sábado, 26 de diciembre de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO Las otras Navidades (y 2)

 


Por las noches, la cosa cambiaba. La reunión de la familia al completo, mis padres, mis hermanos, ocho miembros en total, alrededor de la mesa, era el broche de oro de aquellos días de emociones sin cuento, especialmente las noches que mis padres llamaban santas, la Nochebuena y la del 5 de enero, la noche mágica de Reyes. La noche de Nochebuena era apoteósica. Después de cenar, comíamos turrón y polvorones y, antes de que empezara el turno de los villancicos, los dos más pequeños de la familia rompíamos a cantar sin orden ni concierto el típico villancico del momento: “Esta noche es Nochebuena / y mañana Navidad. / Dame la bota, María, / que me voy a emborrachar.”Y todos reían celebrando la ocurrencia. Después cantábamos los ocho a coro, cada uno como podía, con los gallos y desafines correspondientes, los villancicos que iniciaba el cabeza de familia. El villancico que más le gustaba repetir era el “Venite adoremus”, que, según decía emocionado, lo había aprendido de niño en el Colegio de la Santa Espina, que pertenecía al municipio de Castromonte, en la provincia de Valladolid, de donde sus padres eran originarios. También le ayudábamos en su cometido mi hermano mediano y yo con los villancicos que habíamos aprendido en los Salesianos. Entre otros, “Ya vienen los Reyes”, “A Belén, pastores” o “La Virgen está lavando”. Casi siempre terminábamos la noche cantando aquel “Dime, niño, de quién eres / todo vestido de blanco. / Soy de la Virgen María/ y del Espíritu Santo.” Y todas las Nochebuenas nos íbamos a la cama algo más tarde que de costumbre pensando en que al día siguiente volvíamos a estar de fiesta. Además, los dos pequeños nos íbamos a dormir más alegres que nadie porque acababan de regalarnos la culebra de mazapán que, metida en su caja de cartón, nos duraba todas fiestas; así que los últimos bocaditos nos sabían a gloria bendita..


Sin embargo, la noche noche de fantasía e ilusión era la del 5 de enero, la noche de los Reyes Magos. Hacía rato que los dos pequeños de la familia habíamos dejado nuestros zapatos y algo de comida para los camellos en el balcón de la sala central para que los Reyes supieran dónde tenían que dejar los juguetes que les habíamos pedido en la carta enviada al principio de las vacaciones. Sentados a la mesa tras la cena, nos mirábamos inquietos y nerviosos y estábamos más por la espera (que se nos hacía larguísima) de la llegada de los Reyes que por acompañar al resto de la familia en el coro de los villancicos. Nuestros padres, que ya habían advertido nuestra ansiedad, intentaban calmarnos con frases como: “Tranquilos, que los Reyes nunca fallan.” O: “Si habéis hecho bien las cosas, os traerán los juguetes que les habéis pedido.” Y no faltaba la frase que temíamos más: “A no ser que hayáis hecho alguna travesura y sólo os traigan carbón.” Carbón era la palabra que peor sonaba el día de Reyes entre los amigos del barrio. Pero casi siempre todo salía bien en nuestros deseo, pese al trozo de carbón dulce que acompañaba los paquetes de los regalos (“regalo”, del latín regalis, y este de rex- regis, Rey: presente propio de un rey). 


Nuestros deseos llegaban a su culmen la misma noche de Reyes, cuando mi hermana pequeña y yo, medio dormidos por la larga sobremesa de turrones y polvorones, anécdotas de todas clases y la retahíla de villancicos que se engarzaban como piedras preciosas en el collar de la noche, oíamos de improviso la voz de nuestro padre avisándonos del ruido que acababan de hacer los Reyes Magos al entrar por el balcón para dejarnos los juguetes. Y despertábamos abriendo los ojos como platos, dispuestos a salir corriendo hacia la sala central para recoger los regalos. Entonces mi madre nos pedía un poco de calma para dar tiempo a sus Majestades a hacer bien su tarea, antes de ir a la casa de al lado para continuar haciéndola. La ansiedad era tan grande que ni nuestros padres podían detenernos más de cinco minutos en la cocina, y hacia el cumplimiento de la ilusión los dos pequeños salíamos disparados, tropezando uno con otro antes de dar la luz de la sala y descubrir asombrados sobre la mesa los paquetes dirigidos nada más y nada menos que a nosotros. Alborozados de alegría entrábamos en la cocina para enseñar a todos y a cada uno de los miembros de la familia los juguetes que nos habían traído los Reyes. Eran casi siempre los mismos aunque alternados en distintos años: muñecas, pelotas, cocinillas, caballos de cartón... Aún recuerdo (tal vez no es un recuerdo mío, sino el recuerdo de algún hermano) que el primer caballo de cartón, de tanta agua que le echaba para que orinara como uno de verdad, al poco tiempo me quedé sin caballo.

Todas aquellas Navidades de mi infancia y adolescencia siguen siendo parte de los cimientos de mi sangre junto con los afectos de los seres queridos, de los que están y de los que no están (“y nosotros nos iremos / y no volveremos más”, como decía el villancico familiar). Unas y otros han educado mi corazón en la buena voluntad, el cariño y el agradecimiento a la vida, a pesar de todo, y a sus fiestas más entrañables.


Y esta Navidad de ahora, mientras cantan los niños de San Ildefonso los números de la lotería, se presenta tan extraña, como si no nos resultara tan familiar como antaño. Aun así, convertido ahora en cabeza de mi propia familia, y en memoria de aquella otra en la que yo sólo era un niño, me dispongo a celebrar como se merecen los días navideños en compañía de los míos. Ya antes, cuando los hijos eran muy pequeños, vivíamos con ellos cada momento de las fiestas de Navidad, Año Nuevo y Reyes, y así montábamos juntos el Belén y cantábamos villancicos y les ayudábamos a escribir las cartas a los Reyes y les acompañábamos a donde estaba el Paje que se encargaba de llevárselas. Y cuando llegaba la noche de la Ilusión, disfrutábamos con ellos el momento de abrir los juguetes. Pensando en repetir la tradición familiar, antes de que empezaran las Fiestas, y dejando a un lado la incertidumbre que ha sembrado el coronavirus, nos hicimos con el musgo suficiente para alfombrar el suelo del Belén, sobre el que dispondríamos las figuras pintadas al óleo por nosotros mismos. El Portal, construido con corteza de alcornoque, así como las montañas del fondo, la cabaña del pastor que guisa al fuego y el árbol hueco de dos ramas en las que introducimos varias ramitas de pitosforos, evónimos, madroños o arbustos parecidos, confieren a la composición general una estampa de realismo ingenuo, que es lo que se pretende, lo mismo que el circuito de luces que camuflamos en el musgo del piso para que en su momento iluminen misteriosamente las figuras. A medida que pasaba el tiempo, hemos ido añadiendo otras piezas que funcionan con enchufe, como la fuente, cuyo chorrito produce un ruido singular que nos transporta a lugares de cuento, o la hoguera que imita el temblor de las llamas, que ha acabado este año arrimada al pastor que cocina. La cuestión es que el Belén durante las fiestas que vienen nos acompañe como un familiar más. Así, estas Navidades dejarán de ser extrañas y temidas por unos días para ser las entrañables y caseras Navidades de la Infancia y la Adolescencia inmortales que todos llevamos dentro.


 

sábado, 19 de diciembre de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO Las otras Navidades (1)

 



La Navidad que este año se avecina, extraña donde las haya, tan amada como temida, me ha hecho recordar al instante las entrañables y caseras Navidades de mi infancia y adolescencia. Allí, en mi tierra natal, regada y besada por el Duero, las vacaciones de Navidad y Reyes empezaban el mismo día que dejábamos de ir a la escuela, a aquel lugar especial, casi sagrado a veces donde el maestro, enfermo del estómago, al que mandaba verdaderos cargamentos de bicarbonato para aliviar el dolor, convertía cada sesión de clase en algo inolvidable (que conste que lo de “inolvidable” no está dicho siempre en sentido halagüeño). Una de ellas era la lectura en voz alta del Quijote, edición juvenil, en pie y en corro para clasificarnos en buenos lectores, malos lectores y nulos lectores (a estos últimos les decía el maestro que no se habían enterado de lo que acababan de leer, y era verdad, lo que nos hacía admirar a todos). Otra clase inolvidable era la de señalar de espaldas a los mapas con un puntero los ríos, las montañas y las provincias de España; para designar los diez primeros pupitres de Geografía, el maestro nos pedía que señaláramos del mismno modo los principales países de Europa con sus capitales correspondientes, y los ríos, los mares y las montañas para ocupar los tres primeros puestos de la clasificación. Yo prefería la conjugación de los verbos y los análisis gramaticales, en los que quedaba casi siempre entre los diez primeros chicos de la escuela. Pero se me ha ido el santo al cielo.


     Estaba hablando de que las vacaciones de diciembre y enero comenzaban el mismo día en que el maestro cerraba la escuela hasta el siete de enero, cuando apenas habíamos jugado con los escasos juguetes que nos habían traído los Reyes Magos el día anterior, con lo que el primer día clase todo eran caras largas, que el maestro, tras echarse al coleto un puñado de bicarbonato, para alegrarnos la mañana nos contaba una de aquellas historias suyas sobre el sitio de Zamora, en las que protagonizaba unas veces la reina doña Urraca, otras el Cid Campeador, otras Arias Gonzalo y sus hijos, y otras, que eran las que más nos gustaban, las protagonizaba el traidor Vellido Dolfos. La mejor de todas contaba el asesinato del rey don Sancho cerca del postigo, llamado precisamente de la Traición, a manos de Vellido Dolfos después de que el Monarca, atacado por un repentino retortijón de vientre, le pide a Dolfos que le sostenga el puñal mientras él encuentra alivio a su urgencia; ocasión que el traidor aprovecha para herirle mortalmente.


     La memoria sigue jugándonosla una y otra vez. 

A lo que iba. El primer día de vacaciones, mientras los chicos buscábamos el sol en la plazuela, las radios no dejaban de cantar los números de la lotería con sus correspondientes premios (imposible olvidar el sonsonete “...mil pesetas... mil pesetas...”). Normalmente, allí arrimados contra las tapias de las huertas, al sol bendito del invierno, planeábamos juegos y entretenimientos variados para combatir el frío, desde confeccionar castañuelas con maderas viejas cuyos bordes quemábamos adecuadamente para que sonaran mejor, hasta poner ballestas con un trozo de pan para cazar gorriones en las huertas, cuando no jugábamos a las vistas o a pídola con espolique y culada (el que los recibía entraba en calor más rápido que nadie). Pasábamos la mayor parte del día fuera de casa empleando el tiempo en docenas de actividades. Una de ellas era ir a buscar musgo para el suelo y corcho para las montañas, para dar sensación de vida al Nacimiento que al llegar esas fechas tan señaladas montábamos en un lugar destacado de la casa. Previamente habíamos desembalado las figuritas de barro que eran las verdaderas protagonistas del Belén, el Niño, la Virgen, San José, los Reyes Magos, el pastor con la oveja al hombro, el leñador que acarrea un haz de leña, la mula, el buey, las ovejas con patitas de alambre, el Portal, el puente, el castillo… Luego, día tras día íbamos acercando al Portal las figuras de los Reyes Magos hasta el momento más ilusionado de todas las fiestas.


 

En casa, aunque estábamos de vacaciones, no nos faltaban nunca labores y recados que hacer. El primero de ellos empezaba muy pronto, y era encender el brasero en la plazuela a la puerta de la casa. Con cisco (carbón reducido a su mínima expresión), un soplillo y un poco de maña lo dejábamos pronto listo. Empezábamos haciendo en la cima un hueco como el cráter de un volcán y allí encendíamos un papel de periódico con una cerilla hasta lograr pequeñas brasas, encima de las cuales íbamos poniendo cisco y dándole al soplillo para que el fuego se fuera extendiendo montaña abajo del brasero. Cuando veíamos que la cosa avanzaba como esperábamos, le poníamos al brasero la alambrera y lo subíamos a la cocina; allí lo insertábamos en el círculo de la base de la mesa con faldas y aprovechábamos ya para estrenarlo y entrar en calor antes de volver a la calle. El recado que peor llevábamos era ir a la tienda de comestibles a comprar el pan y las viandas que nuestras madres nos habían encargado. Allí solíamos coincidir con gente mayor que enseguida nos sometía al tercer grado. “¿Cómo te llamas, chico?” “¿Dónde vives?” “¿Quiénes son tus padres?” “¿Cuántos hermanos tienes?”... No nos librábamos del interrogatorio aunque la persona que nos preguntaba nos conociera. Las preguntas nos caían igualmente con la insistencia de un chaparrón. “¿Cuántos años tienes ya?” “¿Se ha recuperado tu padre de la gripe?” “¿Habéis vuelto a saber algo del hermano que trabaja fuera?” “¿Al final, tu abuela pasó a mejor vida?” En lo que a mí concierne, estaba deseando que el tendero me dijera cuánto costaba la compra para pagarla y salir pitando al mundo del silencio y la soledad de la calle, nunca buscados con más ansiedad.


Y a seguir jugando con los amigos a lo que fuera con tal de hacer infancia, complicidad y aventura: a las canicas, a machacarnos los peones con sus rejones de hierro, a luz o a fabricar corredores para participar en carreras ciclistas sobre rutas que pintábamos con tiza o señalábamos con un clavo en la tierra del recogido callejón de la escuela, al que excepcionalmente acudíamos cuando el viento y el frío nos impedían hacerlo al descubierto. Fabricábamos los corredores con un chapete de gaseosa, un cromo de algún ciclista conocido (Bernardo Ruiz, Bahamontes, Miguel Poblet...) y un cristal que redondeábamos en los huecos de los refuerzos de hierro de los postes de la luz y pulíamos frotándolo contra el cemento del pretil del río, todo un rito de tantos como pautan la niñez y la adolescencia. Y cuando el temporal se convertía en nuestro enemigo público número 1, no salíamos de casa hasta nueva orden. En la cocina, al calor del brasero, encontrábamos el momento y recogimiento necesarios para dedicarnos a la lectura de nuestros tebeos favoritos (Las Aventuras del FBI, El Cachorro, El Jeque Blanco, Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz...) o libritos de la Enciclopedia Pulga, donde encontrábamos temas de todos los gustos (novelas adaptadas de Julio Verne, Tolstoi, Bécquer...; biografías de músicos y pintores universales, conocimientos de ciencias naturales, estilos artísticos, curiosidades, juegos...). Y cuando nos cansábamos de leer las viñetas de los tebeos y las páginas de la Enciclopedia Pulga, nos poníamos a dibujar a nuestros héroes favoritos  o a copiar ilustraciones de la Enciclopedia que habían reclamado nuestra atención. Aún conservo como oro en paño algunos de esos dibujos: El guerrero del antifaz, el Cid Campeador, un capitel corintio, el escarabajo de oro de la famosa obra homónima de Allan Poe...

Cuando dejé la escuela del barrio para acudir a estudiar a los Salesianos de la capital, mi vida experimentó una transformación completa en todos los órdenes. Allí aprendí a estudiar, a recitar, a saborear las emociones escondidas en las letras de los poemas que nos hacían aprender de memoria los hermanos,  a cantar canciones populares de las diversas regiones españolas de entonces y también villancicos, a presentar limpios y ordenados los trabajos escritos, a ser más cuidadoso con las cosas que estaban a mi arbitrio...; en resumen, con los Salesianos dejé de ser un niño y empecé a ser un adolescente responsable dentro de lo que cabe en una edad que todavía seguía siendo muy temprana. Durante los días previos a las vacaciones navideñas, los hermanos nos enseñaron en un solo villancico los extremos de tristeza y alegría que contienen estas emotivas canciones navideñas. El villancico empieza con alegría: “Resuenen con alegría/los cánticos de mi tierra,/y viva el Niño de Dios/que nació en la Nochebuena...” y continúa con la tristeza: “La Nochebuena se viene, tururú,/ la Nochebuena se va./Y nosotros nos iremos/ y no volveremos más...”


Este villancico lo tengo siempre presente porque entraña el verdadero sentido de estas fiestas tan familiares. Con el tiempo vamos dejando de ver a muchos de nuestros seres queridos (también a nosotros un día ya no nos verán las personas que nos quieren), con los que precisamente cantábamos esta letra tan melancólica como verdadera.






viernes, 4 de diciembre de 2020

UNA REFLEXIÓN NECESARIA SOBRE EL QUIJOTE

 


EL QUIJOTE EN DOS PASSOS

Antes de que acabe el año, y sin saber que nos deparará el coronavirus en el próximo, aprovecho para comentar una lectura que tiene que ver con nuestro Libro más emblemático y universal.

John Dos Passos, escritor estadounidense (1896-1970) y autor de obras de fama universal como Manhattan Transfer (1925), había escrito tres años antes de dar a conocer la novela citada Rocinante vuelve al camino, fruto de un viaje por España.

Rocinante vuelve al camino es el primer libro de ensayos sobre arte y cultura española de Dos Passos y data de la época en que el escritor americano peregrinaba por Europa después de la Primera Guerra Mundial.

La España de este libro, “España prerrevolucionaria” la llama Max Dickmam, prologuista de Rocinante vuelve al camino (Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1943), está captada con ojos muy sutiles. Hombres, paisajes y cosas son contemplados con agudo y benévolo temperamento por Dos Passos.


La presencia de Cervantes, del Quijote, ya visibles casi en el título del libro, es constante. En el Capítulo II encontramos pronto una alusión certera relacionada con un asunto español donde los haya, lo flamenco. Don Diego, personaje natural de Nerja, afirma en un momento determinado: “En España vivimos del estómago y de los riñones, o de la cabeza y del corazón; entre el místico don Quijote y Sancho, el sensual, no hay término medio. El Sancho más bajo es lo flamenco”. Y al comentario que se le hace de que al menos los españoles viven, replica: “En un ambiente de suciedad, de enfermedades, de falta de educación, de bestialidad... La mitad de nosotros nos morimos de comer demasiado o de no comer lo suficiente.” (Pág. 36) Finalmente, preguntado don Diego qué proponía él para solucionar el problema, responde: “Educación, organización, energía: el mundo moderno.” Eso es lo mismo que ya Mariano José de Larra y antes algunos de nuestros escritores ilustrados habían preconizado.

En el Capítulo III las palabras del panadero de Almorox hacen reflexionar a Dos Passos en el sentido de que en el espíritu ibérico predomina la idea de que la vida es sueño. Como se ve, siguen estando presentes nuestros clásicos del Lazarillo y del famoso monólogo de Segismundo en la obra inmortal de Calderón. Y añade: “Sólo lo individual o aquella parte de la vida que depende directamente de lo individual, tiene realidad. La suprema expresión de lo cual radica en dos grandes figuras que simbolizan a España eternamente: don Quijote y Sancho Panza”. (Pág. 50) Don Quijote es individualista porque cree en el poder del alma sobre todas las cosas; por eso llevó el mundo entero en sí mismo. Y Sancho Panza es también individualista porque en el mundo no ve otra cosa que comida para su estómago. Creo que ésta es la idea más original del escritor estadounidense, aunque no faltan otras de máximo relieve sobre distintas disciplinas, como la del arte. Por ejemplo, en la página 54 leemos unas palabras que me parecen reveladoras del arte español: “Ni el más tranquilo y más ordenado de los espíritus españoles puede resistir la tentación a los excesos de todas clases; al recargamiento, a la grotesquería (sic), al fatal amaneramiento.” Y concluye: “Lo más grande de su arte raya, sin duda alguna, en la extravagancia, donde lo sublime se desliza por el delgado hilo de lo absurdo.” Y como ejemplos aduce precisamente obras pictóricas y literarias españolas fundamentales; entre otras, La Resurrección del Greco, los enanos de Velázquez, La vida es sueño de Calderón y “la gran epopeya” del Quijote. Y también las tradiciones, donde se mezclan elementos verdaderos y falsos, sin que se sepa cuáles son unos y otros. Y Dos Passos enumera: “...la tradición de la España católica, la tradición de la grandeza militar, la tradición de las luchas contra los moros, de la hospitalidad, de la truculencia, de la sobriedad, de la hidalguía de don Quijote, del Tenorio”. (Pág. 59)


     Asimismo el novelista americano advierte la presencia de Cervantes en las manifestaciones populares cotidianas españolas. No sé por qué en las palabras siguientes de Dos Passos veo también al Camilo José Cela de El Gallego y su cuadrilla: “En la plaza sonaba la alegre música de un organillo y de las pisadas de la gente que bailaba en la grava. Había soldados y criadas, aprendices coloradotes con sus novias y respetables tenderos con sus mujeres, que sobre su pelo negro y brillante lucían la clásica mantilla. Bailaban todos por entre los delgados troncos de los árboles, y en el aire sonaban las risas y los gritos de un regocijo infantil e ingenuo. Aquí está el evangelio de Sancho Panza, pensé yo; la fácil aceptación de la vida, la sencilla alegría de la comida y del color y la morbidez del pelo en las mujeres. Pero al salir de la aldea, a través de la ceñuda llanura de Castilla, verdegrís y violeta al oscurecer, me vino el recuerdo del Caballro de la Triste Figura, don Quijote, tratando desatinadamente de reformar el mundo, seguro del poder de su ideal.” (Pág. 63)

Hasta aquí las referencias más importantes a los personajes principales de Cervantes hechas por Dos Passos en la primera mitad de su libro. En la segunda mitad el escritor americano recurre a la intervención de dos jinetes que se parecen mucho a las dos criaturas de nuestro máximo escritor español. En el Capítulo X nos encontramos esta reveladora descripción: “Delante de ellos, proyectando gigantescas sombras azules sobre los campos llenos de surcos, cabalgaban dos hombres, uno en burro y el otro a caballo.” (Pág. 68) Y enseguida: “Se volvieron a saludarles una cara redonda y roja, llena de rayas, como un tomate demasiado maduro, y una cara exangüe, terminada en una barba pardusca y puntiaguda.” Si estos dos personajes no nos recuerdan todavía a Sancho Panza y a don Quijote respectivamente, leamos las líneas que siguen: “ --Tempranito llegan ustedes, caballeros—dijo el hombre alto que montaba el caballo rucio. Su voz era profunda y sepulcral, con una intermitente vibración de ternura, como un destello de luz en un río negro. --Tarde--dijo Lieo--. Venimos de Madrid andando. El hombre rechoncho se santiguó. --Están locos—dijo a su compañero. --Esa--dijo el del caballo rucio—es siempre la respuesta de la ignorancia cuando se encuentra con lo desusado. Estos caballeros, sin duda alguna, tienen muy buenas razones para hacer lo que hacen; y además la noche es el tiempo de las largas caminatas y de los hondos pensamientos (…) El hábito de la vigilia es uno de los que más necesitamos en este descarriado mundo moderno. Si más hombres pensaran y anduvieran toda la noche, habría menos miserias bajo el sol.” (Pág. 69) 


¿Aún no es suficiente? Pues leamos las palabras que dice en la siguiente página el hidalgo que monta el caballo rucio : “Quizá habré cavilado demasiado en la injusticia humana (…) Hace años yo hubiera salido a endereczar entuertos, porque nadie sino un hombre, un individuo solo, puede enderezar un entuerto.” Y en la 73: “Estas generaciones (…) están empeñadas en enterrar con infinita ternura el cadáver suntuosamente vestido de la vieja España (…) Señores míos (…): tenemos que salir otra vez con la lanza y el yelmo de la caballería andante a libertar a los esclavos, a enderezar los entuertos de los oprimidos.” Tales palabras son pronunciadas por un caballero,  cuyo nombre curiosamente es don Alonso, nació en la Mancha y su caballo se llama también Rocinante.

Pero lo más curioso todavía es que Dos Passos se encariña de este don Alonso, lo mismo que Cervantes de su don Alonso Quijano, y le hace cumplir su misma misión, es decir, criticar el estado de la situación española. Y salvo las páginas 77 a 86 que dedica a Baroja para considerar al novelista vasco el único, a excepción de Rusia, interesado por todo lo que la sociedad y la respetabilidad rechazan, es el hidalgo manchego, homónimo del otro que es criatura de Cervantes, quien toma la palabra.


Sin embargo, antes de comentar las intervenciones de este nuevo Quijote, no quiero dejar de referirme, aunque sea brevemente, a las mencionadas páginas dedicadas a Baroja, cuyo título global es Un novelista revolucionario. Dos Passos, tras afirmar que el interés por los parias en la literatura española es lo de siempre porque España es la patria de la novela picaresca, confirma la herencia que Cervantes legó al autor de La busca y Zalacaín el aventurero como sigue: “Estos haraganes y vagabundos de Baroja, como sus artistas y sus grotescos soñadores y sus fanáticos, son todos descendientes de los personajes del Quijote y de las Novelas Ejemplares”. (Pág. 82) La diferencia que separa los pícaros de Baroja de los del Siglo de Oro reside, según el escritor americano en que los de Baroja “eran pícaros alegres. Tenían siempre la lengua suelta y el éxito premiaba sus ingeniosas audacias”. Y aclara: “Los moldes de la sociedad no estaban tan endurecidos como lo están ahora; había menos presión de generaciones hambrientas o, más probablemente la piedad no había llegado a minar los cimientos”. (Pág. 83) Y, sin abandonar el aspecto de la piedad de la religión católica, más adelante afirma: “En los siglos XVI y XVII la monarquía católica empuñó la espada de la fe con tan buen resultado, que el sentimiento comunal fue muerto y el genio español forzado a entrar dentro del dominio de la mística donde cada ego tendía hacia la soledad de Dios. El siglo XVIII redujo a Dios a una abstracción, y el XIX trajo la piedad y la loca esperanza de corregir las injusticias de la sociedad. El español, como su don Quijote, montó el caballo de batalla de su idealismo y partió solo a libertar a los oprimidos.” (Pág. 85)

A todo esto, y volviendo ya al hidalgo don Alonso de la época de Dos Passos, el caballero muestra su preocupaciçon por España de un modo muy valiente, y así, en la página 89, después de haber afirmado que nuestra patria nunca se ha visto limpia de invasores, sentencia: “La conquista ha torcido y esterilizado nuestra alma ibérica sin cambiar un átomo de ella. (…) No hemos tenido en realidad reforma y, sin embargo, la inquisición fue aquí más dura que en ninguna parte.” Existe, pues, una necesidad de limpieza general, para don Alonso, y esa limpieza la llevará a cabo el campesino.

En la página 175 don Alonso parece un noventayochista esperanzador, incluso un novecentista idealizado, al considerar a Castilla como el escenario más idóneo para los grandes pensamientos. Y leyendo un poco más encontramos, a propósito de ello, esta afirmación, : “Hay en Castilla una belleza potencial (…), algo humano, tolerante, vívido, robusto. Yo no digo que esté en mí. Mi solo mérito consiste en reconocerlo, en formularlo, porque yo no soy más que un pensador. (…) Pero un día vendrá en que esta tierra áspera dé flores y frutos.” (¡Vamos, como el mejor Antonio Machado!) Y dos páginas más adelante concluye categóricamente: “Esta España nuestra hace camino lo mismo durmiendo que despierta.”

 


Para ir terminando esta modesta reseña de Rocinante vuelve al camino, de Johm Dos Passos, típico pensador español, Don Alonso elige Toledo como símbolo del alma de España y cree que todas las Españas poseen una corriente subterránea de tragedia. Y cita al Greco, a Goya, a Morales... y a continuación afirma que la vida humana “es un súbito canto de triunfo, surge de espacios desolados, abandonados, sombríos”. (Pág. 202) Para concluir: “Para mí, Toledo expresa la suprema belleza de esa trágica farsa. (…) Y la cúspide, la victoria, la inmortalidad de esto está en el Greco”. Para finalizar comentando la incomprensión de que fue objeto el autor del Entierro del Conde Orgaz, lo mismo que don Quijote. De uno y de otro pensaron todos que estaban locos.


 

domingo, 22 de noviembre de 2020

EL AÑO DE GALDÓS (V) CARTAS ABIERTAS A DON BENITO. Sus novelas en el cine

 


Apreciado don Benito. Ésta no tiene otro objeto que recordarle la presencia que tiene su obra narrativa en el cine español y extranjero y darle por ello mil gracias personales ya que el cine, junto con la lectura, la pintura, la música o la escritura, es una de mis pasiones más fervientes. Al Séptimo Arte ya lo presintió usted en vida aunque desgraciadamente no pudiera disfrutar de sus primeras manifestaciones por haber perdido uno de los dones más preciados de que dispone el ser humano: el de la vista. 

Y lo primero que hago es dejar bien sentado que dos novelas suyas, El abuelo y Doña Perfecta, fueron adaptadas al cine antes de que usted se viera privado de su vida terrenal para empezar a gozar de la inmortalidad por medio de su producción literaria, que cineastas de todo el mundo (los españoles a la cabeza), se basaron en las historias que cuenta usted en sus novelas para crear cintas mágicas de imágenes en movimiento. Y si no hubiera existido algo tan nocivo para la cultura y libertad humanas como la estúpida e intolerante censura, de la cual fue objeto parte de su obra (las personas de miras cicateras e irracionales, nacidas a la sombra del franquismo, la practicaron alegando a su anticlericalismo y apoyo a la izquierda) hoy dispondríamos de una abundante lista de películas que tuvieron sus raíces espirituales en la literatura que usted creó, don Benito.


Además de las dos mencionadas arriba, fueron adaptadas al cine sus novelas Fortunata y Jacinta, Marianela, Misericordia, Tormento, Halma (en el cine, Viridiana), Nazarín y Tristana. Y a la televisión, medio de comunicación que usted no llegó a conocer, Miau, La Fontana de Oro y las ya citadas en el apartado del cine, El abuelo, Fortunata y Jacinta y Misericordia.

No son éstos ni el sitio ni el momento para hablar de los directores que adaptaron a la gran pantalla sus novelas, don Benito, y sin embargo, sí me gustaría citar al menos a un cineasta español que lo hizo con acierto universal en tres de sus obras, Halma, Nazarín y Tristana. Me refiero a Luis Buñuel. Y debo añadir que el cineasta aragonés confesó en cierta ocasión a Max Aub, un escritor español autor, entre otros títulos, de Las buenas intenciones y Crímenes ejemplares, que se exilió después de la Guerra Civil, desastre que usted tuvo la suerte de no conocer, que la única influencia que le sirvió de inspiración había sido precisamente la suya, don Benito.

Pues bien, esas tres novelas suyas, don Benito, dieron pie a Buñuel para realizar tres de sus filmes más conocidos: Viridiana, Nazarín y Tristana, respectivamente. Y es esta última, Tristana, la que más premios recibió (por citar el más importante, fue candidata a los Óscar de Holliwood, el máximo galardón que una película puede lograr en estos tiempos en que le escribo). Con música de Chopin de fondo, la acción de la película de Buñuel transcurre en Toledo. Allí Tristana, al morir sus progenitores, es confiada a don Lope, un anciano que juega a ser un donjuán trasnochado con la joven, la cual, tras ser seducida, se convierte en su amante. Sin embargo, Tristana, a quien don Lope considera hija y esposa a la vez, logra que el viejo calavera le permita estudiar música y arte para poder independizarse, cosa que consigue tras enamorarse de Horacio, pintor, que le corresponde, y luego se va a vivir con él a Madrid. Con el tiempo Tristana padece un tumor en la rodilla, a consecuencia del cual, le amputan la pierna, y Horacio se desentiende de la joven. Entonces Tristana se ve obligada a regresar a Toledo y contrae matrimonio con don Lope, sin quererle. El hombre cae enfermo y una noche fría de invierno en medio de una nevada, atacado por una crisis de angustia, reclama la presencia de Tristana para que le auxilie. Pero ésta, tras fingir que llama por teléfono a un facultativo para que acuda a casa a atenderle, abre de par en par la ventana del dormitorio para acelerar así el fallecimiento de don Lope.


Como puede comprobar, el final de la película nada tiene que ver con su novela, don Benito, que no es tan trágico, y contiene otros datos y circunstancias diferentes de los que usted habla en su obra. El más claro de todos es el carácter de Tristana, a la que usted casa con don Lope por conveniencia y este punto le es indiferente a ella; además la joven renuncia a sus ansias de libertad y hasta se refugia en la repostería en la que halla cierta liberación y algo de felicidad. Le repito que en la película de Buñuel nada de esto se da; al contrario, Tristana se muestra en todo tiempo corroída por el odio y el resentimiento respecto de don Lope, llegando al extremo de obtener su libertad permitiendo que su esposo muera de frío.

Supongo, don Benito, que, de haber vivido cuando Buñuel convirtió su novela en una obra tan opuesta a las líneas esenciales de su relato, habría mostrado su disconformidad. ¿O no?  De cualquier modo, estoy convencido de que usted, un espíritu abierto donde los haya, aceptaría de buen grado la libertad propia de los creadores en cualquier disciplina del arte y la cultura, que en el caso del cineasta maño Luis Buñuel supo mantenerlos a una altura digna de elogio, como usted en la Literatura, con mayúscula.


No quisiera despedirme de usted antes de reconocerle una vez más su maestría en plasmar fotográficamente las múltiples y ricas descripciones y escenas de muchas de sus novelas; de ahí que les fuera tan favorable a los cineastas intentar reproducirlas en sus filmes. Como ejemplo de esa maestría suya en hacer tan palpables y plásticas las descripciones y escenas que pueblan y hacen vivos sus relatos, me gustaría recordarle el caso de Doña Perfecta, que el director español César Fernández Ardavín adaptó al cine cincuenta años después de que usted dejara este mundo, sin apartarse de lo que contara en su novela de 1876 sobre la intolerancia religiosa. Pepe Rey, respetando los deseos de su padre, viaja a Orbajosa con la intención de conocer a Rosarito, hija de doña Perfecta, y elegida para ser su esposa. Buen principio para una película. Pero en Orbejosa se torcerá trágicamente el destino de Pepe por las intrigas de María Remedios, sobrina del canónigo don Inocencio, consejero espiritual de doña Perfecta, y madre de Jacintillo, al que quiere casar precisamente con Rosarito, contando para ello con la intervención del sacerdote. Éste hace que Pepe enseguida aparezca ante los ojos de doña Perfecta como impío y ateo, rasgos que la actitud del joven no los trasluzca para nada. Y entre María Remedios y don Inocencio le acosan con insidias y murmuraciones de toda Orbajosa e incluso con la expulsión de la catedral por inventadas irreverencias.. Ante esas pruebas falsas achacadas a Pepe, doña Perfecta encierra a Rosarito en su habitación, alegando una inventada enfermedad de la joven, para que no la vea aquél, y acaba expulsándolo de casa. Pepe, que está verdaderamente enamorado de Rosarito, que le corresponde, logra ponerse de acuerdo con ella para casarse, aunque su madre no quiera, y así se lo hace saber a doña Perfecta antes de abandonar la casa para irse a vivir a una posada. A todo esto corren temores de una sublevación carlista y el Gobierno envía soldados a Orbajosa. Y Pepe encuentra en algunos de ellos ayuda para solucionar cualquier problema que impida su boda con Rosarito. Nudo perfecto. Y lo primero que planea el joven es reclamar el depósito de la muchacha de manera sujeta a la ley. Para ello acude a medianoche para verse con ella, entrando en la huerta de la casa por una puerta que no se usaba y cuya llave se la había proporcionado Rosarito. Para entonces doña Perfecta, que, aliada con don Inocencio, había sugerido al cacique Cristóbal Ramos constituir una partida de guerrilleros, es alertada por María Remedios de la presencia de Pepe en la huerta de la casa. Y doña Perfecta, herida en su orgullo, ordena furibunda al cacique que dé muerte a Pepe. Clímax inaplazable. Cristóbal Ramos ejecuta la orden y el asesinato del joven se achaca hipócritamente a un suicidio, con la consiguiente prohibición del enterramiento de su cuerpo en el cementerio. Tales acontecimientos causan la locura en la pobre Rosarito, que debe ser recluida en un manicomio. Como en una película.

Siempre le recordaré. Profundamente agradecido, un fiel seguidor suyo.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. Defensa del Cine (1)

 


        No hay mejor momento que el que estamos sufriendo, por culpa del coronavirus, para hablar del Cine (con mayúscula) y defenderlo con uñas y dientes. El mismo fervor que siento por la poesía, lo muestro por el Séptimo Arte; de ahí que lo defienda intensa y amorosamente como defiendo la poesía. El cine es, al fin y al cabo, poesía de imágenes en movimiento. 

Desde muy pequeño ya el ir a un cine de mi ciudad natal a ver una película, la que echaran, como decíamos entonces (daba lo mismo una que otra), significaba para mí una aventura de emociones sin límites. Ahora no recuerdo el título de la primera película que vi en un cine, pero puedo afirmar sin ninguna duda que entonces lo de menos era el título; lo que importaba en primer lugar era el género y luego el actor que encarnaba el papel de tu gusto.


Si la película era del Oeste, mi actor favorito era Bob Steele, que manejaba el revólver de una manera endiablada y lo mismo desbarataba bravuconadas de pistoleros sangrientos, desarmándoles unas veces y otras, cuando no había otra solución, acabando con su vida, que disparaba contra los indios ("pieles rojas"), que, emitiendo alaridos descomunales, arrasaban ranchos de pacíficos ganaderos y arrancaban sus cabelleras después de asesinarlos. Evidentemente, en aquellos años de preadolescencia mi mente no alcanzaba a entender todavía la política de propiedades y usurpaciones de tierras, habida entre blancos y pieles rojas. De lo que se trataba era de disfrutar de las aventuras que vivían las personas de aquellos remotos lugares que alimentaban nuestra insaciable imaginación infantil. Poco más tarde, logre ver, emocionado desde el principio hasta el fin, el que para mí es el Western de los Western, Raíces profundas, interpretada magistralmente, en dos de los papeles principales de la película de 1953, el bueno y el malo, por Alan Ladd y Jack Palance. Shane (Alan Ladd), un pistolero resabiado de su propio historial, decide defender a una familia de campesinos contra un ganadero que quiere apoderarse de sus tierras, el cual, al ver que Shane no quiere trabajar a sus servicios, contrata a Jack Wilson (Jack Palance), un asesino a sueldo. La tragedia se masca desde el primer momento y la nota de ternura la pone el hijo de los campesinos, un niño que adora a Shane. La escena habida entre Wilson y Shane, presenciada por el niño, es de las que no se olvidan.


Si la película era de Romanos, del Antiguo y Nuevo Testamento, me emocionaba igual con el Victor Mature que hacía de Sansón y, arrancando de sus bases las columnas a la que estaba encadenado con una fuerza inusual, derribaba todo un templo sobre los filisteos allí congregados, que con el Charlton Heston que encarnaba a Judá Ben-Hur, un hombre respetable que llega a conocer a Jesús de Nazaret en un momento desgraciado de su vida, cuando, sufriendo condena de galeote, recibe de él un trago de agua, gesto que no olvidará nunca.

Lo mismo me ocurre con algunas películas del género, que me será muy difícil olvidar. Podría citar muchas, pero me conformo con mencionar sólo estas seis: Quo Vadis, La túnica sagrada, Espartaco, Los últimos días de Pompeya, El cáliz de plata y Rey de Reyes. Éstas y las dos películas citadas más arriba, todas las Semanas Santas de mi infancia y adolescencia visitaban los cines de la ciudad del alma.


Y si el film era policíaco, mi actor preferido era Richard Widmark, que en Pánico en las calles (fácil es su recuerdo si pensamos en la epidemia que estamos sufriendo todos en el momento en que redacto estas memorias), colabora con la policía para capturar al perverso Jack Palance (impecable interpretación en esta película, igual que en otras que ahora me vienen a la cabeza, como la que sigue siendo una de mis favoritas de todos los tiempos y que ya he mencionado más arriba, Raíces profundas).

Por el cine negro, tengo que reconocerlo, lo mismo que por la novela del mismo género, siempre he sentido una atracción irresistible. Las películas que tienen nombre de mujer me fascinan. Rebeca, Gilda, La mujer del cuadro, Laura, La dama de Shanghai… Y, tanto como ellas, los filmes que vieron la luz el año en que nací. Perdición, Laura, La mujer del cuadro o Tener o no tener, del emblemático Humprey Bogart, el detective de gabardina, sombrero ladeado y cigarrillo humeante. De unas y otros me quedo con Gilda, de la que llegué a aprender algunos diálogos. El tándem formado por Rita Hayworth y Glenn Ford ha sido pocas veces superado en la historia del cine negro, igual que las dos escenas en que Gilda canta en playback las canciones "Put the Blame on Mame" (“Échale la culpa a Mame”) y “Amado mío”, cuya verdadera voz, grabada, es la de Anita Ellis, que son de una plasticidad y dramatismo inusuales. Pero también recuerdo las demás películas mencionadas con emoción y otras que aquí no cito y que seguramente haré en cualquier otro momento de estas memorias.


       Si el film era de asunto bélico, el primer largometraje que recuerdo haber visto es Los ángeles perdidos. Yo entonces era muy pequeño y estudiaba en los Salesianos, donde todos los domingos por la tarde, los externos íbamos a ver el cine a la sala del Colegio, cuyo proyector recuerdo que hacía mucho ruido al girar los rollos en sus ejes en medio del pasillo de la sala, a un paso de donde estaban las sillas de los espectadores y a veces dejaba de funcionar y en la pantalla se hacía una mancha amarilla que se agrandaba más y más hasta que el operador lo detenía y arreglaba el desaguisado para continuar con la película. A veces también se paraba sólo mientras sonaba en la sala la última frase pronunciada por un personaje de la película, cuyo final acababa en un descenso hilarante que arrancaba la carcajada general de los asistentes. “Arriba las manooooooouuuuuussss…”

En Los ángeles perdidos me pasaba toda la sesión limpiándome a escondidas las lágrimas que no podía evitar. El niño que sufre los horrores de la segunda guerra mundial se pasa la película buscando a su madre (el título original, The Search, ya lo anuncia) y Montgomery Clift, el soldado americano que le ayudará en la búsqueda, son los dos personajes que convierten la película en una historia entrañable. La escena en que el niño, huido de un campo de refugiados en la Alemania de la postguerra, muerto de hambre, aparece entre las ruinas a pocos metros de donde el militar se halla comiendo un bocadillo, y cuando ve asomar al niño, deposita lo que está comiendo sobre una piedra para atraerlo, es de las más tiernas; sin embargo, era la última escena del film la que provocaba más lágrimas y más aplausos.


       De las sesiones de cine de los domingos en los Salesianos, recuerdo docenas de cortometrajes en que las lágrimas eran sólo de risa; me refiero a las del Gordo y el flaco, en las que era imposible no soltar la carcajada ante los golpes que se propinaban Laurel y Hardy entre sí o los que recibían por separado al caérseles encima todo tipo de muebles y artefactos. Recuerdo ahora el piano mecánico (de Haciendo de las suyas, título original The Music Box) que, como empresarios de mudanzas, tienen que subir por unas escaleras muy empinadas, en las que topan con varias personas. También veíamos muchos dibujos animados, especialmente del Pájaro Loco, La hormiga atómica o Tom y Jerry, entre otros. 


      No puedo dejar de citar aquí algunos ejemplos del cine español que los Salesianos nos ponían aquellas tardes inolvidables, seguramente para fomentar el amor patrio. La que mejor recuerdo es Jeromín, donde veíamos de niño a Juan de Austria, el que sería de mayor el héroe de la batalla de Lepanto. Pero también La torre de los siete jorobados, una película de miedo, basada en la novela homónima de Emilio Carrere, dirigida por Edgar Neville y protagonizada por Antonio Casal, película que se estrenó curiosamente el año de mi nacimiento; la primera vez que la vi me produjo honda impresión el ambiente fantasmal que reinaba desde el principio al fin, y una de las escenas que me pareció más curiosa fue la de encontrar la misteriosa entrada a la torre, que era, creo recordar, un baúl con falso fondo que ocultaba una escalera siniestra que conducía a una ciudad subterránea, cuyos moradores realizaban actividades fuera de la ley.
        Finalmente, debo añadir que también encontré en casa la entrañable colaboración del cabeza de familia con mi afición por el cine. Él, con sus insistentes y apasionadas alusiones al actor americano Errol Flinn y sus películas, fue quien me hizo sentir una admiración especial por el protagonista de cintas inolvidables como El príncipe y el mendigo, Robín de los bosques,  La isla de los corsarios, Las raíces del cielo o Murieron con las botas puestas. De esta última hablaba más que de ninguna otra película, y recuerdo que al verla me llevé un berrinche de mucho cuidado cuando los indios lo mataron en la famosa batalla de Little Big Horn.

viernes, 23 de octubre de 2020

EL AÑO DE GALDÓS (IV) CARTAS ABIERTAS A DON BENITO. Gabriel Araceli

 

Apreciado don Benito. Un octubre como este de hace quince años, durante un viaje a Madrid para recibir el premio de cuentos El Chiscón por un relato que titulé El jardín secreto de Don Quijote, tuve la fortuna de ver una estatua suya en el Parque del Retiro, obra de Victorio Macho, y era tal la paz que me transmitía su contemplación, que escribí un poema, nada del otro mundo, dedicado a lo que un pedazo de piedra que representa a un escritor que uno siempre ha admirado, podía despertar en el alma de quien lo vuelve a ver vivir en una estatua. Son tantas las ganas que tengo de que usted conozca de primera mano la admiración que siento por su obra, que no me resisto a incluir aquí unos cuantos versos de ese poema antes de revelarle el verdadero motivo de esta carta:

En piedra blanca, como el alma de un niño,

sentado en la paz del Retiro madrileño,

Galdós descansa del trabajo glorioso

de describir con verdad y respeto

la vida de la capital de España

con sus costumbres, virtudes y defectos…

Satisfecho mi deseo y, tras pedirle perdón por mi atrevimiento, paso a comunicarle el verdadero motivo de esta carta. Y no es otro que agradecerle los momentos inolvidables que siempre me producen las aventuras, andanzas, peligros y amores de Gabriel Araceli, que quizá sea el personaje de ficción más entrañable y carismático de sus épico-líricos Episodios Nacionales. Por algo lo convertiría usted en el protagonista narrador de las novelas que componen la Primera Serie, punto de partida de una hermosa colección de relatos (46 nada menos), en cuya creación ocupó usted prácticamente todo el siglo XIX, concretamente desde 1807 a 1898, alternando su escritura con otras obras suyas de igual importancia que le convirtieron en uno de los mejores novelistas españoles seguidores de Cervantes.

Así pues Gabriel Araceli es el punto central de esta carta, y antes de desarrollarlo quiero contarle una anécdota relacionada con él que me ocurrió hace muchos años siendo profesor de literatura en un colegio privado porque a Gabriel le debo haber ganado un concurso de cultura general de modesto alcance entre colegas durante la sobremesa de una cena de Navidad en la que nos acompañaban nuestras respectivas esposas. Tras la serie de preguntas que nos había formulado en voz alta un profesor independiente, y comprobar las respuestas de los cuatro equipos que competíamos, el resultado fue que dos estábamos empatados a puntos: el 2 y el 3. Y como sólo había como premio un objeto de decoración para el que resultara ganador, se decidió que el profesor independiente formulara a los finalistas una última pregunta. Repartió una octavilla en blanco para que los equipos escribiéramos la respuesta y formuló la pregunta, que no era otra que la siguiente: “¿Cuál es el nombre y el apellido del protagonista de Cádiz, Episodio Nacional de Benito Pérez Galdós?” Mis compañeros de equipo, que ocupábamos la mesa 2,  me miraron inquisitivamente; asentí para su alegría y la mía y escribí la respuesta en la octavilla. Agotado el tiempo otorgado, el interrogador pasó por las dos mesas contendientes a recoger la respuesta. Mientras él volvía a la tarima para dar a conocer el resultado, el corazón me latía a mil por hora. Se hizo un silencio en toda la sala. El profesor leyó en silencio las respuestas de las octavillas y acto seguido dijo: “La respuesta correcta de la pregunta formulada es… Gabriel Araceli. Y el ganador es el equipo de la mesa 2.” 


Y ahora lo que quiero es, como he dicho más arriba, mostrarle mi más sincero agradecimiento por haberme brindado la ocasión de conocer a Gabriel Araceli, mi personaje favorito de sus Episodios, y que conste que hay otros personajes que también me gustan; sólo entre los que pertenecen a la Primera Serie, destacaría, por supuesto en primer lugar, a Inés, la amada del propio Gabriel, a Marcial, a Juan de Dios, al licenciado Lobo, a la condesa Amaranta o a Andrés Marijuán, que es quien pone en antecedentes a Gabriel en Cádiz del heroico sitio de Gerona, en el que había participado y cuyo contenido constituye el Episodio Nacional titulado precisamente así, Gerona.

La vida de Gabriel de niño me recuerda la del Lazarillo, salvando las distancias, claro. ¡Qué acertadamente usted la pinta! Hijo de una pobre mujer viuda que intentaba ganarse el pan lavando la ropa de los marineros, Gabrielillo nunca supo quién fue su padre y pasó su infancia rodeado de los granujillas de los muelles de Cádiz y haciendo de cicerone a los extranjeros. A la muerte de su madre, huyó del pariente que se encargaba de su tutela porque le maltrataba, iniciando una peregrinación por distintas poblaciones, San Fernando, Puerto Real, Medina Sidonia… Y hubiera seguido indefinidamente a no ser porque en esta última ciudad lo tomó como paje don Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán de la Marina retirado, que lo llevó consigo a su casa de Vejer de la Frontera. Y aquí cambió radicalmente la suerte y la vida de Gabriel Araceli. En casa del marino jubilado conoció a Marcial, que había participado en diversos combates navales, y, acompañando a los dos hombres, viajaron en secreto a Cádiz, a la casa de doña Flora, hermana de don Alonso, donde llegó a conocer a Churruca, el héroe de la batalla de Trafalgar.

No sé si se lo dije en la primera carta, don Benito, pero por si acaso no lo hice, permítame que le diga que en mi libro de BUP La Lengua Diaria, que sirvió de manual de texto en el colegio privado donde fui profesor, me agradó mucho incluir como lectura de punto de partida para la enseñanza y aprendizaje de la lectura mecánica y comprensiva, vocabulario, ortografía y expresión oral y escrita, precisamente un fragmento de Trafalgar, título que otorgó usted a su primer Episodio Nacional. Se trata de la Lectura VII, que comienza así: “Por todos lados descubríamos navíos dispersos, la mayor parte ingleses, no sin grandes averías y procurando todos alcanzar la costa para refugiarse. También los mismos españoles y franceses, unos desarbolados, otros remolcados por algún barco enemigo. Marcial reconoció en unote éstos al “San Ildefonso”. Vimos flotando en el agua multitud de restos y despojos, como masteleros, cofas, lanchas rotas, escotillas, trozos de balconaje, portas y, por último, avistamos dos infelices marineros que, mal embarcados en un gran palo, eran llevados por las olas, y habrían perecido si los ingleses no corrieran al instante a darles auxilio. Traídos a bordo del “Trinidad”, volvieron a la vida, que, recobrada después de sentirse en brazos de la muerte, equivale a nacer de nuevo…”


Sabiendo que al instante habrá reconocido el fragmento copiado, me gustaría agradecerle también la técnica que ha empleado usted en éste y otros Episodios Nacionales, así como en el resto de su producción narrativa, especialmente en las que llamó Novelas Contemporáneas, y es utilizar uno de sus personajes ficticios para introducir en la novela, realidad inventada, la realidad histórica y hacer que ambos mundos coexistan en la trama narrativa con la máxima naturalidad. Le recordaré unos cuantos ejemplos extraídos de sus Episodios Nacionales de la Primera Serie. En el primero, Trafalgar, nada más hospedarse, junto con su amo don Alonso y Marcial, en la casa que tiene en Cádiz doña Flora de Cisniega, hermana de don Alonso, tiene la oportunidad de conocer a Churruca, militar que, habiendo nacido en Guipúzcoa en 1765, encontró heroicamente la muerte en la batalla de Trafalgar en octubre de 1805 tras recibir un cañonazo que le voló una pierna, y que póstumamente fue nombrado almirante.

 En La corte de Carlos IV, vemos a Gabriel ya con 16 años de edad, sirviendo en su casa de Madrid a la actriz Pepita González, circunstancia que le permite describir la vida de los cómicos y de los teatros de principios del siglo XIX, incluido el estreno de la famosa comedia de Leandro Fernández de Moratín El sí de las niñas. En esas tertulias que se celebran en casa de doña Pepita se habla también de política y de las intrigas de la Corte que favorecen al Príncipe de Asturias, conspiración encaminada a destronar a Carlos IV. 

En El 19 de marzo y el 2 de mayo, Gabriel, muerta doña Juana, supuesta madre de su amada Inés y llevada ésta a Aranjuez por don Celestino de Malvar, que ha sido nombrado cura ecónomo del Real Sitio, a visitarla algunos domingos, y uno de éstos se ve envuelto por el motín contra Godoy, primer ministro del Rey, del 19 de marzo de 1808, perpetrado por los partidarios fernandinos, motín que usted, don Benito, le hace describir magistralmente. 


En Cádiz, Gabriel, que sirve en la guarnición de la Isla, acude, cuando está libre de servicio, a casa de doña Flora, en la que llega a conocer a los poetas Quintana y Arriaza; el primero (Madrid, 1722- 1857), fue amigo de Jovellanos y autor, entre otras, de la famosa oda Al combate de Trafalgar y del drama Pelayo; Arriaza (Madrid, 1770- 1837) fue en su juventud oficial de marina y autor de poemas neoclásicos y prerrománticos, como La tempestad y la guerra, inspirada también por la batalla naval de Trafalgar, o Recuerdos del Dos de Mayo. 

El último caso pertenece a La batalla de los Arapiles, donde, como usted muy bien dice, Gabriel ya sólo soñaba en librar a su amada Inés de las adversidades que la hacían sufrir sobremanera y casarse con ella. Pues bien, en este Episodio Nacional, Gabriel, ya hecho un hombre, se ofrece de voluntario al duque de Wellington para entrar en Salamanca y hacer un rápido croquis de los planos de las fortificaciones de los franceses; primero disfrazado de aldeano consigue burlar a la guardia francesa y luego, una vez dibujados los planos de defensa, sale disfrazado de juglar como sus acompañantes. Wellington (Dublín, 1769-Walmer, 1852) fue un militar, político y estadista británico que participó en las guerras napoleónicas en coalición con España. 


Ahora que acabo de destacar estos casos en que Gabriel Araceli, personaje inventado por usted, introduce en la trama narrativa ficticia ilustres personajes de la realidad histórica, no puedo evitar recordar con qué realismo y emoción hace un retrato completo de Churruca, del cual copio el fragmento siguiente: “Tenía el cuerpo pequeño, delgado y como enfermizo. Más que guerrero, aparentaba ser hombre de estudio, y su frente, que, sin duda, encerraba altos y delicados pensamientos, no parecía la más propia para arrostrar los horrores de una batalla. Su endeble constitución, que, sin duda, contenía un espíritu privilegiado, parecía destinada a sucumbir conmovida al primer choque. Y, sin embargo, según después supe, aquel hombre tenía tanto corazón como inteligencia. Era Churruca.” 

Enhorabuena mil veces, don Benito, por esa fuerza arrebatadora que mezcló tan sabiamente en su escritura con la belleza más exquisita y la emoción más entrañable.

jueves, 8 de octubre de 2020

EL AÑO DE GALDÓS (III) CARTAS ABIERTAS A DON BENITO. La mujer

 

 


Apreciado don Benito. Soy un sencillo profesor de Literatura jubilado de forma diferente a la suya, pues usted disfruta de la merecida jubilación. Un profesor del montón después de escoger que quisiera, si me permite que le quite un poquito de esa paz que está gozando, darle las gracias por retratar tan fielmente la vida española de finales del siglo XIX, que, pese a todos los detractores que tuvo que sufrir en su tiempo, continúa estando vigente en pleno siglo XXI. 


Los temas que usted tan justa y honestamente trata en sus novelas, desde el amor, los celos o el adulterio hasta la caridad, la amistad, el dolor, la enfermedad o la muerte, relacionados todos con la condición humana, sin olvidar la cultura, la sociedad y la política a la que pertenecen los hombres y las mujeres que llenan de vida sus páginas, trajinando sin parar y mostrando directamente sus defectos y virtudes; los temas, digo, de sus novelas son los de siempre, los que ya trató Cervantes, su maestro español favorito, en las aventuras y desventuras de Don Quijote y Sancho Panza, que representan respectivamente la idealización de la realidad y la propia realidad, franca y cruda, y los que tratarían después sus propios discípulos, don Benito; discípulos entre los que se cuentan, en la generación que siguió a la suya, Azorín, Baroja o Unamuno; posteriormente, Cela, Delibes, Gironella, Zunzunegui…, y ya en nuestros días, Rafael Chirbes, Almudena Grandes, Fernando Aramburu o Javier Cercas, por no hacer la enumeración de nombres demasiado larga. Gracias por todo ello, don Benito.


Y gracias, en especial, por haber contado con la mujer como protagonista o personaje principal de muchas de sus narraciones. Y en este último detalle quiero centrar el motivo de mi carta. Muchas son las novelas que ya tituló usted con nombre propio de mujer: Gloria, Halma, Marianela, Fortunata y Jacinta, Doña Perfecta, Tristana…, y también son abundantes las novelas que tienen como protagonistas a mujeres de toda condición social y humana: María Egipciaca ( en La familia de León Roch), Isidora Rufete ( en La desheredada), Amparito Emperador o Tormento, como la llama el sacerdote D. Pedro Polo ( en Tormento), Doña Rosita Pipaón ( en La de Bringas), que ya había hecho usted aparecer en la novela anteriormente citada junto a su esposo D. Francisco Bringas, Camila (en Lo prohibido) y Benigna, Benina o simplemente Nina ( en Misericordia).


Y antes de terminar esta primera carta, quisiera destacar la figura de la última mujer mencionada, Benina, como otros personajes de la novela gustan llamarla, porque en ella ha cifrado usted una de las virtudes más generosas que un ser humano puede mostrar aun en sus momentos más desgraciados. Pues, encariñada con su antigua señora doña Francisca Juárez, viuda que se encuentra en un estado lamentable de pobreza (perdóneme por citar los datos que tan bien conoce porque son suyos), gasta sus propios ahorrillos para mantenerla y, cuando éstos se acaban, se dedica a mendigar por las calles para seguir ayudando a doña Francisca, a quien miente diciendo que hace de asistenta en casa de un sacerdote llamado D. Romualdo, todo inventado por Benina para que su antigua señora no sepa que está ejerciendo la mendicidad. A Benigna le dio usted un corazón que no le cabía en el pecho, capaz no sólo de llegar a contraer pequeñas deudas por doña Francisca, sino también de manifestar su bonachona caridad a otras personas de la novela, como Obdulia, la propia hija de doña Francisca, casada con un sinvergüenza que la tiene muerta de hambre, o Frasquito Pontes, un caballero arruinado (“Persona más inofensiva no creo haya existido nunca; más inútil, tampoco”, son dos de la abundancia de  calificativos que usted le dedica).


Además, por medio de la señá Benina, usted no sólo pinta excelentemente la mendicidad en Madrid en el siglo XIX, sino también denuncia sin  paliativos las costumbres de la picaresca de entonces (en este detalle, don Benito,  demuestra usted soberbiamente la provechosa lectura de nuestros clásicos de los siglos XVI y XVII, del Lazarillo, de Guzmán de Alfarache, de Quevedo o del propio Cervantes, su verdadero mentor), que explota la caridad especialmente en las puertas de los templos de la capital de España. Quizá el tipo más elocuente de esa mendicidad sea el ciego Almudena, personaje que, cuando leí la novela para explicársela a mis alumnos, me hizo pensar inmediatamente en el ciego del Lazarillo, sin que llegue a poseer su malicia, desde luego.

Y acabo constatando asimismo que, al lado de esa caridad, que es amor sagrado en  Benigna (¡qué bien, por cierto, ha elegido usted el nombre de su protagonista, cuyos sinónimos son bien elocuentes: benévola, bondadosa, indulgente, complaciente, propicia, magnánimo, misericordiosa!); al lado de eso, usted ha contrapuesto al final de la novela, sabiamente, la ingratitud (desagradecimiento, egoísmo) de doña Francisca que, al recibir una herencia que la hace rica, lejos de acoger de nuevo en su casa a la persona que le dio todo lo que tenía por ayudarla cuando era pobre de solemnidad, tranquiliza su conciencia con la mezquindad de asignarle una pensión de dos reales diarios y prometerle gestionar su ingreso en la Casa de Misericordia. Misericordia, título irónico de la novela.


 

Gracias nuevamente, don Benito. Y siga gozando de la jubilación eterna.