miércoles, 17 de septiembre de 2014

DICCIONARIO PERSONAL DE ZAMORA San Atilano, B, Calle de Balborraz, el Barandales







ATILANO, San
Es el santo por antonomasia de nuestra ciudad. Fue en la antigüedad el primer obispo de Zamora, aquel obispo que, tras descubrir que no era digno de pastorear a su grey zamorana, un amanecer abandonó la ciudad por el puente que lleva su nombre, hoy en ruinas (sólo quedan volcados sobre la corriente del río, a la altura de Olivares, dos o tres de sus cortamares), y el santo en medio del puente, se despojó de su anillo episcopal y lo arrojó al Duero mientras pronunciaba la frase que todos los zamoranos recordamos tan bien: “Cuando volviere a ver este anillo y sólo entonces, pensaré que Dios se ha apiadado de mí y perdonado mis faltas.” Y cuenta la leyenda o el milagro que, después de recorrer el mundo haciendo bien a cuantos se encontraba en su camino, a escasa distancia de la ciudad, donde hoy se levanta el cementerio que lleva su nombre (durante mi infancia oía decir de una persona que acababa de morir que la llevaban a San Atilano), decía que a escasa distancia de la ciudad Atilano, vestido de mendigo, llegaba a una posada pidiendo alojamiento. La dueña, que en ese momento entraba en la cocina con unos barbos del río, accedió a dárselo y, mientras ella iba por agua al pozo, le pidió al vagabundo que fuera limpiando los peces, que comerían más tarde. Así lo hizo Atilano y al abrir el vientre de uno de los barbos, halló su anillo episcopal. Entendió que Dios deseaba que volviera a ser obispo de Zamora y se lo puso en el dedo mientras todas las campanas de la ciudad empezaron a darle la bienvenida y sus andrajos de mendigo se cambiaron por las sagradas ropas de Obispo. ¡Cómo me gustaba que el maestro nos repitiera una y mil veces aquel milagro o aquella leyenda de San Atilano!

Luis Cortés Vázquez dijo en su mencionada obra:
“Pero sigamos con Atilano que durante algunos años vivió de limosnas, hasta que una voz de lo alto así le ordenó en sueños: Atilano, vuelve a pastorear a tus ovejas, que tus preces han sido escuchadas.
“Fiel a este divino mandato volvió sus pasos a Zamora, deteniéndose antes de penetrar en ella, para pasar la noche, en una casa hospitalaria contigua a la capilla de San Vicente de Cornu, asentada extramuros y dando vista a la ciudad cercana, no lejos del arrabal del santo sepulcro, en el lugar que hoy ocupa el camposanto.
“Será aquí y ahora, como todos sabemos, donde entra en escena propiamente el primer pez de la historia zamorana, pródiga en ellos, el famosísimo barbo tragasortijas…”








B




BALBORRAZ, Calle de
Para nosotros, Cuesta de Balborraz, nace en la Plaza Mayor, junto al Ayuntamiento Viejo, y muere en los Barrios Bajos al pie del Duero. Lleva el nombre de la Puerta de la Cabeza (en árabe, Bab al-Ras) puerta de la muralla que aquí se levantaba antiguamente, y donde al parecer se colgó la cabeza del caudillo bereber Ahmed ben Muawiya tras perder la vida en la batalla del Día de Zamora del siglo X, gloriosa victoria para los cristianos súbditos de Alfonso III. Es esta calle empinada buen escenario para algunas de las procesiones de nuestra Semana Santa, entre ellas, el Yacente, la de la Virgen de la Esperanza o la de Jesús Resucitado, que el Domingo de Gloria sube por ella para encontrarse con su Madre en la Plaza Mayor entre estampidos de cohetes y repiques de campanas, que de ese modo celebran la resurrección del Señor. La imagen de Jesús, como muchas otras de nuestra Semana Santa, es obra del imaginero zamorano Ramón Álvarez, al que, por cierto, se le dedicó una lápida en una casa de la cuesta conmemorando el centenario de su nacimiento. Recuerdo con lágrimas en los ojos que por aquí acompañaba a mi padre en su labor de cobrador de seguros.

El mencionado Luis Cortés dejó escrito en su también aludida obra:

“Enrojeció sus aguas el Duero con la mucha sangre que se derramó en los combates, pues hemos de asentar que precisamente los más enconados tuvieron al puente como escenario principal. Lidióse igualmente con toda aspereza por los que es hoy barrio de Santiago, y hacia la parte de Valorio. Había sido dirigida esta aceifa bereber por el caudillo Ahmed ben Muawiya, pretendido Mahdí o Profeta que, subiendo victorioso hasta Zamora con nutrida horda de fanatizados correligionarios, acabó con su cabeza clavada sobre una de las puertas de la ciudad. Seguramente entonces, aunque después cambiara de emplazamiento, nació la denominación de la castiza y pina calle de Balborraz, pues no otra cosa quiere decir en lengua árabe…”







BARANDALES, El
Es una figura ligada a la Semana Santa. Sin ese hombre que voltea sus campanas atadas a las muñecas al frente de las procesiones. Muchas de ellas perderían su personalidad. Ha habido a lo largo de la historia de nuestra Semana Mayor muchos Barandales, unos más mayores, como aquel España del que me hablaba tanto mi padre, y otros más jóvenes; pero todos llevaban la estampa de la seriedad en su forma de tocar y en sus andares. Avisaban con sus repiques que la procesión que esperábamos con ansia apostados en alguna esquina de la ciudad se estaba acercando. Parece ser que el origen de su existencia se remonta al siglo XVI, en que ya hacía de campanillero avisador de desfiles procesionales. Son tan queridos entre nosotros estos barandales, que en los años noventa el escultor zamorano Ricardo Flecha (comenzó su actividad como aprendiz en el taller de escultura de nuestro buen amigo Ramón Abrantes, de quien ya tratamos en nuestro Diccionario) esculpió una imagen del Barandales que acabó colocándose en la plaza de Santa María la Nueva, delante del Museo de la Semana Santa; asimismo se le puso el nombre de Barandales a la pequeña calle que separa la Plaza anterior de la de Viriato.

Dije en mi poema Barandales, que dediqué a España, el primer Barandales que conocí (del ya mencionado Zamora, entre la ausencia y el reencuentro):

“Tío Barandales, dales, dales…,
suena en el alma de los chavales
mientras los pasos pasan solemnes
por las callejas viejas, perennes.
Esas campanas, como latidos,
suenan a tiempos nunca perdidos
en lo más hondo del corazón
como una eterna, viva canción.

Tío Barandales, dales, dales…
Las campanadas suenan iguales
en la distancia y en la presencia,
En los adultos y en la inocencia.
Semana Santa de mi ciudad.
Los pensamientos son de piedad
mientras voltean esas campanas
viendo a las gentes tras las ventanas
mirar con ojos tiernos, llorosos,
los latigazos tan dolorosos
que sufre Dios en su soledad.

Sigue tocando, tío Barandales,
tío Barandales, dales, dales…,
para que nunca nos olvidemos
de aquellas cosas que hoy no tenemos
y que un día fueron nuestra Verdad.”