sábado, 25 de julio de 2009

CONEXIÓN

CONEXIÓN Número 13. 31 de julio de 2009. Tossa de Mar

Con este número de julio nos despedimos de nuestros queridos seguidores hasta septiembre, pero el blog no interrumpirá su actividad y nuevas entradas irán apareciendo incluso en agosto. Desde aquí deseamos a todos felices vacaciones.




EL POEMA



Tango

























En medio del sofoco del verano
Encuentro este refugio
De música y amigos.
Sueña, al fondo, en nuestros torpes pasos,
El tango de Montevideo.
Los profesores, el cielo en su mirada
Y en su alma la senectud serena,
Nos enseñan a abrazar el ritmo
Lejano de su tierra.
Los pasos, de puntillas
Para no sacar del sueño a las guitarras,
Recorren las baldosas del salón
Como si fueran los desvanes dulces
Donde duermen la infancia y sus misterios,
Las heridas de amor y noches tristes
De adioses sin retorno.
Nos dejamos llevar por sus palabras,
Nos dejamos guiar por sus figuras
Y el tango va saliendo de los pies,
De las cinturas juncos, de los pechos
Unidos como hojas del misal
Más hermoso del baile. Calla
la tarde cuando hablamos de este tango
que nos baila dulzón en nuestras almas.






EL RELATO



El talismán (Continuación)



CAPÍTULO SEXTO. TRAS LA BUENA PISTA



















Amando los siguió en coche hasta el otro lado del río y comprobó dónde se alojaba Clarisa. Después siguió al detective hasta el hotel donde estaba hospedado. Aparcó el coche en la calle de atrás y entró resueltamente en el vestíbulo del establecimiento como si fuera un cliente más. Mientras ojeaba el cartel con los platos del buffet libre del día, vio de reojo cómo el detective formalizaba su ingreso en la recepción. Luego lo siguió hasta su habitación. Esperó un rato con la oreja pegada a la puerta y cuando oyó el ruido del agua de la ducha, bajó de nuevo al vestíbulo. En la zona de WI-FI conectó con Internet y le puso un email a Pou. Después de redactarlo no le gustó cómo quedaba y acabó por suprimirlo. Luego escribió otro, que fue el que envió. Le decía que estaba al otro lado de España, en Zamora, adonde había llegado siguiendo a la historiadora y a un acompañante accidental que acababa de conocer en el aeropuerto y que ambos parecían guardar buenas migas. Que sabía dónde se alojaban uno y otro y que el asunto lo tenía controlado. Cerraba el mensaje esperando instrucciones.
Luego estuvo un tiempo por allí dando vueltas, viendo la decoración del hotel y leyendo los periódicos de la ciudad. La ciudad donde había nacido y que tan extraña y distante ahora le parecía. Al entrar por la avenida del Instituto, no había podido evitar sentir un escalofrío. El edificio donde él había estudiado el bachillerato seguía igual: las piedras rojas y blancas de la fachada y todo él rodeado por aquella verja negra donde una vez colgaron su cartera unos compañeros de clase para burlarse de él. Sin pena ni gloria (más pena que gloria), había pasado allí los años más importantes de su vida, y todos los recuerdos de entonces eran desagradables. Las mil novatadas que le gastaron sus condiscípulos seguían estando grabadas a fuego en su piel y en su forma de ser. Los escupitajos, los bocadillos robados, los libros y los cuadernos pintarrajeados por manos insolentes, los chivatazos, los insultos, las persecuciones… Si alguien quería saber cómo era el infierno, él podía describírselo al detalle. Si ahora pudiera encontrarse cara a cara con alguno de aquellos adolescentes hijos de punta, daría buena cuenta de ellos. Casi con el mismo odio recordaba los sinsabores vividos en el Seminario. Era pasado ya, pero cómo le seguía doliendo todo aquello. Con ese pasaporte de amargura volvió al presente.
La gente que entraba y salía del hotel era la gente que podía encontrarse en cualquier ciudad de España y sus rostros y sus gestos eran tan desconocidos como los suyos, si bien allí, como en todas partes, la gente se sorprendía ante el color y la hechura de su ropa y se le quedaba mirando descaradamente. Aun así, concluyó que allí era un forastero más. Sin embargo, una ventaja tenía sobre todos ellos. Él conocía al dedillo la ciudad y sabía moverse por ella como lo que era, un zamorano de siempre.
Subió hasta la planta de la habitación del detective y arrimó como antes la oreja a la puerta. Allí seguía el huésped, a juzgar por la conversación que mantenía al parecer con alguien por teléfono. Luego bajó en ascensor hasta la recepción y entró de nuevo en Internet. Ya tenía en el correo una respuesta de Pou. Era casi una novela. Leyó el texto un par de veces y al fin sacó en claro varias cosas, aunque la principal era que, si descuidaba un milímetro en sus pesquisas, lo tenía crudo. Vamos, que lo tenían cogido por los huevos. Los puntos que más le interesaban para continuar hasta el final la misión eran los siguientes:
1. Su alojamiento mientras durara su presencia en Zamora era una iglesia del centro de la ciudad, en medio de un dédalo de callejuelas y costanillas. Observación: por la dirección que le proporcionaba Pou, el nombre del templo no era el que aparecía en el mensaje. Eso denotaba el desconocimiento por parte de la Sociedad Secreta de algo que le parecía importante: la ubicación de lugares que tenían que ver con el plan que debía seguir.
2. Por todos los medios a su alcance tenía que evitar hablar directamente con el párroco. Sólo tenía que presentarse al sacristán a la hora del cierre del templo. Observación: ¿Por qué precisamente el sacristán?
3. Hasta esa hora tenía tiempo de averiguar quién era el acompañante de la chica y quién la persona que regentaba la casa en la que estaba alojada ella. Hacerlo era una prioridad. Observación: Escasa dificultad.
Y 4. Una vez averiguado todo eso, debía ponerse en contacto con Pou para informarle debidamente. Pero a partir de ese momento sólo podía comunicarse con él por medio del móvil. Nada de ordenador: si cerraba mal el correo, otras miradas podrían enterarse del negocio. Observación: ¿Ahora sólo el móvil? Demasiados flecos. Prudencia, Amando, prudencia.
Respondió que estaba enterado y se puso en marcha para acatar las recomendaciones recibidas.





CAPÍTULO SÉPTIMO. EXPLICACIONES ESOTÉRICAS





















En la llamada telefónica que Florencio acababa de mantener con Clarisa había quedado en reunirse con ella en los jardines de la Catedral. Antes de verse con la chica, se dio una vuelta por la sede del simposio. El edificio donde tenía lugar el congreso era un viejo convento restaurado con elementos muy modernos, aulas para las conferencias, una biblioteca bien surtida, un café-restaurante, una sala de audiovisuales, varias dependencias de diversa índole y despachos. Sin olvidar el antiguo claustro, hoy habilitado como patio de conversaciones informales entre las diversas sesiones del simposio. Allí, momentos antes de empezar las ponencias, pudo conocer a algunos colegas de la provincia y de otras regiones de España que habían acudido al congreso. Enseguida detectó la presencia de un zamorano llamado Montes, apellido que leyó en la tarjeta de acreditación que llevaba el sujeto prendida de la ropa. Lo más singular de Montes era que a cualquier opinión de los presentes respondía con un verso, por lo que a la primera de cambio alguien empezó a llamarle el Poeta. Florencio descubrió pronto sus dotes de rimador mientras hablaba con dos o tres congresistas. Uno decía un tanto escéptico:
--No creo que vayamos a sacar algo claro de reuniones como ésta.
Y el Poeta:
--Esperemos a que pase lo que resta.
--¿Quieres decir que aquí obtendremos interesantes conocimientos?—preguntaba otro.
--Paciencia. No adelantemos acontecimientos—replicaba el versificador.
Florencio rió de buena gana. Al menos allí había buen humor. Se acercó al Poeta y se presentó:
--Hola, me llamo Florencio.
El Poeta no dejó pasar la ocasión:
--Nuestro trabajo es el silencio.
--Esta rima es previsible.
El Poeta, encogiéndose de hombros, le respondió:
--Pero no imposible.
Florencio sonrió. Luego le hizo un gesto de despedida y siguió su ronda por los diversos corrillos de congresistas. De vez en cuando consultaba el reloj de pulsera. En unos minutos tendría lugar la presentación del simposio y a continuación se daría la primera ponencia con el título “Rasgos y motivos de la nueva delincuencia”.
Entró a la presentación y, una vez acabada ésta, no se quedó a la primera ponencia. Se presentaría por la tarde, después de comer, a una comunicación sobre cómo descubrir el fraude en las bajas por enfermedad. Y si la cosa no le interesaba, actuaría del mismo modo. Salió del convento, sin advertir que Amando le seguía de cerca, y se montó en el coche, que tenía aparcado en una calle adyacente. Tomó la avenida de Vigo y subió por la cuesta del Obispo a la zona de la catedral. Aparcó el vehículo en un callejón con el piso de tierra no muy lejos de la entrada al Castillo y se internó en los jardines por un arco cubierto de enredadera, no muy lejos de la explanada de la fachada norte de la Catedral. Ya pasaban casi veinte minutos de la hora concertada con Clarisa. Miró en todas direcciones en busca de la figura de la chica, y la vio sentada en un banco de hierro de uno de los paseos. Afortunadamente, la lluvia había dado una tregua al tiempo. Las hojas de los árboles alfombraban el paseo y el ruido de sus pasos alertaron a Clarisa, que levantó la mirada de una libreta que consultaba. Al verlo, le pidió que se acercara para sentarse junto a ella. Sonreía abiertamente y le obsequió con un sonoro beso en la cara. (Esto no es lo que yo esperaba, muñeca.)
--¿Qué tal el simposio?
--Un rollo.
--Esto te va a interesar un poco más. –Le pidió que miraba por encima de los árboles del paseo perpendicular al suyo.—Esa es la torre del Salvador.
Florencio descubrió una torre cuadrada y sólida con varias ventanas abiertas en su fachada y sus correspondientes campanas. Amando, a unos pasos detrás de ellos, escondido tras un voluminoso macizo de evónimos, asistía a su conversación como un testigo privilegiado.
--¿No observas nada curioso en ella?
--¿A qué te refieres?
--Te lo explicaré. Todo en las obras arquitectónicas del Románico tiene su lectura… más o menos esotérica. Y esa torre no podía ser menos. Como tampoco lo es la cúpula que hay a su lado, ¿la ves? O, todavía más importante, como verás más tarde, la fachada meridional de la Catedral, llamada del Obispo.
--La del Obispo. Por la cuesta del Obispo he venido en coche hasta aquí.
--Ésa misma. Luego te enseñaré algo que permanece escrito desde tiempo inmemorial en esa fachada. Pero ahora observa esa torre. ¿Ves que su cuerpo prismático está dividido en cuatro franjas horizontales?
--A eso llego.
--Vale, pues ahora viene la pregunta del millón: ¿qué ves en esos cuatro cuerpos horizontales?
--Respuesta fácil: Ventanas y campanas.
--Sí, ventanas y campanas. Claro que hay ventanas y campanas. Pero mira mejor. ¿No adviertes algo raro en la disposición de las ventanas en cada una de esas franjas de piedra?
--A simple vista, no.
--Haz un esfuerzo.
--Parece el juego del veo veo, Clarisa.
--Algo así.
--De acuerdo. Pero si acierto en el juego, ¿me darás un beso de verdad?
--Ya veremos –contestó la joven mientras le acariciaba cariñosamente.—Eso que ves ahí es una página que la gente del pasado escribió para que la gente del mundo actual como nosotros saquemos nuestras propias conclusiones.
--¿Conclusiones?, ¿sobre qué?
--Sobre misterios, conspiraciones y luchas religiosas y políticas que tuvieron lugar antaño y que aún hoy permanecen en la sombra, a la espera de que la investigación contemporánea los descifre y los saque a la luz.
Amando, escondido tras los evónimos, no perdía palabra de las explicaciones de Clarisa. Florencio, en cambio, prefería quedarse con los jugosos labios de los que salían aquéllas.
--Fíjate—decía Clarisa—en el orden de las ventanas. En el cuerpo superior, aparecen tres; en el siguiente, dos; en el tercer cuerpo, una sola, y en la cuarta franja de la torre no hay ninguna ventana.
--Es verdad. ¿Y eso qué quiere decir?
--Según intérpretes medievales y otros renacentistas, relacionados con extrañas sectas religiosas, esa disposición de franjas en disminución, de tres ventanas en la primera a ninguna en la cuarta conduce a la nada, es decir, a Satanás.
--Un momento, un momento. Explícame bien eso.
--Escucha, las tres ventanas del cuerpo superior de la torre representan para los católicos las tres personas de la Santísima Trinidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Las dos ventanas del segundo cuerpo corresponden a las dos personas de Cristo: la humana, propia del hombre que vino a redimirnos muriendo en la cruz, y la divina, que corresponde al Hijo de Dios y Dios mismo, al resucitar como había predicho al tercer día de morir clavado en la cruz. La ventana del tercer cuerpo de la torre representa a Dios…
--¿Y la cuarta franja vacía?
--Ya te lo he dicho, a la nada, o sea, Satanás, que es la oposición total a los dictados de los fieles católicos. Satanás es el peso que…
--Bueno, bueno. Basta de catequesis católica, apostólica y romana. ¿Por qué no me preparas ahora para otra religión más… humana?
--Calla, tonto—dijo mimosamente Clarisa mientras acercaba su cara a la de Florencio--. ¿Quieres que cambiemos de actividad?
--Pues claro— y aprovechó la proximidad de la chica para darle un beso en la boca.
Ésta le retuvo el beso durante unos segundos, pero pasados los cuales, retiró sus labios de los de Florencio con un mohín muy gracioso.
--No me refiero a esta actividad, gracioso—y se incorporó--.Vamos a otro sitio. Quiero mostrarte una cosa especial.
Florencio la obedeció.
Amando se ocultó del todo tras los evónimos. Allí esperó unos segundos y luego asomó despacio la cabeza. Los dos jóvenes caminaban hacia el arco de mampostería que servía de entrada a los jardines. Aguardó a que salieran a la lonja de cemento que se extiende delante de la fachada norte de la Catedral y empezaran a bajar la cuesta del Obispo. A continuación los fue siguiendo de lejos. Ya se imaginaba adónde iban. Así que dio un rodeo por la calle Arias Gonzalo hasta desembocar en la umbría y misteriosa calle del Troncoso. La recorrió rápidamente y se apostó en su extremo, tras el reborde de una antigua columna que allí existió desde la época medieval. Desde allí, medio oculto por la reliquia de la historia, podría espiar los movimientos de la pareja y escuchar al detalle sus palabras.
No se había equivocado en sus suposiciones. Los dos jóvenes se hallaban en el callejón formado por el edificio del Obispado y la fachada sur de la Catedral, que por ello era llamada vulgarmente la del Obispo. Ambos, muy juntos, contemplaban detenidamente los detalles grabados en la piedra de dicha fachada.
--Te voy a enseñar algo que poca gente sabe ver en esta fachada—decía Clarisa.
--No te enfades si te digo que me gustaría ver los detalles de otra fachada.
--¿A qué fachada te refieres?
--Tú sabes muy bien a cuál—dijo Florencio comiéndosela con los ojos.
--Ah, esa. La verás pero no la catarás, cuenta el dicho popular.
--Vale, vale. Sólo he dicho que quiero verla.
--Todo llegará… a su debido tiempo. Ahora calla y escúchame con toda tu atención.
--Esta es la chica que me gusta. Habla por esa boquita de rosa, que soy toda una oreja inmensa para oírte.
Por primera vez había dicho en voz alta lo que pensaba de Clarisa.
--A lo que iba, Florencio, ¿ves a la derecha de la puerta el relieve de la Virgen con el Niño y los dos Ángeles que la flanquean?
--Sí, la veo; es muy bonita; tanto como tú.
--Vale. ¿Y debajo?, ¿qué hay?
--¿A ver?, algo así como un recuadro hundido con la cabeza de una persona dentro.
--¿Y debajo de esa cabeza de piedra?
--Otro recuadro hundido con un pájaro dentro, una gallina, un gallo… Podría ser cualquier cosa.
--Es un urogallo. Un urogallo sobre su nido.
--¿Un urogallo? ¿Y qué pinta un urogallo esculpido en esa fachada? ¿Tiene que ver con algún misterio de los que antes hablabas?
--El urogallo es una reliquia de la era glaciar, y existen muy pocas especies hoy en día. Es un ave en vías de extinción. Pero no te voy a hablar de zoología, sino de simbología. Su canto no es nada agradable, sino funcional porque de él depende la reproducción de la especie, y en ese canto, movido sólo y exclusivamente por su pasión amorosa, se halla su propio peligro, pues al cantar delata su presencia a los cazadores.
Mientras Clarisa le estaba contando todo aquello a Florencio, Amando, que no perdía palabra, decía para sus adentros: “A ti también te pasará lo mismo que al urogallo: tu propio canto, tus propias palabras te servirán de castigo.”
Florencio intentaba relacionar lo que le estaba contando Clarisa con algún misterio de la historia o de la vida, y no lograba acertar con ninguna explicación. Y menos cuando la chica añadió:
--Al canto del urogallo se le suele llamar el canto de la muerte ya que lo profiere con tanto ardor que en él se queda momentáneamente sordo y ciego. Canto de amor, momento de debilidad.
Sólo se le ocurrió comentar, como quien dice una gracia:
--Eso es lo que nos pasa a los hombres.
--¿El qué?
--Que cuando amamos nos volvemos débiles.
--¿Cuando amáis? Vosotros los hombres llamáis amor a lo que sólo es sexo. Y cuando practicáis el sexo, dejáis de pensar y de sentir.
--¡Qué cruel eres!
--Tengo motivos para serlo.
--Pero no conmigo. Apenas me conoces. Yo soy distinto. Yo quiero ser distinto de los hombres que has conocido en tu vida y que, por una razón u otra, te han hecho daño.
--Bueno, dejemos eso. Lo que quería decirte… Con lo del urogallo quería llegar a… A ver si lo digo. Me has puesto nerviosa.
--¿Yo? Ven aquí, que te doy la paz en un instante –y la estrechó entre sus brazos y la besó largamente en los labios.
Clarisa se abrazó a él. Luego se retiró lentamente de su cuerpo mientras lo envolvía con una mirada preñada de ternura.
--¿Ya estás más tranquila?
--Sí
--¿Qué querías decirme?
--Nada, que tengo entendido que existe en algún lugar un talismán que reproduce ese urogallo de ahí.
--¿El mismo?
--El mismo y que manejando el talismán adecuadamente puede conducir a quien lo lleva encima a un sitio, o a algo muy importante que todavía no sé precisar.
En ese momento Amando, oculto tras la esquina de la calle Troncoso, se llevó instintivamente la mano al bulto que llevaba colgado del cuello bajo la ropa. Sus ojos brillaron especialmente. Si lo que decía la historiadora era verdad, él disponía de una llave especial para abrirle puertas desconocidas que le darían un sinfín de beneficios y ventajas. Casi simultáneamente una idea vino a cruzar rauda su mente dejándole un reguero de esperanzas cada cual más confortadora. Con la llave que él llevaba colgada al cuello y los conocimientos que poseía la historiadora podría acceder de la manera más fácil a la estancia caudalosa del poder. ¿Sería posible llegar a un acuerdo con la historiadora? No perdía nada con probarlo. Y una vez logrado su propósito, se desharía de ella. Aunque estaba por medio su acompañante y por lo que parecía daba la sensación de no querer separarse de ella por nada del mundo. Y evidentemente el detective constituía un serio estorbo para sus planes. Aun así no se detendría en pequeños detalles como ese. Si había que acabar también con el joven, lo haría. Lo primero era lo primero.
Empezó a llover.
La pareja se percató de ello y buscaron refugio en el coche que el detective había estacionado cerca de allí. Por el camino vieron que las gotas de lluvia reventaban al golpear contra la tierra y levantaban una minúscula polvareda. Una vez dentro del coche, Florencio le cogió la mano a Clarisa.
--¿Qué tal si nos vamos a comer—dijo.
--¿Hay restaurante en tu hotel?
--Creo que sí.
--Pues podemos ir allí. Así hablamos.
--¿Sólo hablamos?
--Comemos y hablamos. ¿Qué más quieres?
--Lo que tú sugieras.
--Anda, arranca—dijo Clarisa mientras el azul de sus ojos chispeaba de un modo nuevo.
Mientras iban hacia el hotel, Clarisa telefoneó por el móvil a su tía para decirle que no la esperara a comer, que en todo caso se reuniría con ella por la tarde.
Algo le dijo su tía sobre Florencio porque Clarisa lo miró unos segundos como si se lo quisiera comer antes de colgar.
--¿Qué dice tu tía?
--No quieras saber más de la cuenta.







LA NOTICIA



Contamos con Contador






















Casi todas las noticias referidas a nuestro país son malas. Los incendios devoran sin parar miles de hectáreas de zonas rurales incluidos algunos hogares y llevándose por delante las vidas de serviciales y arriesgados bomberos. La gripe A sigue aumentando y hasta el momento se ha cobrado seis víctimas mortales. La economía nacional sigue en números rojos y amenaza, tras el desacuerdo entre la patronal, los sindicatos y el Gobierno, batir todas las marcas. La violencia de género se parece a la de los incendios y no hay día en que no quede reflejada una nueva muerte en los telediarios. En un panorama tan desolador, casi nos da reparos citar noticias positivas, si bien éstas pertenecen al campo deportivo. Una, grande, el triunfo del equipo de Gemma Mengual en natación sincronizada, que nos ha reportado un buen acopio de medallas. Y la más importante aún, la gesta que ha conseguido el ciclista madrileño Alberto Contador, al ganar por segunda vez el Tour de Francia, frente a rivales de la altura de Lance Armstrong, que, ganador siete veces de la misma prueba, regresaba a la misma tras varios años ausente de los circuitos internacionales, como co-lider del mismo equipo de Contador, el Astaná. Dejando a un lado lo que nuestro compatriota ha tenido que sufrir durante la convivencia con el campeón norteamericano en los hoteles entre etapa y etapa, lo importante es que Alberto Contador, el único español que ha vencido en las tres vueltas principales (Giro, Tour y Vuelta), ha salido de la competición francesa convertido en el mejor ciclista del mundo. Le auguramos un futuro verdaderamente apoteósico. Ojalá hubiera entre nuestros líderes políticos un Alberto Contador capaz de vencer las altas dificultades que presenta hoy en día la ruta económica y laboral y nos llevara a disfrutar pronto de una euforia parecida a la que están viviendo los aficionados al Ciclismo de alta competición y seguidores de Alberto Contador.







La ETA de siempre






































Desgraciadamente ETA sigue siendo noticia. El miedo que que hace sobrevolar todos los días sobre España, puede estallar en cualquier momento y cualquier lugar. Antes de despedirse el mes de julio dos hechos vuelven a conmocionar a la gente que quiere vivir en paz y en libertad conseguidas en democracia, palabra que no existe en el vocabulario de la banda terrorista . Uno,
los 65 heridos de la casa cuartel de la Guardia Civil de Burgos tras la explosión de una furgoneta con 200 kilos de explosivos aparcada en las inmediaciones del edificio (un verdadero milagro el no contar con ninguna víctima mortal). Y dos, los dos guardias civiles muertos en Palma de Mallorca al estallar la bomba lapa que llevaba adosado el vehículo en que ambos viajaban. Todo lo que se diga en contra del salvaje atentado es poco. La pena es que aún no estén plenamente concienciados todos los estamentos de la sociedad, desde el hombre de a pie hasta los políticos de cualquier ideología, pasando por los jueces. Y señalo este último estamento porque se da la circunstancia de que un juez de la Audiencia nacional considera que las manifestaciones proetarras pueden celebrarse porque sus componentes (amigos y conocidos de asesinos) tienen derecho a la libertad de expresión. Sin comentarios.

lunes, 20 de julio de 2009

DE VISTA, DE OÍDAS, DE LEÍDAS

Parada y fonda
























Hace días no sé por qué se me olvidó citar entre mis aficones favoritas la del Teatro. Desde muy niño, según me recordaban los míos no hace mucho, me gustaba disfrazarme y hacer pequeñas representaciones familiares subido en una silla, tal vez a imitación de los charlatanes que iban al mercado municipal a vender sus mercancías entre grandes aspavientos y suculentas ofertas que luego resultaban la mayoría de las veces meros fingimientos (¿no es el Teatro en el fondo un gran fingimiento?). Más tarde, y hay constancia de ello en fotografías caseras, actué de pájaro hablador en el Teatro Ramos Carrión de mi ciudad natal, junto con otros condiscípulos de los Salesianos, en una obra dedicada al personaje mitológico de Garbancito, donde cantaba una enternecedora letra que jamás he olvidado y que ahora canto, como puedo, a mi nieto: "Chu, chú- chu, chú, sabed que Garbancito es un niño formal. Avecillas que voláis, pajarillos que cantáis..." Y a punto de dejar el Instituto para enfrentarme al difícil control del Preuniversitario para iniciar Filosofía y Letras, representé en el Paraninfo del Instituto, ante un público especial representado por familiares y amigos de los alumnos, la pieza cómica de Vital Aza titulada Parada y fonda. Recuerdo con cariño la entrega de nuestro profesor de Francés, don Pedro ( prometo desde ahora mismo recoger en el blog una colección de anécdotas ocurridas en mis años de estudiante preuniversitario), durante los ensayos que hacíamos en los recreos de la obra para que saliera a las mil perfecciones. Yo era el comisionista catalán Pau Palau Tomeu, representante de Andreu Grau y Riu de Barcelona, que a cada ocasión que me brindaban los personajes que constituían conmigo el reparto de Parada y fonda (don Emeterio, Rufino y el camarero de la fonda), sacaba a relucir mis muestrarios sobre los más diversos artículos, desde cepillos de dientes hasta despertadores eléctricos fabricados para sordos de nacimiento. De aquella representación (en realidad se hicieron dos representaciones para que todo el mundo interesado en la obra pudiera verla cómodamente) conservo algún incidente humorístico que arrancó del público asistente más de una carcajada como el de tener que comer pan solo repartido en los platos a modo de tajadas de carne en la segunda representación porque agotamos las existencias en la primera, o el momento en que voy a lavarme las manos antes de comer y una mano armada de toalla aparece por un costado del escenario cuando yo estoy en el contrario. De esa obra inolvidable, sin saberlo a cierta cierta (hasta hace unos días en que volví a repasar Parada y fonda lo descubrí), citaba en algunas cenas con los amigos una frase que creí siempre que era mi completa invención, ésta: "Es una delicia esto de cenar con los amigos a altas horas de la noche." Es una frase que precisamente el comisionista catalán, dirigía a don Emeterio y Rufino mientras cenaban los tres en una misma habitación por necesidad pues era día de feria en Valladolid (localidad donde transcurre la acción) y la fonda estaba al completo. Y como es de la afición al Teatro de lo que estoy hablando y no en especial de la obra de Vital Aza, acabo refiriéndome al hecho de que, ya profesor de Lengua y Literatura en un Colegio privado del Vallés, lo fui también de la EATP de Teatro con alumnos del antiguo BUP. Intenté incluir en el programa no sólo el amor por la historia de nuestro teatro clásico, sino por ciertas obras contemporáneas y fragmentos de alto valor dramático y humano. No me fue mal del todo (otro día me referiré a ello con detalle) y entre mis alumnos tengo la enorme satisfacción de haber contado con uno de nuestros directores de cine con mayor proyección nacional. Me refiero a José Luis Guerín, al que debemos películas como Tren de sombras, Innisfree o En construcción.

sábado, 18 de julio de 2009

DE VISTA, DE OÍDAS, DE LEÍDAS

Flores rotas



















Mi vida de jubilado no puede ser, en contra de lo que pensaba, más apacible y familiar. Puedo dedicarme a lo que más me ha gustado siempre: disfrutar del tiempo y evitar que el tiempo disfrute de mí, lo cual sería muy poco agradable. Todas aquellas cosas a las que estaba aficionado antes de jubilarme las gozo de tal manera que me falta tiempo para hacerlo del todo. Pasear, ir en bicicleta, nadar, leer, escribir, pintar, bailar, charlar con los amigos, viajar, ir al cine... Lo del cine es una devoción que mantengo viva desde niño. Desde aquellas películas del Oeste de la sesión matinal del Ramos Carrión en mi ciudad natal, en las que el protagonista Bob Steelle se enfrentaba a los forajidos dondequiera que la ley y sus convecinos estuvieran en peligro, hasta las series de televisión de hoy (C.S.I., Mentes criminales, Bones, House y un largo etcétera), pasando por DVD que me traen mis hijos o adquiero al comprar revistas o periódicos, he seguido siendo fiel a ese arte de las sombras y las imágenes que hablan y se mueven en las pantallas de cualquier tamaño para evocarnos otros momentos de nuestras vidas o traernos simplemente nuevos motivos de sueños e ilusiones. Uno de esos DVD es la película cuyo título encabeza el artículo de hoy, Flores rotas. Dirigida en 2005 por Jim Jarmusch y protagonizada entre otros por Bill Murray, Jeffre Wright, Sharon Stone o Jessica Lange, cuenta el viaje por media América del Norte de Don Johnston, soltero y casanova recalcitrante, buscando a un presunto hijo de diecinueve años, fruto de una de sus aventuras amorosas del pasado. La historia comienza en el momento en que la última amante que tiene decide abandonarlo. A la vez acaba de recibir una misteriosa carta de color rosa de una antigua novia suya diciéndole que tiene un hijo de 19 años que posiblemente anda buscándole. Pero la carta viene sin remite y con el matasellos borroso, con lo que no puede averiguar quién se la escribe y de dónde procede. Su amigo y vecino Winston, casado y con hijos y aficionado a la investigación detectivesca, tras prepararle el material necesario, que incluye los actuales domicilios de sus antiguas amantes, le anima a viajar por el país en su busca y así poder dar con ese presunto hijo suyo. El viaje en sí ya es entretenido y le ayuda a conocer los nuevos modos de vida de sus novias, así como el paisaje y el presente de un país en ebullición y desarrollo humano, sufriendo a veces hasta algún que otro accidente. Al final acaba obsesionándose tanto con ese hijo suyo de la carta, que cree verlo en los jóvenes que se cruzan con él y hasta sufre al final de la cinta una agridulce decepción con el joven al que invita a unos bocadillos y bebidas. Agridulce porque, tras todo lo vivido durante ese viaje de búsqueda, saca la conclusión de que el contenido de esa carta rosa ha sido una especie de lección que alguna de sus antiguas novias quiere darle para que cambie su vida. Recomiendo ver estas Flores rotas, porque, además de constituir una cinta realizada con calidad ( no en vano es obra del autor de películas como Extraños en el paraíso, Bajo el peso de la ley o Noche en la tierra, en las que la figura del perdedor es tratada con especial cariño), ofrece la lección sin falsas moralinas de que esas flores, lejos de estar rotas o cortadas, siguen esperando en el jardín existencial para dar nuevas oportunidades a quienes se conforman con ser meramente espectadores de una vida llena de sorpresas.

miércoles, 15 de julio de 2009

DE VISTA, DE OÍDAS, DE LEÍDAS

Las señoritas de Aviñón.



























No voy a hablar del famoso cuadro cubista de PabloPicasso, sino de la obra que el escritor madrileño Francisco Umbral escribió en 1995 y que lleva su mismo nombre. Conviene añadir que la edición de Planeta DeAgostine (Barcelona, 1999) incluye en la cubierta un fragmento de la pintura del artista malagueño. Francisco Umbral (Madrid, 1923 -- Madrid, 2007) empezó su carrera como periodista en Valladolid (su madre, soltera, era vallisoletana y se fue a Madrid para traerlo al mundo y evitar las habladurías) en El Norte de Castilla, cuyo director era Miguel Delibes, que había visto en Umbral un talento especial para la escritura. Luego trabajó en la radio y más periódicos en León, donde se casó con María España, que era fotógrafa de ElPaís. A principios de los sesenta se trasladaron a Madrid, donde perdieron a su hijo de seis años de leucemia (la terrible desgracia daría con el paso de los años Mortal y rosa, uno de los libros más sentidos y líricos de Umbral). Frecuentó el Café Gijón y fruto de esa circunstancia es el libro La noche que llegué al café Gijón. Fue protegido de Camilo José Cela y se convirtió en un prestigioso periodista colaborando en revistas y diarios como La estafeta literaria, Mundo hispánico, Ya, La Vanguardia, El País, etcétera. Alternó su actividad periodística con la literaria publicando novelas, biografías, memorias..., que le reportaron asimismo reconocimientos y galardones, como el Nadal de novela por Las ninfas en 1975, el Premio Nacional de las Letras Españolas por el conjunto de su obra en 1997 o el Cervantes de 2002. En su estilo, depurado y castizo, siempre nadan notas líricas que lo convierten en muy humano y próximo. En cuanto a Las señoritas de Aviñón, me parece una novela histórica o un trozo de nuestra historia novelada, o, como el mismo Umbral (encarnado en el personaje narrador Francesillo) dice en la página 10 de la edición mencionada más arriba: "novela/saga del siglo XX". O todo eso junto y más. Por la casa del protagonista narrador desfilan personajes históricos y literarios desde la España finisecular hasta la Guerra Civil que pintan los avatares que preparan el mundo convulso de hoy, las dos Españas, la zanja que separa irremediablemente las clases acomodadas de las que no lo son, las ideas estéticas y religiosas y, sobre todo, las políticas con la alternancia en el poder de los liberales y conservadores... Y así, durante los cocidos de los jueves, Francesillo es testigo de primer orden de las conversaciones que mantiene el bisabuelo Martín Martínez, "liberalote y masonazo", con Unamuno, Alfonso XIII o Azaña, por citar unos pocos. Picasso también desfila por estas páginas replicando a Unamuno que pintando el toro era la única forma de pintar a España y, en especial, haciendo retratos a las mujeres de la familia, entre ellas a la tía Algadefina, personaje entrañable y complejo donde los haya y por quien siente verdadera devoción Francesillo, para confeccionar con todos ellos su famoso cuadro Las señoritas de Aviñón. Y Rubén Darío. Y Galdós. Y algún torero que otro, como Machaquito. Y entendidos de toreros y toros como José María de Cossío. En todo este ir y venir de gente ilustre por la casa del bisabuelo Martín Martínez, se asiste a la muerte de algunos familiares y en especial a la ruina economica de la familia porque el patriarca lo pierde todo en el casino. Pero aún así, la familia mantiene el tipo de la gente poderosa y sigue acogiendo en su casa durante las comidas de los jueves a Primo de Rivera, que acaba desterrando a Unamuno a Fuerteventura por sus ideas, Federico García Lorca, o el citado Azaña. Al lado de estos personajes históricos aparecen otros ficticios con igual fuerza vital que ellos o más, como Sasé Caravaggio, que se enamoró de Picasso y provocó el suicidio de un novio suyo, o la prima Micaela, de quien Luis Gonzaga está profundamente enamorado y que finalmente muere acuchillada a manos de éste al sentirse traicionado. Hay amores (algunos contra natura como el de Francesillo por la cabra Penélope) y muertes y sueños y desagravios y nuevas esperanzas y deserciones y fidelidades que enternecen, como la del propio Francesillo que, a última hora, decide quedarse en Madrid para dar la cara aunque Franco está poniendo sitio a la ciudad. Para entonces hasta la tía Algadefina ha muerto silenciosamente en su cama mientras a su lado continúan las cartas y los versos de Rubén Darío, su gran amor. ¿Por qué hay que leer este libro de Umbral? Porque además de contar de manera amenísima una parte importante de nuestra historia política, cultural y literaria, nos presenta una visión de la vida liberal y comprometida de una familia pudiente del Madrid de los últimos años del siglo XIX y de las tres primeras décadas del XX. Y todo expresado con un lenguaje desenfadado, libre y en muchos casos profundamente lírico.

jueves, 9 de julio de 2009

CONEXIÓN

CONEXIÓN. Número12. 15 de julio de 2009. Tossa de Mar


EL POEMA

Bautizo de tierra adentro






































Ayer tocaste la yerba
como si fuera esmeralda.
Fue en el prado del estanque,
del estanque de espadañas,
del estanque donde el sauce
juega a mirarse en el agua,
mientras los patos menean
gruñendo sus colas blancas.
Tus ojos no se creían
que las tortugas sacaran
su cabecita de vieja
para mirarte la cara,
una cara hecha de luz,
de alegría y esperanza.
Ayer el aire del prado
te abrazó con sus fragancias
mientras juntas dos libélulas
tu asombro sobrevolaban.
Pero el asombro era mío:
la tierra te bautizaba,
te daba nombre y esencia
con la luz de la mañana.
Los nenúfares abrían
sus labios a flor del agua
y pronunciaban tu nombre
junto al de las espadañas,
el sauce, los patos blancos,
las libélulas casadas…
Tierra adentro, el prado en julio
tu nombre en verde bordaba.



































EL RELATO



El talismán (Continuación)



CAPÍTULO CUARTO. EL CASTIGO











































Amando estaba realmente acalorado y un sudor frío le recorría el cuerpo desde los pies a la cabeza. Notó que la ropa se le había pegado a la piel como otra piel y las piernas le temblaban como a un atacado de alferecía. Por primera vez en su vida había tenido miedo. Aquellos hombres del Ateneo... Ya tendría tiempo de vengarse por lo que le habían hecho. Su propia reacción, un tanto desaforada por deshacerse de los empujones, hizo que cayera rodando escaleras abajo. Y ahora jadeaba en la esquina de la Plaza Villa de Madrid intentando recuperar el aliento, a la vez que se lamentaba de no haber podido seguir a la chica y a aquel profesor suyo que había intercedido por ella en el bar. Se arregló la ropa y rozó el bulto del pecho. Muy a su pesar acababa de comprobar que, por primera vez también, le había fallado el talismán de piedra. La gente pasaba a su altura mirándolo de reojo. Se encaró con un par de viandantes que no pudieron evitar quedarse sorprendidos ante su lamentable presencia.
--¿No han visto nunca a un hombre vestido de negro?
--La verdad que así no—dijo uno.
--Y pidiendo en la calle, menos—añadió el otro.
--No estoy mendigando –dijo moviendo los brazos en gesto amenazante.
Los dos transeúntes apresuraron el paso. Amando echó a caminar por delante de los tenderetes hacia el Portal del Ángel. Enseguida se vio planeando qué haría en las horas siguientes. Lo primero, pasar por casa a consultar el correo y luego acudir a la de la historiadora para reanudar su seguimiento, si es que aún había margen para ello. Aunque a aquellas alturas, después de lo del Ateneo, lo más probable sería que la chica hubiera desaparecido. Instintivamente palpó sobre la ropa el talismán del pecho y musitó una plegaria mientras avanzaba entre la riada de gente como un autómata camino de la Plaza de Cataluña para coger el metro.
En casa consultó el correo preso de una corazonada. Tal como presentía, allí encontró un mensaje de Pere, el cual en nombre del Maestro y en el suyo propio le recriminaba la lamentable actuación que había mostrado en el Ateneo barcelonés y le pedía ponerse en contacto inmediatamente con él. El email se cerraba con la frase “Esta vez sin venda en los ojos”.
Llegó a casa de Pou con la determinación de explicarle con argumentos sobrados cuanto había pasado en el Ateneo y, si tenía oportunidad de enmendarse, lo haría satisfactoriamente.
Al abrirle la puerta Pou lo asesinó con la mirada y le quitó de golpe la posibilidad de excusarse. Luego con un gesto imperativo le exigió que lo siguiera hasta la sala alfombrada de rojo.
--Quítate la ropa—estalló su voz -- y ponte de rodillas.
--¿Qué prueba debo pasar ahora?—preguntó Amando con voz temblorosa.
--La de la obediencia.
No entendía nada. Preso de una zozobra galopante, empezó a desnudarse poniendo cuidado en guardar antes su talismán en el interior de un puño. Luego, como quien se arrodilla ante su verdadero dios, adoptó la postura que le había exigido Pere.
--¿Qué obediencia?—dijo--. He cumplido lo que se me dijo.
--No sólo no lo has cumplido, sino que has puesto en peligro nuestra organización. Nos tienes muy enfadados, a mí y al Maestro; sobre todo, al Maestro. Él te indicará cómo arreglar este entuerto.
Amando pensó al instante en la experiencia anterior.
--¿No me pones la venda?
--Esta vez sin venda en los ojos.
De ahí la frase del correo. Aun así, cerró fuertemente los párpados aguardando la embestida. Acto seguido apareció el Maestro de detrás de la cortina con la aguja de medir el aceite muy bien dispuesta. El hombre seco y alto se acercó a Amando con ligereza y de un golpe certero le ensartó por detrás. La Heroica de Beethoveen empezó a sonar. Fue un trabajo llevado a conciencia. La voz de Pou decía en el mete y saca:
--Acudir al Ateneo para resolver tu trabajo fue una mala idea.
Amando notó la momentánea retirada de su castigador. Pero no le dio tiempo a recuperar el aliento porque acto seguido el Maestro repitió la embestida, esta vez con más vigor e insistencia. Los violines sonaban sin parar. Ahora la voz de Pou decía con tono sentencioso:
--Debiste esperar una ocasión más propicia.
A la tercera va la vencida. Fue, sin paliativos, un empuje bestial donde el jadeo se hizo insostenible. Amando no podía aguantar más. Ni el Maestro tampoco.
Pere Pou esperó a que el Maestro se retirara del todo y desapareciera por la cortina para hablar de nuevo, ahora con tono más relajado, hasta casi dulce:
--Queremos que comprendas que te conviene no fallar más, querido Amando. Ahora levántate.
Amando se incorporó con el rostro rojo y desencajado y miró a su alrededor como mareado.
--Coge la ropa y sígueme.—Pere lo condujo hasta una puerta--. Ahí dentro hay un aseo, límpiate y vístete. No tardes. Te espero.
La música enfebrecía sus notas, mientras Amando se duchaba. Luego se miró al espejo mientras se vestía. Después se colocó al cuello su preciado talismán. Por el espejo vio que le quedaba bien. Pero al centrar la mirada en sus ojos, descubrió algo que no había visto hasta entonces. Era un gesto que no rechazaba; al contrario, le satisfacía enormemente. Era una mirada fría, de odio y de deseo de venganza. Había hecho todo lo que la Secta le había pedido. Y aquella gente se lo pagaba así. Una idea se abrió paso en su mente: “¿Cómo habían averiguado el altercado del Ateneo?” Acabó de vestirse y volvió a reunirse con Pere Pou, el cual, ante el desconcierto de Amando, no dejaba de sonreír.
--Todo esto es por tu bien. Amando. Recuerda lo que te dije el otro día acerca del poder y todo lo que puedes conseguir sirviendo a los Canteros. El Maestro nos quiere y nos ama de verdad. De modo que debes tomarte sus acciones como verdaderos productos de su gracia.
Amando no le escuchaba. Tenía en su cabeza una idea que tapaba todas las demás.
--Quita esa música—dijo secamente.
--¿Por qué? Forma parte de…
--Y una mierda. ¿Es así como la sociedad trata a quienes la obedecen y se desviven por ella? Llevo dos días sin dormir. Recibo una paliza y casi estoy a punto de morir rodando por unas escaleras de piedra…
--Éste que está hablando ahora, querido Amando, no eres tú. Algo te está comiendo por dentro, algo que…
--La mala hostia me está comiendo, Pere. Eso es lo que me come en estos momentos. Pero déjame que te diga lo que no me deja pensar en otra cosa.
--Tú dirás. Pero cálmate, Amando.—la voz de Pou reflejaba ahora cierto temor--. Nuestros superiores nos piden siempre que seamos comedidos en nuestras palabras y en nuestras acciones…
--Me calmo, me calmo de momento. Pero dime, ¿cómo os habéis enterado de lo del Ateneo?
Pou volvió a sonreír, pero ahora de manera enigmática.
--Los Canteros tienen ojos y oídos en todas partes. Te adelanto una cosa: en el Ateneo barcelonés hay una tertulia cuyos miembros pertenecen a nuestra sociedad. Uno de ellos se hallaba en el bar cuando se organizó el jaleo.
--¿Y por qué no intervino para ayudarme?
--¿Y ponerse en evidencia ante los demás? Entiende, Amando, que eso hubiera sido un acto inútil. Prefirió hacer lo más conveniente entonces: enviar un mensaje por el móvil. Así fue como nos enteramos.
Amando volvió a temblar. El miedo ocupó el sitio que antes habían ocupado el odio y los deseos de venganza. Pou esperó a que los ánimos de Amando se enfriaran del todo.
--Querido Amando. Te repito que todo está milimétricamente medido entre nosotros. Lo que debemos hacer es cumplir perfectamente nuestra misión, sin fallos, sin equivocaciones, sin precipitaciones… Y todo lo demás será un camino de rosas. El poder que te aguarda, Amando, es inmensurable, inmensurable, y una vez conseguido serás como un dios. Veo por tu actitud que me vas comprendiendo.—Hizo una pausa; sacó un papel doblado del bolsillo y añadió:-- Lo primero que tienes que hacer cuando salgas de aquí es volver a la dirección de esa entrometida historiadora y dejar en su buzón esta nota que te doy. Debe saber que no nos ha dado el esquinazo que supone y que se le está siguiendo el rastro. No sabemos qué tejemanejes se trae, pero esperamos saberlo de un momento a otro. Tú solo debes limitarte a lo que te dijimos la primera vez…
--A ser su sombra viviente.
--Eso es, Amando, eso es. Una sombra dispuesta a correr cualquier peligro para servir a los Canteros.
Entonces Amando se acordó de un detalle.
--¿Y ese profesor del Ateneo que ayudó a la chica?
--No te preocupes de él. Sabemos quién es y dónde vive. Ahora, Amando, ya sabes: cumple sin fallos la misión que nuestra sociedad ha tenido a bien encomendarte. Ah, y consulta de vez en cuando el correo. No dejes un solo día de mirarlo. Y si algo cambia el curso de las cosas, me pones un email. ¿De acuerdo? No olvides este último detalle. Si averiguas algo nuevo que conviene que sepa la organización, me escribes un correo.





CAPÍTULO CINCO. ENCUENTRO CASUAL

Florencio, el detective, al cabo de unos días recibió una llamada telefónica de la sede del simposio de Zamora comunicándole que su solicitud había sido aceptada y que, en consecuencia, se le esperaba en el congreso. A su llegada se le entregarían las credenciales oportunas. Por Internet hizo reserva de un vuelo de avión destino Valladolid y de la estancia en un hotel de Zamora. Consultó un plano de la ciudad del Duero y localizó fácilmente en él el sitio donde tendrían lugar las ponencias del simposio y la ubicación del hotel. Curiosamente se hallaban los dos en la orilla derecha del río, muy cerca del núcleo urbano y no muy distantes uno del otro, concretamente entre los dos puentes principales llamados respectivamente de Hierro y de Piedra.
Esa tarde se la cogió libre y se fue al cine del barrio a ver una película de gánsters, género por el que sentía verdadera pasión. Al volver a casa, tarde ya, cenó con los restos de la comida del mediodía. Antes de irse a dormir, hizo la maleta con cuatro prendas de ropa y pocas cosas más, sin olvidar la novela de Camilleri. (Tú te vienes conmigo, por si allí no me como una rosca, que será lo más probable.) Se dio un lingotazo de orujo de hierbas y se acostó no sin antes programar el despertador para levantarse a buena hora.
Aún no se había hecho de día cuando salió de casa. Y aunque iba con tiempo suficiente, no las tenía todas consigo pues debía tomar el metro hasta Sans y allí tomar el tren del aeropuerto, y con los medios de transporte nunca se sabe. Durante el trayecto del metro hasta la estación monumental de Sans se enteró leyendo de que Amalia Sacerdote tenía unas agendas donde apuntaba, entre otras cosas, sus citas de amor, agendas que recogían con todo detalle nombres y direcciones de algunos de sus clientes (¡Menudos cuernos los de su novio Manlio Caputo!) y otros sucesos pertenecientes al año en curso y a los tres anteriores. Cuatro agendas que por arte de birlibirloque habían desaparecido. Antes se había destacado el detalle del cenicero y ahora el de las agendas. Y por medio, los tejemanejes de políticos, policías y leguleyos de tres al cuarto.
Lo de la estación de Sans es algo que para Florencio Ortiz que no tiene parangón. Allí hay todo un mundo. Gente que espera, gente que sale y gente que no va a ninguna parte, indigentes que han tomado la estación como un gran hotel gratis donde pasar unas cuantas noches sin que la policía que anda por allí de un lado para otro les dirija la palabra. (Ahora se lleva mucho el compadreo y el paternalismo barato.) Merodeadores de toda calaña y amigos de lo ajeno. El detective sonríe. Sin embargo, hay en su sonrisa una gran comprensión para con la raza humana, aunque sin concesiones gratuitas. (Cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa.) De un simple vistazo, sabe diferenciar a quien va de viaje aunque esté desayunando en uno de sus múltiples bares o adquiriendo un periódico en algún quiosco de prensa y libros, de quien vuelve de un viaje: sus andares cansados, sus ojeras, sus movimientos de cabeza, como desentumeciéndose de un gesto prolongado, le delatan. Los sin techo es otra cosa. A la vista está su aspecto exterior y su actitud de dueños del espacio que ocupan, un rincón de las salas de espera, una columna, el rellano de una escalera, el recodo de una cabina telefónica…
Mientras el detective consulta el tablón de anuncios de trenes que llegan y salen de los andenes, a su mente viene el caso de uno de estos hombres que tuvo que resolver no hacía mucho. Era una persona de mediana edad que de la noche a la mañana había desaparecido de su casa. Tenía esposa y tres hijos en edad escolar. Vivían bien, tenían una segunda vivienda en Tossa de Mar y dinero en el banco. Pero aún así el hombre se fue de casa. Su mujer le había confiado durante la primera entrevista que el desaparecido había sido siempre muy hogareño y quería mucho a sus hijos, para quienes siempre tenía una palabra cariñosa y un gesto tranquilo y paciente aunque llegara cansado del trabajo. De ahí que su repentina desaparición sólo podía deberse a un accidente grave o quizás a un posible secuestro por parte de alguien que se había enterado de que poseían bienes. El detective vuelve a sonreír pensando en otros casos parecidos. Generalmente, el hombre, agobiado por tanta responsabilidad, opta por ponerse voluntariamente fuera de la circulación. Aunque algunos casos tienen un trágico desenlace, la vía del tren, un tiro o una borrachera sin límites con muerte de “delirium tremens” en cualquier calleja sin nombre. Pero la mayoría buscan salida cambiando de aires o de costumbres. Así que le pidió a la mujer al final de la entrevista, como solía hacerse en estos casos, una fotografía reciente de su marido y los teléfonos y direcciones de sus principales amigos y compañeros de trabajo. No le fue difícil acabar la investigación en la estación de Sans. Allí encontró al hombre, agazapado detrás del muro de uno de los ascensores, sobre unos cartones y con barba de semanas. Sonreía beatíficamente mientras a escondidas daba pequeñas caladas a un cigarrillo.
Un chaval de unos quince o dieciséis años, con la mochila escolar a sus espaldas, se cruzó con él mientras bajaba la escalera camino del andén. Por su forma de mirar, de fumar y moverse, dedujo al instante que el muchacho en cuestión pertenecía a uno de los casos más preocupantes de los últimos tiempos, el de los adolescentes absentistas de sus centros escolares. Como en una película se le representó en su cabeza el caso que había resuelto apenas unos días atrás. Fue el de un chico de familia bien que, también de repente y sin causa aparentemente conocida, pasó de ser un alumno ejemplar, de buen comportamiento y mejor rendimiento escolar, a suspender sistemáticamente todos los controles del colegio y a ser objeto de numerosos expedientes académicos.
Recordaba ver al chico salir de casa, como cualquier día, a las ocho de la mañana camino del Instituto. Llevaba a la espalda, como siempre, la mochila con los libros del horario de la jornada. En la acera de enfrente, escondido en su coche, le esperaba él, siguiendo el encargo de la madre del muchacho. Días atrás había recibido la llamada telefónica de la señora Llonc requiriendo sus servicios. Se vieron en la agencia al día siguiente. La mujer, visiblemente nerviosa, a una invitación del detective, se sentó al otro lado de la mesa de éste. Se quitó los guantes, luego las gafas oscuras que ocultaban sin duda unas delatoras lágrimas de preocupación y se puso a hablar:
--Como le dije por teléfono, quisiera que averiguara qué le ocurre a mi hijo. Su tutor, en la última entrevista que mantuve con él, me dijo que Nacho falta últimamente a las clases del Instituto. Yo le contesté que eso no era posible porque cada mañana sale de casa para ir a clase. Él insistió enseñándome la lista de faltas de la primera hora de la mañana de los dos últimos días y ayer mismo me volvió a llamar para recordármelo. Ya no puedo más.
La mujer intentó sofocar un sollozo.
El detective apuntó algo en su agenda y luego, tras dejar unos segundos que la señora Llonc se tranquilizara, le preguntó:
--Y el padre, ¿está al tanto de lo que le ocurre al chico?
--Estamos separados. No se lo dije por teléfono porque esas cosas no se dicen por teléfono. Hace un año que nos separamos. Pero ellos se ven con cierta frecuencia. La última vez que lo hicieron fue el fin de semana último. Y, según sospecho, jamás le pregunta cómo va en los estudios. Se limita a darle grandes cantidades de dinero para comprar su voluntad y tenerlo de su parte.
--¿Qué quiere decir?
--Lisa y llanamente que pone a Nacho en contra mía. Debe decirle que yo soy una bruja o cosas peores.
--Dejemos de momento eso. ¿Cómo ve usted a su hijo? Quiero decir que cómo se porta en casa mientras está allí?
--Lo noto distante. Ya le he dicho que debe de ser del veneno que le mete el padre cuando está con él. Apenas me dirige la palabra.
--Pero usted, ¿intenta hablar con él? ¿Le pregunta cosas de los libros, de los amigos, de los profesores?
--Claro que sí. Constantemente. Pero él rehúye la conversación que tiene que ver con el Instituto y otras veces responde con evasivas. Mire, señor detective, yo lo noto, sobre todo de un tiempo a esta parte, muy huraño conmigo.
--Ya –dijo el detective apuntando de nuevo en la agenda--. Ahora desearía, si no tiene inconveniente, hacerle algunas preguntas.
--Las que quiera.
--¿Su hijo se asea regularmente? Quiero decir, ¿cuida de su aspecto personal?
--Sí, Nacho siempre fue un niño muy limpio.
--De acuerdo. Un par de preguntas más. Primera, ¿mantiene organizada su habitación?
--No es un dechado de orden, para qué nos vamos a engañar. Pero no he notado nada que indique que ha empeorado, si es eso lo que me pregunta.
--Sí. Y segunda pregunta. Quiero que lo piense bien antes de contestarme. ¿Tiene ordenador para él solo?
--No le entiendo muy bien. Nacho dispone de un ordenador, sí. Su padre se lo regaló en las últimas Navidades y…
--Lo que quiero saber, señora Llonc, es si su hijo navega por Internet y qué tipo de cosas consulta o si chatea con alguien.
La interpelada cambió de semblante.
--Si tengo que decirle la verdad, no lo sé. Sé que se pasa mucho tiempo pegado a la pantalla, pero lo que hace en ella, debo reconocer que lo ignoro.
--Bien, no se preocupe. Vamos a hacer una cosa. Hoy, cuando llegue Nacho a casa por la tarde y se ponga ante el ordenador, invéntese cualquier motivo, ustedes las madres lo saben hacer muy bien, para entrar en su cuarto y, con buenas palabras, con esa sana sabiduría que tienen ustedes, charle con él y averigüe qué trabajo anda buscando en Internet, qué asignatura y profesor se lo pide o cosas por el estilo. Cuando lo haya averiguado me llama por teléfono.
En eso habían quedado. Y ahora, viendo al chico caminar por la acera a unos pasos de él, recordaba que la señora Llonc no debía de haber averiguado nada porque no le había llamado por teléfono para decirle alguna cosa sobre el particular. La cuestión fue que el detective vio al muchacho coger el metro en Cataluña después de dar varias vueltas por las calles de los alrededores como intentando despistar a un presunto perseguidor. Un par de veces había mirado hacia atrás, pero el detective conocía bien su oficio y logró no despertar sospecha alguna en el chaval. Éste, finalmente, cogió el metro dirección Plaza España y se apeó en la Estación de Sans.
La película de su memoria se esfumó de repente cuando al llegar al andén vio por el reloj colgado del techo que el tiempo que le quedaba para la hora del avión se había reducido notablemente. Si no llegaba pronto el tren del aeropuerto la cosa iba a ir demasiado justa. Caminó unos pasos por el andén y reparó en un hombre que, sentado en un banco, estaba muy enfrascado en la lectura de un libro. Se asomó disimuladamente por detrás para ver qué estaba leyendo. (Deformación profesional, chico, ¡qué le vamos a hacer!). No lo averiguó. Entonces apareció en el túnel el tren del aeropuerto, circunstancia que obligó al atento lector a levantarse del banco y cerrar su libro. Fue cuando vio la cubierta con el título y el autor. No podía creerlo. Otro lector de Camilleri. ¿Qué tiene este novelista que no tengan otros? Sagacidad y simpatía para contar, eficacia en los diálogos, dosificación de la intriga, lenguaje directo y muy actual, sin paliativos… Pasmado por la coincidencia, entró en el tren detrás del hombre. La novela en cuestión era La luna de papel. La recordaba vagamente. Pero eso no era lo importante. Lo importante era que el hombre le miraba a él como si lo conociera de siempre, como si supiera que él también leía a Camilleri. El detective sonrió. El hombre se acercó a él y en un susurro de voz le dijo, mientras apuntaba con la mirada a cierta parte del cuerpo del detective:
--Lleva la bragueta abierta.
El detective borró de golpe la sonrisa de su boca. Dijo “gracias” en un hilo de voz y se retorció cómicamente para subirse la cremallera con todo el disimulo de que fue capaz.
La llegada a la terminal se convirtió en un cúmulo de carreras y sudores por llegar a tiempo a la puerta de embarque. Si hubiera llevado una maleta mayor, no habría cogido el tren. El hecho de no tener que facturarla le solucionó el problema. En el avión le tocó por compañera una mujer joven que olía a perfume caro, era guapa y desenvuelta. Le pareció en seguida una profesora, abogada o perteneciente a un oficio parecido, con estudios, inteligencia sobrada y saber estar, tanto como para pasar de él olímpicamente, pese a que a las primeras de cambio respondió a su saludo cortésmente y con una sonrisa arrebatadora.
Más tarde, cuando la azafata pasó sirviendo algunas bebidas, ambos compañeros de viaje se atrevieron a intercambiarse frases enteras. (No sueñes en ningún ligue con ella, iluso.) Se presentaron, aunque él sospechó que la joven inventaba datos sobre la marcha, y lo sospechó porque, entre otras cosas, él lo había hecho. (Siempre fingiendo. ¿Cuándo vas a dejar a un lado tu oficio?) Ella le había dicho que se llamaba Clarisa. Pero ¿quién se llama así hoy en día? (Se llama como una monja. Sor Clarisa. ¡Ay, doña Inés del alma mía! Aquí tienes a tu Don Juan.) ¿De qué se quejaba? Si él le había dicho que era escritor y que iba a recoger un premio que acababan de otorgarle. (¡Tan fantasma como siempre! A ver cómo sales de ésta, Florencio.) Luego se entregaron durante unos minutos a sus respectivos quehaceres: ella, a revisar su agenda y apuntar unas notas, y él a leer la novela de Camilleri. De vez en cuando y sin mover la cabeza miraba de reojo a las rodillas de su compañera. Lo que pasara entre Guiditta y el senador Filippone de la novela le traía al pairo, lo mismo que los negocios del hombre invisible que aparcaba en la parte de atrás de la casita donde estaba alquilada Amalia Sacerdote para encontrarse con ella antes de ser asesinada. Ahora lo que le importaba era vivir la proximidad de la bella y moderna monjita que viajaba a su lado (Cada vez te pareces más a un adolescente, Florencio. Deja de soñar.) Pero justificaba aquello porque andaba falto de un buen polvete. (¡Hala! Ahora te acabas de convertir en un vulgar macarra.) Después descubrió, o por lo menos le pareció descubrir, que Clarisa le miraba también de reojo. Entonces miró a la joven de repente y se encontró con su mirada, una mirada azul y limpia que nunca antes había visto.
--¿Le gusta Camilleri?—preguntó ella.
Qué pregunta. Sin embargo, no supo ni qué contestarle ni cómo hacerlo. Acababa de descubrir en la mejilla derecha de la joven un trío de pecas totalmente sugeridoras.
--Me gustas mucho. Perdón. Quiero decir que Camilleri me gusta mucho. Sus novelas, ésta por ejemplo, y otras, todas… tienen algo que enganchan al lector a la primera de cambio. Sus diálogos son tan naturales, tan directos… y tiene una forma magistral de describir situaciones…
--¿Cómo se titula?
--La muerte de Amalia Sacerdote.
--¿De qué trata?
Ese no era modo de preguntar. Además, tampoco en esta ocasión encontró palabras para responder. Aquella mirada de cielo profundo…
La voz en off del comandante se oyó resonar en el vientre de la nave para decir que estaban llegando a Valladolid.
Y los dos pasajeros interrumpieron su conversación. Él pensó que debía emplearse más a fondo la próxima vez que intercambiaran nuevas frases para lograr que Clarisa se sincerara más con él y le abriera su corazón. (Demasiadas pretensiones, chico. Confórmate con lo que hay.) Por primera vez creyó que valía la pena seguir hablando con ella, acercarle su corazón. Y en cuanto a Clarisa, a juzgar por la sonrisa que no dejaba de volar por la comisura de sus labios, parecía comulgar con esa misma sensación.
Florencio vio una ocasión de oro cuando, caminando hacia las cintas de los equipajes, Clarisa hizo un comentario sobre la posibilidad de alquilar un coche para trasladarse a Zamora. Tocó la rana de madera que siempre llevaba en el bolsillo para que le diera suerte y le dijo:
--¿Vas a Zamora? ¡Qué coincidencia! Yo también. Si quieres puedes venir conmigo en el coche que tengo alquilado. Será más divertido.
Ella al principio rehusó el ofrecimiento, pero luego aceptó poniéndole condiciones que el detective aceptó enseguida. (Todo con tal de viajar contigo, muñeca. Deja de imitar a Marlowe, fantasma.)
Estaban tan pendientes uno del otro que no advirtieron la presencia de Amando que, con un equipaje pequeño delante de sus rodillas, les espiaba desde el bar del aeropuerto medio oculto tras una columna. Se levantó para seguirles de lejos hasta la oficina del Renta-Car. Vio al detective recoger las llaves del coche que los llevaría a Zamora y a continuación él hizo lo mismo. Al cabo de unos minutos conducía su coche a una cincuentena de metros del Opel que llevaba a los dos entrometidos hacia la salida de Valladolid por avenidas de tráfico denso para enfilar la autovía de Zamora.
Llovía un agua fina que acharolaba el alquitrán de la autovía. Durante los primeros kilómetros hablaron, sin detallar demasiado, de los motivos de sus respectivos viajes a Zamora. Y a las primeras de cambio, el detective se convenció de que la chica le atraía cada vez más. Respecto de la historiadora, actuaba con más prudencia, en especial después de lo que le había pasado en Barcelona con aquel otro hombre grande y vestido de negro que la había amenazado de muerte. Pero a medida que pasaban los kilómetros y la conversación se volvía más fluida, empezó a ver en su acompañante a un chico divertido, algo pagado de sí mismo, eso sí. Pero su intuición femenina le decía que podía contar con él. Era en lo importante bastante formal y en casi todo…divertido. Sí, esa era la palabra que mejor le cuadraba: divertido.
Al entrar en Zamora por el Alto de los Curas, promontorio que desemboca en una de las avenidas principales de la ciudad, Clarisa ya sabía que Florencio era de fiar, aunque no había acabado diciéndole el verdadero motivo de su presencia en la ciudad del Duero.
--¿Conoces Zamora?—le preguntaba Florencio.
--Un poco, pero hace muchos años que no venía.
--Tengo el hotel entre dos puentes. El Puente de Hierro…
--¿Y el Puente de Piedra?
--Sí. ¿Conoces la zona?
--No mucho.
--Pues en esa zona está mi hotel.
--En cambio, el mío…, quiero decir mi alojamiento, está al otro lado del río.
--Te llevo. No tengo prisa. Hasta mañana por la mañana no debo presentarme en el Simposio.
--¿De verdad que no te causa ningún trastorno?
--De verdad. (Estar a tu lado, es estar en la gloria.)
Sonó el móvil de Clarisa.
--Sí, tía, acabo de llegar. Un buen amigo me lleva en su coche hasta casa…Ya te contaré… Sí, sí, no está mal—Miró a Florencio y sonrió--… En cosa de cinco o diez minutos, como mucho… Hasta luego, un beso—guardó el móvil--. Era mi tía. Ahora al llegar a la rotonda del fondo de la avenida giras a la izquierda; la cuesta baja hacia el río. Ya te iré indicando.
--¿Qué te preguntaba de mí tu tía?
--¿Y cómo sabes eso?
--Por la conversación.
--Pues las cosas que preguntan las tías por los hombres que van con sus sobrinas.
--¿Y tú que le has dicho?
--¿No lo has oído?
--Sí, pero quiero oírlo otra vez.
--Pues te vas a quedar con las ganas. Sigue conduciendo.













LA NOTICIA









El Tour pasa por Tossa de Mar


























































































Después de cuarenta y cuatro años el Tour de Francia vuelve a tener una etapa que acaba en Barcelona. Concretamente, la sexta, cuyo punto de partida es Gerona. El recorrido no podía ser más atractivo pues, dejando aparte las dos ciudades que sirven de principio y fin al mismo, cuya belleza nadie discute, parte de la ruta se asoma al mar y corre paralela a él durante bastantes kilómetros, algunos de los cuales pertenecen a la Costa Brava y entre ellos a Tossa de Mar. Yo he tenido la suerte de ver pasar la serpiente multicolor por las primeras rampas de la montaña que separa Tossa de Lloret. Y mientras rodaban las bicicletas por delante de mí, pude reconocer, entre otros, a Alberto Contador, nuestra baza singular para ganar la edición de 2009, a Lance Armstrong, ganador de siete tours, y a Sastre, vigente campeón de la ronda gala. Horas más tarde vi por la televisión la llegada de los ciclistas a Barcelona en medio de una abundante lluvia, que provocó algunas caídas, antes de llegar a las rampas de Montjuic, donde estaba la meta. La llegada fue al "sprint" y resultó vencedor el noruego Hushovd, seguido de nuestro Óscar Freire. La clasificación general sigue igual: primero, Cancellara; segundo, Armstrong; tercero, Contador. En la séptima etapa, que llega a Andorra, habrá posiblemente los primeros importantes movimientos de cara a la clasificación final. Veremos.










En la fiesta, la muerte

































Como sabemos, estos días se celebran en Pamplona los famosos Sanfermines. Pues bien, si hasta el momento (tres encierros) no había que lamentar ninguna víctima mortal, hoy 10 de julio, durante el cuarto encierro, un toro rojo de la ganadería Jandilla (ya tienen fama estos toros de haber causado mucho peligro años anteriores) llamado Capuchino ha corneado a un joven de Alcalá en el cuello y tras seccionarle la aorta y la cava le ha causado la muerte casi instantánea. La trágica cogida la hemos podido ver en el Telediario de las tres de la tarde y hemos quedado consternados. De nuevo la fiesta se tiñe de muerte. A partir de hoy la familia de ese joven corredor llorará su pérdida. Per mañana sonará de nuevo el chupinazo que dé salida a un nuevo encierro. Los toros corriendo por Estafeta hacia la plaza y una multitud de corredores y otros que no lo son volverán a arriesgar su vida. Todas las fiestas son así: es el juego interminable de la vida y la muerte. Aunque una pregunta me sigue rondando la cabeza. ¿No podría evitarse tanto riesgo innecesario?









EL COMENTARIO





Esperadme en el cielo











De la periodista Maruja Torres (Barcelona, 1943), antes de ganar los premios de novela Planeta y Nadal, conocía apenas los escándalos de sus declaraciones descalificadoras acerca del PP publicadas en algunos periódicos años atrás. Y ahora, después de leer el libro que le dio el Nadal de 2009, sé algunas cosas más, que paso a exponer. En primer lugar, vaya por delante la constatación de que en Esperadme en el cielo es un claro homenaje a los escritores barceloneses en lengua castellana Manuel Vázquez Montalván y Terenci Moix, amigos de la periodista. De ahí que por las páginas del libro desfilen multitud de personajes reales relacionados con el mundo de la literatura, el arte y la cultura en general, incluida la lengua (no en balde se cita varias veces en ellas, en las páginas del libro quiero decir, el Diccionario de doña María Moliner, que, por otra parte, se utiliza para ocultar el supuesto testamento que la periodista ha redactado). Y es que en Esperadme en el cielo hay muchos datos históricos, geográficos, viajeros, cinematográficos, literarios, artísticos, autobiográficos... y reseñas periodísticas con alguna que otra opinión sobre política internacional. Es decir, de todo, menos trazas novelísticas. ¿Dónde está la novela aquí? ¿Dónde la narración? Es verdad que se cuenta un encuentro en el más allá con dos amigos del barrio del Raval de barcelona, que le sirve a la narradora para evocar escenas vividas por los tres en épocas diferentes de sus vidas, pero poco más; de argumento muy poco, de evolución psicológica de los personajes, menos, como no sea lo que ya el lector sabe de Vázquez Montalván ( las novelas cuyo personaje central es el detective Carvalho, sus gustos gastronómicos, su poesía o su compromiso político, entre otras cosas), y de Terenci Moix (su afición por el cine o su amor por el mundo milenario de Egipto). El tempo de la narración apenas existe, lo mismo que el juego de la ficción, y no digamos nada de los elementos fantásticos que el lector tiene que aceptar como el citado encuentro de la narradora con los dos amigos recientemente fallecidos en un cielo inmortal pero sin Dios, los vuelos sobre alfombras mágicas, los cambios de vestuario y escena propios de cuento (no en balde la narradora unas veces es Alicia en el país de las maravillas y otras Wendy en el paisaje imperecedero de Peter Pan) o, por no alargar esta enumeración, la conversación que mantiene la protagonista con el Ángel Caído del parque del Retiro madrileño. Y la explicación de todo ello lo encuentra el lector en la última página del libro: lo vivido durante el libro por la autora en realidad ha sido soñado (artificio pobre además de pueril); durante la firma de ejemplares en la Feria del Libro de Madrid se ha quedado dormida. En resumen, lo que se presenta como una novela, ganadora además de uno de los premios más prestigiosos de nuestro panorama literario, no es más que un conjunto de textos que, por separado, y sin la parafernalia del coma, del testamento o de los viajes sobre alfombras mágicas por medio mundo emulando al ladrón de Bagdad con que se adorna el libro, podrían formar el sentido homenaje periodístico de una colega a dos amigos de siempre con motivo de la reciente desaparición de ambos. O sea, una declaración de cariño a dos escritores que fueron algo así como el maestro de la declarante. Y todo hay que decirlo, entre esos textos hay párrafos con cierta calidad literaria. El siguiente habla así de las raíces y del modo de ser de los tres amigos: "Habíamos nacido en el Barrio. Veníamos del Barrio. Éramos el Barrio. Hijos de una posguerra y de una geografía concreta, llevábamos el más amargo antojo de la Historia de nuestro país tatuado en la espalda. Pertenecíamos a las calles de aquella niñez. Y eso lo cambiaba todo" (página 23). Otros pasajes son pinceladas turísticas sobre ciertas ciudades, como el que habla de Beirut en la página 168: "El empuje turístico levanta hoteles de lujo extremo, barrios enteros se convierten en escenario de saraos permanentes, entrecruzadas sus calles por el cañamazo de lugares de nocturno esparcimiento cuya clientela se intercambia. La ciudad se libra alegremente a los magnates de la época. resulta muy virgen todavía, muy ingenua... Se apresta a convivir, esta capital de la frivolidad, con lo más politizado y revolucionario del mundo árabe, semilla de inteligencia que germinó aquí gracias a la apertura con que la prensa reflejaba las opiniones más radicales y contrapuestas, y al extraordinario empuje de las editoriales libreras, las más avanzadas de Oriente Próximo." Pero para construir una novela, eso no basta; hay que crear un mundo ficticio que parezca verdad. Y en Esperadme en el cielo sólo se habla de verdades, de personajes reales con nombres y apellidos como si fuera un libro de memorias (que tampoco) al que se ha querido dar un barniz de cuento fantástico (con el handicap que resulta emplear el sueño como motor de los acontecimientos).



miércoles, 8 de julio de 2009

DE VISTA, DE OÍDAS, DE LEÍDAS

Acerca de Sorolla
















No voy a repetir lo que me gusta la pintura y mi sempiterna afición a dibujar y a pintar. Simplemente quiero dejar constancia de un detalle que he vivido estos días tras ojear el número perteneciente a junio de la revista Descubrir el Arte. Entre sus páginas volví a ver un cuadro que siempre me ha gustado y por el que he sentido verdadera devoción. Me refiero al titulado Niña entrando en el baño, del pintor valenciano Joaquín Sorolla (1863-1923). Dejando al margen que dicha obra, una de las más importantes de la última etapa del pintor, junto a otras como Después del baño o Pescadoras valencianas, ha sido subastada recientemente en Sotheby's, dejando aparte eso, lo que me importa destacar aquí es su contenido, el mar del Levante español con su luz especial y sus juegos azules, morados y esmeraldas, el tranquilo oleaje acercándose a la orilla para rozar con sus espumas, primero los barcos y luego los cuerpos felices de los niños, y, sobre todo, la intención inaplazable de la niña protagonista de la obra, posiblemente la propia hija del pintor, Elena, que resueltamente se dirige al encuentro de las olas. Y, sobre todo, que tras la contemplación del cuadro de Sorolla, se me ocurrió como en otras circunstancias parecidas intentar copiarlo. Evidentemente, las diferencias son insalvables, como no podía ser de otro modo. Y aquí lo pongo. Junto a una pregunta: ¿Falta algún motivo del contenido en mi modesta copia?

domingo, 5 de julio de 2009

DE VISTA, DE OÍDAS, DE LEÍDAS

El libro en crisis


Como era de esperar, el libro también está sujeto al mazazo de la crisis que estamos viviendo. Unos datos bastarán para situarnos. Según la Federación de Gremios de Editores de España, el comercio interior del libro presenta los siguientes números: en el primer semestre de este año 2009 las ventas han descendido un 6% respecto de 2008 (los meses de enero y febrero, concretamente, fueron desastrosos porque presentaron bajadas alrededor del 40%), y la facturación, con respecto también al año anterior, ha sufrido un descenso de un 10%. Respecto al comercio exterior, también se ha visto seriamente mermado. Y eso que se ha probado de todo, incluido el abaratamiento del libro con lanzamientos de nuevas colecciones, como el tan traído y tan llevado Libro de Bolsillo. Pero la realidad está ahí. Las librerías devuelven alrededor de la mitad de los libros que les llegan desde las editoriales, que por otra parte no paran de aumentar los títulos editados. Un dato de la misma Federación: en 2008 se publicaron 2500 libros más que en 2007, en total, 73.000 títulos (casi 368 millones de ejemplares, una barbaridad). Y lo malo de todo esto es que no se lee más. Leen los que siempre han leído. Causa una pena infinita oír decir por la televisión a algunos de nuestros deportistas de élite que no han leído un libro en su vida. Pero este es otro tema. ¿Y qué soluciones proponen los de la Federación de Gremios de Editores de España para paliar el problema? En primer lugar, seguir con la tónica de abaratar el precio del libro, aunque desgraciadamente se ha visto que el libro de bolsillo no acaba de triunfar en España; en segundo lugar, reducir el número de títulos editados, y en tercer lugar, ajustar los pedidos previa consulta de las editoriales a las librerías. ¿Darán resultados positivos? Esperemos que sí. Mientras tanto, refugiémonos en los clásicos, que nunca pasan de moda y aconsejan siempre la prudencia y la discreción, dos virtudes que parecen desconocer quienes sólo buscan un medio de lucro fabricando libros como churros, y me refiero aquí, primero, a esa moda tan corriente hoy entre los "famosos" a querer publicar sus memorias, biografías y cuentos por el estilo, y, segundo, a la insaciable codicia de las grandes editoriales por darles riendas sueltas.

jueves, 2 de julio de 2009

DE VISTA, DE OÍDAS, DE LEÍDAS




Los fuegos artificiales de San Pedro










Desde bien niño los fuegos artificiales me han fascinado siempre. Recuerdo los que sobre el río Duero, allá en mi ciudad natal, tenían lugar durante la noche de la festividad de San Pedro. La familia reunida íbamos al Puente de Piedra mucho antes de que comenzaran los artificios para coger un buen sitio. Sobre el agua oscura de repente aparecía una barca ocupada por un empleado del Ayuntamiento que, armado de un mechero iba prendiendo los morteros que flotaban sobre el río estratégicamente colocados. La fiesta que comenzaba al pie de los tajamares del Puente y a un paso de las azudas subía con un silbido poderoso al cielo para allí estallar en estampidos y chorros caprichosos de colores. Duraban poco aquellas piruetas encendidas de los fuegos artificiales, pero más tarde, de vuelta a casa, lograba recordar docenas de figuras que desde el cielo iluminaban la ciudad y el río en un derroche de color inimaginable. Palmeras, molinillos, luciérnagas, flores que brotaban de otras flores, guirnaldas, surtidores de luz acompañados de humo flotante y misterioso y estampidos de todas clases mientras el olor a pólvora quemada impregnaba la escasa brisa reinante. Durante la noche, en sueños, seguía viendo en mi imaginación la fiesta de luz y sonido que bajo la inspiración humana cada año se repetía a unos pasos de mi casa en el río que más quiero. Al día siguiente unos cuantos amigos y yo, muy temprano, repasábamos las orillas y los islotes en busca de pólvora sin quemar. Con ella poníamos nuestros nombres sobre el pretil del río y la prendíamos fuego; así lográbamos perpetuar aún más el recuerdo de los fuegos artificiales.

Todo eso lo recuerdo ahora, a muchos años de nostalgia del niño que fui y a muchos kilómetros de diáspora de la ciudad donde vivía aquella pirotecnia que yo consideraba mágica cada año en la noche de San Pedro. Lo recuerdo ahora, aquí, en Tossa de Mar donde tengo un pequeño refugio de paz, mientras acodado en la balaustrada de la estatua de Minerva, espero a que dé comienzo al pie de la muralla de la Vila Vella del pueblo y enmarcado en un paisaje encantador que refleja fiel el mar callado y plácido de la bahía bajo una luna en cuarto creciente espectral y en medio de una brisa fresca que pone algo de alivio a estos días y noches de bochorno estival.

Pronto sonará el primero de los chupinazos que anunciará la fiesta. Cuando suene el tercero, empezarán a brotar de la arena las primeras palmeras de luz que se enseñorearán del cielo y llenarán de columnas de luz las aguas de la Cala Grande. Mientras eso llega, una pantalla gigante plantada sobre la arena de la playa proyecta imágenes sobre la Tossa de ayer, la de hoy y del futuro enmarcadas por la evocadora música de Los carros de fuego y la mágica de Carmina Burana. Prefiero la Tossa de siempre, la que no cambia, la que vive en el desván de mi alma, la Tossa del verano, abierta y hospitalaria, musical y atrevida, la Tossa de la cerveza y el baile del Don Juan, la charla de la playa, el baño del mar... La Tossa de la primavera, redentora y sabia, la de la bicicleta por los caminos forestales aledaños a la riera y al estanque de los patos... La Tossa del otoño...
La pantalla gigante se apaga y acto seguido lo hacen las tracciones de la feria del paseo. Es la señal. Suenan uno tras otros los petardazos que dan principio a los fuegos. Apenas duran quince minutos. Pero durante todo ese tiempo las miradas de quienes atestamos la arena de la playa y las balaustradas del paseo hasta la plaza de la estatua de Minerva sólo tienen un blanco, el oscuro palio del cielo. La sinfonía de estampidos, silbidos, truenos comienza y la luz de los fuegos brinca en el campo mágico del cielo en miles de formas y colores. Flores, guirnaldas, gusanos de luz, palmeras... deleitan los ojos, y entre luz y luz, estampido y silencio, suenan los aplausos. Las cámaras estallan en centenares de flashes mientras intentan en vano capturar toda la belleza de los fuegos artificiales. La magia acaba. Sólo otro San Pedro, otra noche como ésta, dentro de un año, podrá resucitarla.