lunes, 28 de noviembre de 2011

Una novela del siglo XVIII


17. Encuentro inesperado

Fue en la segunda parte de la reunión donde descubrí el verdadero motivo de la asistencia de Valentí a la tertulia. Mientras la criada servía el refresco, noté una elocuente mirada de complicidad entre la señora Milá y mi amigo. Miré de reojo a Ortega y vi que también se había percatado de que entre Valentí y ella había algo especial. Y así era porque una semana más tarde los vi a los dos en el Teatro escuchando arrobados un concierto de Bach. A la salida me hice el encontradizo y, tras las primeras frases de saludo, con el consiguiente rubor de Valentí, escuché de labios de su acompañante:
--Valentí me ha hablado mucho de su valía como escritor y poeta.
Yo no sabía dónde meterme, pero asentí a medias, turbado tal vez por la proximidad de la dama y su insinuante voz, que siguió diciendo:
--A ver si algún martes nos deleita con alguna de sus dotes lterarias.
Y se despidieron. Se fueron calle abajo y yo me quedé sin saber qué pensar y desde luego muy arrepentido de haber representado la comedia del encuentro con Valentí y su dama a la salida del Teatro; en una palabra, de haber provocado aquella engorrosa y estúpida situación. La cuestión es que, a partir de entonces, tomé la decisión de dar excusas a Valentí respecto de volver a asistir a la tertulia de la señora Milá. Lejos de molestarle, noté que le aliviaban mucho mis evasivas. Desde entonces hasta el día de hoy, la relación entre Valentí y yo empeoró de manera galopante.
Y en cuanto a la noticia triste que anuncié más arriba, el caso que la provocaba había sucedido a finales de año.

Ortega se enteró por los medios de siempre, sobre los cuales nunca me adelantó nada y de lo cual me alegro tanto por su seguridad como por la mía, que flotando en las aguas del puerto de Barcelona había aparecido un cadáver con señales de violencia. Me dijo que había bajado a verlo y, mientras las fuerzas del orden sacaban el cuerpo de las sucias aguas y lo ponían en unas andas para esperar la llegada del forense, se coló entre los mirones y reconoció en el muerto al forzudo Carretero, el fiel amigo de Valentí. Me dijo que tenía varias heridas de cuchillo en la espalda y el cuello, causa indudable de su muerte. Tenía la boca y los ojos abiertos como si hubiera sido sorprendido por detrás y no le hubiera dado tiempo de protegerse. Avisamos a Valentí, que, tras darnos las gracias, fue a verlo al Depósito donde estaba expuesto su cadáver. Por mediación del dueño de la imprenta donde trabajaba, que al parecer conocía a algún pez gordo de la administración, logró que el malogrado carretero fuera enterrado en su pueblo.
Otra vez pensamos que detrás de aquella horrible muerte se debía de encontrar, como no podía ser de otro modo, el cura de Santa Ana. Y no íbamos descaminados porque al poco tiempo de iniciarse el nuevo año, nos vimos envueltos en un asunto muy turbio del que Ortega no salió tan bien librado como yo.
Todo sucedió del modo más normal y corriente. Resulta que el Indiano nos invitó a los dos a primeros de febrero a la fiesta de la matanza del cerdo en el vecino pueblo de Sarriá. Y nos llevó en un coche tirado por caballos hasta una finca que poseía un amigo suyo de aventuras ultramarinas. En el camino, sin embargo, no nos dijo mucho acerca de esas aventuras en Ultramar ni del amigo en cuestión, salvo que compartieron en más de una ocasión cárcel y hospital por asuntos de mujeres y especias y que el nombre de su amigo era Figueras, Lluís Figueras. Y poco antes de llegar pareció caer en la cuenta de algo que se le había escapado desde un principio. Luego negó con la cabeza y seguimos en silencio el resto del viaje.
Hacía mucho frío, pero al llegar a la casa entramos en calor arrimándonos a la gran chimenea de la cocina. Figueras, un hombre alegre y parlanchín, casi el polo opuesto de nuestro amigo el Indiano, nos sirvió vino, pan, queso y embutidos. Y al influjo benefactor del fuego y de la vianda, el anfitrión se explayó a gusto hablando de los cerdos, que era sin duda el tema del día.
--Yo, al contrario de lo que hacen otros señores que compran los gorrinos a los ganaderos de Vic, Amer, la Cerdaña o Torelló, gorrinos que pertenecen muchos de ellos a la raza francesa, gorrinos gordos y de color rosado que dan mucho tocino, yo prefiero la raza del país porque la carne es más sabrosa.
Lo dijo de un tirón. Luego miró hacia la puerta de la cocina, por donde entraba el murmullo de varias conversaciones, y añadió:
--Seguro que acaba de llegar el matarife.
La fiesta va a empezar. Estáis en vuestra casa; así que moveos a vuestro gusto. Salió y nosotros en pos de él. Llegamos al patio, donde estaba preparado todo para la gran operación y sus secuencias. En un cobertizo lateral descubrimos, dispuesto todo con perfecto orden, los cuchillos, los embudos, perolas, lebrillos, calderas y demás accesorios culinarios para llevar a buen efecto la matanza. También esperaban allí impacientemente las tripas para alojar en ellas los futuros embutidos así como los condimentos que se iban a emplear para sazonarlos adecuadamente y cordelespara atarlos.


Yo evité presenciar el acuchillamiento del pobre animal hasta desangrarse y morir entre espeluznantes alaridos. Agazapado en una esquina del patio, aguardé a que terminase el suplicio del cerdo. El dueño me trajo un vasito de aguardiente y me dijo:
--Si se quiere comer cerdo, hay que matarlo antes. Es de ley. Aguante un poco más, que enseguida viene lo bueno. Hasta entonces apure poco a poco el vaso.
Y volvió a reunirse con los demás. Yo le hice caso a la fuerza porque ya el primer trago de aguardiente me quitó la respiración en seco y me provocó uno de mis cada vez más frecuentes y violentos ataques de tos. Cuando por fin me dejó en paz el ataque, descubrí que con el meneo, el resto del aguardiente se me había derramado al suelo.
Luego Ortega vino a buscarme para que presenciáramos juntos la parte más laboriosa de la matanza. Varias mujeres se cuidaban de ella. Unas separaban las carnes y los tocinos, otras los cortaban, trinchaban y adobaban con sal, especias y otros condimentos, otras vigilaban la ebullición de la gran caldera donde se cocían las butifarras y otras llenaban las tripas de carne picada para las longanizas, los chorizos o los fuets, mientras revisaba todas las operaciones el ama de casa.
Me parecía mentira que el cerdo, después de muerto, puesto en canal y descuartizado ocupara tanto lugar y reportara tanta vianda. Y eso me mareaba. Y sobre todo, el saber que a continuación tendría lugar el llamado “tast” y acto seguido la gran comilona compuesta exclusivamente con los productos del héroe de la fiesta. Se empezaba por la sangre y el hígado del cerdo condimentado con cebolla, le seguía el cerebro guisado con jugo de naranja, y luego venían el lomo y las costillas con alubias.
Y ya los invitados nos acercábamos a nuestros respectivos sitios de la gran mesa que se había preparado al efecto en el gran salón de la vivienda para dar principio a la monumental comida, cuando un criado le anunció al señor de la casa la llegada de un nuevo invitado. El anfitrión salió a su encuentro, y cuando entró en la sala acompañado del nuevo invitado, no pude por menos de notar una súbita aceleración de mis latidos y un nudo en la garganta. Acabada de reconocer en el recién llegado al señor Esquerra o Esquerda, aquel hombre de Horta, amigo del señor Dalmau y el señor Casamitjana, del libro negro y la lista inculpatoria que debía entregar el que fuera mi padre adoptivo a don Matías, el cura de Santa Ana. Un montón de preguntas vino en tropel a mi cerebro y no puede contestarme ninguna hasta bastante tiempo después. Mi única preocupación era entonces saber cómo reaccionaría el recién llegado en cuanto me viera.
Pero mi sorpresa no pudo ser mayor pues, cuando el dueño de la casa nos presentó, el señor Ezquerra no me reconoció o, al menos, no manifestó ninguna señal de que lo hubiera hecho. A medida que avanzaba la comida, las preguntas se iban abriendo paso unas sobre otras como las olas del mar: “¿Qué hacía allí Esquerda? ¿Qué motivo le había llevado a la finca de Figueras? ¿Qué relación había entre él y el anfitrión?” Desde mi ubicación podía observarle a mis anchas. Estaba muy envejecido, eso sí, con grandes bolsas bajo los ojos y un ligero temblor en la mano derecha, pero seguía vistiendo con elegancia, y mantenía aquella voz que yo recordaba, alta y templada y aquella costumbre suya tan característica de emplear indistintamente el castellano y el catalán, idiomas que como ya dije dominaba a la perfección.
Cuando acabó el ágape, yo me fui al excusado porque sin duda las butifarras cocidas me habían sentado mal, y allí permanecí un buen rato esperando a que se me pasara lo que parecía una indigestión. Y ya parecía que la cosa empezaba a tener arreglo, cuando una conversación lejana fue acercándose a donde yo estaba. Eran sin duda las voces de Ezquerra y de Figueras. Hablaban del Indiano como de un traidor. Figueras decía:
--Menos mal que al fin se ha quitado la careta. Si no es por un parroquiano de su taberna, ni nos enteramos de que tiene en su casa la Enciclopedia y conspira contra el Rey y la Religión.
Me quedé de hielo, y en la postura que tenía corría peligro de coger una pulmonía. Y mi estropeada salud no estaba para más trotes. Y aunque tenía ganas de salir de allí y arrimarme al fuego para entrar en calor, también deseaba oír más detalles de aquella conversación que prometía desvelar más secretos de Esquerra y del dueño de la casa. Esquerra preguntó en catalán:
--I els seus companys, què fan, en què treballen?
Se me pasaron de golpe los dolores de vientre. Ansiaba oír qué sabía de nosotros, de Ortega y de mí, el señor Figueras. Éste contestó:
--El gordo es el culpable de que haya cada vez más seguidores del progreso y lo que los ilustrados llaman las libertades en Barcelona, en contra de nuestras tradiciones nacionales arraigadas en el
respeto a nuestros padres y en la observancia de la doctrina católica. Y en cuanto al flaco sólo sé que escribe para el Diario de Madrid artículos que ofenden a la moral y a las buenas costumbres, como suele decir don Matías.
Se conoce que habían acabado de desaguar porque su conversación empezó a oírse cada vez más lejana. Sin embargo, aún pude entender una frase de Esquerra, ésta pronunciada en castellano y que hizo que se me encogiera el corazón:
--¿No será ese flaco del hospiciano?

martes, 22 de noviembre de 2011

Patadas al diccionario

Algunas perlas lingüísticas pasadas por agua
En estos días de riadas y lluvias dañinas han proliferado las patadas al diccionario en los medios de comunicación. He aquí algunas de las más chocantes.
En una serie de tantas como castigan la inteligencia del espectador, un personaje masculino le dice a otro femenino, que parece estar en babia:
"¿Por qué estás tan ensimismada?"
De "ensimismarse" (abstraerse, entregarse alguien a sus propios pensamientos, aislándose del mundo que lo rodea), es adjetivo que se refiere siempre a la tercera persona en singular, ella. De ahí que en el caso que nos ocupa, tendría que decirse, en caso de que existiese tal posibilidad, que no, en segunda persona:
"¿Por qué estás tan entimismada?"
Distinto hubiera sido si el caso se refiriera a alguien de quienes hablan los interlocutores o pensara el emisor:
"¿Por qué estará ella tan ensimismada?"
En un telediario, comentando el periodista enviado al lugar de la noticia la cantidad de lluvia caída allí, expresa lo siguiente:
"Como ven, la lluvia ha dejado muchísimo agua".
Es tan repetido este error de concordancia, que ha creado una costra difícil de limpiar. Probemos una vez más de explicar el caso.
Agua es un sustantivo femenino que comienza por a tónica, como alma, arma, águila, ascua, asa y un largo etcétera, que, por razones históricas y etimológicas el artículo que se le antepone es el antiguo "ela", que con el tiempo pasó a ser el artículo masculino el: el agua, el alma, el arma, el águila, el ascua, el asa, etcétera. También es correcto el uso del artículo un y los determinantes indefinidos algún, ningún. Un arma, un alma, un asa, algún águila... Pero sólo esos. Nunca otro determinante, que debe adoptar la forma femenina acabada en a: poca agua, poquísima agua, mucha agua, muchisima agua...
Así que el periodista de marras debió decir:
"Como ven, la lluvia ha dejado muchísima agua."
Y para terminar , incluimos una patada al diccionario debida tal vez al contagio de vocablos muy parecidos entre sí, pero que el empleo de uno en lugar del otro causa un resultado si no irrisorio, sí chocante.
En otro de estos telediarios, como la lluvia sigue haciendo estragos por doquier, la periodista de turno no dudó ni un momento en decir:
"En Valencia ha caído una trompa de agua."
Evidentemente, lo que quiso decir en vez de trompa fue tromba, tromba de agua, que significa o "columna de agua que se levanta en el mar por efecto de un torbellino" (en el caso que nos ocupa está fuera de lugar) o "gran cantidad de lluvia caída en poco tiempo", que es la acepción propia del caso que nos ocupa.
Atención, pues, a lo que vamos a decir, no sea que en vez de causar el efecto que buscamos, aumentemos el saco de los chistes, y hoy por hoy no estamos para eso.

lunes, 21 de noviembre de 2011

De vista, de oídas, de leídas


Un domingo en Barcelona
Justo el domingo de las elecciones generales decidimos bajar a Barcelona para visitar la exposición de impresionistas en Caixa Forum, para por la tarde, de regreso a casa, cumplir con nuestro derecho de ciudadanos de votar a la formación política que juzgáramos la menos mala para sacar a nuestro país del atolladero en que la han metido sus propias veleidades y gestiones y las especulaciones financieras del mundo y especialmente las europeas.
Pero aprovechamos bien el tiempo y la circunstancia para ver y revivir otras cosas. Nada más salir al exterior de la Plaza Cataluña, tras nuestro viaje en tren, pudimos ver las inquietudes de la gente que ve el mundo de otra manera en el campamento variopinto de la Plaza, pancartas, tiendas de campaña, curiosos que miran a los del 15M como personajes de un espectáculo que no acaba nunca y otros que los apoyan incondicionalmente.
Por la Ronda Universidad adelante legamos ante el edificio que me trae buenos y malos recuerdos, el de la Universidad, donde estudié con Beca los dos Cursos Comunes y el resto mientras trabajaba como enseñante en el Colegio privado de mis primeras alegrías y mis posteriores angustias. Las dos torres gemelas, el reloj, el patio de Letras con sus columnas y sus conversaciones congeladas en el tiempo, el SEU y las movilizaciones estudiantiles. El tiempo es un mar ilimitado que repite sus oleajes intermitentemente.
Luego es la Ronda de San Antonio la que nos lleva hasta el Mercado de San Antonio, hoy en obras que han sacado de su sitio habitual los puestos de libros viejos hasta la calle Urgel, en un recinto cubierto nada romántico, pero que sirve para que la gente de todo tipo rebusque entre el inmenso arsenal de cultura desparramado en los tenderetes su libro, su película, su cómic, su revista... ¡Cuántas mañanas dominicales habré pasado ahí, entre libros y ríos de gente! Siempre que mis manos se sumergen en ese mar de lectura vienen a mi cabeza mil rostros y otras tantas conversaciones de gente que ha venido a mi vida y se ha ido de ella. No puedo olvidar la magia de este sitio que ha nutrido mis modestos conocimientos y mi gusto por la literatura. Más de la mitad de mi biblioteca se lo debo al Mercadillo de libros de San Antonio.
Entre el Mercado de San Antonio y Caixa Forum, destino principal de nuestra visita a Barcelona, encontramos, en lo que fue mi primer barrio en Barcelona al llegar de mi ciudad natal, la antigua plaza de toros Las Arenas convertida hoy en un centro comercial, cultural, ocioso y culinario, de hierro y de cristal, moderno e impresionante motivo turístico donde los haya, con un mirador insuperable en su cúpula, desde cuyo contorno circular, se ve la Barcelona de Montjuic, la del ensanche, la del Puerto, la Barcelona intemporal que llevo en el alma, junto a mi querida ciudad natal. Juego de ascensores, escaleras mecánicas, rincones para tomar un café tranquilos que le hacen al visitante señor de su nido moderno y ordenado.
Y Caixa Forum. El edificio modernista de Puig i Cadafalch, verdadera joya de la arquitectura industrial, como reza en el folleto publicitario de la antigua fábrica, alberga, además de los Ballets rusos de Diaghilev (1909-1929), "cuando el arte baila con la música",
una bellísima colección de cuadros impresionistas franceses pertenecientes al patrimonio colectivo de Sterling Clark, que en 1955 creó su propio museo en Williamstown (Massachusetts). Valió la pena hacer cola durante media hora. El recorrido está lleno de bellísimas sospresas. Desde Camille Corot a Renoir, pasando por Sisley, Monet, Toulouse-Lautrec, Bonnard, Gauguin, Degas y un largo etcétera, el visitante afortunado puede admirar paisajes, bodegones, figuras... La sensación, las figuras femeninas de Renoir, llenas de sensualidad y colores calientes y atrevidos. Marie-Thérèse Durand-Ruel cosiendo y rodeada de una exuberancia vegetal sigue latiendo con sus colores vivos y temblorosos en mi retina.
El resto del día se fue en recordar lo vivido. Regresé a la dura realidad en el colegio electoral donde deposité mi voto a media tarde.

sábado, 19 de noviembre de 2011

Memorias de un jubilado


Otro otoño
Mientras escucho a Vivaldi, veo cómo el otoño avanza en el jardín. El prunus sigue perdiendo hojas y el cielo se va encapotando poco a poco, amenazando nuevas lluvias. Mañana se elige más de lo mismo y el horizonte político cada día es más negro porque lo que está gobernando el mundo hoy es la especulación económica. Alguien dirá que estas líneas suenan a pesimismo. Suenan a lo que suenan, a otoño que avanza hacia un nuevo invierno. Tal vez con la llegada de la primavera, vuelva la claridad (siempre la claridad viene del cielo, decía mi paisano Claudio Rodríguez, el poeta de Zamora; la claridad de la esperanza viva y real) y se restaure la escala de valores que hace posible la convivencia: esfuerzo, sinceridad, libertad responsable, solidaridad, respeto. Mientras todo esto pasa por mi cabeza, recuerdo el encuentro de amistad de anoche en mi casa con viejos amigos y conocidos del pasado que juntos vivimos los altibajos del Colegio del Opus donde trabajamos (dos de nosotros casi treinta años). Durante el encuentro salieron a relucir anécdotas de compañeros que se fueron y de compañeros que ocupan hoy en día puestos de responsabilidad en otras empresas o que, en el caso mío, se hallan en el espacio no sé si llamarlo neutral o marginal de la jubilación, porque de un modo u otro los gerifaltes del mando no cuentan con nosotros. ¡Cuánto ha llovido desde entonces! Dejamos la enseñanza privada y nos pasamos a la pública y vimos qué distancia existía entre una y otra. Y que aún existe desgraciadamente. En la privada siguen mandando las órdenes ocultas y sujetas a jerarquías religiosas o particulares, las subvenciones muchas veces injustas (especialmente en Cataluña, que es el lugar que conozco), la discriminación de todo tipo (confesional, de estado civil, de condición sexual...). En la enseñanza pública hay más transparencia; si las cosas se hacen por vocación o no, o simplemente bien o mal, se ve a la legua y se toman las medidas oportunas desde las autoridades académicas, que suelen ser imparciales y objetivas. ¿Para qué seguir por este derrotero? Lo que importa destacar aquí es la amistad que sigue reuniendo a unas cuantas parejas para hablar libremente de lo divino y humano sin tener que dar cuenta a nadie, planear nuevas reuniones, sesiones de baile, cenas de Navidad, o contar chistes, que despejan vanos pesimismos y asientan los ánimos.
Y que el otoño avance y nosotros con él hacia otro invierno que anuncie una menos pesimista primavera.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Una novela del siglo XVIII


16. Nuevas alegrías

Cada mes me seguía llegando el Diario incluyendo mi colaboración correspondiente y yo me sentía algo más seguro en mi nuevo piso del Raval aunque cada vez más achacoso con mi salud y mi tos crónica. Pese a que Ortega insistía una y otra vez en que fuera al médico, yo evitaba hacerlo por miedo a que el facultativo encontrara algo peor en mi organismo. Un día me dijo medio en broma medio en serio que si no iba pronto al médico, acabaría desapareciendo en el aire como una hoja en el otoño. Luego sonrió beatíficamente señalándose su cada vez más voluminosa barriga y añadió:
--Tú desapareces sin dejar rastro y yo cada vez ocupo más espacio. No es justo.
Luego me entregó el Diario del mes y una carta del ilustrado madrileño. Entre otras cosas me decía que la política censoria del Rey respecto a las publicaciones de prensa periódicas como el Diario había empezado a cambiar y si, al principio la legislación era un tanto imprecisa y mostraba incluso signos claros de tolerancia, tras la conmoción popular que provocaron los últimos motines populares, la expulsión de los jesuitas y otros importantes acontecimientos posteriores, se hablaba en los mentideros de Madrid de que se pensaba desde el Gobierno en mostrar una mayor firmeza en la censura de la prensa, de cualquier prensa, incluido nuestro Diario. Seguía una serie de recomendaciones sobre la manera de expresar ciertas opiniones, sin que por ello tuviéramos que renunciar a nuestra libertad de expresión. Y una frase significativa: “Nosotros nos debemos a la libertad de los ilustrados, que tienen derecho a conocer la verdad que reina en nuestro país, atiborrado como al principio de su existencia de falsas ciencias y groseras supersticiones seudocatólicas, pese a las guillotinas de la censura, vengan de donde vengan, regias o eclesiásticas.”
Guardé la carta habiendo entendido que debía seguir con el mismo contenido pero disfrazando el continente para burlar las guadañas de la censura.

Aquel mismo año, recibí dos alegrías y una tristeza. La primera de las alegrías fue conocer la noticia de la boda de mi amigo Albert, ocurrida un año antes. Lo supe por el Indiano, que había sido invitado al casamiento por el padre de mi amigo. Por lo visto uno y otro guardaban celosamente una profunda relación de amistad y la misma afición por el progreso y la cultura abierta a nuevos horizontes.
El Indiano me describió la boda con todo lujo de detalles. Me dijo que se habían casado el día de San José, patrono de los casados y que, en contra del deseo de Albert de trasladarse los dos novios en calesa, como las gentes normales y de su clase, había prevalecido el de la madre materna y los novios tuvieron que acudir a la iglesia en una carroza construida en Génova, localidad especializada en los trabajos delicados de la carrocería de lujo, pues era toda ella dorada y las puertas aparecían pintadas con temas mitológicos.
Conociendo como me parecía conocer a Albert, debió de sufrir lo suyo ante los fastos de la carroza, pero el amor obra milagros. El Indiano me siguió hablando de la riqueza de los trajes y vestidos de los invitados y de la fiesta que se celebró en un huerto que poseían los padres de la novia. Sólo al refresco previo al banquete acudieron más de doscientas personas, mientras que a la mesa del banquete nupcial se sentaron casi cien. Después de la comida, tuvo lugar el sarao; los novios abrieron el baile y, cuando todos estaban entregados a la fiesta, que se prolongaba hasta que los cuerpos de los invitados aguantaban, acompañados de criados que portaban antorchas encendidas, se retiraron al dormitorio nupcial, preparado en una casa que se levantaba al fondo del huerto, engalanada al efecto con muchas flores y lámparas de araña.
En una pausa que hizo el Indiano en su relato, le pregunté por la novia y me dijo que era hija de una noble y acaudalada familia de Mataró, hermosa y de muy buenas prendas. Cuando acabó de contarme toda la fiesta, que había durado tres días, me quedé, sin embargo, un poco decepcionado por no haber recibido la noticia del propio Albert. No ya por no haberme invitado a las nupcias pues enseguida comprendí que alguien como yo, un huérfano y un sin fortuna, lejos de adornar, habría estropeado con su presencia el lujo y el boato de un enlace entre miembros de dos familias tan importantes, sino ya por el mero hecho de no comunicarme noticia, al menos para darme la oportunidad de felicitarle por su nuevo estado.
La segunda alegría, aunque con un final agridulce, como se verá, fue el regreso de Valentí a Barcelona. Lo hizo en primavera y me pareció su vuelta un signo de resurrección equiparable al que vivía la naturaleza. Y era verdad su resurrección a juzgar por lo que nos contó acerca de lo que había vivido durante su larga ausencia. Por lo visto, había estado ingresado en un hospital con el diagnóstico médico de padecer melancolía. Al entrar en la institución, los médicos le habían dicho que le costaría Dios y ayuda, y sobre todo, su propio deseo, curar completamente su enfermedad. Valentí nos explicó que los facultativos lo tomaron como conejillo de Indias y probaron en él todo tipo de remedios: los más habituales, como baños templados alternados con duchas frías, purgas, sangrías, y otros inspirados en hospitales franceses, como dietas gastronómicas severas, comer exclusivamente manzanas o leche o pan durante días. Ortega y yo le escuchábamos con atención y con asombro. Sonrió con una mueca antes de añadir:
--También usaron en mí aplicaciones de lo más peregrino, como la de frotarme la cabeza, totalmente rasurada, con un vinagre donde se habían cocido previamente hojas de hiedra bien machacadas. Sé que cuesta creerlo, pero allí me hicieron tomar de todo, desde amizcle a agrimonia, melisa, corazoncillo, alcanfor o anacardo; claro que apenas yo me enteraba porque además me suministraban altas dosis de narcóticos muy fuertes que me tenían postrado en la cama durante horas, y muchas veces me tenían que llevar entre dos enfermeros a los baños pues ni de pie me tenía. Pero aquí estoy, recién salido de la tierra, bastante sano y con ganas de trabajar.
Sano sí que parecía estarlo. Y en cuanto a sus deseos de volver a trabajar, Valentí nos dijo que venía a desempeñar un puesto de oficial en la imprenta de un rico y afamado impresor que había sido aprendiz del famoso Gelabert. Le saqué a colación lo sucedido con su negocio tiempo atrás, pero nuestro viejo amigo, ya con sienes grises y unas cuantas arrugas en manos y rostro, aunque restablecido de su dolencia como queda dicho, con un movimiento de cabeza negativo nos hizo ver que para nada quería volver a hablar del incendio de su imprenta ni hacer cábalas sobre quién podía haber sido el autor de aquel desastre. Sólo dijo:
--Son cosas que salen a nuestro encuentro en el camino y nada podemos hacer para evitarlas. Sacas más provecho aprendiendo de ellas que odiándolas.
Del que sí quería hablar era del carretero, al que no veía desde entonces y deseaba por todos los medios abrazarle y darle las gracias por el apoyo incondicional que le había prestado en momentos tan duros. Estuve a punto de hablarle de la intentona que había llevado a cabo en la sacristía de la iglesia de Santa Ana con el cura de la parroquia por medio; pero, respetando su deseo, nada le dije. Lo que sí le dije fue que no sabía nada de su paradero. Juro que era verdad. Desde su altercado con don Matías en la sacristía de Santa Ana no había vuelto a saber nada de él.
Luego Ortega y yo le dijimos que al día siguiente íbamos donde el Indiano por si quería unirse a nosotros y, como dijo que sí, quedamos en vernos en la taberna. El Indiano se alegró mucho de verlo y añadió:
--Es bueno para el país que gente como tú vuelva a la tarea de desterrar las sombras del atraso con la luz de la cultura.
Valentí le dio las gracias y sacó de su mochila un ejemplar de Manon para dárselo. El Indiano miró a su alrededor con prevención y guardó el libro bajo la ropa mientras decía:
--Conviene no bajar la guardia. Hay mucho delator suelto por ahí.
La frase me inquietó. Enseguida el Indiano sonrió enigmáticamente y aclaró seguramente para animarme:
--Pero aquí, en mi establecimiento, no.

Se equivocaba como más adelante se verá.
Tras tomar unos caldos con yemas de huevo, una de las especialidades de la casa, Valentí nos pidió que le acompañáramos a ver la imprenta donde trabajaba, que se encontraba en el Call. Por lo que vimos, el dueño le había confiado plenamente el negocio y, ayudado de otro oficial y un aprendiz, nuestro amigo se encontraba allí como pez en el agua. Cambió unas palabras con el oficial sobre unos trabajos que se hallaban a medio proceso en la prensa más cercana y volvió a salir con nosotros a la calle.
--Como veis, el trabajo no falta, y lo que es más importante, los clientes están muy contentos con nuestro forma de trabajar y no cesan de llegarnos los encargos-- nos dijo--. Y como el trabajo va viento en popa y no tengo preocupaciones, me vais a permitir que os lleve a un lugar especial donde conoceréis a unas personas muy interesantes.
Ortega y yo asentimos y Valentí nos condujo por una calle que desembocaba en la Rambla, pero antes de salir a ella, nos hizo entrar en un amplio portal con un escudo en el arco. Enseguida nos desveló adónde íbamos. Dijo:
--Todos los martes que puedo vengo a una tertulia que tiene lugar aquí. ¿Me acompañáis?
Acepatamos. Ortega me quitó de la boca una pregunta:
--¿Cómo es?
Valentí se agarró a la balaustrada de la escalera antes de poner el primer pie en el escalón y nos miró.
--Una tertulia simplemente. Como todas. Se habla, se discute, se merienda… Una tertulia. Subid y lo veréis.
Antes de llamar a la puerta del piso donde tenía lugar la tertulia nos adelantó, eso sí, que la persona que la dirigía era una mujer de una vivacidad natural, que tenía un don especial para atraer a la gente y cautivarla y que entre sus encantos personales destacaba un candor exquisito que, pese a disimular su inferioridad intelectual, la situaba en la tertulia en un nivel superior al de los demás contertulios.

Enseguida comprobamos que las palabras de Valentí sobre la mujer que muy amablemente salió a nuestro encuentro en el salón, tras anunciar su criada nuestra presencia, eran verdaderas. Le encontré cierto parecido con la Viuda Entretenida, y no sólo porque la mujer de la casa había perdido también a su marido tiempo atrás, sino por el encanto que respiraba toda su persona, que, pese a tener ya unos añitos, mostraba aún una lozanía digna de alabanza. Sin embargo, el personaje que más llamó mi atención en aquella tertulia por su engolada voz y sus gestos estudiados fue un curioso abate, mitad clérigo mitad petimetre. A mí no me acababan de gustar estos personajillos de nombre italiano y filiación francesa, a quienes Ortega y el Indiano solían llamar “Carcomas sociales del germen francés”. Sin llegar a tanto, a mí el abate de la tertulia de la señora Milá, que así se llamaba la dama que presidía la reunión, me pareció un infeliz que recitaba de memoria lo que acababa de leer en un breviario o alguna publicación de tono melifluo y reaccionario. Y sus gestos eran de lo más estudiado y ensayado, como ya he dicho. Embutido en su casaca morada, cuello clerical y medias, cuando tomaba la palabra, se ponía de pie y hablaba como si estuviera recitando una poesía de José Antonio Porcel y Salamanca, tipo Epitafio a una perrita llamada Armelinda. Formaban además el grupo de tertulianos tres mujeres más bien entradas, mejor salidas, en años y medio adormiladas por el murmullo de las conversaciones que versaban sobre anécdotas leídas en publicaciones extranjeras, las virtudes de cierto elixir o un exótico perfume, o de las aventuras del insaciable amante Casanova.
Visto lo visto, yo al menos no llegaba a entender qué encontraba nuestro amigo Valentí en aquella tertulia donde no se discutía de temas filosóficos o políticos, ni se hablaba de crítica literaria, matemáticas o astronomía, como se solía hacer en las tertulias al uso. Excepcionalmente, asistimos a un comentario del abate sobre la última comedia que se había representado en el Teatro, y a unas cuantas frases de las adormiladas féminas sobre la moda o el planteamiento de algún acertijo para que los demás, como párvulos en la escuela, encontráramos la solución.

martes, 15 de noviembre de 2011

AMPLIANDO MI TERNURA





Mientras sueña el otoño en el jardín
y llena de nostalgia las macetas,
mientras el aire huele a fruto de madroño
y el sol se arropa en hojas de magnolia,
yo sigo mejorando en esperanza
y ampliando mi ternura con mis nietos.
Uno sabe jugar con mi paciencia
y me enseña a vivir con Bob Esponja
y con Mowgli venciendo a Shere Khan,
y el segundo, recién nacido, duerme
en mis brazos de abuelo sospechando
que mañana alzará una torre hermosa
de colores y números encima
de una mesa de amor y de ternura.
Son mis nietos la tierra descubierta
por mis pies redivivos, son el agua
que alivia la sequía de mi senda,
son mis nietos el puerto que se ha abierto
al fondo de mi mar, el horizonte
que amplía los afanes de este barco
que transporta mis sueños. Son mis nietos
la página en que escribo mi presente
con letras de esperanza. Uno y otro
alegran mi vejez sólo con verlos,
con dejarle mis ranas a uno de ellos
o jugar a buscar entre las plantas
el muñeco de goma que le gusta.
Y al segundo dormirle en mi regazo,
hacerle carantoñas o contarle
al oído el poema de la mar,
el cormorán posado en su cantil
y las olas cantando su canción
en la boca de las caracolas
que a su hermano contaba de bebé..

Cuando se marchan, queda aroma limpio
junto al musgo del belén recién montado,
un globo de sonrisas en la esquina
de mi esperanza abierta y una rana
de cerámica azul en la escalera.
Y el milagro no existe, es la presencia
en mi alma de un aire semimágico,
entre infantil y adulto con asombro,
con capacidad para la sorpresa
y para el juego. Como si mis nietos
en mí hubieran sembrado para siempre
semillas de inocencia, de ternura,
de primavera eterna, de presente
esperanzado y sostenido por
una luz de verbenas y canciones,
de palabras que empiezan a brillar

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El poema del mes



ÚLTIMA CONFESIÓN
DE VOLTAIRE EN FERNEY


Nací pobre, sensual, irreverente.
Fueron mis primeros apoyos
una mujer galante y un abate libertino.
Traté de ensanchar mis horizontes con ingenio y espíritu
y logré algunos éxitos en los teatros y las alcobas.
Un epigrama me llevó a prisión,
y me costó sangre rebatir las palabras de un noble.
No lograba vivir sin la sátira,
el pinchazo de aguijón o el golpe de hacha.
Y para ser impune y libre,
me hice rico y famoso,
temido por mis enemigos y protegido por los poderosos.
Fueron la fama y el dinero los pilares que aguantaron mi bastión
y puse en él de guardias el favor de los fuertes y el temor de los débiles.
Y protegido así,
liberé a mi ingenio destructor,
mi demonio burlón y mi odio contra la iglesia,
la nobleza y la monarquía.
Si mis burlas juveniles
no hubieran sufrido castigos humillantes,
habría llegado a ser un buen poeta
y no el demoledor de los cimientos del siglo.
Mi orgullo vulnerado modificó el rumbo de mi vida,
me secó el corazón,
hizo un desierto de mi inteligencia
y frenéticas mis ansias de escarnecer al mundo.
Hubo gente que vio en mí un liberador de inteligencias
o un portador de nuevas luces,
y no era más que un esclavo de mi naturaleza y mi venganza,
un viejo pesimista y cínico,
que por querer huir del sol eterno
se ve en su noche entretenido
con los fuegos artificiales de su argucia senil desesperada.

Ésta es mi verdadera historia
y no la que escribieron mis más cándidos amigos
y mis enemigos más benevolentes.
No pude ni quise ser cristiano.
Dios era simplemente un relojero paciente para mí
y no un padre amantísimo.
La caridad era filantropía
y la generosidad un recurso apostólico.
Ojalá piense Dios en el triste origen de mis culpas,
en el bien que he podido hacer
y en esta especie de confesión última.
No espero otra cosa.
Haberlo olvidado en vida será el tormento de mi eternidad.

martes, 8 de noviembre de 2011

Claves de la poesía barroca española


CLAVES DE LA POESÍA BARROCA ESPAÑOLA
En la poesía barroca se dan dos tendencias:

• El culteranismo, cuyo máximo representante es Góngora, cultiva más la forma que el contenido, pretendiendo crear un mundo de belleza basado en impresiones sensoriales (luz, color, sonido…) y un lenguaje retorcido y cultista, con abundancia de metáforas, cultismos, hipérbatos, paronomasias, o alusiones escondidas a la mitología grecolatina. Villamediana, Soto de Rojas o Bocángel son poetas culteranos seguidores de Góngora.



• El conceptismo, cuyo máximo exponente es Quevedo, prefiere el sentido o concepto de las palabras a su significante (aunque sin renunciar del todo a los juegos de este último) para impresionar la inteligencia del lector. También se vale de abundantes recursos expresivos, como metáforas ingeniosas, juegos de palabras que adquieren significados distintos, antítesis, hipérboles, etc. Otro poeta conceptista es Fernández de Andrada, de quien son los siguientes versos, pertenecientes a su Epístola moral a Fabio:


Fabio, las esperanzas cortesanas
prisiones son do el ambicioso muere,
y donde al más astuto nacen canas;
el que no las limare o las rompiere,
ni el nombre de varón ha merecido,
ni subir al honor que pretendiere.
El ánimo plebeyo y abatido
procura, en sus intentos temeroso,
antes estar suspenso que caído;
que el corazón entero y generoso,
al caso adverso inclinará la frente,
antes que la rodilla al poderoso.
Más coronas, más triunfos dio al prudente
que supo retirarse, la fortuna,
que al que esperó obstinado y locamente.
Esta invasión terrible e importuna
de contrarios sucesos nos espera
desde el primer sollozo de la cuna;
dejémosla pasar como a la fiera
corriente del gran Betis, cuando airado
dilata hasta los montes la ribera…”








La poesía culterana. Góngora

Vida

Luis de Góngora y Argote (1561-1627), enemigo acérrimo de Quevedo, con quien mantuvo una guerra literaria sin cuartel, nació en Córdoba en el seno de una familia con bienes. En Salamanca estudió derecho y adquirió conocimientos de varios idiomas. En 1585 fue nombrado racionero de la catedral de Córdoba por intercesión de un tío suyo. Llevó una existencia alejada de la seriedad eclesiástica. Sus problemas económicos y su ambición personal le llevaron en 1617 a buscar de nuevo la ayuda de su pariente para conseguir el puesto de capellán real en la Corte de Felipe III, en Madrid. Y aunque se ordenó sacerdote a los 53 años, su afición al juego y al buen vivir le hicieron incurrir en la humillación y la mentira. Lleno de deudas, regresó a Córdoba donde murió.

Obra

La producción poética de Góngora la podemos dividir en tres grupos:
• Lírica inspirada en la corriente popular y tradicional española y escrita con un lenguaje sencillo. Está representada por letrillas y romances. Entre las letrillas destacan las que empiezan “La más bella niña de nuestro lugar”, “Ande yo caliente y ríase la gente”, “Cuando pitos, flautas, y cuando flautas, pitos” …Entre los romances (que suelen tratar temas moriscos, caballerescos, pastoriles o burlescos) sobresalen el Romance de Angélica y Medoro, Entre los sueltos caballos, o el del Cautivo (“Amarrado al duro banco / de una galera turquesca/ ambas manos en el remo / y ambos ojos en la tierra…”)

• Los sonetos, de estilo algo más complejo que el de las letrillas y romances (abundancia de recursos expresivos) contienen temas relacionados con su vida, personajes de la época, ciudades y monumentos, aunque son más celebrados los amorosos, en especial los que comienzan “La dulce boca que a gustar convida”, “Mientras por competir con tu cabello”, “Suspiros tristes, lágrimas cansadas”.

La poesía culterana, la más compleja y cultivada especialmente en su última etapa, está representada por dos obras: la Fábula de Polifemo y Galatea ( en 63 octavas reales el poeta narra el amor que siente el cíclope Polifemo por la ninfa Galatea, cuyo corazón, sin embargo, pertenece al pastor Acis, que no puede evitar morir aplastado por un gran peñasco que le arroja el celoso cíclope..
He aquí una muestra:
“De este, pues, formidable de la tierra
bostezo el melancólico vacío,
a Polifemo, horror de aquella sierra,
bárbara choza es, albergue umbrío
y redil espacioso donde encierra
cuanto las cumbres ásperas cabrío
de los montes esconde: copia bella
que un silbo pinta y un peñasco sella.”


• La segunda obra culterana se titula las Soledades, una especie de canto a la naturaleza (mares, playas, ríos, bosques, montes…) escrito en silvas, que iba a constar en un principio de cuatro partes (juventud, adolescencia, madurez y senectud), de las cuales sólo logró escribir el poeta la primera y parte de la segunda. En ellas un náufrago llega a una playa donde le dan asilo unos pastores; vive con ellos escenas de bodas, de pesca, juegos atléticos…

Estilo

Góngora emplea un lenguaje muy difícil cuajado de cultismos léxicos (“flamígero”, “rutilante”, “caliginoso”…), sintácticos (a veces adelantando el complemento al nombre que complementa: “de este pues formidable de la tierra bostezo”; otras, colocando el verbo al final de la oración: “los bueyes a su albergue reducía”) y semánticos (“aplauso”, “lascivo”…). En otras ocasiones lo recarga de los más variados recursos expresivos, como perífrasis: “donde espumoso el mar sicilïano” (el Mediterráneo); abundantes y atrevidas metáforas: el freno de oro, bostezo de la tierra, un monte de miembros, cuna dorada, “erizo es el zurrón de la castaña”…; hipérbatos retorcidos hasta la exageración (en la octava real del margen tenemos palpables ejemplos): “estas que me dictó rimas sonoras,/ culta sí, aunque bucólica, Talía” (Estas rimas que Talía –culta pese a ser campesina- me dictó); aliteraciones: “infame turba de nocturnas aves”; alusiones mitológicas: Polifemo, Galatea, Acis, Vulcano, Leteo, Musas, Fama, Tifeo, Hero, Leandro, Orfeo y un largo etcétera.

Te propongo la lectura de dos composiciones de Góngora, representante máximo del Culteranismo español: un soneto y un romance. El primero está escrito con el lenguaje y el estilo de la segunda etapa del poeta cordobés, algo más complicado que el de las letrillas y romances de la primera etapa, aunque no es todavía el recargado y casi hermético de la etapa culterana en la que destacan la Fábula de Polifemo y las Soledades. El romance es uno de los más conocidos del poeta.



I.
“Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido el sol relumbra en vano,
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lilio bello;

Mientras a cada labio por cogello, 5
siguen más ojos que al clavel temprano,
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello;

goza cuello, cabello, labio y frente,
antes que lo que fue en tu edad dorada 10
oro, lilio, clavel, cristal luciente,

no sólo en plata o vïola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente,
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”



II
“Amarrado al duro banco
de una galera turquesca,
ambas manos en el remo
y ambos ojos en la tierra,
un forzado de Dragut, 5
en la playa de Marbella,
se quejaba al ronco son
del remo y de la cadena:
“¡Oh sagrado mar de España,
famosa playa y serena, 10
teatro donde se han hecho
cien mil navales tragedias!
Pues eres tú el mismo mar
que con tus crecientes besas
las murallas de mi patria, 15
coronadas y soberbias,
tráeme nuevas de mi esposa,
y dime si han sido ciertas
las lágrimas y subiros
que me dice por sus letras; 20
porque si es verdad que llora
mi cautiverio en tu arena,
bien puedes al mar del sur
vencer en lucientes perlas.
Dame ya, sagrado mar, 25
a mis demandas respuesta,
que bien puedes, si es verdad
que las aguas tienen lengua.
Pero, pues no me respondes,
sin duda alguna que es muerta; 30
aunque no lo debe ser,
pues que yo vivo en su ausencia.
¡Pues he vivido diez años
sin libertad y sin ella,
siempre al remo condenado, 35
a nadie matarán penas!”
En esto se descubrieron
de la religión seis velas,
y el cómitre mandó usar
al forzado de su fuerza.” 40





Actividades

a) Expón en prosa el contenido del soneto y enuncia la idea principal del mismo.

b) Explica el tópico literario presente en él.

c) ¿Qué elementos de la mujer se describen y con qué otros términos se relacionan?

d) ¿Qué recurso constituye el adverbio “mientras” y qué aporta al contenido del soneto?

e) ¿Qué otras figuras retóricas localizas en él? Explícalas.

f) ¿A quién se dirige el forzado en texto II y qué le pide?

g) Explica los recursos expresivos presentes en él.

h) Distingue las partes narrativas, descriptivas y dramáticas del texto.

i) Escribe los esquemas estróficos de los dos poemas.

j) Averigua quién es el Dragut del verso 5 y el “cómitre” del penúltimo.

k) Escribe en prosa el contenido de la octava real de Góngora de la unidad.




La poesía conceptista. Quevedo

Vida

Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645), rival literario de Góngora, con el que mantuvo una acérrima disputa durante toda su vida, nació en Madrid en el seno de una familia que trabajaba en la Corte. Hizo sus primeros estudios con los jesuitas en Madrid y luego cursó Humanidades, Lenguas modernas y Filosofía en la universidad de Alcalá de Henares. Finalmente, estudió Teología en la de Valladolid. Llegó a ser secretario real y estuvo en Italia como consejero del duque de Osuna en un tiempo de zozobras e inseguridades para su persona. Aunque contrajo matrimonio a los 54 años, su vocación de casado era nula y al poco tiempo se separó. Su afición a las intrigas palaciegas le llevaron a la cárcel en más de una ocasión; la más dura (5 años) la pasó en el convento de San Marcos de Léon. Al salir de la prisión, su salud quedó tan menguada que, tras una estancia de confinamiento en la Torre de Juan Abad, de su propiedad, acabó de morir en Villanueva de los Infantes (Ciudad Real).



Obra poética

En tres grupos podemos dividir la inmensa producción poética de Quevedo:
• Poesías amorosas, entre las que destacan muchos romances, letrillas y sonetos dedicados a damas ocultas bajo nombres clásicos, como Lisi, Lisis o Liseida, nombre que encubre a Luisa de la Cerda, de quien estuvo enamorado; otros ejemplos: A Dori, A Flora o A Aminta, que se cubrió los ojos con la mano, cuyos primeros versos dicen: “Lo que me quita en fuego me da en nieve / la mano que tus ojos me recata”. Dámaso Alonso, gran conocedor de la poesía de Quevedo, dice de él que “es el más alto poeta de amor de la literatura española”. Precisamente, así define este sentimiento nuestro poeta: “Es hielo abrasador, es fuego helado, / es herida que duele y no se siente”

• Poesías sentenciosas y morales, entre las cuales sobresalen sátiras, sonetos y otras composiciones de tono moral, sagrado, fúnebre, político… Algunos títulos son: A Cristo resucitado, Al mal gobierno de Felipe IV, Enseña cómo todas las cosas avisan de la muerte o Desde la torre: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos…”

• Poesías festivas, entre las que destacan letrillas, canciones, epitafios, sonetos, jácaras…, donde se denuncian o atacan defectos físicos y morales y costumbres licenciosas; otras veces son simples juegos verbales. Muestras de lo que decimos son las tituladas Poderoso caballero es don dinero, Contra don Luis de Góngora (“Y para adelante digo / que te enmiendes de tus cargos, / y pues eres manicorto, / no seas lengüilargo”), Mujer puntiaguda con enaguas, Al ruiseñor o, la más famosa aún, A una nariz, que empieza: “Érase un hombre a una nariz pegado, /érase una nariz superlativa…”

Estilo

Quevedo emplea un lenguaje especial que convierte el verso en una expresión rápida y densa de sentido a la vez. La construcción sintáctica es nerviosa y el vocabulario expresivo y rico, y cuando quiere y la expresión lo necesita inventa neologismos (archipobre, protomiseria). Y si hablamos de figuras retóricas, en sus versos encontramos una amplia representación: antítesis (“si un tiempo fuertes, ya desmoronados”), expresiones de doble o múltiple sentido (“en breve cárcel traigo aprisionado”), imágenes inusuales (“traigo el campo que pacen estrellado / las fieras altas de la piel luciente”), metáforas esplendorosas que unas veces embellecen (“relámpagos de risas carmesíes”) y otras deforman la realidad (“la fortuna mis tiempos ha mordido”), empleo especial de las formas de algunos verbos (“soy un fue, y un será, y un es cansado”). Paradojas, hipérboles y juegos de palabras conceptistas que a veces se interrelacionan entre sí.
Te propongo la lectura de tres composiciones quevedianas, pertenecientes a los tres tipos de poesías que preferentemente cultivó el poeta. La primera es un intento de definir algo tan indefinible como el amor. La segunda, escrita un par de años antes de su muerte, refleja la situación de ruina de todo cuanto rodea al poeta y de su propia persona. La tercera es un juego metafórico que define a un ruiseñor.






I.
“Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.

Es un descuido que nos da cuidado, 5
un cobarde con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.

Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero paroxismo; 10
enfermedad que crece si es curada.

Éste es el niño Amor, éste es su abismo.
¡Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!”



II.
“Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo, vi que el sol bebía 5
los arroyos de hielo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa; vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos; 10
mi báculo, más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada.
Y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.”



III.
“Flor con voz, volante flor,
silbo alado, voz pintada,
vida de pluma animada
y ramillete cantor.
Di, átomo volador,
florido acento de pluma,
bella organizada suma
de lo hermoso y lo süave,
¿cómo cabe en sola un ave
cuanto el contrapunto suma?”


Actividades

a) Explica las definiciones de amor que se recogen en el primer texto.

b) ¿Quién es el niño Amor de los últimos versos? ¿Cómo lo retrata Quevedo?

c) ¿De qué tipo de oración se vale el poeta para escribir las definiciones del amor? ¿Qué tipo de recurso expresivo forma el verbo?

d) Explica las paradojas y las antítesis del texto. ¿En qué se diferencian?

e) ¿Con qué valor se emplean “bien” y “mal”?

f) ¿Además de antítesis, qué otra figura existe en los versos 4 y 5?

g) ¿Qué tipos de composiciones son los dos primeros textos? Escribe sus esquemas métricos.

h) ¿Qué valor tiene para Quevedo la “patria” del primer verso del segundo texto?

i) Señala la estructura interna del poema y explica la manera como el poeta ha ordenado sus partes.

j) Analiza los recursos expresivos empleados.

k) Indica qué tiempo verbal es el más utilizado en el texto y cuál es la razón de que sea así.

l) Explica las metáforas del tercer texto y los recursos expresivos contenidos en los dos últimos versos.

m) ¿Qué tipo de estrofa forma? Escribe su esquema métrico.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Los libros que hay que leer

Victoria Camps, El gobierno de las emociones,
Herder Editorial, Barcelona, 2011



He aquí un libro para entender la fuerza que las emociones ejercen sobre el comportamiento humano en el siglo XXI, aunque se recurra para explicarlo a los grandes filósofos, entre los que descuellan Aristóteles, Spinoza o Hume entre un soberbio elenco de pensadores de todos los tiempos.

El libro está dividido en catorce capítulos que van desde la definición de las emociones frente a los sentimientos hasta la fuerza emotiva de la ficción, pasando por la construcción del carácter, el poder de los afectos, el sentido moral y otras emociones y sentimientos como la vergüenza, la compasión frente a la justicia, la indignación ante el compromiso, el miedo, la falta de confianza, la autoestima, la tristeza, la educación sentimental o los afectos políticos.

Si embargo, aconsejo al lector que no se olvide de leer detenidamente la Introducción porque la autora adelanta en ella una declaración de principios y las verdaderas intenciones de la escritura de las páginas que siguen. Leamos algunas de sus principales afirmaciones: Es muy difícil que la ley moral rija hoy nuestras vidas o que entre las múltiples razones que condicionan nuestra conducta no cuentan casi nada las razones éticas, y eso porque no basta que conozcamos el bien, sino desearlo, ni conocer el mar, sino rechazarlo. De lo que se deduce que el deseo y el rechazo son tan esenciales para la formación de nuestra personalidad moral como la habilidad en el razonamiento. No en balde la hipótesis de la que parte Victoria Camps es que no hay razón práctica sin sentimientos. Y la pregunta que se hace la autora es qué lugar ocupan las emociones en la ética cotidiana, porque si bien hay emociones que incitan a la acción, también hay otras que la condicionan y, en el peor de los casos, la paralizan. Y concluye: “El gobierno de las emociones es el cometido de la ética.”
Sin duda, la lectura del libro nos ayudará a conocernos mejor.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Una novela del siglo XVIII


15. Navidades particulares

Aquellas navidades las pasé más solo que nunca, y me acordé con añoranza de la señora Grau y de otros tiempos ya lejanos vividos junto a ella, en aquella casa de Puertaferrissa, rodeados de manifestaciones alegres por todas partes, desde el Pesebre hasta las comilonas de Nadal, donde no faltaban nunca en los platos fuertes la sabrosa escudella de galets o macarrones ni el pavo, y en los postres no se excluía ninguna golosina y mucho menos las neulas. Y me resarcí un poco de tanta tristeza recordando las navidades del año anterior en casa de los padres de Albert, que se portaron conmigo con la misma generosidad y atención que su hijo. Recuerdo sobre todo el día que subimos los dos a las golfas a buscar las cajas donde dormían las casitas del Belén, los trozos de corcho, las figuras y los demás accesorios que se habían utilizado los años anteriores, sin dejar uno. Pero, como decía el padre de mi amigo, con las mismas cosas había que hacer un Pesebre diferente. Y allí nos pusimos todos a pensar un nuevo paisaje de montañas para el fondo, distintas ubicaciones para las casas y para las figuras, etcétera. Yo me encargué de buscar el musgo para cubrir los huecos y alfombrar las montañas de corcho y me saqué de la manga un estanque que hice de cristalitos y donde nadaban cuatro o cinco patos, no lejos del Portal de Belén. Por unos días viví en compañía de una verdadera familia.
Pero ese año la soledad fue mi única familia, salvo un día que Ortega me invitó a su piso a comer una perdiz que le había regalado uno de los más ricos suscriptores del Diario. Nos quedamos con hambre, en especial él, que necesita comer un buey diario para llenar su piel, como dice a menudo.
Durante aquellos días en que todo el mundo estaba metido en fiestas, yo tuve tiempo de rumiar en mi soledad navideña parte de mi vida futura. Y con la llegada del nuevo año y en vista de cómo se estaban poniendo las cosas en el entorno más cercano, tuve la buena idea de cambiar de piso. Hablé con el casero y no hubo ninguna objeción por su parte; al contrario y tal como me había dicho, no me subió ni un real el precio del alquiler. El piso era un poco más pequeño que el anterior y sólo disponía de una pequeña ventana que daba a unos tejados vecinos, pero me encontraba más seguro que en el primero. Cogí mis cosas y allá me fui más contento que unas pascuas. En cuanto acabé de colocar cada una en su sitio, labor que me llevó poco tiempo, pues me acostumbré muy pronto a no poseer más que aquello que era de absoluta necesidad para seguir viviendo, acudí a la taberna del Indiano donde había quedado con Ortega. Me traía un par de ejemplares del nuevo número del Diario en el que figuraba mi última colaboración, un modesto trabajo sobre la presencia que estaban teniendo las obras del filósofo Rouseau en España, empezando por la protesta que había elevado en su día mi admirado Feijoo ante la concesión del premio concedido al francés por la Academia de Dijon a su Discurso sobre las ciencias y las artes, en el que hace una defensa de la ignorancia, y acabando por la condena global de todas las obras de Rouseau por la Inquisición, sin que nadie pueda evitar que aún corran clandestinamente por nuestro país algunos escritos salidos de su pluma, de los cuales yo he visto alguna muestra aquí en Barcelona, como la primera edición de El contrato social.
Mientras comíamos, Ortega me hizo saber lo que había ocurrido antes de celebrarse la Misa del Gallo en la iglesia de Santa Ana la pasada noche de Nadal. Resulta que cuando don Matías se vestía las ropas de oficiar en la sacristía, irrumpió en ella un hombre de corpulencia poco habitual con intenciones nada buenas. Por lo visto, el cura creyó inmediatamente que lo que quería era el dinero del cepillo y fue hasta él, lo abrió y, sacando el dinero que había dentro, se lo dio al intruso diciéndole que él también tenía derecho a disfrutar del bullicio de las fiestas. Pero éste, que por todas las características parecía ser nuestro amigo Carretero, le exigió mucho más al sacerdote. A mi pregunta sobre los términos de esa exigencia, Ortega me contestó que las noticias que le habían llegado a él no las explicitaba, aunque nosotros sabíamos que sin duda tenían que ver con lo ocurrido a nuestro común amigo Valentí. El caso es que, a las apremiantes exigencias del intruso, el cura pidió socorro a gritos y aquél se vio obligado a salir corriendo por una puerta lateral; segundos después debió de confundirse en la iglesia con la gente que acudía a la misa porque los que acudieron en auxilio de don Matías no lo vieron por ningún lado. Ortega acabó su relato con estas palabras:
--Según cuentan, el hombre amenazó al cura diciéndole que se volverían a ver muy pronto.
Al final el carretero había hecho caso omiso a las recomendaciones de Valentí y mías. Y la cosa, en vez de arreglarse, se había complicado aún más. Antes de irnos, el Indiano, que había oído parte de lo que me había estado contando Ortega, se acercó a nuestra mesa y nos dijo, para sorpresa nuestra, pues nunca antes había terciado en nuestras conversaciones, que el clero en España estaba envenenado desde hacía mucho tiempo por culpa de las clases que existen dentro de él. Esperó a que se tranquilizara un poco el trabajo y se sentó a nuestro lado para continuar lo que había empezado a decir:
--Entre el clero parroquial, formado por el cura de siempre, el de misa diaria y asistencia a los feligreses de su iglesia, mal vestido y peor alimentado, y el clero de categoría, en el que se encuentran las órdenes monásticas y los obispados, con más recursos económicos y prebendas de todo tipo, siempre ha habido y habrá tensiones internas. La excepción a esa situación la representa ese cura del que habláis, el párroco de Santa Ana, que ha recibido de no se sabe quién un poder tan grande que está ejerciendo un control inquisitorial sobre las conciencias y la vida cotidiana de los barceloneses por medio de una religiosidad intransigente y tradicional dispuesta a recurrir, si se da el caso, a la más contundente represión. Os puedo asegurar que ese don Matías ya ha usado más de una vez esa medida.
Nosotros lo sabíamos muy bien. Entonces Ortega recordó que, salvando las distancias, existía en nuestro país un caso parecido y citó al capuchino P. Cádiz, en cuyo panfleto El soldado católico en guerra de religión ve en cualquier manifiesto de libertad un signo del mal y justifica cualquier tipo de violencia para extirparlo de raíz, como dice en el citado panfleto: “El herir entonces, el dar muerte, el pasar las gentes a cuchillo, sin que quede uno solo vivo, y el no usar con ellos de conmiseración alguna, es obra de Dios que se vale entonces del Soldado como de un ministro de su Divina Justicia.”
El Indiano asintió:
--Por eso, santificar la espada, tiñéndola de sangre, no es homicidio sino malicidio.
Y volvió a su trabajo como si tal cosa, mientras nosotros no salíamos de nuestro asombro.
Aún recordábamos sus palabras cuando íbamos caminando hacia la calle de Freixures (Casquerías, en castellano), donde me había dicho Ortega que vivía un futuro suscriptor del Diario a quien iba a hacer una visita para ultimar los trámites de su suscripción.
Luego, cambiando opiniones con ese futuro suscriptor, vi que era un hombre muy culto que escribía poesía y teatro y defendía a capa y espada la lírica y los dramas de Lope de Vega. Le dijimos que habíamos visto El villano en su rincón hacía poco tiempo y él nos contestó que sentía no haberlo podido ver por hallarse fuera de Barcelona.
Hablar con él era una delicia y más cuando, para nuestra sorpresa, nos contó lo que le había ocurrido a un antiguo dueño de la vivienda que ahora ocupaba él.
--Como saben—empezó diciendo--, esta calle se llama de les Frexures por la cantidad de tiendas de despojos y entrañas de animales que hubo siempre en ella, aunque ahora han disminuido bastante después de que se supiera que aquí tuvo su tienda un carnicero desaprensivo que, celoso de que su mujer se entendiera con otro hombre, la mató y vendió a trozos su cuerpo, mezclado con los riñones, tripas, hígados y demás entrañas de animales que despachaba en su tienda.
Ortega y yo, al oírle, miramos el suelo del piso con aprensión. Luego le pregunté por la suerte que había ocurrido el asesino.
--Todo son rumores y habladurías de la gente—dijo--, posiblemente de quienes quieren que desaparezcan de una vez por todas este tipo de establecimientos. La cuestión es que esto, verdad o leyenda, corre de boca en boca entre los vecinos. Para nada porque hace años el carnicero de la historia murió.
A Ortega sólo se le ocurrió sentenciar:
--Una historia espeluznante.
El poeta sonrió. Luego dijo:
--A veces, en las horas más bajas de inspiración, he pensado escribir algo sobre el triángulo amoroso de la historia.
Cuando ya de noche, me despedía de Ortega al final de la calle para tomar ambos direcciones diferentes, miré con terror hacia las débiles luces que salían de una tienda de despojos y le dije:
--Vámonos de aquí antes de que nos hagan picadillo y nos vendan para hacer callos.
Ortega, con un humor negro que no le reconocía, me contestó mientras me miraba de arriba abajo con una sonrisa más que elocuente:
--Aunque comparándote conmigo, de ti poco sacarían.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Memorias de un jubilado

Todos los Santos
Ayer, un día luminoso, impropio para estos tiempos que corren, nos dimos una vuelta por el pequeño y hermoso cementerio de Tossa de Mar. Un jardín en medio, sombreado por un gigantesco madroño, cuyos frutos rojos aparecen esparcidos sobre la yerba, y el perímetro cuadrado con nichos. Lo demás es silencio, cipreses centenarios y algún que otro visitante arreglando la última morada de sus seres queridos.
Mientras paseábamos con recogimiento por el breve recinto, no pude por menos de recordar el cementerio inmenso de Montjuic, asomado al mar, donde descansan para siempre mis padres. Hasta hace poco solía ir con un ramo de gladiolos hasta allá arriba para estar un rato con ellos. Luego dejé de ir porque salía de allí deprimido.
Ahora me conformo con seguir recordando sus lecciones de honradez y trabajo bien hecho, dedicación a la familia y amor por los hijos. Recodaba ayer también, mientras daba una vuelta por el recoleto camposanto de Tossa de Mar, los paseos que dábamos toda la familia allá en mi tierra natal hasta el cementerio de San Atilano para hacer una visita a los muertos, aunque no teníamos ninguno allí. Esa costumbre altruista y compasiva, de participación con los demás, que me enseñaron mis padres, nunca se me ha olvidado. Recuerdo, sin embargo, que lo que más se me ha quedado en la memoria del camino al cementerio son los puestos de castañas que se instalaban a ambos lados del recorrido cuyo aroma se extendía por los campos vecinos y el humo gris que escapaba hacia el cielo nublado; rara era la vez que no acabaran algunas castañas asadas en nuestros bolsillos y allí se quedaban calentando un poquito nuestras manos ateridas de frío.
Todos los Santos es un día de esos que es imposible desterrar de nuestra mente. Cada uno a su manera, vivió, vive y vivirá esa jornada recordando a los suyos.