Capítulo IX
Cambio de planes
Jueves, 21 de
mayo
Amanecemos en el mar. Soledad en movimiento. Grandes y
poderosas olas que hacen ir de lado a lado al Fantasía, pese a los modernos
estabilizadores con que está dotado el barco. Y aunque durante la noche pasada
hemos notado poco vaivén en la cama, mucho nos tememos que va a pasar lo de la
primera noche de navegación, la que nos llevó de Barcelona a Marsella. Pero
temiendo no se consigue nada. Hay que seguir lo que pauta el nuevo día. Así que
lo primero, después de asearnos, es desayunar, y lo hacemos en Il Cerchio D’Oro.
No podemos evitar que el estómago baile involuntariamente por el movimiento que
la marejada imprime a la nave. Sin embargo, pasamos la prueba sin grandes
descalabros. De vuelta al camarote, repasamos el Daily program, por si podemos aprovecharnos de algunas actividades,
entre las que destacamos dos: la clase de vals inglés, a las 11’15 en el Liquid
Disco Bar (planta 16), y el Megabingo, a las 11’45 (muy justo el tiempo) en
Aqua Park (planta 14). Las tenemos las dos muy cerca. Tal vez podamos hacerlas.
Ya veremos.
Mientras anoto estos apuntes en el camarote viendo a
través del balcón como suben y bajan las olas y sintiendo bajo mi trasero el
movimiento del barco, vienen a mi cabeza retazos de la conversación y el buen
rato que pasamos anoche las tres parejas
más jóvenes en la Cantina Toscana. Mientras el saxo ponía fondo romántico
a la reunión amistosa, nos entregamos a una charla pluritemática, las mujeres
por un lado y los hombres por otro, porque lo que cuenta en esos casos es abrir
los corazones y lo mejor para ello es hablar sin tapujos. También salió la
política y las corrupciones a que nos tienen acostumbrados los políticos de
todas clases, y la religión (rara es la vez, lo he comprobado, que no se
enreden, como cerezas, ambos asuntos). Con la iglesia hemos topado. Creo que
fui yo quien repitió la frase. Salió a relucir acto seguido el Toboso y don
Quijote, aunque ahora no logro recordar qué detalle del famoso hidalgo se
mencionó.
El mar sigue muy movido. Pero es mejor no hacerle caso
y movernos nosotros para ayudar a bajar el desayuno. Las cubiertas exteriores
nos esperan si no hace demasiado viento. Todo sabe a despedida. Se respira en
el ambiente del barco y en las actitudes de los pasajeros. Lo dicho. Aun así,
en el Liquid Disco Bar, de la 16, practicamos el Vals Inglés. El instructor
repite alternativamente “Okey” y “Catastrofe”. A través de los ventanales de la
sala circular vemos cómo se mueven las zonas más altas del barco y apenas hay
gente en el exterior. Acaba la clase y bajamos al Teatro para recibir con
detalle la información sobre el desembarque en Palma (para los pasajeros que lo
tengan que hacer) y Barcelona (nosotros al día siguiente). Nos quedamos con lo
más importante. Debemos dejar las maletas listas, con las etiquetas nuevas en
las asas, antes de las cinco de la mañana, en el pasillo, al lado de la puerta
de nuestro camarote. Tenemos tiempo, pero la amenaza de la despedida planea
sobre nosotros. Aun así, intentamos poner al mal tiempo buena cara. En eso
coincidimos con la pareja madrileña, a la que hemos encontrado al salir del
Teatro. Tomamos juntos el vermut en el Manhattan Bar y vamos también juntos a
comer a Il Cerchio D’Oro (normalmente ellos han venido comiendo estos días en
el Zanzibar de la 14). Se mueve el barco cuando entramos en el comedor y
tenemos que agarrarnos a las sillas antes de llegar a la mesa que nos han
asignado. Mientras comemos no deja de moverse el barco y la lámpara de pie que
tenemos a nuestro lado se cimbrea como un junco y produce un ruido inquietante.
Y cuando, una vez acabada la comida, nos levantamos para abandonar el comedor y
damos los primeros pasos hacia la salida, un camarero hace broma con nosotros y
nos dice al vernos ir de un lado para otro:
“Mucho tinto, mucho tinto.”
Sonreímos y seguimos nuestro camino de borracho hacia
la salida. Tomamos juntos café en la Piazza San Giorgio y la confianza entre
nosotros es mutua. Hablamos de la familia, de los trabajos, de la jubilación y
de las ocupaciones con que pasamos el tiempo. Luego nos despedimos hasta la
hora de cenar y, de común acuerdo, decidimos no bajar por la noche en Palma (ya
la conocemos). Subimos al camarote.
El mar se va calmando, pero los movimientos del
Fantasía no acaban de desaparecer. El sol en el balcón. Soledad azul fuera.
Siesta blanca dentro, mientras miro en la tele la etapa del Giro. Al final
Contador queda segundo en la etapa y encabezando la clasificación general. Tras
la siesta, vemos que la calma ha vuelto definitivamente al mar (el horizonte
apenas se mueve) y en consecuencia al barco.
Ahora, pasadas las seis y media de la tarde, sentado
en el balcón a solas ante la inmensa soledad del mar, y con las maletas a punto
de quedar listas para la última fase del crucero, esperamos a que los
acontecimientos sucedan sin sorpresas desagradables. El sol me da en la cara, y
en el corazón la satisfacción de haber aprovechado al máximo cada instante de
este nuestro primer crucero, que durante tanto tiempo estuvimos esperando y
ahora se acerca inexorablemente al melancólico mundo de los recuerdos.
Poco después bajamos a la planta siete a tomar nuestro
correspondiente piscolabis en el Manhattan Bar. Parece mentira que estemos
haciendo vida en el interior de un barco. Calles por aquí, ascensores por allí,
bares, tiendas, pistas de bailes, teatro… Nunca me lo imaginé así. Estaba
pensando en ello mientras entraba en el lavabo más cercano al Manhattan. Y de
pronto, mientras me lavo las manos, el profesor esquizofrénico aparece como por
arte de ensalmo y me dice:
“He cambiado de opinión. Es mejor que lo haga hoy
mismo desde el barco.” Extrañado le pregunto qué quiere que haga.
“¿Qué va a ser? Mandar por correo electrónico el
informe sobre el fraude Caravaggio. Yo le compro un paquete de Wifi en
recepción y usted desde la Biblioteca escribe a unos cuantos medios de
comunicación, cuyas direcciones ya le tengo apuntadas.”
Le miro asustado. Tiene una expresión salvaje pintada
en su rostro. Los mofletes le tiemblan de ansiedad y los ojos, muy abiertos, los tiene teñidos
de sangre.
“De acuerdo”, digo para salir momentáneamente del
paso. “Pero déjeme por favor hacerlo a mi manera.”
Al oírme mueve los brazos como el gigante Briareo.
Intento calmarle con estas palabras:
“Lo que quiero decirle es que tenga paciencia y espere
a que el Fantasía llegue a Palma de Mallorca. Supongo que allí, en territorio
español, recuperaremos Internet. Y desde mi tablet podré hacerlo.” Me cortó en
seco.
“No me fío. ¿Cómo sé que no me engañará? Además, ¿y si
no hay Internet? ¿Cómo lo va a hacer?”
“Entonces, si no hay Internet, usted se hace en
recepción con un paquete de Wifi, como ha dicho, y lo hacemos juntos en la Biblioteca.
¿Qué le parece si nos encontramos allí a las ocho de la tarde?”
Mientras dudaba, le dije:
“Piénselo. Ahora debo reunirme con mi mujer. Se estará
preguntando si me he caído por el váter abajo”.
Ni hizo la menor mueca de sonreír. Se encogió de
hombros y se apartó ligeramente para dejarme salir.
Efectivamente, mi mujer empezaba a preocuparse. Por toda
explicación le dije:
“¡Ese hombre! No puedo quitármelo de encima ni en los
lavabos.”
“¿Ahora qué quería?”
“Cambiar de planes”.
“¿Qué planes?”
“Quiere que mande a los medios de comunicación y a
Internet un informe denunciando la falsedad del cuadro de Caravaggio. Y quiere
que lo haga desde aquí, desde el barco.”
“Pero si no hay Internet.”
“Eso mismo le he dicho para darle largas. Pero se ha
ofrecido a comprar un paquete de Wifi en recepción para que lo pueda hacer.”
“¿Y ahora qué?”
“Creo que al fin le he convencido para que espere a
que lleguemos a aguas jurisdiccionales españolas para recuperar Internet y así
poder hacer lo que dice.
“Y yo creo, cariño, que estás en un embrollo. ¿Cómo
vas a salir de él?”
“Pues no lo sé”, le contesto desanimado. “Algo se me
ocurrirá.”
En ese momento, los dos vemos cómo por delante de
nuestra mesa pasa el profesor mirándome fijamente mientras con el dedo índice
me señala fijamente unos segundos y luego se lo lleva a la muñeca contraria
donde lleva el reloj y golpea su esfera por tres veces consecutivas. Su cuerpo
voluminoso desaparece pasillo adelante. Mi mujer recupera el aliento y dice
asustada:
“Ese hombre está loco de atar. Habría que hablar con
alguien.”
Se me ocurre:
“La única persona que puede intervenir en esto es su
mujer. En cuanto la vea, se lo digo.”
“Y si tú no lo haces, lo haré yo, cariño.”
“Esperemos que todo se arregle, y lo mismo que ese
hombre ha cambiado de parecer vuelva a hacerlo para que todo siga en calma. Y
ahora, acabemos el Captain Sparrow y vayamos al Teatro. El espectáculo nos
relajará y nos hará olvidar esta pesadilla.”
“Eso espero.”
Entonces suena su móvil.
“Internet ha vuelto”, dice consultándolo. “Debemos
estar en aguas españolas.”
Alguien que entra de la cubierta exterior comenta que
ya se ve tierra en el horizonte. Otro añade que es la isla de Cabrera.
Recibimos los primeros mensajes de nuestro hijo pequeño, en uno de los
cuales nos pide que le confirmemos la hora de nuestra llegada a Barcelona
mañana. Salimos también a cubierta y vemos, junto con la tierra del horizonte,
las primeras gaviotas que vienen a darnos la bienvenida.
Pero el Teatro está a oscuras y vacío. Nos enteramos
de que ya no hay espectáculos ni hoy ni mañana por ser días de desembarque y
aprovechamos para dar un paseo por el barco, visitando las tiendas, curioseando
las fotografías expuestas, oyendo música… Y cuando miro la hora veo que se me
ha olvidado el asunto de Caravaggio. Se lo digo a mi mujer y juntos nos acercamos a
la Biblioteca por si aún espera allí el profesor esquizofrénico. Suelto un
aliento de alivio al comprobar que no está.
“Habrá cambiado de parecer”, digo.
“Mejor. Ojalá dure hasta el final y acabemos sin
sobresaltos el crucero.”
La hora de la cena ha llegado, y justo cuando nos
estamos arreglando en el camarote para bajar a Il Cerchio D’Oro, notamos bajo
nuestros pies los fuertes temblores del Fantasía. Y es que acaba de atracar en
el puerto de Palma de Mallorca. Llegamos algo tarde a la mesa, que ya está
ocupada por nuestros amigos. Nos saludamos y se acerca el camarero indonesio
que nos sirve cada noche para tomar nota de los platos que vamos a cenar. En
todos los labios hay palabras melancólicas ante el inminente fin del crucero.
Hablamos de las maletas, que ya todos tienen preparadas para dejar en el
pasillo antes de acostarse esta noche. Y luego del plan que nos espera después
de la cena. Menos la pareja de mayores, que se retirarán temprano a descansar,
las otras tres parejas, que no pensamos perder el tiempo en bajar a Palma de
noche, subiremos en cambio a L’ Insolito Lounge a tomar juntos el último batido
o el último whisky del viaje, charlando de todo lo divino y humano y, si se
tercia, a bailar unas cuantas piezas musicales, pues también será el último
baile a bordo. Entre plato y plato, conversación y conversación, comentamos las
instrucciones del desembarque de mañana, lo de los colores de las etiquetas que
debemos enganchar a nuestras maletas y el lugar donde mañana debemos reunirnos
antes de desembarcar en Barcelona. Hablamos del color que tenemos cada uno de
nosotros, y el hombre de Zaragoza, que por lo visto no se ha enterado
de nada de eso, me dice que le explique lo de los colores. Yo lo hago y cae en
la cuenta de que él también tiene el nuestro, el lila, por estar su camarote en
el puente 9. Añado que mañana debe esperar en el puente 7 en Il Transtalántico
Bar a las 15’15h, una vez que el barco haya atracado ya en el Muelle Adosado
del puerto de Barcelona. Me da las gracias por la información y añade que allí
nos veremos.
Más tarde, las tres parejas más jóvenes, subimos a
L’Insolito Lounge. Para nuestra sorpresa la sala está casi vacía. El
canario dice:
“Eso es porque la gente ha bajado en Palma. Así
estaremos más tranquilos.”
Y nos hacemos con un rincón con vistas excelentes,
bastante cerca de la orquesta que toca la música y de la pista de baile donde
cabemos los seis holgadamente. Una camarera viene a servirnos. Pedimos y nos
enfrascamos en una conversación que quiere ser animada pero que tiene ribetes
melancólicos de despedida. Suena la música y la pareja madrileña sale a bailar.
El canario nos anima, aunque no hace falta:
“Venga, id a bailar también vosotros. Me parece que eso
que suena es un bolero de Machín.”
Nos levantamos. Yo le digo:
“Vamos todos”.
La canaria niega con la cabeza. Su marido dice:
“Id. Alguien se tiene que quedar aquí para firmar los
pedidos. Luego quizás.”
Y nos reunimos con los madrileños en la pista. La
música es de “Dos gardenias para ti” y, bien agarrados, vamos de un lado para
otro sin chocar con ninguna otra pareja por la sencilla razón de que sólo estamos
bailando las dos parejas amigas. A las amplias cristaleras de la romántica sala
se arrima la noche del mar envidiosa.
Volvemos a los blandos cojines que nos sirven de
asiento.
“¡Qué bien bailáis los cuatro!”, nos dice la mujer
canaria. “Nosotros íbamos también a bailar hace tiempo.”
“Pero se nos ha olvidado de hacerlo”, dice su marido
con un tono que suena a nostalgia.
“Eso nunca se olvida”, digo para alegrar la situación,
que empieza a estar un poco tensa. “Es como cuando uno sabe andar en bicicleta.
Por mucho tiempo que te pases sin subir a ella, nunca olvidas cómo se pedalea
ni cómo mantener el equilibrio. Lo mismo es el baile.”
La pareja de Santa Cruz de Tenerife se mira y luego se
sonríe. Él levanta el whisky con hielo que ha pedido mientras su mujer hace
lo mismo con su Magic Island. Nosotros los imitamos.
“Quiero hacer un brindis”, dice el canario. “Por la
amistad”.
“Por la amistad”, contestamos el resto. Y nos llevamos
los vasos a los labios.
Un par de horas más tarde nos recogemos en nuestros
respectivos camarotes. Y antes de desnudarnos para meternos en la cama,
cerramos las maletas, les pegamos las etiquetas y las sacamos al pasillo.
“Ya no hay vuelta atrás”, susurro mientras entramos de
nuevo en la cabina, que empieza a sentirnos extraños.
Y bajo el edredón y apagadas las luces, mi mujer comenta
también en un susurro:
“Como si ya estuviéramos en casa.”
“Todavía nos queda medio día aquí.”
Nos besamos y nos deseamos buenas noches.