sábado, 30 de diciembre de 2023

COPLAS DE DICIEMBRE

     

        Mientras el año 2023 corre raudo hacia su fin, como queriendo olvidar algunos puntos de la vida social y política,  que se ha visto obligado a cargar a sus espaldas en contra de su voluntad y en alguna ocasión hasta avergonzado, he sido tentado a escribir unas cuantas coplas destinadas a tratar algunos de esos puntos.
 
 

Cantemos con alegría

los villancicos de ayer,

mientras podamos, ahora.

¡Que lloraremos después!


 

No debería existir

la soledad en diciembre

y menos en Navidad,

cuando todos se divierten.

 

Es diciembre y hace frío

y las lluvias volverán;

tengamos fe y esperanza

y el Niño Dios proveerá.


La Navidad en familia

no tiene comparación:

en la mesa con nosotros

disfruta hasta el mismo Dios.

 

Adiós, año veintitrés

de este siglo veintiuno,

donde pocos viven cuerdos

y a nadie tienta el futuro.

 

Los diputados olvidan

que la Navidad es santa,

y así cambian mazapanes

por insultos y amenazas.


La lotería se viene,

la lotería se va;

y los pobres siguen pobres

y de ahí no medrarán.

 

Mientras medio mundo brinda

en felices sobremesas,

el otro medio se mata

en sanguinarias trincheras.

 


Dejemos los metaversos

y volvamos a las rimas

que nos hacen más humanos

y dan sentido a la vida.

 

El 22 de diciembre

por fin pasará a la historia:

en vez de darnos el Gordo

nos dará la PERRA GORDA.

 

Las uvas del treinta y uno

 contienen doble destino:

despiden un año muerto

y reciben a uno vivo.

 

Por si no vivimos muchas

Navidades como ésta,

disfrutemos la presente

por si fuese la postrera.

 

 

 

 

 

 


 


 

 

 

 

domingo, 17 de diciembre de 2023

FILMOTECA DELIBEANA (y IV)

 

Trataremos ahora de comentar brevemente el resto de películas basadas en novelas de Delibes, respetando el orden cronológico de su aparición.

La primera de ellas, La Guerra de Papá, 1977, adaptación de El príncipe destronado, fue dirigida por Antonio Mercero e interpretada en sus principales personajes por Lolo García (Quico), Teresa Gimpera (Mercedes, la madre del anterior), Héctor Alterio (Pablo, su padre), Verónica Forqué (Vítora, la joven que se cuida del niño), Rosario García Ortega (Domi, la criada), Queta Claver ( la tía Cuqui), etcétera. Completan la ficha técnica el guión, del mismo Mercero y Horacio Valcárcel; la fotografía de Albert Pascual y el montaje de Javier Morán.

La trama es como sigue: Después de haber pasado muchos años desde que España sufrió la cainita guerra civil, ganada entre otros por el autoritario don Pablo, la guerra sigue siendo para sus hijos “la guerra de papá”. El filme cuenta la historia de la vida cotidiana de una familia acomodada desde el punto de vista de Quico, un niño de cuatro años que acaba de ser “destronado” por su nueva hermanita. En efecto, a Quico, penúltimo hijo de una familia rica su hermana pequeña de ocho meses ha venido a desplazarle y ahora acapara toda la atención que sus padres le dispensaban antes. De ahí que para llamar su atención, inventa todo tipo de travesuras junto con su hermano Juan, de siete años, desquiciando a una madre frustrada por sus problemas matrimoniales.



La dirección de El disputado voto del señor Cayo, 1986, corrió a cargo de Antonio Gómez Rico; el guión, del mismo y Manuel Matji; la fotografía, de Alejandro Ulloa, y de la interpretación de sus principales papeles se encargaron Francisco Rabal (señor Cayo), Juan Luis Galiardo (Víctor Velasco), Iñaki Miramón (Rafael), Lydia Bosch (Laly), Eusebio Lázaro, Mari Paz Molinero... narra la historia de un pequeño pueblo en el que sólo viven dos únicos vecinos que se odian y no se hablan, mientras en la sede provincial del partido socialista se viven los últimos momentos de la campaña electoral de 1977. La acción de la historia transcurre alternadamente transcurre en dos momentos diferentes pero relacionados entre sí: el primero, perteneciente al pasado está filmado en color, y el segundo, correspondiente al presente. en blanco y negro. En el momento filmado en color, aparece Víctor, papel que encarna Juan Luis Galiardo, un viejo militante socialista que ha pasado buena parte del tardofranquismo encarcelado por sus actos de protesta en contra del régimen, y que ahora se presenta a las elecciones de 1977 como candidato a diputado por la provincia de Burgos, para lo cual hará campaña en unos cuantos pueblos, acompañado por dos militantes mucho más jóvenes, Laly y Rafael. Cuando los tres llegan a una aldea despoblada, se encuentran con el señor Cayo, alcalde de la misma, que los recibe y les notifica que en el pueblo sólo viven dos personas además de él; su esposa, una mujer muda, cuya interpretación corre a cargo de Mari Paz Molinero, y un hombre con el que al parecer no ha cambiado una palabra desde hace bastantes años. Los tres políticos pasan el día con el alcalde enterándose de las tradiciones del lugar y la manera de vivir que tienen el señor Cayo y su mujer. Al oírlo, Rafael no llega a comprender cómo puede vivir gente alejada de la política que tanto le interesa a él. Eso provoca una discusión general, que de repente es interrumpida por la aparición de una pandilla de jóvenes de ultraderecha, que los acosan y golpean con intención de amedrentarlos, y luego desaparecen por donde habían venido. Rafael se aparta y Víctor y Laly discuten sobre el desencanto que sienten sobre su rol como representantes políticos en un país cuyos modos de vida no paran de cambiar.

El segundo momento, en blanco y negro, se refiere a unos años después, en que Rafa y Lali se encuentran en el funeral de Víctor y allí hablan de volver a visitar al señor. Cayo, tal como se lo habían prometido la última vez que se vieron. Rafa, involucrado ahora plenamente en la maquinaria del partido, parece escéptico, pero al fin decide ir. Se encuentra con el señor Cayo, que ahora se encuentra completamente solo. Rafa intenta hablar con él, pero viendo que el anciano está muy enfermo, decide llamar a una ambulancia para que se lo lleven a un centro médico. La película termina con Rafa, visiblemente más mayor, caminando hacia su automóvil por las calles de la aldea completamente desierta. En un muro, Rafa pinta las siglas V.V, recordando a Víctor, sobre el lugar donde habían colgado sus carteles la pandilla ultraderechista.



El tesoro, película de 1990, dirigida por Antonio Mercero, guión escrito por el propio Mercero, José Luis Garci y Horacio Valcárcel, fotografía de Hans Burmann e interpretada en sus principales papeles por José Coronado, Ana Álvarez, Álvaro de Luna, Pepe Soriano, Saturnino García... cuenta la historia ocurrida en una pequeña localidad castellana, en la que un agricultor encuentra un importante tesoro celtibérico. Jerónimo Otero, un profesor de Arqueología, llega al pueblo acompañado por un grupo de estudiantes. Entre ellos está Marga, una hermosa chica que mantiene una relación sentimental con el profesor. La presencia del pequeño grupo de investigadores forasteros despierta un ambiente de hostilidad y violencia entre los lugareños

En su momento Mercero comentó a los medios que su Tesoro era casi una ópera prima porque, dijo, “es una película sencilla, hecha con modestia, sin demasiados medios y con actores noveles”, Aun así se presentó en Valladolid “dignamente, sin complejo alguno (…), Creo que puede tener sus posibilidades.” El trabajo de la factura del filme fue duro (hasta seis versiones hizo con Valcárcel en busca del beneplácito de Delibes). “El hecho real sucedió en Zamora, explica Mercero; yo trataba de situar la acción en un pueblo que diera la idea de primitivismo inherente a la historia (…), y en los alrededores de Riaza encontré Madriguera. El color rojo de sus tierras me pareció ideal para transmitir el espíritu de crispación que emana de la trama”



La película hispano-mexicana La sombra del ciprés es alargada (inicialmente llevó por título Los Cuatro Postes), también es de 1990; fue nominada al Mejor guión adaptado en los premios Goya, y dirigida por Luis Alcoriza; la fotografía corrió a cargo de Hans Burmann e interpretaron sus personajes principales Emilio Gutiérez Caba (don Mateo Lesmes), Fiorella Faltollano (Doña Gregoria, esposa de Don Mateo), Naëlle de Prados (Martina, hija de los dos anteriores), Ivan Fernández (Pedro de niño), Juan José Guerenabarrena (Pedro de mayor), Miguel Ángel García, (Alfredo)...

El filme arranca con la llegada del tren a la estación de Ávila en la segunda década del siglo XX. Pedro, un niño de nueve años, huérfano, acompañado por su tío y tutor, entra a vivir como pensionado en la austera casa de Don Mateo, maestro autodidacto que a partir de ese momento será el encargado de su educación. En la casa están también Doña Gregoria y Martina, esposa e hija del maestro, y también su perro Bony. Posteriormente aparecerá en la casa Alfredo, huérfano de padre, rebelde y aventurero, que adora el mar, y que será compañero de habitación y estudios de Pedro. Lamentablemente, Alfredo, enfermo de tuberculosis, acabará muriendo. La vida sencilla, las relaciones con sus compañeros y la especial relación entre la vida y la muerte inculcada por Don Mateo influyen definitivamente en la vida de Pedro. En una segunda parte y pasados los años, Pedro, que es capitán de barco mercante-- conocerá en Veracruz a una joven antropóloga, que es hija de un republicano español exiliado, la cual le hace replantearse toda su vida y sus ideales. Sin embargo, un fatal accidente de tráfico en el puerto hará que todo vuelva a ser como al principio.



Las Ratas,1997, es una película dirigida por Antonio Giménez Rico e interpretada en sus principales papeles por Álvaro Monje , José Caride, Juan Jesús Valverde (nominado en los Goya de ese año a Mejor actor de reparto) , Francisco Algora, Esperanza Alonso...

La trama es como sigue: En la Castilla rural de los años 50, miserable y olvidada, vive con su padre el Ratero en una cueva el Niní, un chaval muy despierto, conocedor de los secretos de la naturaleza pero poco instruido. A lo largo de las cuatro estaciones del año el espectador asiste a las correrías de ambos como cazadores de ratas de agua, cuya carne, muy apreciada por los paladares de los vecinos, venden a buen precio, y es el único medio de subsistencia que conocen. Los intentos del alcalde del pueblo de desalojarles de su cueva, con la excusa de velar por su seguridad (cuando en realidad sigue los dictados de una política basada en las apariencias) y la rivalidad de un cazador furtivo, que mata a las ratas por placer, alteran el sencillo discurrir de sus vidas, haciendo brotar irresistible la violencia por parte del Ratero.

Como puede observarse por lo apuntado hasta ahora, el director de la película, Antonio Giménez Rico, es un ferviente admirador de la narrativa de Miguel Delibes, como demuestran sus adaptaciones de Mi idolatrado hijo Sisí (que en el cine se llamó Retrato de familia), El disputado voto del señor Cayo y esta de Las ratas, con la que realizó un sobrio y sugerente retrato de la vida del campo, a la que comienzan a llegar los primeros avances del desarrollo.

Aunque la fotografía es obra de un especialista como Teo Escamilla y las imágenes no están exentas de suma belleza, se ha intentado evitar el preciosismo para mostrar con exactitud la austeridad del paisaje castellano. Y para ello se ha tomado la difícil decisión de suprimir la música en favor de una banda sonora compuesta por los naturales sonidos de la naturaleza, como el viento, la lluvia, los pasos sobre el follaje o los cantos de los grillos y cigarras. También hay que añadir que con la película, encuadrada en un pesimismo donde la tragedia se convierte en inevitable, Giménez Rico ofrece un cuadro creíble y humano de la vida cotidiana del pueblo, de las conversaciones entre los paisanos y sus tertulias en el bar, alcanzando a veces tono documental (por citar un ejemplo palmario, ahí está la secuencia de la matanza del cerdo). Y lo mismo ocurre con los pequeños y grandes dramas de los personajes (la helada que puede destruir la cosecha, las rogativas para tener lluvia, los remordimientos por las malas acciones del pasado...). Y todo eso es contemplado a través de la mirada del Niní, que con su generosidad a la hora de ofrecer su ayuda a todo el que la pide, demuestra que existe una sabiduría más grande que la que se adquiere en los libros.



Finalmente, Una pareja perfecta, 1998 (adaptación del Diario de un jubilado), es una película dirigida por Fracesc Betriu, el guión es obra de Rafael Azcona; la fotografía de Carlos Suárez y los papeles de los personajes principales del reparto son encarnados por Antonio Resines (Lorenzo), José Sazatornil (don Tadeo Piera), Chus Lampreave (doña Cuca), Ramón Barea (Melecio), Daniel Guzmán (Terry), Lucía Giménez (Sonia), y Kiti Mánver (Anita), que en el Festival de Málaga de 1998 logró el premio de mejor actriz.

Su trama se basa en una extraña relación profesional y amistosa entre dos hombres que surge un día en que un cuarentón en paro, Lorenzo, encuentra en el periódico un anuncio para trabajar como acompañante de un anciano poeta homosexual llamado Tadeo. De este modo ambos empiezan su particular relación profesional y personal y también una serie de aventuras y desventuras que vivirán juntos. Si les añadimos a esos lances los ingredientes de unas fotos comprometedoras, un funeral inesperado, un chapero encantador, un robo de joyas y un adolescente rubio, un premio Nobel falso, un amigo melancólico, una hija enmancipada, una pequeña parcela en lo aledaños..., entenderemos mejor que la vida de la singular pareja se altere también de modo un tanto curioso.

Comedia amarga, como puede deducirse, donde la “pareja perfecta”, formada por Antonio Resines y José Sazatornil, y Kiti Manver realizan las mejores interpretaciones del reparto. Sin embargo, todo hay que decirlo, la película no pudo hacerse con el favor de los críticos cinematográficos.



En otro orden de cosas, la hispanista estadounidense Janet Pérez, en su ensayo Perspectivas sobre el cine de Miguel Delibes, fiel reflejo de la cultura popular española de la segunda mitad del siglo XX, escribe que “entre los atributos que facilitan la adaptabilidad de textos de Delibes a medios representativos figura su evidente concepción visual, no sólo el énfasis sobre lo pictórico, sino el hecho de que muchos pasajes han sido concebidos de manera análoga a escenas teatrales”. También, “la construcción episódica, anecdótica de muchas obras (...) que se presentan casi construidas ya en secuencias o tomas cinematográficas.” Otra cualidad es “su oralismo, la fidelidad extrema del autor al lenguaje hablado (…), al habla rural castellana, prestando mucha atención a las variaciones del léxico que pueden existir entre pueblo y pueblo, debido al aislamiento secular en que se ha desarrollado su historia.”


Y para concluir este apartado, conviene destacar que la relación de Delibes con el cine no sólo se ha quedado ahí, en su incondicional cinefilia y en la adaptación cinamatográfica de algunas novelas suyas, sino que incluso llegó a conseguir un premio cinematográfico, la Espiga de Oro, en la Semana Internacional del Cine de Valladolid, en la edición de 1993.






viernes, 1 de diciembre de 2023

DELIBES Y EL CINE BASADO EN SUS NOVELAS (III)

 


              Existe un número considerable de películas basadas en otras tantas novelas de Delibes. Desde 1964 nueve obras del escritor vallisoletano han sido llevadas a la gran pantalla. Desde El Camino, de Ana Mariscal, que se hizo el año citado, hasta la última, Una pareja perfecta, basada en Diario de un jubilado, pasando por Retrato de familia, de Antonio Giménez Rico, director también de El disputado voto del señor Cayo o Las ratas. Igual que él, el director Antonio Mercero llegó a dirigir varias películas basadas en obras de nuestro autor; por ejemplo, La Guerra de papá, versión de El príncipe destronado, o El tesoro. Por su parte, Mario Camus dirigió una de las mejores películas del cine español, Los santos inocentes, basada en la novela del mismo nombre de Delibes. Mientras que La sombra del ciprés es alargada fue dirigida por Luis Alcoriza.

                Aquí trataremos en primer lugar de las películas que han salvado la prueba del tiempo y a las que se les ha otorgado mayor valoración artística, que son: El camino, Retrato de familia y Los santos inocentes, y a continuación trataremos del resto de películas por orden cronólogico de proyección en las pantallas, es decir, La guerra de papá, El disputado voto del señor Cayo, La sombra del ciprés es alargada, El tesoro, Las ratas y Una pareja perfecta.


               Empezamos, pues, por El camino que es, como hemos dicho, la primera novela de Delibes adaptada el cine por Ana Mariscal. Como afirma D. F. Arranz en su libro Las cien mejores películas sobre obras literarias españolas, “su adaptación al cine fue una arriesgada decisión de una directora poco convencional en nuestro cine como Ana Mariscal. No sólo por el hecho de ser una conocida actriz y una de las escasas directoras de nuestra cinematografía en esos años, sino también por atreverse a fundar la productora Bosco Films en 1952.” Y hablando de Ana Mariscal, es interesante recordar, además, que como fundadora de la Bosco Films, dirigió y produjo varias películas en los años cincuenta y sesenta (Segundo López, Con la vida hicieron fuego y La quiniela, en otras) y que, retirada del medio cinematográfico, reapareció en 1987 en el film de J. Aguirre El polizón de Ulises, dio clases de cine en distintos centros y colaboró con periódicos y revistas. Y como algo esencial, merecería ser considerarla la primera directora de cine español.

      Volviendo a la ficha técnica de El camino, película de 1964, en blanco y negro, deberíamos mencionar que su guión corrió a cargo de la propia Ana Mariscal y José Zamit, que la excelente fotografía del film es obra de Valentín Javier, esposo de la directora, y que gracias a ella, la cineasta retrata la vida cotidiana de un pequeño pueblo con sus miserias y necesidades, logrando entre otra cosas que los jóvenes protagonistas, como Maribel Martín o Juan Luis Galiardo, debutantes, “no desentonaran ante los grandes nombres femeninos que completan el reparto (los casos de Julia Caba Alba o Mary Delgado, por ejemplo).

      Redundando un poco en la figura de la malograda cineasta y en la dirección de su primera película, El camino, es necesario constatar que a pesar de ser entonces una película maldita en el sentido de haber obtenido escasas distribución y valoración crítica, consiguió realizar “una lograda adaptación de la novela de Delibes y una de las afortunadas muestras de realismo poético español”, según afirman A. Barahona y P. Bastias en su libro Las mentiras sobre el cine español (Royal Books, 1995). Atendiendo a la nota técnica que incluyen sus autores en la obra citada dentro del apartado Películas de equivalente categoría artística a las bien historiadas, se trata de una película coral con diversas historias paralelas que se cruzan entre sí, como la solterona (Maruchi Fresno, que interpreta el papel de la Guindilla menor) engañada por un calavera sin escrúpulos; el viejo maestro (José Orjas, que hace de don Moisés) al que le encuentran una novia como broma Daniel, Germán y Roque; la beata (Julia Caba Alba, que interpreta a la Guindilla mayor) que sorprende con una linterna la intimidad de las parejas en la oscuridad del campo; las fuerzas vivas del pueblo (Joaquín Roa. María Isbert...) que se valen de mil fórmulas para criticar las películas exhibidas en el improvisado cine local, y, especialmente, los tres niños (José Antonio Mejías, Ángel Díaz y Jesús Crespo, que encarnan a Daniel, el Mochuelo, Germán, el Tiñoso y Roque, el Moñigo, respectivamente), que se reúnen para hacer bromas con don Moisés o con el gato de las Guindillas y hurtar manzanas en la finca del Indiano, por ejemplo; sin contar con la relación de cariño entre Daniel y la Uca (papel encarnado por Maribel Martín), que está enamorada de él, con la emoción que respira la despedida de ambos al final del relato, o la trágica e inesperada muerte de Germán, elementos con que expresa Ana Mariscal con verdadero acierto la ternura y la tristeza melancólica de que está impregnada la novela de Delibes. La nota acaba con la expresión de sorpresa de los autores mencionados arriba ante el hecho de “ser necesario el fallecimiento de la directora para el pase televisivo de un film del mismo nivel artístico que la Tía Tula y muy superior a otros títulos del nuevo cine español.

                 


                  En Retrato de familia, film de 1976 adaptado de la novela de Delibes Mi idolatrado hijo Sisí y dirigido por Antonio Giménez Rico, la acción transcurre en una ciudad de Castilla, posiblemente Valladolid, en febrero de 1936, en un periodo de proceso electoral en el que el industrial Cecilio Rubes (encarnado por Antonio Ferrandis) se mantiene neutral, pero el ambiente sociopolítico que reina en el país le obliga a tomar partido. A todo esto hace su aparición Paulina (Mónica Randall), que es la amante de Cecilio y que además mantiene relaciones sexuales con Sisí, hijo del industrial (papel que interpreta Miguel Bosé). Estalla la guerra civil y todo se complica para los miembros de la familia Rubes.

      Delibes participa en el guión de la película como supervisor, junto a los titulares Giménez Rico y Samano, guión que tras un año de trabajo fue rechazado por la censura; por lo visto, había una escena excesivamente escabrosa que al ser suprimida en la segunda reescritura, el guión superó todos los trámites. La fotografía de la película corre a cargo de José Luis Alcaine y la música es de Carmelo Bernaola.

      La película refleja muy acertadamente la sociedad de la España del arranque de la guerra civil, donde dominan el poder asfixiante del caciquismo y los atentados anarquistas, uno de los cuales destroza el almacén del industrial Rubes (Antonio Ferrandis), que, sin embargo, aprovecha la ocasión para colarle a la compañía de seguros unos artículos que estaban defectuosos. Y respecto de la interpretación de sus actores, hay que señalar la del mencionado Antonio Ferrandis, que encarna excelentemente el papel de padre superprotector, y también la de Amparo Soler Leal, que hace de Adela, la madre de Sisí, callada y absolutamente negada por Cecilio Rubes, su marido. Una de las interpretaciones más flojas y difusas es la de Miguel Bosé, que interpreta el papel de Sisí sin pasión, cuando se trata de uno de los personajes que más influyen en el climax y desenlace de la película.

                  


                     La adaptación de Los santos inocentes, película de 1984, tuvo lugar en escenarios naturales de Extremadura con un más que holgado presupuesto y la dirección de Mario Camus, el cual expresó así la génesis de la película, con la presencia en ella incluso de algún actor importante, tras leer la obra de Miguel Delibes publicada por Planeta en 1981: “Cuando leí la novela tuve la impresión de que de ella podía salir una buena película. Ya había hablado con Paco Rabal sobre la posibilidad de que interpretara el papel de Azarías, pero temíamos que los derechos estuvieran ya vendidos. Cuando Julián Mateos vino a casa para pedir mi colaboración en un proyecto de teatro, le sugerí como contrapropuesta la posibilidad de adaptar esta obra. Julián la leyó y le gustó. Ante mi asombro, averiguó que los derechos cinematográficos estaban libres y los compró.” Y manos a la obra. Con ayuda de Antonio Larreta y Manuel Matji, Mario Camus trasladó al guión de la película el estilo vivo y descriptivo de Miguel Delibes, acoplando a él las analepsis que interrumpen la narración para contar los hechos del pasado de los principales personajes de la novela. Por ejemplo, el trato que da Iván, el señorito (personaje que encarna Juan Diego) a quienes trabajan para él en el cortijo, sobre todo Paco, el Bajo (Alfredo Landa), al que utiliza como rastreador animalizado en las cacerías; detalles que ayudan, entre otros, a convertir el film en modelo de cine social. El propio Miguel Delibes, que había retocado no pocos diálogos del guión, elogió los aciertos del director de la película en la adaptación de su novela y reconoció que “superaba en algunos aspectos lo que él había querido explicar en su texto.”

      Completan la ficha técnica del film en color y de 105 minutos de duración, la fotografía, que fue obra de Hans Burmann, y la música de Antón García Abril. Estructuralmente, la película se divide en cuatro partes tituladas con el nombre de sus personajes centrales: Quirce, Nieves, Paco, el Bajo, y Azarías, respetando la fórmula del flash-back. Siendo el primero de ellos, Quirce, el hijo mayor de Paco, el Bajo, quien mejor representa la sublevación de muchos campesinos de la época que sufrieron la esclavitud que les imponían los caciques que lograron finalmente librarse de la miserable situación campesina.

      La ficha artística muestra un excelente elenco de actrices y actores: Alfredo Landa (Paco, el Bajo), Paco Rabal (Azarías) Terele Pávez (Régula), Juan Diego (Señorito Iván), Mary Carrillo (Señora Marquesa), Maribel Martín (Señorita Miriam) Belén Ballesteros (Nieves) y Juan Sánchez (Quirce), de los cuales los dos primeros recibieron el premio de interpretación en el Festival de Cannes. Concluyendo, Los santos inocentes, pese a la dureza de muchos pasajes de la película, alcanzó tal éxito de público, que llegó a ocupar los primeros lugares de la lista de los filmes más taquilleros de todos los tiempos.



martes, 21 de noviembre de 2023

EL CINE DE MIGUEL DELIBES (II)

 


En la página 99 de Pegar la hebra nuestro autor vuelve a tratar el tema de la relación que hay entre la literatura y el séptimo arte. Lo hace en el artículo titulado concretamente Novela y cine. Que ya en las primeras líneas plantea uno de los principales problemas que entraña la adaptación al cine de una novela: “Una novela –incluso las de más breve paginación-- para que quepa en una película de metraje normal, ha de ser podada previamente.” Dice, y una vez superado el problema de la extensión, habrá que aspirar a que la calidad literaria de la novela sea sustituida por la calidad plástica de la película. Delibes en este asunto de la extensión saca a colación a la novelista Susan Sontag (novelista, filósofa, ensayista, profesora, directora de cine y guionista estadounidense), para quien la extensión ideal no debería pasar de los cincuenta folios, citando como ejemplo la película La señora del perro basada en un cuento de Chejov. Nuestro escritor no parece estar conforme con esa fórmula y prefiere darle al director cinematográfico un margen superior de libertad para que haga su propia obra y “nos dé su personal visión sobre un tema”, cualquiera que sea. Para buscar un término medio en esto de la extensión, Delibes cree que “el material literario sobre el que va a operar un director de cine no debería ser demasiado largo pero tampoco demasiado breve”. Y aún matiza más, si el director elige una novela muy extensa para su adaptación al cine, puede escoger dos vías para hacerlo: una, emplear únicamente el hilo conductor de la narración, omitiendo escenas y personajes secundarios; o segunda, filmar solamente un fragmento limitado en el tiempo, olvidando el resto. Sin embargo, eligiendo el primer camino, aun siendo el más ambicioso, a juicio de Delibes, destruiría la novela base; mientras que si opta por el segundo, a pesar de ser el más respetuoso, comportaría “el inconveniente de que ante la película, el lector-espectador se sienta lógicamente defraudado: en la novela ocurrían más cosas.”

Expuesto lo anterior, nuestro autor toma como ejemplo su novela Mi idolatrado hijo Sisí y la adaptación fílmica que hizo de ella el director español Giménez Rico en su obra Retrato de familia, que escogió el segundo camino para resolver el problema que le suponía la extensión de la novela. Y comprende la posición del cineasta, puramente ética: “utilizar una parte y dejar intacto el resto. De los tres libros, de más de cien páginas cada uno, de que constaba mi novela, Giménez Rico únicamente utilizó el tercero con cuatro esporádicas incursiones a lo dos anteriores para aclarar secuencias del último.”

Continuando con el mismo asunto, Delibes menciona los casos de sus novelas El príncipe destronado y Los santos inocentes, en cuyas dos adaptaciones al cine, a cargo la primera del director Antonio Mercero y la segunda de Mario Camus, vivieron muy diferentes modos de llevarlas a cabo. Al estrenar Mercero su película La guerra de papá, algún crítico apuntó que con una novela como El príncipe destronado, de poca extensión y muy rica en diálogos, “el guión estaba prácticamente hecho.” Delibes dijo que en parte tenía razón, pero por otro lado, al guionista le habían resultado igualmente demasiado largas las 167 páginas de la novela porque había suprimido entre otras cosas “tipos episódicos, como el del señor Avelino, el tendero, y escenas bastantes prolongadas co o la escapada de los niños al piso de la tía Cuqui para verla televisión.” Y en cuanto a la adaptación que Mario Camus había hecho de la novela del mismo título, que poseía parecida extensión que El príncipe destronado (176 páginas de letra grande y abierta), ocurrió lo contrario que en La guerra de papá, pues Camus “siguió fielmente la novela que, si corta, no fue para él una camisa de fuerza que le inmovilizara.” Pues eliminó personajes (Rogelio, Irineo) y escenas (Nieves no tiene el momento para expresar su deseo de hacer la Primera Comunión) que habrían desequilibrado la obra. Y por otra parte Camus aporta sus propias ideas (la inserción de la historia de los inocentes o la de la Nieves y el Quirce redimidos).



El cine y la buena mesa es el título de otro artículo que nos interesa tratar en este apartado para cerrarlo con buen sabor de boca. Delibes anuncia al principio del texto que en poco tiempo ha visto dos películas donde la comida (“degustación sensual de exquisitos manjares”) juega un papel importante. Una es The Dead (conocida como Dublineses), de John Huston (basada en un relato de James Joyce titulado como la película y recogido en su novela Dublineses) y la otra, El festín de Babette, de G. Axel. Con el filme de Huston Delibes se reafirma en la misma impresión que le había causado la lectura de la novela de Joyce, el cual “pone más ternura y comprensión que acritud en el juicio de sus compatriotas.” Dicho lo cual, nos recuerda que en el relato en que se basa el filme dos viejas profesoras de música y su sobrina regalan una cena de fin de curso a los alumnos de su academia, según costumbre. Pues bien, los personajes de la película se la pasan prácticamente toda ella comiendo. Sin embargo, “la comida como rito, las relaciones con los vecinos de mesa, las evocaciones, los comentarios generales, el discurso final, prevalecen sobre la plasticidad de los manjares.” Y a destacar el estudio profundo de los personajes que realiza Huston, entre otros, las ancianas inseguras, el fracasado, el borrachín provocador, la discípula preferida..., que otorgan cierto interés a tan larga secuencia y que, “sin la sensibilidad de su autor, hubiera resultado insoportable.”

 


 

En El festín de Babette, la criada del mismo nombre que sirve a dos hermanas ancianas también como en la película de Huston, ofrece una comida a los feligreses de una parroquia para celebrar el centenario del nacimiento de su pastor, durante la cual tienen lugar secuencias tan parecidas a las de la comida de Dublineses, que hace pensar a Delibes que o bien “Axel conocía la obra de Huston o a la inversa.” La originalidad de Axel, sin embargo, objeta Delibes, “estriba en el hecho de haber cargado el acento (…) en el aspecto puramente visual de las viandas. La preparación de los platos (…), su aliño, condimento y adorno (…) dominan sobre la entidad de los comensales y hacen la boca agua al espectador de buen diente.” Finalmente, Delibes destaca la singularidad de ambas películas que, aunque están inmersas en la corriente hedonista de la época, “han tenido el valor de cambiar la cama por la mesa (…), el desnudo por el bodegón.” Y tras constatar que, al fin y al cabo, “el instinto placentero sigue moviendo a los protagonistas, mas en este caso el placer es gustativo”, tanto Huston como Axel ven en el hecho de compartir la mesa “una oportunidad de comunicación entre seres habitualmente encerrados en sí mismos.” Es más, están de acuerdo los dos cineastas “como una válvula de escape (…) para hacer aflorar los sentimientos y rencores que de otro modo se pudrirían indefinidamente en los corazones de los hombres.”




sábado, 11 de noviembre de 2023

MIGUEL DELIBES Y EL CINE (I)

 


Delibes cinéfilo


Antes que nada conviene constatar o dar por hecho una vez más que entre el cine y la literatura (preferentemente el género narrativo, novela, cuento... y, en menor grado, el teatro) siempre ha habido un entendimiento eficaz que ha proyectado de manera parecida a ambas formas de expresión artística. Aún podría afinarse más la afirmación de que cine y literatura pueden caminar de la mano. Sin que tal afirmación incluya la de cine=literatura, como muy bien puntualizó en su día José Mª de Martín en su libro Para comprender el cine. Y sigo con él. Las relaciones que puede haber entre literatura y cine son diversas.

Levinson acertó al definir el cine como novela plástica, no como literatura plástica. De ahí que a partir de la definición clásica de novela se pueda definir el film del siguiente modo: “Obra cinematográfica (en vez de literaria) en que se narra una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer a los espectadores (en vez de lectores) por medio de la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de pasiones y de costumbres.”

Y aunque Levinson cree que la novela es el único género literario capaz de ser vertido al cinema, de Martín, con razón acertada, le sigue pero con un par de matices muy importantes: “Es la novela, sin disputa, el género más apto para su traducción en imágenes, mas no el único.”

Otra advertencia referida a la adaptación al cine que se hace de ciertas obras literarias teniendo en cuenta los buenos y malos resultados que han dado: “No todas las obras literarias tienen posibilidades cinematográficas. Y cita el ejemplo del Don Quijote, película coral dirigida por el cineasta alemán Georg Wilhelm Pabst, que no es digno del de Cervantes. Rodó tres versiones (una alemana, otra inglesa y una tercera francesa, que fue la única que le satisfizo algo, y eso que la adaptación la hizo el novelista Paul Morand y la música, Jacques Ibert y el papel importante lo encarnó el cantante bajo de ópera ruso Fiódor Ivánovich Chaliápin, “Mal resultado no achacable al director checo, concluye de Martín. La mejor novela clásica del mundo no es cinematografiable.”


 

Por último, y antes de encarar la relación probada positivamente entre Delibes como autor y persona con el mundo del cine y algunas de sus novelas con el Séptimo Arte en sí (nos referimos a sus adaptaciones, por supuesto), no gustaría recordar la opinión de Correa Calderón en el Debate del Teatro y el cine: “No tenemos por qué exigir que la literatura (...) sea trasladada a la pantalla con todas sus incidencias y recovecos. Basta que sea el punto de partida para el vuelo. Felizmente cine y literatura son cosas dispares.”


Y empezamos.


 

Es conocida la afición que siempre mostró Miguel Delibes por el Séptimo Arte. Por citar un dato curioso, ya desde su infancia empezó a guardar las entradas de colores de los cines Lope de Vega y Roxy de su ciudad natal, Valladolid. Por otro lado, también es sabido el hecho de que el propio Delibes escribiera guiones televisivos y que uno de sus primeros trabajos literarios  fuera el de hacer de crítico de cine para su periódico El Norte de Castilla, “haciendo obligatoria la presencia de películas en su pensamiento durante sus años de aprendizaje novelesco, lo cual puede haber aumentado el campo común compartido por las dos artes en sus escritos”, como muy bien dice Janet Pérez. Y en uno de sus muchos artículos escritos sobre su estrecha relación con el cine narra la experiencia que vivió como figurante en la película de Orson Welles Mr. Arkadin. El artículo en cuestión se titula Yo trabajé a las órdenes de Orson Welles y se publicó en 1986 en el diario ABC. Y unos años más tarde recuerda esa experiencia de extra en su libro Pegar la hebra (Destino, 1990), que “traducido a palabras pobres significa entablar conversación”, una conversación sobre los temas que a Delibes le inquietan, le interesan o le divierten, son sus propias palabras, para que los presuntos lectores “mentalmente, asientan o disientan de mis puntos de vista”, añade el escritor. De esos temas destaca el fútbol, la gastronomía, la censura, el cine y la novela, los dos primeros de pura evasión, y los otros tres “muy serios y apropiados para la reflexión”. De modo que el cine es, como nos habíamos imaginado, un tema importante. Y con el artículo “Yo trabajé a las órdenes de Orson Welles” arranca el libro de esta manera: “La muerte de Orson Welles me lleva a recordar la primavera de 1954 cuando visitó Valladolid con el objeto de rodar algunas secuencias de su película Ms. Arkadin. Mr Arkadin, película francesa estrenada al año siguiente de su rodaje, es un film de intriga con duración de cien minutos en el que un marinero, tras encontrar a un hombre moribundo que antes de exhalar su último suspiro pronuncia las palabras “mister Arkadin”, realiza un conjunto de investigaciones que le conducen a un misterioso millonario que posee un imperio industrial y que vive encerrado con su hija en una mansión de la Costa Azul. Arkadin, ese es su nombre, sufre amnesia y le pide al marinero que investigue su pasado. Pues bien para el rodaje de aquellas secuencias Welles escogió el Colegio de San Gregorio, sede por otra parte del Museo de Escultura Policromada de Valladolid, cuyo secretario era compañero de El Norte de Castilla, periódico donde trabajaba Delibes. Y hablando los redactores del rodaje de la película decidieron participar como extras a la orden de Welles “quien ofrecía un módico estipendio –no sé si de diez o quince pesetas-- y un bocadillo de jamón serrano de madrugada para reponer fuerzas.” Los periodistas debían formar parte de un abigarrado carnaval de época que subían y bajaban por la escalinata de piedra de la sala de baile sirviendo de fondo bullanguero a unas cuantas escenas sentimentales protagonizada por Bob Arden. La cuestión es que el director, que no estaba conforme con la indisciplina y la pasividad que al parecer mostraban los figurantes, sin hacer el menor caso al megáfono de Orson Welles, aunque “nos hizo repetir la escena más de veinte veces”, escribe Delibes. Para concluir unas líneas más adelante que el asunto del rodaje en San Gregorio acabó como el rosario de la aurora. Por lo visto tuvo consecuencias inmediatas: “la polémica que se armó con motivo del rodaje al considerar un grupo de ciudadanos que aquel tinglado eléctrico, a base de enchufes y conexiones, constituía un riesgo de incendio para nuestros santos de palo y nuestra gran decepción de figurantes al comprobar, meses después, en el estreno de la película, que ni nosotros, ni las escenas de Bob Arden, ni las del baile de máscaras en la escalinata (…) tenían sitio en la película. Orson las había suprimido.”



En el artículo La mirada del actor Miguel Delibes habla de un actor de cine y teatro que conoce muy bien, Francisco Rabal, por haber interpretado en la gran pantalla dos personajes muy diferentes de sendas novelas suyas, el señor Cayo, un hombre de pueblo pegado a la tierra, a la que ama y de la que vive, protagonista de El disputado voto del señor Cayo (1978), y Azarías, un hombre deficiente mental enamorado de los pájaros que tiene un papel muy importante, en Los santos inocentes (1981). A propósito de Francisco Rabal, Delibes afirma que “hay actores versátiles a los que el paso del cine al teatro, o a la inversa, no les afecta demasiado, lo que no quiere decir que sea lo mismo actuar para el teatro que para el cine, ya que el primer plano vino a revolucionar la expresividad anteponiendo el gesto al ademán”. Y eso lo dice pensando en la interpretación que Rabal hace del protagonista de la película El disputado voto del señor Cayo. Sabido es que el actor se metió en el teatro para llegar al cine y para ello permaneció un lustro en los escenarios para adquirir soltura, controlar su cuerpo y sobre todo su rostro “por alcanzar una austeridad expresiva”. El primer paso serio lo dio en Nazarin, de manos de Buñuel, “un poco rígida todavía, pero convincente.” Después del cineasta aragonés, Rabal se puso a las órdenes de otros directores y gracias a ellos se obligó a sí mismo a “estar siempre alerta, impidiéndole el amaneramiento”. Estoy siguiendo el hilo argumentativo de Delibes. Y así Rabal llega, para el escritor, a la cumbre de su carrera como actor cinematográfico bajo la dirección de Mario Camus cuando interpreta el papel de Azarías, un deficiente mental, en Los santos inocentes. Sin embargo, dice Delibes, “la figuración de Rabal, impecable, se diluye (,,,) al tratarse de un filme muy habitado (recuérdese que junto a Rabal trabajan en la película actores de la talla de Alfredo Landa, Juan Diego, Terele Pávez o Agustín González)”. Aun así, la interpretación de Rabal no desmerece para nada. Al contrario, como afirma Delibes, “en la interpretación del personaje de Azarías cabe la demasía, pero Francisco Rabal no incurre en ella. Su tonto es un tonto comedido, templado, absolutamente convincente.”

Con todo, las posibilidades y “la provisión de matices que atesora la madurez” de Rabal, se manifestarán cumplidamente como actor de cine en El disputado voto del señor Cayo. “El señor Cayo-Rabal es aquí el eje, afirma Delibes, y Giménez Rico le trata como a tal, recoge la cámara, y durante muchos minutos del filme la historia se registra en los ojos del actor.” Para concluir, hacia el final del artículo, que con esos ojos el viejo campesino “comunica el apego a la tierra (…), su humanidad profunda, su orgullo, su soledad” y también denotan “perplejidad, humillación, incredulidad, rebeldía... En suma, se trata de una mirada polivalente, la mirada (…) de un gran actor cinematográfico.”


 

martes, 31 de octubre de 2023

DE MIEDO Relato del día

 





“Lo he pasado de miedo”, dijo riendo el payaso al salir de la barraca de feria en la que una hora antes había subido al Tren del Terror. Un grupo de esqueletos lo esperaba al final de la escalera, ansiosos de viajar en el famoso tren. El payaso, antes de bajar los escalones que lo separaban de la calle en la que se levantaba la barraca de feria, dijo sin dejar de reír: “Si queréis que os cuente lo que ahí dentro he gozado…” El que parecía llevar la voz cantante de las osamentas humanas le cortó en el acto gritando en nombre de todos sus congéneres: “Ni se te ocurra. Nosotros nos bastamos solos para disfrutar de lo que ahí dentro nos aguarde sea lo que sea. En nuestro estado ya nada nos puede sorprender. Y hazte a un lado, que ya nuestras ansias no aguantan más tiempo.” Y girándose hacia sus colegas añadió: “¿verdad, muchachos?” Un grito ensordecedor brotó de los desencajados y huesudos maxilares de los presentes: “¡Síííííí…!” 



El payaso obedeció y los esqueletos entrechocando sus huesos unos con otros subieron la escalera de la barraca de feria e irrumpieron en su interior profiriendo alaridos propios del mundo de Hades. Mientras, ya en el suelo de la calle, el payaso, mirando hacia el hueco oscuro de la atracción del Tren del Terror, comentaba en voz alta: “Ni en la soledad y el silencio, ni en la humedad y el hedor del misterioso reino de la muerte que acaban de abandonar esos infelices podrán hacerse una idea de lo que ahí dentro van a vivir.” Y se fue calle abajo riendo a mandíbula batiente.



En ese momento el Tren del Terror se detenía en el andén donde el grupo de esqueletos esperaba su llegada. La máquina que tiraba del vagón no llevaba maquinista y el vagón abrió su única puerta mostrando en su interior, sentado en el banco frente a ella, a un viejecito con gafas negras que llevaba cupones de lotería colgando del cuello de una gabardina que se caía a jirones  sobre el piso agrietado del vagón. Los esqueletos, a un gesto del jefe, entraron y rodearon al viejecillo dispuestos a pasárselo bien a costa suya incluso remedando si fuera preciso una danza de la muerte de su especialidad. Pero antes de que ninguna de las osamentas humanas hiciera el menor gesto, el viejecito de los cupones de lotería abrió la boca que resultó ser una gran boca roja sin dientes y de la cual surgió una lengua blanca y delgada como un gusano de seda que se alargó en décimas de segundo hasta colarse por la cuenca de un ojo del cráneo del esqueleto más cercano, el cual, espantado por el sobresalto recibido, se retiró hacia atrás derribando en su movimiento a los esqueletos que estaban junto a él. 



Como si fueran bolos abatidos en un juego quedó en el suelo del vagón un montón de tibias, radios, húmeros, peronés, cúbitos, costillas,  fémures, etcétera, y al pie del montón cuatro calaveras aún moviéndose como si fueran las ufanas pelotas que los acababan de derribar. 

Ante el estupor que estaban viviendo los esqueletos que permanecían aún enteros, el viejecito adoptó la posición original y se dirigió al conjunto de huesos en un tono conciliador: “¿Es que mi hijo el payaso no les ha advertido de lo que aquí ocurre?” El jefe levantó las falanges del dedo índice de su mano derecha como pidiendo turno para hablar. El viejecito se quitó las gafas oscuras y lo miró con dos ojos blancos que tenían pupilas rojas como rubíes que despedían destellos. “Usted debe ser el mandamás de este saco de huesos”, dijo, “y que seguro ahora va a empezar a proferir excusas y quejas propias de un niño pillado en una falta, ¿verdad?” El aludido bajó el cráneo dos o tres veces antes de decir con voz temblona: “No le dejé que nos lo dijera.” 

El viejecito volvió a ponerse las gafas oscuras, a través de cuyos cristales podían verse, sin embargo,  con toda claridad sus pupilas destellantes. “¡Aquí tenemos a un esqueleto sabihondo!”, dijo. “Lo que faltaba.” 

En ese momento las resquebrajaduras del suelo del vagón se abrieron hasta engullir el montón de huesos y los jirones de la gabardina del hombrecillo, que, imperturbable continuó hablando: “¿Usted no sabe lo que es morir dos veces? ¿Ha visto lo que les ha pasado a sus compañeros? Ahora andarán sus huesos intentando recomponer el rompecabezas de sus respetivas osamentas, y sus fantasmas y espectros enloquecerán de rabia sin saber dónde ni a quién asustar. Pues a usted le puede pasar lo mismo si la suerte no se pone de su parte.”  

El jefe de los esqueletos pareció entrever en la última frase del viejecito un resquicio de esperanza porque enseguida volvió a levantar las tres falanges de su dedo anterior. “Hable, dijo el viejecito, pero hable poco y bien.”  Y el esqueleto dijo: “¿Puedo hacer algo para que la suerte se ponga de mi parte?” El hombrecillo se descolgó del cuello de la gabardina la tira de cupones de lotería y pidió a su interlocutor que escogiera uno. 

El esqueleto tomó entre sus sarmentosas manos la fila de cupones  y los examinó durante unos segundos hasta dar con un número que le pareció que estaba muy relacionado con su vida, y acto seguido lo señaló diciendo: “Escojo éste”.

El viejecito lo extrajo de la tira y se lo entregó mientras decía: “Sublime elección.”

Justo entonces la puerta del vagón se cerró dando un golpe terrible y el Tren del Terror arrancó con un ruido infernal de hierros y maderas.

Desperté, di la luz para echar un trago de agua al vaso de la mesilla de noche, apagué la lámpara, volví a dejar la cabeza en la almohada y esbozando una sonrisa me dispuse a dormir de nuevo alojando en mi mente una idea que pensaba llevar a cabo en cuanto me levantase al día siguiente.

En efecto, nada más ducharme, fui al armario y antes de vestirme cambié el disfraz del año pasado por el otro. Luego salí a desayunar al bar de siempre y la camarera, disfrazada de gata, me sirvió el chocolate con churros mientras me preguntaba: “¿Irá esta noche al baile de máscaras?” Le respondí asintiendo con la cabeza mientras le daba al desayuno. “¿Llevará también el vestido de esqueleto?” Negué y añadí: “Este año me toca ir de payaso. Espero que me conceda usted algún baile,” 



La gata movió los bigotes con un mohín gracioso y se fue a servir al cliente que acababa de entrar en el local.

Ya en la calle, seguí caminando hasta la administración de lotería. Allí estaba el empleado de siempre que enseguida me dijo sorprendido: “¡Cuánto tiempo sin verle por aquí! ¿A qué se debe esta circunstancia, si puede saberse?” “Vengo buscando un número”, le respondí; un número especial, un número que creo que me va a dar mucha suerte.” 

El empleado, que porta siempre gafas oscuras, me preguntó: “¿Qué número es ese?” “El 3110”, dije. El lotero torció los labios levemente. “Se ha vendido prácticamente todo el lote, dijo, y he reservado tres más para clientes asiduos que vendrán a recogerlos a lo largo de esta mañana, pero me quedan dos cupones.” El hombre los sacó de un cajón y me los dio. Se los pagué muy satisfecho. Y él, antes de despedirnos, me dijo: “Sublime elección. La de ese número que se lleva usted."


(Del libro inédito "Fantasmas y aparecidos")