viernes, 21 de diciembre de 2018

MEMORIAS DE UN JUBILADO. Elogio de la buena compañía (III)



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Hoy, cuarto día de nuestra estancia en esta población del mar, ha amanecido con el cielo cubierto; aun así nos arreglamos para irnos después de desayunar a dar un paseo por Reus.  Y al salir del comedor descubrimos las primeras gotas de lluvia puntuando las baldosas del patio de la piscina. Los paseos de la mano por las ciudades que no son las nuestras para conocer nuevos monumentos, nuevas formas de vivir… siempre nos han hecho amar  especialmente los viajes.

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La estatua de Fortuny, hijo de Reus, es la primera estatua que llama nuestra atención. Como es domingo todo está cerrado, menos los bares, así que por la calle Lloveras abajo nos internamos en el corazón de la ciudad de los pintores, de Prim y de Gaudí. Hace tiempo que no volvíamos por Reus y hemos visto mejoras en esquinas y plazas. Y en la iglesia principal de la ciudad, la de San Pedro, una señora se nos ha acercado mientras recorríamos la nave a la vista de las vidrieras policromadas del rosetón, y al pasar por delante de una capilla nos ha dicho que durante las reformas que sufrió intentaron llevarse de aquí los restos de Prim, pero que no lo consiguieron, y aún sigue en algún lugar del interior de sus muros. Lo que sí descubrimos en la capilla fue una lápida con la efigie del pintor Fortuny y la inscripción que dice que detrás de ella se guarda el corazón del artista que pintó La batalla de Tetuán.

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Se nos ha pasado volando la mañana, y de regreso hacia la parada del autobús, hemos entrado en el Parque de San Jorge porque nos acordábamos, de otro viaje anterior, de que bajo su arbolado en sus paseos de tierra hay simpáticas estatuas de animales y pequeñas construcciones neomodernistas, al estilo de Gaudí, puentes, bancos, refugios, glorietas… La sorpresa ha sido encontrar una estatua de bronce de un adolescente sentado sobre una roca de calcita, posiblemente rescatada de alguna gruta de estalactitas y estalagmitas, que acaricia un pájaro que mantiene entre sus manos. Y es que en el cementerio de Tossa existe una igual sobre la tumba donde descansa un joven al que le gustaban en vida las aves, pero de piedra. En todos los viajes siempre hay algo que te toca más que otras cosas la fibra del corazón.
Mientras escribo estos apuntes sobre la mañana pasada en Reus, suena en el USB del ordenador el oboe del Concerto Moscow Virtuosi de Mozart en nuestra habitación del hotel, adonde hemos vuelto después de dar nuestro habitual paseo por la calle Barcelona de esta población del mar, iluminada con las luces de Navidad, lo curioso es que este año han instalado un árbol-cono azul gigante en cuyo vértice campea una estrella. La calle Barcelona, aquí y allá, está adornada también con otros elementos encendidos, como el oso de la calle de la Iglesia o el muñeco de nieve que hay delante de la modernista Casa Bonet, ya cerca del mar,. Algo más tarde el mar ha oído con atención nuestros pasos a la altura de la barca de Santa María del Mar, encendidos sus fanales.
De repente, aquí en la habitación del Hotel suenan los aplausos de la gente que escuchaba el Concerto Moscow Virtuosi de Mozart. Silencio.
Sólo escucho el pulsar de mis dedos sobre las teclas del ordenador,
y sin embargo se obra el milagro más agradecido:
la emoción escrita va llenando nuevos renglones
para cobrar su propia independencia. ¿Versos?
¿Surcos donde siembra el deseo realidades fingidas?
El azar tiene la palabra. Yo obedezco.
Bajaremos a bailar. Hay un grupo de jubilados con el que hemos hecho buenas migas para bailar algunas piezas musicales en línea. Buena gente. Buena compañía, al menos durante el tiempo de mover el esqueleto.
 Los pronósticos del tiempo dicen que va a llover. Pero a nosotros qué. El hotel, nuestra segunda casa ahora, nos ampara como la nuestra. Y no tenemos que pensar en pisar la calle, como cuando vamos a bailar a nuestro sitio habitual, una vez que termine de sonar la música. Tenemos nuestra habitación a cubierto y a un paso de la pista.

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Nuevo día. Hace sol, pero esta noche pasada ha estado lloviendo toda ella y esta mañana, cuando hemos salido a pasear un rato chispeaba y estaban todas las calles llenas de agua. Parece que los desagües en esta población del mar no andan muy bien que digamos o no se hicieron bien desde un principio. Armados de paraguas, hemos salido hacia el paseo del mar y hemos llegado hasta la Vela de hierro de la zona de los restaurantes arrimados a la pasarela donde revientan las olas. Nadie a la vista; sólo el mar en su inmensa y brava soledad. Aquí empieza el llamado Camí de Ronda, que llega hasta la Playa Larga, que en otro tiempo fue un camping excelente donde en otro tiempo plantamos nuestra caravana al borde de la arena y pasamos unas alegres vacaciones. Hoy  nos hemos conformado con sortear el salpicado de las olas en la pasarela que bordea milagrosamente la costa asomada a sus constantes embestidas hasta llegar a la Cala de los Capellanes, bello y solitario lugar donde las haya. Hemos echado una ojeada a los pinos que se acercan a la orilla, por entre cuyas ramas se ven los claros que luchan en el cielo por romper los oscuros nubarrones. 

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Ahora hace sol. Y por los grandes ventanales del salón de baile donde nos hemos instalado para leer y escribir un poco vemos la araucaria de la calle iluminada y a las hojas de los plátanos caer sobre la marquesina de un restaurante cerrado.
Momento irrepetible el de estas hojas muertas que caen sobre el asfalto.
En otoños siguientes seguirán muriendo las hojas de los árboles
y cayendo en diferentes asfaltos del mundo.
Pero éstas que veo aquí y ahora morir y caer sobre este asfalto
son únicas e irrepetibles en el misterioso azar de la eternidad.
A éstas que ahora veo el aire juega
a darles movimientos de baile sin música,
a mecerlas un instante en el temblor que media
entre el rápido pasado y el veloz presente mientras van y vienen .
las sombras de los plátanos por las blancas fachadas
como recuerdos evocados por una mente caprichosa.
De vez en cuando algunas hojas muertas
se levantan del suelo y juegan a ser pájaros,
milagro imposible de volver a la vida.
El otoño es un teatro donde se representa la tesis real de Calderón,
y nosotros meros comparsas en el rápido viaje hacia los sueños.
Y como hace sol y la invitación a salir a pasear nuevamente es imperiosa, la aceptamos de buen grado y nos echamos a la calle, pisando alfombras movedizas de hojas muertas.
 Nos hemos sentado en un banco del paseo del mar de cara a la playa, a las palmeras que agita el viento y a los espesos celajes que se ciernen sobre el mar, que como siempre, indefectiblemente, manda a morir a la orilla a las olas que eligen ese destino. Se está bien al sol aunque el viento no para. Después hemos continuado nuestro paseo hacia el puerto, hacia donde el remedador de redes de bronce permanece impertérrito en su faena pese al fuerte viento que sigue soplando.
Mientras escribo estos apuntes para hacer tiempo antes de bajar a comer, suena en el USB la Water Music de Handel. La marcialidad de los violines me hace pensar en el momento en que cincuenta músicos  a requerimiento del rey Jorge I hicieron sonar sus instrumentos a borde de una barcaza que navegaba sobre el Támesis un día de julio de 1717.
Me asomo a la calle desde la terraza de este sexto piso del hotel y asisto al desahucio de las últimas hojas que aún quedan en las copas de los plátanos. Es una elegía constante de lo que se va, pero a la vez un canto a lo que espera en la savia de estos árboles que saben ser pacientes y esperar a la nueva vida que les traerá la próxima primavera. En el tiempo la cosa siempre es así: tras la tormenta viene la bonanza y si en otoño e invierno parte de la naturaleza desaparece o muere, en primavera y verano resucita y triunfa el esplendor.

lunes, 10 de diciembre de 2018

MEMORIAS DE UN JUBILADO. Elogio de la buena compañía (II)



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Ha llamado un amigo por teléfono y todo ha cambiado, de repente. La lluvia ya no está. El sol remata con una franja de oro efímero las partes más altas del edificio de enfrente. Sobre el remate de la fachada destaca una chimenea blanca, sobre cuyo adorno de hierro está posada una urraca blanquinegra . La llamada del amigo ha ocurrido durante la siesta. Nos pregunta que si en diciembre queremos asistir a la comida de todos los años por esa fecha con otras parejas compañeras. Consultamos el día por si tenemos algún compromiso que cumplir que impediría nuestro encuentro y, tras ver que tenemos vía libre ese día, le decimos que cuente con nosotros. Decía arriba que todo había cambiado de repente. Me refería a que el encuentro que echábamos de menos hace tiempo y empezaba a preocuparnos un poco por fin se va a cumplir. No a este paréntesis de calma que tenemos ahora en esta población del mar, que tanta compañía buena nos está brindando, pese a la momentánea lluvia  de esta mañana.
Y aunque la idea de volvernos a ver las cuatro parejas más fieles nos reconforta y nos alegra muchísimo, la aparcamos en la agenda de la memoria y nos dedicamos a vivir este tiempo de ahora de plena vida, de pleno amor, sin otro tiempo que estos minutos únicos, insustituibles, sólo nuestros, de nuestros cuerpos y nuestras almas. Después vendrán los otros, tal vez de un nuevo paseo por las calles cercanas al mar, sin lluvia, con sol y la esperanza de que caiga sobre nosotros la calma de otra noche, de otras horas de baile en la sala de ocio del hotel. Simplemente el feliz transcurrir de las horas en esta buena compañía que hemos elegido.

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El paseo iba buscando el hotel de primavera donde estuvimos alojados en esta misma población del mar. La noche había encendido algunos escaparates  de los últimos comercios del barrio del Parque Municipal donde ya estaba colgado el cartel de Feliz 2019. ¡Qué velocidad lleva el deseo de los hombres! Así es imposible que nos dé tiempo a asimilar y digerir las emociones, las impresiones, las sensaciones que a diario nos tientan con sus esperanzas, sus ilusiones, sus proyectos, sus cambios constantes de bonanza y de tormenta, sus inquietudes políticas, sociales, familiares y personales que en un vertiginoso movimiento sustituyen unas a otras, se devoran unas a otras como las olas del mar que se persiguen sin tregua hasta la orilla de la arena donde todas mueren en un susurro. Aún nos quedan treinta y siete días, ochocientas ochenta y ocho horas, cincuenta y tres mil doscientos ochenta minutos nada menos. Y dan tanto de sí, y pueden ocurrirnos tantas cosas mientras se llena el cono inferior en el reloj de arena…
 Evidentemente no hacemos caso a ese pedazo de papel pegado en los escaparates y subimos por Buigas solos, hasta llegar al Tropical, abierto, adornado con luces rojas, esperando la hora nocturna mágica de llenar sus salas de gente que da la espalda al tiempo que no existe todavía y se entregan al rico e inconsciente hedonismo del minuto, de la hora que puedan regalarle la vista, el gusto, el olfato, el tacto, el oído, los cinco sentidos al completo con una copa de vino, una mujer hermosa, una cena entre amigos, una música especial que los transporte a otra realidad diferente de la que viven, una realidad en la que no existen amenazas ni peligros ni sobresaltos sociales y políticos, ni enfermedades, una realidad detenida en el tiempo, libre, pacífica, alegre, incluso autodestructora en sí, pero desconocida e ignorada por esa gente, hombres y mujeres, que vendrá más tarde, cuando la noche sea totalmente mágica a modo de compañía sin par capaz de curar todas las dolencias del cuerpo y del alma, al Tropical y cree un mundo paralelo e inmune a las acechanzas que envuelven al mundo que tenían antes de venir a la sala de fiestas y que a la mañana siguiente les dará la bienvenida nada más abrir los ojos para ir a trabajar, a enfrentarse a la lucha diaria…
El hotel de primavera está cerrado. La calle donde se alza está sumida en sombras, como el hotel, que a simple vista nos parece una casa encantada por cuyos interiores pululan los fantasmas del buen tiempo, cada uno con una copa en la mano esperando que empiece el baile.
Un tanto decepcionados, nos giramos en la acera del hotel apagado y volvemos sobre nuestros pasos camino del paseo del mar donde nos espera la oficina de los autobuses que van a las poblaciones de los alrededores. Hemos decidido viajar mañana a cualquiera de ellas, posiblemente la Tarragona española de ahora que abraza entre sus calles y plazas la Tarraco romana de hace mil años.

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Mientras suena el Rondo Capriccioso Op. 14 de Mendelssohn, pasan por mi mente, como siguiendo su juguetón y alegre ritmo, vivos fotogramas de lo que esta mañana hemos vivido en lo que es en la actualidad Tarragona y en lo que queda de la Tarraco histórica entre sus calles y plazas,
El día ha amanecido luminoso y azul, y tras desayunar en el hotel, nos hemos ido al paseo del mar para coger el autobús que va a Tarragona en una de sus paradas. La estación de autobuses de la ciudad queda de espaldas a la Rambla Nova, que empieza con el bronce colectivo de los Castellers de Tarragona, separados de la torre humana por un lado el jefe de la colla dando órdenes con una mano alrededor de la boca, y por otro el trío de los músicos, dos grallistas y el tamborilero. Y termina la Rambla con el monumento a Roger de Lauria en el Mirador del Mediterráneo, asomado al mar, azul brillante, con grandes barcos navegando de allá para acá y el sol dominándolo todo. Nos hemos dado dos horas para dar un buen paseo por el casco antiguo e histórico y para saborear la vida humana que vive aquí todo el año y que amplían a diario con su curiosidad insaciable los centenares de turistas, que van y vienen por todas partes con sus lógicas ganas de archivarlo todo en sus móviles convertidos en cámaras fotográficas.

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 Rondo Capriccioso de Mendelssohn juega delicada, alegremente con las teclas del piano, y al conjuro de su ritmo vivaz, brotan espontáneamente, un poco al azar siguiendo el dictamen de la memoria caprichosa, monumentos, jardines, rincones, estatuas, columnas rotas, murallas, almenas, rosetones, torres de iglesias, arcadas de palacios, ruinas, museos, arcos a través de los cuales se ven trozos del mar, mercadillos de frutas en lugares donde estuvo hace mil años el foro romano, escalinatas, plantas aromáticas, más ruinas, la loba capitolina dando de mamar a Rómulo y Remo, San Pablo entre cipreses, lápidas incrustadas en las paredes de viviendas normales…
Y también nos hemos dejado llevar por las costumbres de los turistas porque aquí y ahora nosotros somos un par de turistas también y hemos admirado las murallas romanas con sus piedras ciclópeas en los primeros metros a ras del alquitrán que sube bordeándolas, y le he hecho a mi mujer con el móvil varias fotografías junto a fuentes antiguas, en rincones con murallas tronchadas por la mitad, junto al museo que muestra al lado de la entrada una reproducción de bronce de la loba y los gemelos míticos, delante de la magnífica portada gótica de la Catedral, en los jardines del Anfiteatro, ante la estatua de Thales…
Mi mujer ha dejado un momento la lectura de La abadía de Northarger para darme una sorpresa. Ella es la mejor compañía. Se me ha olvidado todo. Tarragona, la historia, los monumentos…


La mujer que te quiere de verdad es tu mismo tiempo, no necesitas recordar ya nada de lo que fuiste,
un niño que jugaba a las canicas en la plaza de tu infancia, un adolescente que soñaba con la compañera del Instituto, un hombre que encontraba su primer trabajo y se entregaba a él como a un clavo ardiendo…
Todo el tiempo en sus ojos mientras te mira y te atusa el pelo o te pone bien el cuello de la camisa antes de salir los dos a bailar nuestra bachata predilecta.
La mujer que te quiere de verdad hace hermosa la ciudad donde vives, alumbra la calle por donde tienes que ir al trabajo, te guía hasta la fuente donde bebes cuando tienes calor,
sabe el libro que lees, el miedo que tienes cuando una noche no puedes dormir,
te alivia el dolor con sus palabras de ánimo…
¿Y aún no te has convencido de que debes dejar de ser tanto tú mismo para salir a su encuentro y allanarle el camino por donde va?
Después nos arreglamos para bajar al comedor a cenar y luego a la sala de baile. La pareja de músicos que se encargaban de cantar y ponernos la música se defendió como pudo, y nosotros también hicimos lo posible para pasar un buen rato moviendo el esqueleto. El baile siempre nos ha gustado y en algunas ocasiones nos ha unido más, y no me refiero sólo a marcarnos un tangazo en la pista, cruzando piernas o apretándonos los cuerpos en los giros, sino también después de nuestras pequeñas discusiones matrimoniales por motivos insignificantes, Y nada más pisar el umbral de nuestro hotel favorito de la costa donde vamos a bailar y sentarnos a la mesa de los amigos bailarines y oír los primeros compases de un bolero, nuestro problemilla ocasional se evaporaba rápidamente como la neblina matutina ante la fuerza imparable del sol.

sábado, 1 de diciembre de 2018

MEMORIAS DE UN JUBILADO. Elogio de la buena compañía (I)


La buena compañía es un bien irrenunciable y de todo punto satisfactorio para quien la disfruta. Dicho esto, debo aclarar antes de seguir adelante, que la buena compañía a la que me refiero no sólo puede ser humana, que reconozco que es la mejor con diferencia, y a ella volveré más tarde o más temprano en vaivenes de apoyo, sino a cualquier otra compañía que sea positiva y benefactora para la persona, y que puede ser múltiple y muy diferente. He aquí algunas de esas buenas compañías de cariz diverso y origen dispar: la siesta, la radio nocturna, la música, un libro, el bosque, la memoria y los recuerdos, el mar, una exposición de pintura, el mero hecho de ponerse a escribir un poema azuzado por una emoción repentina, el silencio, el cine, el teléfono, los amigos, un recital de poesía, una copa de vino, la familia, una pista de baile, una comida, un viaje, el acto de preparar el caballete y un lienzo para pintar alguna cosa, el ordenador…

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Sin ir más lejos, ahora mismo, en medio de una tarde de noviembre en un hotel, mientras escribo estas notas, me acompaña la música de piano que, junto con la música natural de la lluvia que cae fuera, reproduce la atmósfera y las sensaciones de un bosque. El placer que siento al oír ese conjunto de notas y sonidos me transporta inmediatamente a cualquier bosque, arboleda, pinar, parque, monte… que yo haya podido visitar en persona o ver en un documental o una película. Y mientras dura el disco, mi mente, mi memoria, siguen allí, en ese lugar habitado por árboles que se concreta en la música que perciben mis oídos y siente mi corazón. Y luego, cuando el silencio sustituye a la música del USB, del dispositivo que conserva esa pieza musical, y mi sentido del oído deja de transmitírmela, mis ojos vuelven a ser los dueños de mi cuerpo y toda mi atención se fija en los renglones que van apareciendo en la pantalla de mi ordenador a la orden de los dedos que pulsan las letras del teclado, que no paran mientras mi mente va extrayendo las palabras del pozo de la lengua que forma parte de mis conocimientos, adquiridos tras muchos años de aprendizaje, lectura, experiencia…
Ya no siento la compañía de la música grabada, pero siento la compañía inapreciable de otros elementos, como mi ordenador, que fielmente reproduce mi pensamiento, como este silencio que reina en la sexta planta del hotel, que en los tiempos que corren, atiborrados de gritos, bocinazos, golpes…, es toda una bendición, como esta copa de Jack Daniels con agua fría que voy consumiendo lenta, gustosamente, al compás de los puntos y seguidos, puntos y apartes, pausas para pensar y elegir opciones ortográficas, semánticas, sintácticas.

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Y aunque por momentos ya no sienta la buena y enriquecedora compañía de la música grabada en el USB que tengo conectado en mi ordenador, aún me dura en la mente el recuerdo del paseo que hemos dado hace un rato mi mujer y yo por las calles de esta población del hotel donde estamos alojados. Y los detalles que alimentan ese recuerdo me acompañan amablemente con sus colores, olores, sonidos, alumbrados, pasos de cebra, conversaciones, sensaciones de cansancio, emociones dispersas, acciones varias, la mano de mi mujer cogida a mi brazo, los objetos del pasado asomados al mismo escaparate después de cincuenta años, el pupitre de una escuela del siglo XX, los libros de lectura y de estudio y los utensilios de escritura que utilizaron niños que hoy son hombres de cierta edad como yo, la vaca de mentira que asoma su cabeza blanquinegra en la puerta de una tienda de objetos de regalo… Parece que los vuelvo a vivir…Ya es hora de bajar al comedor.


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Para variar, después de muchos días pasados por agua, tras la breve tregua que tuvimos ayer en esta población del mar a la que hemos venido a pasar ocho jornadas de otoño y tranquilidad en la mejor compañía que conocemos, que somos nosotros mismos; para variar, vuelve a llover. Desde el privilegio de las alturas que disfrutamos en esta sexta planta del hotel donde está nuestra habitación, vemos al alcance de la mano un cielo encapotado y los tejados vecinos charolados por la lluvia, fina lluvia, pero terca en su empeño de volverlo todo gris y triste.

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Aun así, nosotros nos armamos de valor y ánimos para pasar la mañana como si la lluvia fuera con otros, con las araucarias, las palmeras o el paseo donde el rey Jaume I alzado en su monumento de piedra, parece una vela de barco, se mira el ombligo eternamente, por no hablar del mar, al que no le importa mojarse otra vez. Y en buena compañía, ella con su lector electrónico (Jane Austen con La abadía de Northanger le espera) y yo con mi amigo inseparable el ordenador, bajamos a la sala de baile, llena de grupos que juegan o charlan simplemente a la vista del tiempo que hace fuera.
Y sin darme tiempo a hacer, decir, pensar otra cosa, un chispazo de emoción, que no sé definir claramente, me empujar a escribir (¿un poema, una reflexión, un relángrafo…?)
Las fichas de dominó al resbalar sobre el tablero de las mesas silencian el llanto de la lluvia.
A través de los cristales de las grandes ventanas del salón de baile veo en lo oscuro de los pinos y las araucarias caer la lluvia; sólo la veo, y así, sólo vista, la lluvia es más hermosa, casi como una cortina de baño por donde resbala el agua tibia de la ducha, un vestido transparente, tejido con hilos de plata.
Pero le gana en hermosura la imagen de mi mujer leyendo junto a mí, un cuerpo que hace rico mi cuerpo, un alma que vela por mi alma, un ángel terreno que guía mis pasos sin pedir nada a cambio…
Y me quedo mirándola extasiado.

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Así de perfil, con la cabeza ligeramente inclinada, como una dalia sobre la tierra que la alimenta, dándole la luz en las gafas, con los ojos puestos en el lector electrónico, elevando de la pantalla hacia su mente las ricas enseñanzas de Jane Austen, su autora favorita, no tiene nada que ver con las lectoras pintadas por los artistas, la pelirroja de Renoir, la soñadora de Fragonard, la de Van Gongh, la de este y de aquel, todas hermosas, pero ninguna sabe salir de su ventana eterna y hacer otra cosa que posar con un libro en la mano o en el regazo, todas congeladas en el ensueño imposible de las letras…
Mi mujer, al ruido de la lluvia, levanta la mirada del lector para clavar en la mía la impresión que le produce el aguacero.
La imagen del cuadro ha despertado y ha puesto punto final a esta reflexión.