesen mientras durara su trabajo. En un principio respetaron la condición y dejaron que los cinceles y las mazas trabajaran sin descanso, hasta que intrigadas por saber cómo iba la escultura, se asomaron curiosas por la puerta de la estancia donde los ángeles trabajaban y, como por un ensalmo, los divinos escultores se desvanecieron en el aire, dejando una de las manos de la Virgen sin un dedo. Y en efecto, aún hoy puede comprobarse que a la imagen de la Virgen le falta un dedo.

Aproximadamente una hora más tarde Lisardo, Cristóbal y Demetrio vieron pasar por la calle de Santa Clara, muy cerca del hotel donde estaban alojados los dos primeros, la procesión de la Tercera caída. El desfile se cerraba con la Virgen de Abrantes, la cual, bajo la noche callada y alumbrada por faroles, mostraba realmente, con la cabeza y una  mano en alto, el inmenso dolor que una Madre como Ella podía sentir por la trágica suerte que corría un Hijo como Él, que  unos metros por delante, había caído por tercera vez bajo el terrible peso de la Cruz que cargaba camino de la muerte.  Al final, cuando la calle principal de la ciudad se quedó vacía, los dos amigos se despidieron de Demetrio hasta el día siguiente por la noche. Demetrio les recordó:


--No os olvidéis. Al otro lado del Puente de Piedra, en Cabañales. Allí asistiremos a otra despedida, pero de los pasos de la procesión: el del Nazareno de San Frontis, que seguirá camino a la iglesia de ese barrio, y el de la Virgen de la Esperanza, que se recogerá en el templo de Cabañales.

En el restaurante del hotel, mientras tomaban la última copa del día antes de acostarse, Lisardo y Cristóbal coincidieron con un viajante andaluz y un ganadero de la provincia. Como era natural y lógico, el tema de la improvisada conversación fue la Semana Santa. El viajante andaluz defendía, claro está, la de su tierra, Granada, y afirmaba que las saetas, la alegría de sus paisanos lanzando piropos a los Cristos y a las Vírgenes y las bandas de música, entre otras cosas, le hacían llorar cada vez que veía pasar una procesión, y se lamentaba de que ese año no pudiera presenciar ninguna. El ganadero zamorano, natural de un pueblo de Aliste llamado Bercianos, aseguraba no gustarle ninguna Semana Santa, porque todas buscan, según él, el lucimiento de las cofradías, que se pelean por sacar los mejores pasos y los mejores hábitos, y si tenía que escoger alguna procesión, se quedaba con la de su pueblo, en la que todos los cofrades llevan puesta la que será su mortaja el día que entregue su alma a Dios. Al oírle, Lisardo se interesó vivamente.

--Y esa procesión de mortajas de su pueblo, ¿cuándo tiene lugar? Porque nos gustaría verla.

--El Viernes Santo por la tarde.

--No podemos—dijo Cristóbal--. Tenemos otros planes para la segunda mitad de la Semana Santa. Queremos ver alguna procesión andaluza.

--Les aconsejo que vean la de mi tierra—intervino el viajante granadino.

--Tal vez lo hagamos.

Lisardo se encaró con el ganadero.

--Ya que no podemos ir a… ¿cómo ha dicho que se llama su pueblo?

--Bercianos, Bercianos de Aliste.

--Ese. Ya que nuestros planes nos impiden ver esa procesión, ¿por qué no nos la explica?

--Se la diré pero rápido. Debo descansar para mañana que tengo un día muy movido. Es mitad procesión, mitad representación teatral, pero muy viva, se palpa en el aire. Verán: de la iglesia se saca un Cristo articulado que llevan al campo los cofrades que visten su auténtica mortaja personal, y una vez allí, en medio de la soledad del paisaje y entre cánticos solemnes lo desclavan de la cruz y le dan enterramiento. No tiene nada que ver con las procesiones de la capital ni de ningún otro sitio.

Aquella noche Lisardo no pudo pegar ojo pensando en la gente que desfila en Bercianos de Aliste llevando puesta su propia mortaja. Y hasta tuvo una pesadilla en la que Cristóbal le ponía a la fuerza una mortaja para llevarlo a enterrar sin que hubiera muerto.

 


La despedida

Tal como habían quedado, la noche del Martes Santo los dos amigos se reunieron con Demetrio al otro lado del río Duero, a la salida del Puente de Piedra, para ver la despedida del Jesús de San Frontis y la Virgen de la Esperanza. Había aún poca gente apostada en el lugar esperando la llegada de la procesión. En el cielo, sobre sus cabezas, una luna llena luchaba por librarse de las nubes. Demetrio señaló hacia la plazuela que se abría detrás de ellos.

--Ahí—les dijo--, en la casa del centro, la que tiene tres balcones, nació un amigo mío que ahora vive en Barcelona; era muy amante de nuestra Semana Santa y, mientras vivió aquí, salía de cofrade en varias procesiones: una de ellas, la de esta noche. Recuerdo que, tras acompañar a la Virgen de la Esperanza hasta la iglesia parroquial, nos reuníamos en esa casa para tomar una aceitada y una copa de anís junto a sus padres y los míos. Ahora, mientras miro la luna llena, me parece posible sólo con cerrar los ojos imaginarme a mi amigo regresar de la procesión, o lo que todavía es mejor, ver a mis padres y a los suyos, que en paz descansen, reunidos alrededor de la mesa de la cocina para comer una aceitada y brindar con una copa de anís por la vida. ¿Viven vuestros padres?

--No—respondió Lisardo mientras Cristóbal le acompañaba negando con la cabeza--. Los padres de Cristóbal murieron hace mucho, y eran bastante jóvenes todavía; primero el padre y, a los pocos años la madre; y los míos perdieron la vida hace cuatro años en un accidente de tráfico.

Demetrio intervino:

--Nos estamos poniendo muy tristes, y aún os queda mucha Semana Santa que ver. Mañana, sin ir más lejos, os espera el Cristo de las Injurias, una de las procesiones emblemáticas de Zamora.

--Tenemos otros planes—dijo Cristóbal.

--Sí, mañana, si Dios quiere, estaremos en Granada—añadió Lisardo--. Otra vez será.

--Entonces, la despedida de esta noche es doble: la de los dos pasos de la procesión que esperamos, y la vuestra. Bueno, ¡qué le vamos a hacer!

--Te pondremos correos como siempre o te llamaremos por el móvil para contarte nuestra vida y milagros—dijo Lisardo--. Ahora vamos a disfrutar del momento que tenemos.

--Sí—dijo con resignación Demetrio--. Ya suenan las cornetas de la Cruz Roja por el Puente.

La gente se había ido juntando a su alrededor. Y la luna, con el brocal de su pozo pleno de luz, dominaba un cielo sin nubes. Y de repente, las conversaciones desaparecieron como arte de magia y se hizo el silencio, un silencio donde se armonizaban perfectamente el ruido del río que pasaba por debajo de los arcos del Puente y el toque insistente de las cornetas, que cada vez sonaba más cercano.


 

Momentos después asistían a la emocionante despedida de los dos pasos de la procesión, y luego se unían al río de público para acompañar hasta su iglesia a la Virgen de la Esperanza. Al cabo de un rato el silencio y el vacío eran totales en el barrio. Parecía que nada había ocurrido allí, y bajo la mirada insistente de la luna, los tres amigos partieron hacia la casa de Demetrio, situada en el vecino barrio de Pinilla.

--Os invito a una aceitada y a una copita de anís—dijo éste mientras caminaban por una carretera bordeada por una arboleda fantasmal, al fondo de la cual se veía espejear la plata viva del Duero--. Luego os llevo en coche al hotel.

--Te lo agradecemos—contestó Cristóbal.

--Y ya puestos—intervino Lisardo—nos cuentas alguna anécdota de tu Semana Santa, quiero decir, algo que vivieras de niño, como lo de las aceitadas.

--Antes mencionaste el Cristo de las Injurias—dijo Cristóbal--. Lo de las Injurias supongo que se refiere, claro, a los pecados de la Humanidad y todo eso por lo que Él asumió el hecho de la Redención.

--Por supuesto, supongo que sí. Pero entre la gente de aquella Zamora de mi infancia corría una leyenda que tenía que ver con el Cristo que ocupaba una capilla de la Catedral forrada de terciopelo rojo. Antes, sin embargo, estuvo en el convento de San Jerónimo, situado entre los barrios de San Frontis y el del Sepulcro, cerca de aquí, junto con otras obras de arte donadas por ricas familias nobles para ser albergadas y veneradas entre los muros del convento. Pero volviendo a la imagen del Cristo crucificado, está atribuida al escultor Gaspar Becerra. Lo que más llama la atención de la hermosa talla son en primer lugar sus ojos medio en blanco por la agonía, su boca abierta como buscando anhelosamente el aire para respirar y la herida del costado derecho que abrió la lanza de Longinos y de la cual mana abundante sangre que recorre el cuerpo lívido de Jesús. Y en cuanto a las Injurias de la leyenda, cuenta ésta que en 1600 vivían en una casa muy pobre de San Frontis una abuela y su nieto, un niño muy travieso que traía de cabeza a la pobre anciana. El chico, salvaje y temerario, no respetaba nada salvo al Cristo de San Jerónimo. Su abuela, devotísima de la imagen, iba a menudo a rezar a su capilla y se hacía acompañar por su nieto para que aprendiera a sentir el sano temor de Dios, y vaya si lo sentía pues, al ver a aquella imagen de cuerpo amoratado y lleno de sangre, sólo alumbrado por pequeñas velas, le parecía estar viendo a un hombre muerto de verdad y se notaba el corazón acongojado.

Los tres amigos acababan de entrar en las primeras luces de Pinilla. El silencio era total y la leyenda en labios de Demetrio adquiría tonos verdaderamente lúgubres y patéticos.

--El caso fue que la abuela murió cuando el chico acababa de cumplir los quince años, y viendo éste que sólo podía encontrar cobijo en el convento, hacia él se encaminó. Uno de los monjes se ofreció a prepararle para su ingreso en la orden de los jerónimos, pero el joven no se veía sirviendo a Dios con el hábito del convento, sino con la armadura del campo de batalla. Así que el fraile lo llevó ante el Crucificado y le dijo: “¿Sabes por qué llama la gente a esta imagen el Cristo de las Injurias? Porque los pecados de los hombres son injurias que se le hacen a Él. Por eso lo crucificaron. Todos esos pecados son espinas de la corona que hacen sangrar a su divina cabeza. Tú no peques nunca para no añadir más espinas a esa corona.” Y el chico primero sirvió a varios amos y luego, hecho mayor, partió a Flandes como soldado, donde triunfó en el campo de batalla y en el campo del amor, y enseguida volvió a las andadas de chico. Pronto se convirtió en un desecho de hombre y se olvidó de las palabras del fraile jerónimo. Su corazón se endureció y pecó una y mil veces y sólo un milagro podría salvarlo.

Habían llegado los tres a la casa de Demetrio. Y sentados a la mesa, ante la bandeja de las aceitadas y la botella y las copas de anís, el anfitrión concluyó de este modo la leyenda del Cristo de las Injurias:


 

--Una fría noche de enero un caballero llegó montando en su corcel a las puertas del convento de San Jerónimo. Descabalgó y con paso decidido entró en el templo buscando la capilla del Cristo de las Injurias. Una vez allí, miró fijamente a la imagen y le increpó: “¡Cristo de las Injurias! ¡Si veo en tu corona una sola espina de mis pecados, creeré en Ti!” La capilla seguía igual, apenas alumbrada por las escasas velas que allí había y un silencio sobrecogedor respondió a las palabras del caballero. Entonces éste profirió en una horrorosa carcajada e hizo ademán de darse la vuelta para salir de la capilla. Pero entonces un resplandor vivísimo le hizo detenerse. La luz cegadora se posó sobre la divina cabeza del Cristo y le obligó a mirar hacia ella. Y cuál no sería su sorpresa al ver, aterrorizado, cómo una espina enorme traspasaba la frente del Señor. Al instante, el caballero cayó de rodillas al suelo pidiendo al Cristo de las Injurias misericordia y perdón para sus pecados. Luego perdió el conocimiento. A la mañana siguiente los frailes lo encontraron medio aturdido en la capilla y le preguntaron quién era. Les contestó: “Un pecador que por sus culpas la corona del Señor tiene una espina más.”

Demetrio hizo una pausa y luego añadió mientras servía anís en las copas:

--Con las aceitadas y el anís os iréis de Zamora con otro sabor de boca.

 

 

La solución

Luego vino el viaje a Granada, después a Moguer y por último a Baeza, donde el profesor les cedió un piso y los dos amigos conocieron a Ana, la lectora de Clarín. Y llegó la tarde en que durante el ensayo de El Inspector, de Gogol, que realizaba TABA, la compañía de teatro de aficionados de Baeza, Ana le entregó a Cristóbal una papel doblado que quiso que fuera de manera furtiva pero que Lisardo descubrió desde el escenario. Y esa misma noche, a solas en el piso, Lisardo le pidió a su amigo explicaciones sobre el papel que en tan extrañas circunstancias le había entregado Ana. Cristóbal, cansado del día y de tantas emociones, le prometió hablar del tema al día siguiente.

Pues bien, a Lisardo le faltó tiempo nada más levantarse para exigir a su amigo lo que la noche anterior le había prometido. Cristóbal miraba a través del balcón las lomas que llenaban el paisaje de izquierda a derecha con líneas de olivos que se cruzaban perfectamente en suaves colores grises bajo un cielo azul purísimo, cuando oyó hablar a su amigo. Se giró para darle la cara y entregarle el papel que mantenía en una mano.

--Toma—le dijo--. Las explicaciones sobran. Juzga tú mismo.

Lisardo cogió el papel y leyó en voz alta su contenido.

--“Mañana invéntate algo para que tu amigo no se encuentre en el piso cuando yo vaya. Ha de ser a primera hora.” –Levantó los ojos de la nota y miró a su amigo mientras le devolvía el papel--. ¿Esto es todo?

--Esto es todo.

--Entonces, dejo el campo libre. Desayunaré en el bar más cercano.

--¿Esto es todo?

--¿Y qué quieres que haga?

--Lo que hicimos cuando aquella otra mujer estuvo a punto de acabar con nuestra amistad, ¿no lo recuerdas?

Los dos amigos sonrieron y se estrecharon las manos. Lisardo dijo:

--Pero algún día llegará en que…

Cristóbal le interrumpió:

--Pero de momento…

Al cabo de un rato sonó el timbre del piso. Era Ana. Los dos amigos esperaron de pie a que la mujer, tras abrirle la puerta, se encontrara con ellos.

Segundos después Ana llevaba su mirada sorprendida de un rostro a otro. Finalmente, se encaró con Cristóbal.

--¿Qué significa esto?—le preguntó sin apearse de su sorpresa.

--Nada que no se pueda explicar. Lisardo y yo somos… mucho más que amigos.

Ana abrió tanto sus ojos azules que parecía que el mar encerrado en ellos se iba a derramar por todo el piso y acabaría ahogando a todos, incluida la dueña del mar.

--¿Es que sois…?

--Somos…

--¿Y cómo no me lo dijiste en el teatro?

--No sabía lo que habías escrito en la nota que me diste.

Ana miró de nuevo a uno y a otro y, sin decir una palabra más, se dio media vuelta y salió del piso. Los dos amigos se miraron un segundo y luego estallaron en una sonora carcajada. Después se estrecharon las manos y Lisardo dijo:

--He aquí la solución.

--Mejor imposible—sentenció Cristóbal.

--Lo siento por Ana. A lo mejor sentía verdadera atracción por ti.

--A mí tampoco me caía mal.

--Ni a mí—dijo Lisardo.

--Sin embargo—añadió su amigo--, vista la reacción de Ana, quizá sea mejor que todo acabe así.

En ese momento sonó el smartphone de Cristóbal. Lo abrió y dijo:

--Es Demetrio. Pregunta qué tal va todo por aquí y dice que aún hay tiempo para ver algunas procesiones de Zamora y que, si decidimos ir, no nos preocupemos por el alojamiento, que nos ofrece una habitación grande en su casa de Pinilla.

--¿Le vas a contestar?

--Claro.

--¿Diciéndole que vamos?

--No, eso todavía no. Hasta que sepamos alguna cosa del profesor no haremos nada. Sería de desagradecidos desaparecer así, sin más.

--Si es por eso, no te preocupes. En cuanto venga, le damos las gracias y todos tan contentos.

Así lo convinieron. Pero antes de que tuvieran tiempo para meditar sobre eso, un amigo del profesor, al que ya habían visto hablar con él y trabajar en la obra de El inspector, se presentó en el piso de parte del profesor.

--Me ha dicho que le disculpen por no poder venir a despedirlos personalmente. Les ruega que me den la llave del piso y…

--¿Es por lo sucedido con Ana?—preguntó dolido Cristóbal.

--Yo no sé qué ha sucedido con Ana—dijo el mensajero--, ni me importa. Yo sólo he venido a decirles lo que el profesor me ha dicho y a recoger la llave del piso.

Lisardo y Cristóbal se miraron sin poder dar crédito a lo que estaban viviendo.

--Bueno—dijo molesto Lisardo--, al menos denos unos minutos para recoger nuestras cosas.

--No hay inconveniente. Les estaré esperando en el bar de la esquina una media hora; si necesitan más tiempo…

--Con eso tenemos suficiente—dijo seco Cristóbal--. Aquí no nos retiene mucho más.

Cuando el mensajero desapareció, los dos amigos se pusieron a recoger sus cosas y en mucho menos tiempo del que aquél les había concedido, habían acabado. Ni una palabra habían cruzado entre ellos durante la operación, pero cuando cerraron la puerta del piso, Lisardo abrió la boca para decir:

--No yo me marcho de aquí sin hacerle un regalito al profesor.

Y le cogió la llave a Cristóbal.

--¿Qué vas a hacer? Que te conozco. Acabemos con esto de una vez y vayamos a la estación, a ver si encontramos un tren que nos devuelva a la gente normal.

--Voy a responder al profesor con su mismo talante—dijo y se agachó para tirar la llave al interior del piso por debajo de la puerta. Luego se incorporó y, con una sonrisa mefistofélica, añadió:-- Ahora me acerco al bar y me invento una historia para decirle a su amigo que he cerrado el piso tirando de la puerta sin haberme dado cuenta de que había olvidado la llave dentro. A ver qué cara pone.

--Eres de lo que no hay. Termina con tu aventura y larguémonos de aquí. Ahora lamento lo que tuvo que pasar en este pueblo el bueno de don Antonio Machado.

--Ya te dije que lo de la generosidad del profesor tenía trampa. Bueno, ya no tiene remedio.

--Ya no tiene remedio, efectivamente. Haz lo que ibas a hacer y luego miramos en la estación el horario de algún tren que salga hacia el norte, dirección a Zamora.

Mientras iban por el camino, Cristóbal le puso un wasap a Demetrio diciéndole que cogerían un tren ese mismo día para Zamora. Demetrio le contestó alegrándose de la decisión que había tomado su amigo y añadió que en cuanto estuvieran subidos en el tren le dijera cuándo estaba previsto que el convoy llegara a la ciudad del Duero, pues fuera la hora que fuera él les estaría esperando en la estación. Y en eso quedaron.



domingo, 20 de marzo de 2022

ESPAÑA EN SEMANA SANTA (II)

 


Un personaje de Clarín

El profesor, como habían convenido, volvió a buscarles al cabo de una hora, pero no solo: iba acompañado de una mujer, joven todavía, vestida de luto riguroso, a la que presentó como Ana. Más tarde, mientras se encaminaban los cuatro hacia la Plaza Mayor, se enteraron, por dicha mujer, de que había enviudado recientemente y, entre otras aficiones, era una lectora empedernida de Clarín.

--¡Qué coincidencia!—le dijo Cristóbal a su amigo en un momento en que el profesor y la mujer se paraban a saludar a dos paisanos--. Ana y viuda, como Ana Ozores.

--Ya lo había pensado. A ver si luego resulta que…

Les interrumpió el profesor:

--Perdonen, eran dos actores de TABA, nuestra compañía de Teatro Aficionado de Baeza. Ana también forma parte de la compañía. Ya les hablaré de ello en otra ocasión. Ahora vamos a lo que vamos.

Ana dijo:

--Las figuras de los pasos de hoy sin duda les sorprenderán. Algunos forasteros muestran su decepción al verlas, pero les aseguro que a nadie dejan indiferentes.

--Ana es una defensora a ultranza de nuestra Semana Santa—dijo el profesor--. Además sale de penitente en algunas procesiones, como la de esta noche, sin ir más lejos.

--¿Ah sí?—preguntó interesado Cristóbal.

--Sí—contestó Ana--, pero yo no le doy más importancia de la que tiene. El profesor exagera siempre.

Sonaban muy cerca tambores y cornetas y el profesor les llamó la atención.

--Ahí llegan las procesiones.

En efecto, al poco rato por dos calles que formaban ángulo recto entraron en la plaza, atiborrada de gente a aquellas horas, dos procesiones diferentes: en una de ellas llegaba un Virgen enlutada con las manos unidas en señal de duelo, y en la otra un Jesús con la Cruz a cuestas. El público iba acallando sus voces mientras las dos figuras se acercaban al centro de la plaza. Un vez allí, y en medio de un silencio total, los costaleros que llevaban las andas de uno y otro paso los acercaron tanto entre sí que se tocaban. Y sucedió lo que sorprendió a muchos de los asistentes, entre ellos los dos amigos. Las dos imágenes sagradas, que al parecer tenían sus miembros articulados, abrieron sus manos y simularon un abrazo entrañable. El silencio de la gente explotó en aplausos y las cornetas y los tambores sonaron nuevamente mientras la Virgen y Jesús recuperaban sus posturas anteriores y reanudaban la marcha formando ahora una sola procesión.

En los ojos de los dos amigos estaba pintada la decepción más enorme. Ana debió de notarlo.

--¿Qué? Tampoco a ustedes les ha gustado, ¿no?

No sabían qué contestar para no ofender. El profesor intervino:

--A la luz del día pierde mucho el efecto de la articulación de las figuras. No falta algún desconsiderado que, al ver a las imágenes mover así sus brazos, las ha tildado de autómatas o marionetas. Si fuera de noche… Bueno, esta noche será distinto todo, y más cuando vean a Ana haciendo penitencia tras el paso principal.

--Ya está exagerando otra vez—dijo la mujer con un mohín de reproche.


 

Pero, llegada la hora de la procesión nocturna, en un silencio sobrecogedor y mientras los primeros cofrades pasaban con sus hachones encendidos a la altura de los dos amigos, a ambos les pareció que el profesor tenía razón. Era impresionante. Sólo se oía el roce de los pies de los encapuchados sobre el empedrado de la cuesta vecina a la Universidad de Antonio Machado y alguna que otra tos de la gente que, arrimada a las fachadas de los edificios, miraba atentamente el solemne desfile. Y de pronto, apareció como un espectro de luz entre las sombras de la noche, el paso principal transportado en andas de varias hileras por hombres y mujeres que llevaban el esfuerzo reflejado en sus rostros. En uno de ellos reconocieron al profesor, que nada les había dicho de salir en la procesión. Intentaron llamarle la atención, pero no lo consiguieron. Lisardo susurró:

--Este hombre es una caja de sorpresas.

Asintió Cristóbal, que no apartó la mirada del profesor hasta que el paso los dejó atrás. Aún les esperaba una sorpresa mayor. En efecto, a unos metros de distancia venía Ana enlutada, con la cabeza coronada de espinas, al hombro una cruz que arrastraba su madera por el suelo con un ruido que dolía y descalza. Lisardo sintió al verla una punzada en el corazón. Por su parte Cristóbal imaginó ser Cirineo y en lo más hondo del alma deseó por un instante salir al encuentro de la mujer para ayudarla a llevar la cruz. Pero un susurro de dos voces femeninas a sus espaldas les heló de golpe los sentimientos. Una decía:

--Ya está ésa llamando otra vez la atención. Así acalla sus remordimientos. Así cumple la penitencia de sus pecados.

La otra:

--Pero la muerte de su marido y sus repetidos adulterios jamás la dejarán en paz, por mucha penitencia que haga. Lo tiene bien merecido.

Lisardo se giró para fulminarlas con la mirada mientras Cristóbal se enfrentaba a ellas:

--Vivan sus vidas y dejen a los demás que vivan las suyas.

La gente que había alrededor se puso de parte de las cotorras y empezaron a insultar a los dos amigos, que no tuvieron otra opción que marcharse de allí.

Al día siguiente, se encontraron los cuatro en TABA, cuya sede ocupaba un local cercano a la colina donde se halla el monumento a Machado. La compañía se había reunido para ensayar la última parte de la obra que pensaba estrenar el Lunes de Pascua.


 

El profesor, tras presentarles a los dos amigos el resto de la compañía, les puso al corriente diciéndoles que la obra se trataba de El inspector, una comedia satírica de Nicolás Gogol. Luego invitó a Lisardo a subir al escenario con él, mientras Ana, que en la obra no representaba ningún papel, ocupaba un asiento en las butacas al lado de Cristóbal, que, desde la noche anterior, no dejaba de pensar en la mujer. Apenas siguió el desenlace de la comedia en que al Alcalde, preocupado por la repentina desaparición de quien creía que era el inspector que esperaba su pueblo y que había prometido casarse con su hija, recibe primero la visita del encargado de Correos, que suele leer a escondidas algunas cartas que le parecen sospechosas, y que le notifica que aquél les ha engañado a todos y acto seguido le lee la carta que el falso inspector había escrito a un amigo suyo contándole lo que está viviendo en el pueblo. Y menos se enteró de la noticia de que el verdadero inspector acaba de llegar a la fonda y pide inmediatamente la presencia del Alcalde. Y no se enteró porque Ana, que también se había fijado en Cristóbal, en ese momento le daba un papel doblado, acción que quiso hacer a escondidas, pero no lo suficiente porque desde el escenario Lisardo, que también sentía lo suyo por la joven viuda, había advertido el gesto.

Por la noche, ya recogidos ambos en el piso, Lisardo le preguntó a su amigo por el papel que le había entregado Ana furtivamente en el teatro.

--¿Qué papel?

--¡Vaya, ya estamos como la otra vez! Lo he visto desde el escenario. Ana te ha dado a escondidas una nota.

--Vale, me has pillado de nuevo. Pero es mejor que lo dejemos para mañana. Estamos algo cansados por todo lo vivido hasta hoy, y tal vez el cansancio no nos deje hablar con tranquilidad y sosiego. ¿Te parece?

--De acuerdo. Pero prométeme que esta vez seremos más sinceros el uno con el otro.

--Te lo prometo.



Porque le pegan sin culpa

Algunos días antes de lo narrado hasta ahora, los dos amigos viajaban en tren a Zamora para visitar a un pariente lejano de Cristóbal y ambos hablaban de recuerdos de la infancia y de la Semana Santa. En un momento dado Lisardo le empezó a contar a su amigo lo que su padre le había contado a él, cuando era niño, acerca de lo ocurrido en un pueblo castellano a otro pequeño durante una procesión de Semana Santa.

--Todo ocurrió— le decía Lisardo—en cosa de unos segundos, mientras pasaba a la altura de una familia, compuesta de los padres y el protagonista de la historia, el paso de la Caída, en el que Jesús con la cruz a cuestas cae bajo el peso del madero y un sayón de fea catadura apoya un pie en la espalda del Nazareno y le golpea con un látigo. Entonces el niño, que contempla apenado la escena de la Pasión, se suelta de la mano de su padre, recoge del suelo una piedra de considerables dimensiones y, sin darle tiempo de reaccionar, la arroja contra el esbirro romano que castiga al Señor de modo tan salvaje. Y lo hizo con tanto tino y fortuna que dio de lleno en la cabeza de escayola pintada del sujeto, separándosela del cuerpo y lanzándola por el aire a varios metros a un costado del paso. El revuelo que se armó entre los asistentes a la procesión fue de los que hacen época, y si el padre, sumamente enfadado con su hijo, no los detiene a tiempo asegurándoles que él se encargaría de arreglar aquel desaguisado causado por su hijo, cualquiera sabe cómo habría acabado el suceso.

--¿Y cómo acabó?—preguntó Cristóbal esperando que la lección del padre iba a ser memorable.

--El padre que, como he dicho, estaba sumamente enfadado, cogió aparte al pequeño, que, por otra parte, no dejaba de sonreír satisfecho sin duda de su buena acción, y le preguntó:

--A ver, ¿por qué has hecho eso?

Todos los circunstantes, que, como el padre, esperaban ansiosos la respuesta del niño, se quedaron vivamente impresionados cuando sus labios se abrieron para afirmar seguro, totalmente convencido:

--Porque sí, porque le pegan sin culpa.

 

 


Las aceitadas

El tren llegó con retraso a Zamora, pero aún así los dos amigos tuvieron tiempo de llegar al hotel, asearse un poco y salir a la calle para ver el final de la procesión de La Borriquita. Demetrio, un primo lejano de Cristóbal, que era cofrade de dicha procesión, esperaba, una hora después de finalizada ésta, a los dos amigos en una pastelería de Santa Clara, calle emblemática donde las haya en la ciudad del Duero. El olor que se respiraba allí dentro alimentaba. El pariente de Cristóbal les presentó al dueño de la pastelería como el hombre que más y mejor sabía halagar los paladares de los zamoranos, y el buen hombre no tuvo más remedio que invitarles a los tres a unos dulces que son típicos de Semana Santa.

--Se llaman aceitadas—dijo como aclaración--, y éste joven de aquí—añadió señalando a Demetrio—siente una enfermiza inclinación por ellas desde su más tierna infancia.

Más tarde, ya en casa de Demetrio, que había invitado a cenar a los dos amigos, entre veras y bromas, les habló de las costumbres procesionales y culinarias que suelen vivirse en Zamora durante la Semana Santa, no sólo entre sus habitantes sino también entre los numerosos forasteros que la visitan esos días. Lisardo aprovechó la ocasión para preguntarle sobre las palabras que el pastelero había dicho sobre su enfermiza inclinación por las aceitadas.

Demetrio sonrió brevemente y aclaró:

--Lo de las aceitadas tiene miga. De pequeño me moría por ellas y aguardaba ansiosamente el día en que mi madre volvía del horno con las aceitadas, verdaderas compañeras de las fiestas. Solía esconderlas bajo el baúl de la sala materna en espera de la ocasión propicia para sacarlas a la mesa después de las comidas y las cenas principales. Pero yo no podía esperar; eran ellas las que me esperaban a mí cada año, al verse relegadas a segundo plano, arrinconadas en las sombras de la sala, bajo aquel baúl de la ropa antigua y la loza de los antepasados. Y mi madre lo sabía, y esperaba a que yo, niño travieso donde los hubiera, hiciera mutis por la puerta del pasillo que comunicaba con las tres salas. Entonces comenzaba un simpático tira y afloja entre mi madre y yo. Ella voceaba desde la cocina: “Demetrín, ¿dónde estás?” Y yo ya estaba tumbado sobre las baldosas de la sala materna alargando la mano por debajo del baúl y acariciando la suave aceitada, dispuesto a librarla de su oscuro cautiverio y habitar con su exquisito sabor mi anhelante paladar. Y no contestaba, claro. Y mi madre cambiaba de tercio: “Demetrín, ¿ya estás con los dulces?” Pero para entonces no podía aunque quisiera contestarle porque ya tenía la boca llena de aquella dulce harina tostada con secretos sabores a matalahúga, ya tenía alojada en mi boca la aceitada que confirmaba así, dulce, triunfante, mi bienvenida a la Semana Santa.

ESPAÑA EN SEMANA SANTA (I)

 


    Ahora que la Semana Santa está cada vez más cerca, incluyo aquí una serie de cuadros semanasanteros cuyos protagonistas son dos amigos que se conocen desde que coincidieron en sus estudios universitarios y desde entonces se han demostrado siempre una lealtad incondicional. ¿Será así siempre?


Truco infalible

Lisardo Domínguez y Cristóbal Valencia son amigos desde la Universidad y hasta ahora, con casi cuarenta años de edad cada uno, no ha habido entre ellos una palabra más alta que la otra, salvo una vez en que el amor de una mujer estuvo a punto de separarlos. Son solteros, bromistas indomables, quizá algo más Lisardo, cultos por igual y viajeros empedernidos los dos.

Ahora, durante uno de esos continuos viajes, se encuentran en Granada.

Llegaron ayer dispuestos a ver alguna procesión emblemática de la ciudad y, de paso, admirar la belleza nazarí de La Alhambra, cuya visita concertaron meses atrás, la Catedral y la Huerta con la Casa-Museo de Federico García Lorca, sin olvidar darse algunos garbeos por el Albaicín y sus tablaos flamencos y visitar los bares de tapas que se reparten por toda la ciudad.

Precisamente el alegre vía crucis de tapa y vino les había retrasado la llegada a la Plaza Nueva, donde tenían previsto presenciar el paso del Cristo crucificado que, descendiendo de La Alhambra por cuestas imposibles y salvando finalmente el Darro, llega en olor de multitudes a la Plaza. Y realmente había allí aglomerada tanta gente que era imposible dar un paso para acercarse a ver más de cerca el rostro de Jesús contraído por el dolor, como querían los dos amigos, especialmente Cristóbal, que además tenía previsto tomarle al Señor una fotografía de primer plano.

El cielo, encapotado, daba a la noche una oscuridad singular y sólo el paso del Crucificado, alumbrado por faroles, destacaba su imponente presencia en medio de tanta penumbra. Las cornetas, enmudecidas de repente, habían dejado paso a los redobles solemnes de los tambores. Cristóbal resoplaba sin parar y su malhumor iba en aumento. Entonces Lisardo arrimó sus labios al oído de su amigo y le susurró unas palabras. Cristóbal asintió sonriendo. Acto seguido, Lisardo abrió los brazos, puso los ojos en blanco y empezó a cantar mientras echando un paso hacia adelante:


         --Cristoooo, Cristoooo…

La gente empezó a abrirse a un lado.

--Es una saeta—dijo alguien—apártense, por favor.

Lisardo siguió avanzando mientras no dejaba de cantar:

--Cristoooo, Cristoooo…

Y así llegó a la primera fila de espectadores sin dejar de cantar todo lo fuerte que podía:

--Cristoooo, Cristoooo….

Entonces se giró hacia donde había quedado su amigo y gritó por última vez:

--¡Cristóbal, ven acá que ya hay sitio!

Había resultado ser un truco infalible para alcanzar los dos amigos un lugar preferente para presenciar la procesión, pero las consecuencias, como puede esperarse, no fueron igual de halagüeñas.

 

 


 

La bola de cera


Tras su paso por Granada, Cristóbal y Lisardo tomaron un tren rumbo a Huelva. Durante el trayecto habían querido evitar por todos los medios sacar a relucir lo del truco infalible que habían empleado para llegar a la primera fila de la procesión, hablando de la magnífica restauración de la Fuente de los Leones de La Alhambra, de la tumba de los Reyes Católicos de la Catedral o de los altos cipreses y los olorosos arrayanes que rodean la Casa-Museo de Lorca y de la cola inmensa de gente que esperaba en la puerta para visitar los recuerdos del autor del Romancero gitano. Sin embargo, la anécdota del Cristo en la Plaza Nueva de Granada pugnaba por salir por todos los resquicios de la conversación para acabar irrumpiendo en ella. Y lo hizo.

--Si no hubiera sido por la mujer que se tomó como un chiste tu ocurrencia—dijo al fin Cristóbal—, quitándole de la cabeza a su marido la idea de arremeter contra nosotros, no sé si habríamos logrado salir de allí sin que los crucificados fuéramos nosotros.

--Sí, porque al buen hombre sólo le faltó librarse del pañuelo que llevaba al cuello para ahorcarnos allí mismo ante los ánimos que le daban dos o tres energúmenos como él.

--Ahora sólo espero, Lisardo, que no se te ocurra nada parecido en Huelva…

--Bueno, no me eches a mí toda la culpa; que tú no hiciste ningún asco al plan que te había propuesto yo minutos antes.

--Tienes razón. Tengamos la fiesta paz y disfrutemos de la Semana Santa de la ciudad de Colón la jornada y media que nos espera allí, antes de iniciar nuestro largo viaje a Zamora, y a ver si podemos asistir a una saeta de verdad.

Por teléfono ya habían concertado una habitación doble en una pensión de la Plaza de las Monjas, y allí se encontraban ya los dos amigos a la hora de comer. Por la tarde después de una buena siesta, se dispusieron a salir a la calle para asistir a alguna procesión. En la recepción encontraron al hijo de la dueña que, junto a ella, acariciaba con ilusión su bola de cera, reunida durante la procesión de la noche anterior.

--Buena bola—dijo Lisardo al pasar a su altura.

--Aún me queda. El año pasado logré amasar una del tamaño de un balón de fútbol. Con la procesión de esta noche espero aumentarla el doble. Me conocen todos los cofrades.

Su madre, riendo, intervino:

--Sí, y también ese chico de la calle del Puerto. Ya sabes cómo acabó la bola del año pasado.

--¡Mamá!

Cristóbal se interesó.

--¿Qué pasó?

El chico seguía acariciando la bola de cera sin decir nada.

--¡Anda, hijo, cuéntaselo a estos señores!

El chico levantó la mirada de la bola y la fijó afligida en los forasteros, que se quedaron sin saber qué había ocurrido porque el chaval sólo dijo:

--Lo del año pasado no tiene ya remedio. Pero éste será diferente. Lo tengo perfectamente planeado.

Y desapareció con su bola en el interior de la pensión. Los dos amigos se miraron con aire de decepción, mientras la mujer les decía resignada:

--Cosas de críos. –Y ante la intención de los huéspedes de salir a la calle, añadió:-- Si quieren ver bien la procesión no vayan a la carrera oficial. Bajen hasta la calle del Mercado. En una hora pasará por allí y podrán verla a sus anchas, apenas sin público. Pero si lo que desean es contemplar algo fuera de lo normal, vayan a Moguer. Allí los desfiles, las saetas, la emoción de la Semana Santa no tienen igual.

A Moguer tenían pensado ir los dos amigos al día siguiente, después de dejar la pensión. Querían cumplir con una promesa que se habían hecho respecto a la Casa-Museo de Juan Ramón Jiménez y un par de cosas más relacionadas con el autor de Platero, su burrito favorito, y con Zenobia, su mujer. La procesión de la tarde no fue ni chicha ni limoná, y la de la noche poco más, a excepción de haber oído una más que pasable saeta en la plaza de la Mercé y visto deambular desesperado entre las dos hileras de encapuchados al hijo de la posadera, para lograr engordar su bola de cera con lagrimones de las llamas de los cirios, mientras otro chico hacía lo mismo unos metros atrás sin la suerte del primero.


          A la mañana siguiente, tras despedirse de la posadera para partir hacia Moguer, encontraron a su hijo en la puerta de la calle.

--¿Qué, cómo ha ido con tu bola de cera?—preguntó Cristóbal--. Anoche te vimos con ella. Parecía que llevabas la bola del mundo en tus manos.

El chico rió.

--Bien. Antes de perderla con algún que otro golpe de propina, preferí dársela al chico de la calle del Puerto.

--¿Te dio pena su mala suerte?—preguntó esta vez Lisardo.

El chico rió de nuevo antes de contestarle:

--Bueno, algo sí. Pero esta vez he sacado algo a cambio: un álbum de cromos de futbolistas. Además, reunir una bola de cera no es nada difícil… al menos para mí.

 

 

 


Sorpresa en Moguer


Nada más llegar a la Casa-Museo de Juan Ramón Jiménez, Cristóbal y Lisardo saludaron con caricias al burrito de bronce del patio, que no dejaba de soñar en amapolas y en una nube de niños montados sobre su lomo; luego entraron en la sala de actos donde un profesor invitado hablaba a una escurrida concurrencia de la Semana Santa de Moguer. Los dos recién llegados pidieron perdón con gestos al conferenciante y se sentaron en la última fila ante la mirada curiosa de los oyentes. La charla, que seguramente había empezado mucho antes, acabó enseguida. Hubo aplausos tímidos y la gente salió de la sala para recorrer las dependencias de la Institución. El conferenciante recogió sus papeles y al pasar a la altura de los dos amigos, se paró y, sonriendo como un conejo, les sorprendió con las palabras siguientes:

--No se han perdido gran cosa, señores. En realidad, yo que soy de Baeza, prefiero la Semana Santa de mi pueblo. Pero las obligaciones son las obligaciones y quien paga tiene derecho a que se le sirva en consonancia. ¿Les gustan a ustedes las Semanas Santas andaluzas?

Cristóbal y Lisardo se miraron sin saber qué contestar. Lo hizo por ellos el profesor invitado.

--Si quieren que les diga la verdad, a mí no me gusta tanto jolgorio y piropos, tanta saeta y bulla por las calles al paso de las procesiones, tanto lujo y tanta profusión de flores y luces. A mí lo que me gusta en realidad es la seriedad, el recogimiento, la sencillez y la solemnidad de las procesiones castellanas…

Lisardo se atrevió a interrumpirle.

--Perdone, pero ¿no ha dicho usted que es de Baeza?

--Sí, por eso lo digo. Verá: de todas las Semanas Santas andaluzas la que más se parece a las castellanas, a la de Valladolid o a la de Zamora, por ejemplo, donde reina el silencio, la devoción y la sencillez, la que más se parece a ellas es la de Baeza.

Los dos amigos se volvieron a mirar.

--No lo sabíamos—dijo Cristóbal.

--¿Les interesaría conocerla? Adivino por su presencia en esta Casa y por su comportamiento general que ustedes son personas educadas y cultas y sin duda interesadas por conocer nuestro rico patrimonio nacional. ¿No es así?

Asintieron los dos amigos.

--Miren. Ahora debo asistir a un acto religioso en la Plaza de Zenobia, al que estoy invitado por el alcalde y el presidente del Museo. Se trata de presentar al pueblo un nuevo Cristo Crucificado de la escuela de Becerra que posiblemente desfilará dentro del programa de procesiones de la localidad. Pero luego cogemos el coche y salimos hacia Baeza. Y ahora, ¿me acompañan a ese acto? Será cosa de poco tiempo.

Los dos amigos se consultaron con la mirada y Lisardo contestó por los dos:

--Iremos con usted a Baeza encantados, pero no tenemos reservado el alojamiento.

-- ¿Alojamiento? Por eso no se preocupen: les dejaré un pequeño piso que tengo cerca de la Universidad de Antonio Machado. ¿Vamos?

El acto fue breve y mientras el atento profesor dirigía al público reunido en la plaza una breve charla sobre el Cristo del nuevo paso, los dos amigos comentaban su buena suerte. Lisardo, sin embargo, dijo:

--Mientras la cosa no acabe torciéndose una vez nos encontremos en Baeza.

--¿Qué quieres decir?

--No lo sé. No me gustaría que ese profesor, que parece tan hospitalario, nos tuviera reservada una sorpresa.

--¿Otra? ¿No te parece suficiente la que ya tenemos? Además, todos somos adultos y, como otras veces, nosotros dos sabremos salir adelante. Con inteligencia y dinero…

--Tienes razón. A la aventura.

Momentos más tarde, aunque las autoridades de Moguer les invitaron a comer, el profesor de Baeza y los dos amigos prefirieron partir hacia esta ciudad y en un hotel de carretera que conocía el profesor se detuvieron a comer. Lisardo se adelantó para pagar la cuenta, pero el camarero, ante una seña que le hacía el profesor, le presentó a éste la dolorosa. Tampoco les dejó pagar el café, así que abrumados los dos amigos por tanta generosidad no sabían qué pensar.

Llegados a Baeza, el profesor les llevó al piso prometido. Desde el balcón se divisaban campos y campos de olivos.

--¡Vaya vista, eh!—dijo uniendo los labios en su característica sonrisa de conejo--. Les doy una hora para asearse. Aquí tienen de todo. Luego vengo a buscarles para enseñarles la procesión.

Y se fue, mientras los dos amigos le daban las gracias de todo corazón. Enseguida, para acentuar aún más su sorpresa, comprobaron que, efectivamente, en aquel piso tenían de todo: la nevera llena, limpieza y orden por todas partes, una biblioteca ricamente surtida y dos dormitorios con sendas camas grandes y muelles.

--Esto tiene que tener trampa—sentenció Lisardo.

--No adelantemos acontecimientos. Además, el profesor no nos ha pedido nada a cambio.

--Todavía, amigo, todavía.