martes, 29 de diciembre de 2015

MEMORIAS DE UN JUBILADO. MI RÍO DUERO. CAUCE VIVO V


VIDA Y MUERTE

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El río Duero que yo acababa de descubrir era sólo mío, y el que recogían los versos de los poetas, que unas veces nos recitaba don Andrés el maestro en la escuela y que, por mucho que se esforzara por acercárnoslo, seguía siendo de los poetas que así lo vieron, y otras nos hacían aprender de memoria los hermanos Salesianos, ese otro Duero no era el río donde yo me bañaba y cogía cangrejos y donde por San Pedro tenía lugar aquella fiesta pirotécnica que, acompañado de mi familia, veía desarrollarse desde la barandilla del Puente de Piedra y llenaba mis ojos y el cielo nocturno de palmeras de luz. El río del que hablaba don Andrés, aquel del sitio de Zamora,

“De un cabo la cerca el Duero,
del otro Peña Tajada…”

o el que nos hacían aprender de memoria los hermanos Salesianos,

“Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua…”,

eran Dueros distintos de aquel tan mío y visible y palpable y cercano y personal como un habitante más del barrio que yo conocía y con el que había hablado y pasado momentos de vida; no tenían nada que ver con aquel Duero  cuyo ruido oía a todas horas en las azudas y en las palas de madera de las aceñas, cuyo espejo veía temblar al pie de la muralla o en Olivares, bajo la Catedral, cuyo frío resucitador notaba en mi piel y su sabor a barbo en mi boca. Mi río Duero tampoco era el que yo después, cuando me dio por retratarlo en mi escritura, lo convertí en verso de poema o capítulo de novela. Mi Duero no es el que, por ejemplo, intenté pintar como marco de la muerte de uno de los patos de la molinera. Porque la tarde que aparece en la primera línea del relato no podrá ser nunca aquella otra tarde caliente en que los cuatro o cinco chavales que formábamos la pandilla más frecuente, sentados a horcajadas en el pretil del río, nos entreteníamos mirando, mirando sólo (el tirador descansaba inactivo a nuestro lado), el brazo de agua que, desgajado del tronco principal del Duero, primero bordeaba el islote de la molinera y luego bajaba sin prisa pero sin pausa hacia el primer ojo grande del Puente de Piedra para desaparecer bajo él. Aquella tarde real, viva, balanceábamos las piernas en el vacío sin más, creyendo que nada iba a pasar, sólo el río a nuestra vista, con su corriente eterna, siempre la misma y tan diferente, con las verdes espadañas mostrando en alto sus inconfundibles y cimbreantes puros, con las aceñas, las cuatro hermanas que ayudadas por la fuerza incontenible del río convertían el prometedor oro del trigo en la real y palpable nieve de la harina, con la iglesia de Nuestra Señora de la Horta y los tejados de las casas del otro lado del río y el cielo azul lavado que hacía más nuevas, brillantes y transcendentes las cosas que se mostraban a nuestros ojos. De repente, en aquella tarde única e irrepetible, cuya existencia ningún escrito puede suplantar, algo apareció en nuestras retinas que cambió el rumbo de los acontecimientos. Un hermoso pato blanco se deslizaba majestuoso frente a nosotros como un dos de nieve sobre la línea recta del agua. De vez en cuando sumergía la cabeza y giraba graciosamente sobre sí mismo como el verdadero señor de la corriente; a la vista estaba que la palmípeda era el ave más feliz del mundo.  Aún así el demonio, que desgraciadamente también existe al lado del ángel de la guarda, quien es en realidad el encargado de velar por los intereses de la infancia, metió en todos nuestros cerebros la idea de acabar con la felicidad del pato. Alguien dijo mientras ponía un canto redondo y pulido en la badana de su tirador y apuntaba hacia el río:
--¿Creéis que será difícil darle desde aquí?
A lo que un segundo respondió mientras armaba el suyo:
--Sí si no para de meter la cabeza en el agua y dar vueltas sobre sí mismo.
Un tercero añadió imitando a los anteriores:
--Con probar no pasa nada.
Y, sin esperar orden alguna, lanzó el guijarro hacia el río.
Los demás hicimos otro tanto. Las gomas del tirador se estiraban y los dedos que apresaban la badana con el proyectil la liberaban una y otra vez. Riás, riás, allá iban volando los cantos letales buscando ávidamente el cuerpo blanco del pato, pero ninguno hacía diana; caían aquí y allá, más o menos cerca del ave, haciendo saltar el agua alrededor, cosa que inmediatamente la pusieron en alerta. Asustada, navegó corriente abajo lo más rápido que pudo, mientras nosotros seguíamos armando y disparando nuestros tiradores, animados por la huida del pato. Las piedras silbaban y caían en torno suyo rompiendo el agua entre burbujas saltarinas. Y de pronto la diversión, la comedia, se convirtió en tragedia. Uno de nosotros le acertó en plena cabeza, y el pobre animal pareció romperse por el cuello; en pocos segundos su plumaje blanco se manchó de rojo y el cuerpo sin vida cayó de lado sobre la corriente, que antes de que cayéramos en la cuenta de los que habíamos hecho lo arrastró río abajo hasta desaparecer bajo el primer ojo grande del Puente. Nos miramos desolados. Guardamos en los bolsillos los tiradores, juguetes que se habían convertido en armas asesinas. Lentamente, sin cambiar palabra, nos apeamos del pretil y, como bandidos que corren a esconderse tras cometer una fechoría, cada uno de nosotros se marchó a su casa. La imagen del pato, muerto, manchado de sangre y hecho presa del agua que había sido dominada tan sabiamente por él momentos antes no se me fue de la cabeza en muchos días, pasados los cuales poco a poco se me fue borrando de la memoria. Hasta que unas semanas más tarde, buscando cangrejos entre las berrazas del ojo del Puente, descubrimos el cuerpo hediondo, negruzco y cubierto de gusanos. Y sólo nos produjo asco y repugnancia. Cosas así de lógicas pero a la vez ininteligibles e injustas surcaban nuestra infancia en contacto con el río, casi siempre imagen de vida poderosa e imparable y de belleza ilimitada.
 
 
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“La horquilla del negrillo viva, dura,
esperaba en el árbol mi venida,
mi mano hábil de niño, cuya vida
era el juego, el verano y la aventura.

Con la hoja de la navaja pura,
medio armada y del árbol desprendida,
la horquilla me miraba entre atrevida
y ansiosa de cautela y de captura.

Cumplía su destino con dos gomas,
un retal de badana y finos cantos
que el río acarició con fiel paciencia.
 
¿Dónde estás, tirador, que no te asomas
al recuerdo de aquellos rotos cantos
de pájaros caídos con tu ciencia?”

Cuando vuelvo la vista atrás y recuerdo a mi barrio de infancia y primera adolescencia, un montón de historias, con sus correspondientes personajes y situaciones, vienen a mi encuentro. Mi barrio, a decir verdad, nada era sin el vecino Duero, que se convertía en verdadero protagonista de su vida, unas veces cruel y violento, en especial durante los meses más crudos del invierno, en que acababa saliéndose de madre con aquellas crecidas y riadas espeluznantes que inundaban las casas haciendo que navegaran a la deriva sus modestos muebles y la paz y la esperanza de sus dueños; y otras veces apacible y sereno, sobre todo en verano, cuando los niños buscábamos cangrejos en las berrazas del puente o entre las piedras de San Francisco y los mayores esparcimiento en las yerberas de sus orillas.
Sin embargo, todo hay que decirlo, el río tenía sus propios misterios y lutos sin que nada tuvieran que ver en ellos la bonanza o las inclemencias de las estaciones, porque raro era el verano que no se cobrara alguna víctima, y en ocasiones varias a la vez, como sucedió un trágico agosto en que tres chicos de San Frontis, buenos nadadores por cierto, mientras jugaban a atravesar el río varias veces a nado desde la azuda de San Francisco hasta Olivares, en una de las últimas travesías se debieron de cansar o ser sorprendidos por algún calambre propio del esfuerzo, resultando que los tres muchachos fueron engullidos por las aguas. La escena de la búsqueda de los cadáveres de los tres pobres chicos a cargo de los empleados del Ayuntamiento que, a bordo de unas barcas, tanteaban el fondo con largas pértigas para dar con los ahogados, no se me borrará nunca de la memoria. Ni las palabras de mi madre recordándome lo que me podía pasar a mí si imitaba a aquellos desafortunados chicos.
 
 
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No tengo que repetir más veces que a mí el río en verano me atraía como un imán, y rara era la tarde en que no me diera un baño en sus frías aguas, en la corriente adonde solía ir mi madre a lavar, o en la orilla del soto de San Frontis, a la vista del imponente reflejo de la Catedral. Recuerdo con lágrimas en los ojos que mi pobre madre, antes de que yo saliera de casa aquellas tardes de verano, me obligaba a darle delante de ella un buen mordisco a la merienda de pimientos fritos que me había preparado para, de ese modo, quedarse tranquila sabiendo que ya no podía bañarme por aquello que nos habían repetido tantas veces nuestros padres acerca del corte de digestión, una de tantas leyendas urbanas como circulaban entonces y que, por lo visto, tienen hoy su parte de verdad. Pero el caso era que en cuanto llegaba a la calle, escupía el bocado mientras me santiguaba y pedía perdón a mi madre de todo corazón y guardaba la merienda para después de bañarme. Aunque luego uno de mis mejores amigos volviera a la carga recordándome que se podía saber si uno se ha bañado recientemente en el río sólo con pasar la uña por la pierna.
--Si la uña deja una raya blanca tras de sí –decía--, es que te has bañado.
Así que nuestras madres, que eran tan sabias y conocían el truco de la uña a la perfección, si querían, podían averiguar si nos habíamos bañado. Siempre nos quedaba el recurso de decirles que vale, que sí, que nos habíamos metido en el agua, pero sólo hasta las rodillas para coger cangrejos. Como si eso no lo supieran también ellas. Y nos zambullíamos en las aguas frías de aquel río que formaba parte de nuestras propias vidas y cruzábamos desde San Francisco hasta la azuda que llevaba hasta los tajamares volcados del Puente romano de San Atilano, y allí escalábamos las ruinosas piedras hasta alcanzar los hondos mechinales donde anidaban los abejarucos.
En invierno la cosa cambiaba radicalmente y para nada nos acercábamos al río, que se salía de madre tras las primeras lluvias y arrinconaba al barrio contra las cuerdas del miedo, haciendo que la vida ordinaria se convirtiera en un infierno, hasta el punto de que la gente mayor perdía con suma facilidad los nervios y la esperanza, como una vecina viuda, ya de por sí depresiva y dada a extrañas enfermedades, que una mañana de invierno salió a tirar las aguas menores al río desde el Puente, sólo que tras el bacín se tiró también ella. La tragedia fue muy grande y doble porque mi hermana mayor, que volvía a casa de hacer un recado a primera hora en la capital, se cruzó con la suicida sin saber que momentos después desaparecería para siempre bajo las aguas turbulentas del río.

martes, 15 de diciembre de 2015

¿CARA A CARA O CUERPO A CUERPO?


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La noche del  lunes 14 tuvo lugar en la tele el tan esperado CARA A CARA de los dos representantes de los partidos políticos que han gobernado nuestro país en estas últimas legislaturas, Pedro Sánchez y Mariano Rajoy, actual presidente. Y, entre nosotros, sucedió más de lo mismo que ha venido sucediendo en las sesiones del Estado de la Nación del Parlamento. El primero esgrimiendo su arma favorita: el de la corrupción del PP, sustentada en Bárcenas y Rato (eso basta para derribar a cualquier adversario), y diciendo qué hará si es el próximo presidente, es decir, recurriendo a las promesas, que es la habitual herramienta de los mítines de cualquier campaña electoral; y el segundo, hablando de lo que ha hecho en beneficio del país durante esta última legislatura y pidiendo más confianza para seguir aplicando las reformas iniciadas, especialmente, la laboral, que ha ido bastante bien durante los dos últimos años, 2014 y 2015, en los que se han creado un millón de empleos.
Pero eso ha sido sólo el fondo del CARA A CARA; en cuanto a la forma empleada para debatir ha sido bronca, descortés, insultante, especialmente por parte del candidato del PSOE (si bien en la segunda parte, el Presidente ha entrado al trapo y también ha recurrido al insulto), que interrumpía una y otra vez el turno de palabra del candidato del PP. Sin olvidar que el moderador, el conocido periodista Manuel Campo Vidal, experto en otros CARA A CARA del pasado, no supo estar a la altura de las circunstancias, impidiendo las sucesivas broncas de uno y otro políticos, que más bien parecían dos boxeadores en el ring CUERPO A CUERPO, y las sucesivas interrupciones de Sánchez en las intervenciones de Rajoy, el cual anoche, para ir ya terminando esta modesta reflexión, tampoco mostró la firmeza y la serenidad de otras ocasiones.
¿Resultado del combate? No ganó ninguno. De modo que, ante el espectáculo que dieron los dos máximos aspirantes a vivir en La Moncloa los próximos cuatro años, los votantes en las elecciones del domingo 20 deberíamos pensar seriamente, dejando aparte el partido de nuestra preferencia, si queremos que sea nuestro próximo presidente cualquiera de ellos.
 
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domingo, 13 de diciembre de 2015

MEMORIAS DE UN JUBILADO. MI RÍO DUERO. CAUCE VIVO IV


OTRA PRIMAVERA

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La llegada a Zamora de mis padres coincide con la primavera de 1939, cuando España, exhausta de la guerra civil que la había dividido aún más de lo que estaba antes de empezarla, comenzaba a soñar que tal vez en un futuro no muy lejano los odios irían desapareciendo; al menos parte de él había quedado enterrado en las trincheras que habían destripado el país de norte a sur y de este a oeste. Y a todo esto había vuelto a nacer la naturaleza y algo más de luz y paz flotaba en el aire.

Sin embargo, antes de su llegada a la ciudad del Duero, mis padres, con sus dos primeros hijos, estuvieron viviendo en otros lugares de la provincia de Valladolid, en Berrueces de Campos y en Medina de Rioseco, y posteriormente en Gijón, Asturias, en casas de parientes y amigos. Hasta que, por mediación de un conocido, apalabraron con una familia zamorana el alquiler de una planta en una casa del barrio de Cabañales al otro lado del río, situada en una plazuela llamada no sé si simbólicamente para nosotros de Belén, como si allí volviéramos a nacer.
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“Un matrimonio joven con un niño y una niña de la mano cruzaron un día de mayo el Puente de Piedra, cordón umbilical entre la ciudad y el barrio donde iban a vivir a partir de ese momento. Abajo, en los tajamares del Puente, el agua era de un verde profundo y reflejaba en grises temblorosos las siluetas elegantes de los juncos. Un poco más allá el río se partía en dos: a la izquierda de la azuda, se estrechaba y se arrimaba zalamero al pretil de la carretera de san Frontis, abrazaba los volcados tajamares del arruinado puente de san Atilano y se emboscaba finalmente en la sombra de los álamos y los sauces del soto vecino; a la derecha de la azuda, al contrario, se ensanchaba libre y alegre y se estiraba como una piel nueva para convertirse en espejo de peñas y almenas de muralla, campanarios y espadañas de pequeñas y grandes iglesias, y al fondo, del chorro de piedra en torre y cimborrio de la Catedral, y sobre todo eso, el azul limpio del cielo de Zamora. Después el río se volvía íntimo y devoto como un asceta junto a las aceñas de Olivares y el templo del mismo barrio para recoger en su vivo azogue el viejo ocre de sus piedras, Y por último, resignado ante la suerte que le esperaba, seguía su camino hacia la muerte repetida en el Atlántico, si bien recordando con una alegría también eterna que estaba naciendo justo en ese momento en las nieves virginales de los Picos de Urbión. El hombre miraba todo eso con verdadero amor. Sabía que todo lo que le rodeaba a él y su familia podía ser un refugio de paz para ellos, podía borrar de un golpe los miedos que la recién pasada guerra había infligido a su pueblo, a todos los pueblos de España, obligándoles a luchar entre sí, a matarse entre sí, como animales salvajes, peor aún, porque éstos luchan, se matan entre sí por puro instinto ancestral, para sobrevivir.
"El hombre era menudo, pero llevaba en sus ojos y en sus manos toda la fuerza del mundo y en su corazón la firme convicción de que nadie ni nada podría impedirle comenzar su nueva vida en Zamora, en esa casa con tres balcones que miraban al Puente y al río, a la ciudad y al cielo azul que lo coronaba todo con ilusión y esperanza.
"La mujer, con igual ilusión que su marido, nada más cumplir con los trámites del alquiler de la segunda planta de la casa (la primera estaba habitada por un matrimonio mayor que se encargaría de atender cualquier duda que la familia recién llegada tuviera sobre la vivienda en lo sucesivo), abrió los balcones de las salas para ver mejor el espacio donde iban a vivir, soñando con los muebles que irían llegando con el tiempo a habitar, a hacer más vivas, las paredes, las baldosas, los techos blancos… Mientras los niños, riendo y chillando, corrían de una estancia a otra y se asomaban a la plazuela por los balcones y daban vueltas en torno a sus padres manifestando su alegría.
"El hombre, en un descanso, se asomó al balcón del centro, en una de cuyas paredes acababa de colgar el cuadro del Cristo con la Caña, aquel Cristo que había sido siempre testigo de su amor y de su miedo, y miró hacia la ciudad, hacia el mundo que le esperaba en ella. En el baúl de calles, costanillas, plazas y pasadizos estaba aguardándole un trabajo, un medio de vida con el que sacar adelante a la familia. Aunque la guerra incivil hubiera dejado todo patas arriba, sin orden ni concierto, y aunque el trabajo escaseara por todas partes, él tendría que abrirse camino como fuese; capacidad no le faltaba y mucho menos ganas para trabajar en cualquier oficio; y si no encontrara nada en la carpintería, su máxima preferencia, no desecharía ninguna ocupación que se le ofreciese. La sincera luz de mayo le daba en la cara y le alumbraba el alma; no estaba dispuesto a desaprovechar la primavera que con tantas esperanzas se le mostraba.
"Luego llegaron los enseres en una camioneta, y el resto del día los dos adultos se lo pasaron colocándolos en su sitio; eran pocos, pero suficientes para seguir viviendo: la mesa con las sillas, la cama con los chirimbolos dorados y relucientes, el baúl, una cama turca, la cuna y un aparador pequeño; también la bicicleta y la mesa camilla para el invierno, y un palanganero con su palangana y su aguamanil. Cuando acabaron, le dedicaron un repaso al resto de la planta, a las paredes y a los techos, por si había desconchados; al desván, por las goteras, a las baldosas movedizas y cuarteadas, a la chimenea, al pequeño cuarto anejo a la cocina… A media tarde, todo en el nuevo hogar quedaba limpio y ordenado, y la familia en pleno salió a dar un paseo por el barrio. El barrio era tranquilo; lo atravesaba una calle (que era parte de la carretera de Salamanca) de extremo a extremo. Hacia la mitad de la calle, en un ensanchamiento irregular, se levantaban la iglesia parroquial y la escuela, y a las afueras encontraron callejas que bordeaban varias huertas de hortalizas y árboles frutales. El cielo, azul sereno, era cruzado por los primeros vencejos de la temporada y por todas partes brotaban gritos animados de niños que jugaban, voces de hortelanos arreando a las bestias de labor, chirridos de cangilones oxidados que con gran esfuerzo de las mulas atadas a las norias extraían agua de los pozos, cantos de pájaros y un sinfín de ruidos y rumores de procedencia desconocida. El paseo resultó muy agradable, y por el camino el matrimonio iba entablando conversación con unos vecinos y con otros. Ya de vuelta, la familia entró en la tienda de ultramarinos, donde el señor Alfonso, el dueño, les puso al corriente de los asuntos que más importaba al padre de familia, de modo que, junto con la comida para el día siguiente, regresaron a casa con medio futuro resuelto: posible trabajo en la carpintería de Vaquero como ayudante, posible trabajo en la Funeraria como cobrador de recibos, posible trabajo en las huertas del barrio como bracero…
"Era casi de noche cuando la familia subía la escalera de la casa, el padre llevando en brazos casi dormida a la niña, y la madre al niño dormido del todo. Poco tiempo después los dos adultos se metían en la cama, y antes de dormirse, él pensaba en la suerte que necesitaba para encontrar trabajo en el nuevo escenario que ha elegido para iniciar una nueva vida, y ella en las cosas domésticas que quedaban por hacer, en el río y en el lavadero, en la abrigada de la plazuela y en la costura y… ¿cómo no? y lo principal, en la fortuna para cuanto se propusiera emprender su marido.”
 

 

En los años siguientes en la casa de los tres balcones aumentó la familia con nuevos miembros: a mis hermanos mayores, que habían nacido en Valladolid, se les unieron mis hermanos medianos, que vinieron al mundo en Villaralbo del Vino, Zamora, en la casa que la abuela Lucia había alquilado para estar cerca de su hija; finalmente, más distanciados en el tiempo, nacimos los dos últimos hijos, primero yo y cuatro años más tarde la más pequeña de todos, rompiendo así la alternancia de niña-niño que desde un principio parecía que se había institucionalizado en el orden de los natalicios de la familia, y vimos la primera luz de nuestras vidas en la casa de los tres balcones. En estos dos últimos partos mi madre fue asistida por la comadrona del barrio, la señora Luisa, madre del escultor zamorano Abrantes, del que ya hablaré en este viaje.

Mientras todos crecíamos, hubo cosas buenas y cosas malas, como suele haber en todas las familias,  y tristezas, la peor de todas, la grave enfermedad de mi padre, de la que trataré más tarde. Prefiero ahora quedarme con las cosas positivas. Una de ellas fueron los primeros pasos que di por el barrio bajo el apodo de “apeto” (así llamaba yo en mi torpe lengua al peto, pantalón mono, que vestía) que chicos y grandes me pusieron enseguida. Mi hermana mayor me llevaba consigo a jugar con sus amigas a cromos sobre la acera de la carretera de Salamanca, pero en cuanto se descuidaba un poco, yo me ponía de pie y echaba a caminar hasta alguna casa vecina, en donde me colaba sin pedir permiso a nadie. Entonces mis incursiones aumentaron con el aumento del despiste de mi cuidadora; y así un día me colé de rondón en la cantina del señor Saturnino, y sin que al parecer nadie reparara en mí, llegué al patio donde jugaban a la rana unos cuantos parroquianos y allí me senté en el suelo a ver fascinado cómo las fichas de hierro, lanzadas por los jugadores, volaban por el aire y acababan golpeando la chapa del mueble donde descansaba una rana de hierro con la boca abierta, y cuando alguna ficha se colaba por la boca del batracio sonaba de manera diferente a las demás al caer en el cajón inferior del mueble; no recuerdo cómo acabó la partida porque, cuando más interesado estaba viendo rodar el molinillo o caer las fichas por los puentes que lo flanqueaban, las manos de mi hermana, visiblemente enfadada, me levantaron en vilo y me sacaron de aquel momentáneo paraíso.

Más importante que ese detalle de soltura y libertad infantil con las que me identificaba ya tan temprano, está el momento de descubrir mi río Duero. Fue una mañana de verano en que mi madre me llevó con ella a lavar a la yerbera del río. Allí tenía, rozando la orilla del agua, su tajo, un tablero labrado de forma ondulada donde restregaba la ropa, y el posa rodillas, pieza también de madera en forma de ángulo recto, ambas construidas por mi padre en el taller de Vaquero, adonde iba a trabajar algunas horas por las tardes, después de cobrar los recibos de la Funeraria. Mi madre se puso a lavar y yo me quedé mirando fijamente la corriente del río por donde bajaba la espuma de jabón. En la otra orilla había una pequeña isla y en su extremo derecho la calzada que llevaba a las aceñas. Esa fue la primera imagen del río que aprendí de niño. Después aprendí otras. La isla grande que se veía desde el Puente de Piedra y que tan misteriosamente se ofrecía a mi vista de niño, con aquella casa oculta entre los chopos o las barcas solitarias que aparecían atracadas siempre en algún tronco de la orilla. La arboleda de Pinilla (se llamaba así por el barrio vecino, donde vivía Demetrio, el amigo de mi padre, que además trabajaba con él en la Funeraria), adonde en buen tiempo bajábamos toda la familia a merendar o a cenar aquellas riquísimas tortillas de patata y pimientos fritos que mi madre preparaba con tanto mimo. En esa misma arboleda tenía su aparición todos los veranos mi vagabundo favorito el Tío Tizas, y también allí acampaban los gitanos y lo llenaban todo de ruidos de sartenes y gritos de docenas de churumbeles que se perseguían jugando entre los carromatos, ajenos a la dura vida de sus prolíficos progenitores. Vistas que pertenecían a la parte situada al este del río, dirección a Villaralbo y su fértil vega. También aprendí imágenes del río en la parte opuesta, la que empezaba bajo el primer arco grande del Puente de Piedra y corría paralela a las ruinas del convento de San Francisco; allí estaba la otra isla grande, a la que se podía acceder en verano cuando el calor reducía el caudal del agua y dejaba al descubierto la pequeña azuda perpendicular a la otra grande y extensa que llegaba casi a los cuatro volcados tajamares del arroñado puente de San Atilano, en el límite del soto de San Frontis.
 Las vistas de aquel lado eran las que más me gustaban. Una de ellas, junto a esta segunda isla, contenía el trozo de río arremansado por la azuda donde nos bañábamos bajo la atención de nuestra madre, que entonces cambiaba de lugar el tajo de lavar para frotarnos la piel a conciencia; era muy divertido entrar en el agua blancos de espuma de jabón y ver cómo tras zambullirnos en el río, éste se volvía blanco de repente. Aquel trozo arremansado espejeaba mejor que ningún otro la iglesia de San Ildefonso, que superaba con creces, al otro lado del río, los templos que le acompañaban, después de dejar atrás la Peña Tajada del Romancero; y además crecían juncos y espadañas en su orilla, y cuando crecí en picardía, descubrí que entre las piedras se ocultaban los escurridizos cangrejos, que por mucho que se ocultaran y dieran aquellas sacudidas para escapar de mis dedos, muchos de ellos acababan en el arroz que cocinaba mi madre.

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miércoles, 2 de diciembre de 2015

FOTOGRAFÍAS QUE HABLAN

IMPOSIBLE...POSIBLE
 
Imposible seguir en el mundo de la realidad. El carril de bicicleta es un viaje callado e inmóvil a los sueños de un buen desayuno. Los soles de las ruedas de la máquina se limitan a alumbrar en soledad
una escena familiar, hogareña. Baja, ciclista, de tu marcha real y sueña o recuerda, mientras reparas tu cansancio unos segundos, otro momento que pudiste haber vivido en el pasado.

domingo, 15 de noviembre de 2015

MEMORIAS DE UN JUBILADO. MI RÍO DUERO. CAUCE VIVO III


LA GUERRA

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                                                          Berrueces de Campos, 20 de julio de 1930.

“No creo que mi Nato venga con este calor. Hierve el trigo en la era y hasta los vencejos han tenido que retirarse de los alrededores del campanario de la iglesia del pueblo. Aunque me da el corazón que acabará viniendo. Sí, creo que vendrá. Estoy segura; cogerá la bicicleta y se pondrá en camino cuando baje un poco el sol; hará un alto en la alameda del Cojo y luego seguirá la carretera del palomar hasta el pueblo. Aunque con este calor… Ni la puerta que da al corral abierta logra aliviar este bochorno; voy a abrir la ventana de la alcoba… Este cuadro está ladeado; él lo dibujó; me acuerdo del día en que me lo trajo; lo traía enrollado en hojas de periódico… Lo dibujó en la Santa Espina y me lo regaló por mi santo…Aquí está la fecha: Santa Áurea, 1926. Este bendito Cristo de la Caña siempre me ha enternecido… Sus ojos de dolor…, su frente ensangrentada por la corona de espinas que le clavaron quienes se burlaban de él… ¡Cómo me acuerdo del día en que me lo trajo! No quiso desenvolverlo de las hojas de periódico en que lo traía hasta que llegó mi padre; enseguida dijo: “Señor Miguel, mire lo que le he traído a su hija el día de su santo”. Estaba muy nervioso y no dejaba de sonreírme mientras me miraba. Este cuadro tiene la virtud de despertar en mí no sólo recuerdos entrañables, sino también otros llenos de vida difícil y nada feliz. Muchas veces Nato me ha contado lo cuesta arriba que se le hizo la estancia en el Colegio con la muerte de sus padres; aquel insoportable vacío que sintió dentro y aquella soledad horrible que le apagó el corazón le impidieron dormir durante muchas noches, ¡mi pobre Nato! Pero él es tan fuerte al mismo tiempo, tan habituado a padecer problemas, que nada ni nadie podrán jamás acobardarle. En sus ojos serenos, tan limpios que siempre dicen la verdad, y en sus manos seguras, tan firmes que le permiten ver cualquier trabajo más como un resto o, mejor, una esperanza que como un obstáculo o impedimento, encuentro yo un futuro prácticamente hecho realidad… Ahora parece que hay algo de corriente, desde que he abierto la ventana de la alcoba; la brisa de la siesta mueve ligeramente las chapas de la cortina. Ahora sé que vendrá.”
 
 
 
 

 


                                                          Valdenebro de los Valles, 20 de julio de 1930.

“En cuanto acabe de acoplar este tentemozo, le diré al señor Rafael que si quiere que lleve esta tarde a Berrueces la factura del carro y si me dice que sí, en un santiamén me pongo allí yendo por la carretera vieja. Ya hace dos semanas que no la veo. Su familia ya habrá hecho la trilla en la era y su cara se habrá puesto más morena… Me la imagino con la cabeza tocada por un pañuelo y encima de éste un sombrero de paja, tal como si fuera un hada de la era… Ya está llamándome el jefe: Nato, haz esto; Nato, acaba aquello; Nato, arregla lo de más allá… Luego tengo que llevar el yugo a Néstor, pero será cosa de diez minutos como mucho; cuando vuelva, le diré al señor Rafael lo de la factura del carro y, antes de que caiga el sol por detrás de los Montes Torozos, estoy en Berrueces, con mi niña. Pasaré antes por donde mi hermano Félix para pedirle el bombín de la bici y de paso le digo que no me espere esta noche para dormir en casa… Espero que en la verbena toquen el pasodoble y el tango que Áurea baila tan bien…Con toda seguridad su padre el señor Miguel me dirá que no se me ocurra volver a Valdenebro por la noche y acto seguido me pedirá que me quede a dormir en la cámara de las conservas, en la cama alta de colchón de maíz, ruidoso como él solo, que nada más se usa cuando vienen los parientes asturianos a pasar algunos días. En cambio, su madre la señora Lucia me dirá que lo mejor será que me vaya a dormir a casa de su vecino Serapio, donde son todos varones y así no daremos que hablar a la gente. Pero al final se impondrá la opinión del cabeza de familia; por otra parte, todos saben que somos novios desde hace tiempo y que el próximo año o el siguiente nos casaremos… Con poco y mi trabajo de carpintería saldremos adelante… Mi hermano Félix me ha dicho mil veces que por la casa no me preocupe, que él nos dejará la vivienda del huerto, junto a la era del Torrao; en un par de años se la pago y es nuestra; Áurea tiene unas manos que parecen benditas y poco a poco le irá dando otra cara, otro aspecto, la forma más adecuada a su modo de ser, ordenada, limpia, cuidadosa… ¡Vaya, ahora no está Néstor en su casa! Se habrá ido a la huerta a enganchar el mulo a la noria; bueno, abro el postigo superior y dejo dentro del zaguán el yugo… ¡qué frescor hay aquí! Cerraré pronto el postigo para que el calor de fuera no entre…, así. Aquí, en la calleja puede achicharrarse uno en menos que canta un gallo. ¿Y el cielo? ¡Si hasta el azul hace daño a los ojos! No hay un solo vencejo en la torre de la iglesia, ni una golondrina en el alero del palacio del marqués. Nato, date prisa que el tiempo vuela. Me gustaría llegar a buena hora a Berrueces. Descansaré un rato en la alameda del Cojo y de paso recogeré un buen brazado de hinojo para la señora Lucia; sé que lo emplea para adobar algunas conservas y para cerrar el vientre morado de las berenjenas… Al llegar a Berrueces, me lavaré en el pilón del abrevadero y estaré a tiempo para ayudar a los mozos a colgar las bombillas, los farolillos y las guirnaldas de la verbena, a montar los puestos de bebidas y a colocar en círculo las ruedas de los carros para cercar el baile. Finalmente, iré a buscar a Áurea y nos tomaremos juntos un buen vaso de limonada antes de que comience a sonar la música. Espero que resulte una fiesta memorable…”

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Y seis años más tarde, ya casados mis padres y con la primogénita a su cargo, llegó lo que nadie quería que llegara. Era julio del 36. Las labores de las eras se habían paralizado de repente después de que se hubieran escuchado unos cuantos disparos cerca de la iglesia. Esos repentinos disparos, seguidos de gritos de personas y ruidos de puertas al cerrarse, acabaron con la paz del pueblo y los trabajos del verano a los que estaban entregados sus habitantes. Los trillos se quedaron inmóviles aplastando el trigo de las eras y se olvidaron del destino para el que habían sido creados. Las caballerías que tiraban de ellos desaparecieron en un santiamén en las últimas callejas camino de los establos. Y en cuanto a sus amos, unos se agazapaban en la oscuridad de sus viviendas presas de terror, y otros, tras ser reunidos en una sala del Ayuntamiento, estaban siendo interrogados sumariamente por gentes vestidas con camisas azules y armadas hasta los dientes. Unos y otros temían que les pasase lo que han oído que les ha ocurrido a otras personas de los pueblos de los alrededores desde que el pasado 18 algunos militares y civiles se levantaron en armas contra el Gobierno democráticamente instituido. Temían que al día siguiente, la próxima semana o dentro de unos meses, era cuestión de tiempo, aparecerían bañados en su propia sangre en las cunetas del camino del palomar, flotando en las aguas del canal de riego, manchando la sombra de los chopos en la arboleda mientras sus miradas quedaban fijas para siempre en las altas y calladas copas, o tirados sin miramiento alguno en los taludes de la carretera de Rioseco. Y sobre todo, junto a las tapias del cementerio, que, por mucho que fueran blanqueadas posteriormente, mostrarían a todo el mundo más tarde o más temprano, la acusación incansable de las manchas de la sangre de los caídos inocentemente. En la sala del Ayuntamiento reinaba, así pues, el terror en medio de un silencio torturante que aumentaba el pánico de los interrogados, y que sólo era interrumpido por los gemidos y los llantos de las mujeres, llantos y gemidos que se encargaban de hacer callar las voces y las amenazas de quienes habían provocado aquella nefasta situación que había acabado de repente con la armonía y la paz de un pueblo que atendía sólo a lo que cada año le ofrecía la tierra a cambio de su trabajo y, desde luego, totalmente ajeno a los vaivenes de la política y los desmanes de quienes amparándose en ella hacían sufrir a sus propios paisanos, como era el caso.

Mientras tanto, en el zaguán de su casa, mi padre se dedicaba a pulir con una escofina la tapa de un baúl para cumplir un encargo, y lo hacía sin preocupaciones de ningún tipo porque hasta allí no habían llegado los disparos de los rebeldes y porque mi madre, en avanzado estado de gestación, le había dicho antes de salir de casa que se iba a ver a una amiga suya. El caso es que estando en plena labor, se presentó Honorio, el de la huerta vecina, que acababa de llegar del pueblo y se había enterado de lo que estaba pasando en el Ayuntamiento. Apoyado en el postigo inferior, le dijo que a su mujer la tenían detenida. Mi padre dejó caer la escofina y se acercó a la puerta con la cara demudada.
--¿Quiénes la han detenido?
--Un grupo de falangistas.
--¿Hay alguien del pueblo entre ellos?
--No, pero dicen que esta mañana lo habían visto hablando con Serapio, el ovejero, así que algo debe de tener con ellos.
--Ahora mismo me presento en su casa. Antes de que le hagan daño; ya sabes que está embarazada. Espero que Serapio no se haya olvidado de que cuando éramos niños estudiamos juntos en la Santa Espina.

Y mi padre, tras darle las gracias por avisarle, cumplió lo anunciado. Al llegar a la puerta de la casa del ovejero, oyó voces y gritos que procedían del corral, y en vez de llamar rodeó la casa y se asomó por las rendijas de la puerta trasera para ver a qué se debía aquel jolgorio. Allí se estaba celebrando un banquete. La mesa era presidida no por Serapio, el dueño de la casa, sino por un comensal forastero, trajeado y serio, que en ese momento escanciaba vino en los vasos de los comensales más cercanos, entre los que se encontraban Patro, el de la granja, Lucas, el médico nuevo, y el propio Serapio; los tres ponían sus vasos debajo de la botella empuñada por el forastero, acompañando el gesto con una servil sonrisa. Cuando el forastero bien trajeado y serio acabó de llenar los vasos, depositó la botella sobre la mesa, levantó su vaso y en señal de brindis, dijo con aire triunfal:
--Por la cordura, que al fin sofocará los desmanes del populacho, corrompido por el veneno de Moscú. –Se llevó el vaso a los labios y bebió largamente, acto que imitaron los allí presentes. –Luego dejó nuevamente el vaso sobre la mesa y sonriendo añadió:-- La cordura y un poco de jarabe de palo, que nunca viene mal.

Mi padre no esperó más: volvió a la puerta principal y llamó a la aldaba. Salió a abrirle Teresa, la mujer de Serapio, que, al ver la actitud de mi padre, le pidió calma. Mi padre bajó la voz pero no su intención:
--Tengo que hablar con Serapio. Es muy urgente. Áurea está detenida en el Ayuntamiento y temo por su vida. Llama a tu marido, por favor.
Teresa se asustó.
--No lo sabía. Espera aquí. Ahora le digo que venga.
--Hazlo de manera que no llame la atención a los demás.
--Descuida, Fortu. Ahora te lo traigo.

Mientras tanto, en la sala del Ayuntamiento una fila de hombres y mujeres, apoyados sobre la pared, avanzaba lentamente hacia la mesa presidencial donde dos individuos, sentados y con sendas pistolas apoyadas ante ellos sobre la mesa, les iban tomando a unos y otras datos, nombres, apellidos, profesiones, lugares de nacimiento, localidades donde habían vivido antes…, que inmediatamente consignaban en sus libretas. Un tercer individuo recorría la fila de un extremo a otro esgrimiendo un fusil por si alguno de los detenidos hacía algún movimiento extraño. De repente, se produjo en la mesa un pequeño revuelo: uno de los interrogadores se puso de pie muy nervioso y, demudado el rostro por la ira, empezó a gritar a su interrogado, un minero recién llegado de Asturias:
--¡Gentuza como tú es la que ha llenado nuestra patria de rojos! ¡Cabrones de mierda! Pero vuestra hora ha llegado. Y en cuanto hayamos acabado con todos vosotros, España volverá a ser una, grande y libre.--Acto seguido se asomó a la ventana y gritó a los suyos, que esperaban fuera:--¡Aquí tenéis otro! ¡Venid a por él y llevadlo junto a los demás!

A los pocos segundos entraron en la sala tres energúmenos que también llevaban camisas azules, agarraron al minero por las ropas y lo sacaron a rastras, mientras voceaban:
--¡Viva España!
--¡Viva España!—contestaron sus amigotes de la sala.

Los gemidos y los llantos se produjeron de nuevo entre las mujeres de la fila y otra vez fueron acallados por las amenazas de los falangistas. Entre las mujeres de la fila se encontraba mi madre que, como ya quedó dicho, estaba en avanzado estado de gestación. Se cogía el vientre con ambas manos mientras evitaba por todos los medios hacer cualquier movimiento que llamara la atención de aquellos salvajes. No dejaba de llorar en silencio y grandes lagrimones resbalaban por sus mejillas. Se acordaba de su hijita de corta edad que había dejado al cuidado de la abuela Lucia. Se acordaba de su hombre, que construyendo muebles sencillos y aperos de labranza, ganaba el pan para ellos. Y se acordaba del ser que latía dentro de ella. Así que temía que la familia recién constituida se destruyera por el capricho de unos locos. Y no pudo evitar que se le escapara un sollozo más alto que los demás. La mujer que había a su lado se contagió de su miedo y rompió a llorar como una desconsolada.

Uno de los interrogadores de la mesa, que parecía llevar la voz cantante, estalló:
--Llorad lo que queráis. Aprovecharos. ¡Para lo que vais a vivir!

Justo en ese momento entró en la sala Serapio, el ovejero; se acercó por detrás al hombre y le habló al oído durante unos segundos. El interrogador se giró para preguntarle:
--¿Quién es esa mujer?
--No te preocupes. Yo mismo me encargo de buscarla en la fila.
--Adelante, camarada.

Serapio recorrió la fila de detenidos y se paró delante de mi madre, le sonrió y tomándola del brazo le dijo en voz baja:
--Ven conmigo sin decir nada. Eres libre. Estos hombres te dejan ir.

Mi madre se dejó llevar hasta la calle y luego a la calleja donde mi padre la aguardaba con el alma en vilo. Serapio dejó que mis padres se abrazaran largamente y luego les dijo:
--Os aconsejo que hoy mismo os vayáis del pueblo. Es mejor que no volváis durante un tiempo, al menos hasta que esto acabe.

Mi padre le dio las gracias a Serapio y se llevó a mi madre a casa.

Y aquel mismo día abandonaron el pueblo, pero no por un tiempo, sino para siempre.