lunes, 29 de agosto de 2016

EL QUIJOTE EN LA POESÍA DE ANTONIO MACHADO


    
Aún no se ha terminado el año del cumplimiento del cuarto centenario de la muerte de nuestro  escritor más universal. Por ello aprovecho la ocasión de incluir en este blog una entrada referida a su obra más insigne, El Quijote. Entrada vinculada también a uno de nuestros mejores poetas de todos los tiempos, Antonio Machado. Que aproveche.
 

       
 
 
  Los hombres del 98, muchos de ellos originarios de la periferia española (Azorín, levantino; Unamuno, vasco; Antonio Machado, andaluz...), tras el desastre colonial, escogieron Castilla como corazón de España y representante de su pasado glorioso, tanto político (el Imperio español fue uno de los más poderosos del mundo durante los siglos XVI y XVII), como literario (los llamados siglos de Oro están repletos de figuras y obras universales: la novela picaresca, los teatros de Lope y Calderón, el Quijote de Cervantes...). Algunos de ellos fomentaron una gran amistad y mantuvieron relaciones de admiración y respeto mutuos. Es bien conocida la que Antonio Machado mostró hacia Rubén Darío, Azorín, Unamuno o Juan Ramón Jiménez. El autor nicaragüense, por ejemplo, le dedicó unos versos que lo retratan perfectamente, versos que forman el “Pórtico” de las Poesías Escogidas, de Aguilar: “Misterioso y silencioso / iba una y otra vez. / Su mirada era tan profunda / que apenas se podía ver. / Cuando hablaba tenía un dejo / de timidez y altivez. / Y la luz de sus pensamientos / casi siempre se veía arder. / Era luminoso y profundo / como era hombre de buena fe...” Como él, como todos, que en un momento de su creación literaria, tomaron como modelo de bondad y fe a don Alonso Quijano el Bueno, aquel don Quijote que salió a esos mundos de modorra y engaños para despertarlos y sacarlos de su error.
 

 
 
          1905 fue un año importante porque muchos de ellos, conmemorando el tercer centenario del Quijote, publicaron escritos dedicados a honrar la inmortal creación de Cervantes. Rubén Darío, en sus “Cantos de vida y esperanza” incluyó unas “Letanías de nuestro señor don Quijote”, cuyo comienzo es éste: “Rey de los hidalgos, señor de los tristes, / que de fuerza alimentas y de ensueños vistes, / coronado de áureo yelmo de ilusión; que nadie ha podido vencer todavía, / por la adarga al brazo, toda fantasía, / y la lanza en ristre, toda corazón...” Debió de leerlas Machado con suma atención y cariño porque en los Elogios de sus “Campos de Castilla” le dedica dos composiciones sentidas. Más importancia tienen para el asunto de que estamos tratando dos libros de Azorín de ese año, “Los pueblos” y “La ruta de Don Quijote” (también tendría un tercero, “Castilla”, aunque éste apareció en 1912) y el libro de Miguel de Unamuno “Vida de don Quijote y Sancho”.
 

          
 
En cuanto a Antonio Machado, debió de publicar este mismo año o el siguiente el poema “A don Miguel de Unamuno” por haber publicado el libro de ensayos sobre los dos protagonistas del Quijote. Pero fue a partir de 1912, una vez retirado a Baeza tras la muerte de su joven esposa Leonor, cuando Antonio Machado dio a conocer algunos poemas con motivo cervantino y en especial dedicados a La Mancha y a sus habitantes, tanto ficticios (los pertenecientes al Quijote), como los reales. Me refiero, en primer lugar, a “La mujer manchega”, influido sin duda por los dos capítulos que, bajo el título “La novia de Cervantes”, se hallan en “Los pueblos”, de Azorín; y también, bajo la influencia de Azorín, esta vez tras la publicación de “Castilla”, nuevo libro de ensayos que vio la luz en 1912, dos poemas relacionados entre sí: el primero, “Al maestro Azorín por su libro “Castilla” y el segundo “Desde mi rincón”, que lleva además la anotación “Elogios. Al libro “Castilla” del maestro Azorín, con motivo del mismo”. Y en segundo lugar, movido por la guerra europea que entonces se libraba (1914), escribió “España, en paz”.
 

 
 
          Por razones obvias, comenzaré por el poema “A don Miguel de Unamuno”, mezcla de tercetos, cuartetos y serventesios, debió de ser escrito, como he dicho, nada más aparecer la “Vida de don Quijote y Sancho”, del escritor vasco. Convencido sin duda por la idea de Unamuno de que los males de la patria residían en que ya no hay quijotes y en que la ramplonería lo dominaba todo, Machado homenajea a su admirado amigo, comparándole con don Quijote. “Este donquijotesco / don Miguel de Unamuno, fuerte vasco, / lleva el arnés grotesco / y el irrisorio casco / del buen manchego.” Y así lo pinta como al hidalgo de Cervantes: “Don Miguel camina, / jinete de quimérica montura, / metiendo espuela de oro a su locura, / sin miedo de la lengua que malsina.” Intentando educar, por medio de la valentía y la lucha por unos ideales, a todo un pueblo que se haya sumido en la pereza, la desidia y el engaño.” A un pueblo de arrieros, / lechuzos y tahúres y logreros / dicta lecciones de Caballería. / Y el alma desalmada de su raza, / que bajo el golpe de su férrea maza / aun duerme, puede que despierte un día.”

      
 
        Respecto al poema “La mujer manchega”, ya había aparecido en la revista “España” en 1915, pero que fue sin duda escrito mucho antes, posiblemente tras la lectura del citado “Los pueblos”. Se trata de un canto a La Mancha y sus mujeres, entre las que se encuentran los seres de ficción del Quijote y los vivos y reales: “La Mancha y sus mujeres; Argamasilla, Infantes, / Esquivias, Valdepeñas. La novia de Cervantes, / y del manchego heroico el ama y la sobrina /.../ la esposa de don Diego y la mujer de Panza, / la hija del ventero, y tantas como están / bajo la tierra, y tantas que son y que serán / encanto de manchegos y madres de españoles / por tierras de lagares, molinos y arreboles...”. Continúa con un retrato de la mujer manchega : “Es la mujer manchega garrida y bien plantada, / muy sobre sí doncella, perfecta de casada. / El sol de la caliente llanura vinariega / quemó su piel, mas guarda frescura de bodega / su corazón. Devota, sabe rezar con fe / para que Dios nos libre de cuanto no se ve. / Su obra es la casa –menos celada que en Sevilla, / más gineceo y menos castillo que en Castilla--. / Y es del hogar manchego la musa ordenadora; / alinea los vasares, los lienzos alcanfora; / las cuentas de la plaza anota en su diario, / cuenta garbanzos, cuenta las cuentas del rosario.” Luego alude a la tierra donde nacieron Dulcinea y Don Quijote: “¿Hay más? Por estos campos hubo un amor de fuego. / Dos ojos abrasaron un corazón manchego. / ¿No tuvo en esta Mancha su cuna Dulcinea? / ¿No es el Toboso patria de la mujer idea / del corazón, engendro e imán de corazones...?”. Continúa con la evocación del famoso hidalgo y sus andanzas por esta tierra junto a la de la labradora Aldonza: “Por esta tierra, lejos del mar y la montaña, / el ancho reverbero del claro sol de España, / anduvo un pobre hidalgo ciego de amor un día / --amor nublóle el juicio; su corazón veía--. / Y tú, la cerca y lejos, por el inmenso llano / eterna compañera y estrella de Quijano, / lozana labradora fincada en sus terrones / --oh madre de manchegos y numen de visiones-- / viviste, buena Aldonza, tu vida verdadera, / cuando tu amante erguía su lanza justiciera, / y en tu casona blanca aechando el rubio trigo. / Aquel amor de fuego era por ti y contigo.” Para terminar con un deseo encomiable para las mujeres de la tierra: “Mujeres de la Mancha, con el sagrado mote / de Dulcinea, os salve la gloria del Quijote.”

         
 
 El poema “Al maestro Azorín por su libro Castilla”, también compuesto en pareados, fue escrito a finales de 1912 o principios de 1913 y es importante porque describe una de aquellas ventas que ya existían en tiempos de Cervantes y, sobre todo, retrata a un personaje misterioso que bien podría ser el autor del Quijote. Le acompañan la ventera, “que aviva el fuego donde borbolla la marmita”, y el ventero, que “contempla silencioso la lumbre del hogar”. Como muestra, citaré los versos donde palpitan los sentimientos del caballero enlutado y la atmósfera campesina que lo envuelve: “Sentado ante una mesa de pino, un caballero / escribe. Cuando moja la pluma en el tintero, / dos ojos tristes lucen en un semblante enjuto. / El caballero es joven, vestido va de luto. / El viento frío azota los chopos del camino. / Se ve pasar de polvo un blanco remolino. / La tarde se va haciendo sombría. El enlutado, la mano en la mejilla, medita ensimismado...”
 

 
 
          Más importancia tiene el titulado “Desde mi rincón”, una extensa silva que mandó Machado en una carta a otro de sus buenos amigos, Juan Ramón Jiménez, diciéndole, entre otras cosas, “Te mando esa composición al libro Castilla de Azorín para que veas la orientación que pienso dar a esa sección (Elogios). Además, este libro de Azorín tan intenso, tan cargado de alma, ha removido mi espíritu hondamente y su influjo no está, ni mucho menos, expresado en esta composición.” Se trata de una descripción de la Castilla inspirada por la “Castilla” literaria de Azorín: “Con este libro de melancolía, / toda Castilla a mi rincón me llega; / Castilla la gentil y la bravía, / la parda y la manchega. / ¡Castilla, España de los largos ríos / que el mar no ha visto y corre hacia los mares; / Castilla de los páramos sombríos, / Castilla de los negros encinares! / Labriegos transmarinos y pastores / trashumantes –arados y merinos--...” Y así evoca nombres de ventas y personajes literarios: “¡Oh, venta de los montes! –Fuencebada, / Fonfría, Oncala, Manzanal, Robledo--. / ¡Mesón de los caminos y posada / de Esquivias, Salas, Almazán, Olmedo (...) / ¡Oh dueña doñeguil tan de mañana / y amor de Juan Ruïz a doña Endrina! / Las comadres –Gerarda y Celestina--. / Los amantes –Fernando y Dorotea--. / ¡Oh casa, oh huerto, oh sala silenciosa! / ¡Oh divino vasar en donde posa / “sus dulces ojos verdes Melibea”! ... Y habla del presente que es pasado, por lo tanto intemporal: “¡Y este hoy que mira a ayer; y este mañana / que nacerá tan viejo! / ¡Y esta esperanza vana / de romper el encanto del espejo! / ¡Y este filtrar la gran hipocondría / de España siglo a siglo y gota a gota”. Y compara el alma de Azorín con la suya, que ve pasar la España del ayer en la imaginación. Continúa con una profesión de fe, una fe especial, “una fe que nace / cuando se busca a Dios y no se alcanza, / y en el Dios que se lleva y que se hace.” Versos que nos traen en seguida a la memoria aquellos otros de la Parábola VI: “El Dios que todos llevamos, / el Dios que todos hacemos, / el Dios que todos buscamos / y el que nunca encontraremos. / Tres dioses o tres personas / del solo Dios verdadero.” Concluye el poema con el Envío, de donde se deduce el deseo del poeta de salvar a España de su rutina y su pereza y que trata del asunto que nos concierne: “¡Oh tú, Azorín, que de la mar de Ulises / viniste al ancho llano / en donde el gran Quijote, el buen Quijano, / soñó con Esplandianes y Amadises (...) / ¡Oh tú, Azorín, escucha: España quiere / surgir, brotar, toda una España empieza! / ¿Y ha de helarse en la España que se muere? / ¿Ha de ahogarse en la España que bosteza? / Para salvar la nueva epifanía / hay que acudir, ya es hora, / con el hacha y el fuego al nuevo día. / Oye cantar los gallos de la aurora.”


        Y para terminar, “España, en paz”, una especie de poema pacifista, escrito en alejandrinos, con marcados tonos modernistas, donde el poeta vuelve a hablarnos de su rincón moruno, tranquilo y pacífico, para enseguida contrastar esa paz rural con la guerra que se está librando en ese momento (1914) en Europa : “En mi rincón moruno, mientras repiquetea / el agua de la siembra bendita en los cristales, / yo pienso en la lejana Europa que pelea, / el fiero norte, envuelto en lluvias otoñales.” Enseguida denuesta los perjuicios que la guerra acarrea : “¡Señor! La guerra es mala y bárbara, la guerra / odiada por las madres, las almas entigrece; / mientras la guerra pasa, ¿quién sembrará la tierra? / ¿Quién segará la espiga que junio amarillece?” Y tras apuntar de nuevo la diferencia entre España y el mundo (“¿Y bien? El mundo en guerra y en paz España sola”), saluda al buen Quijano, el Quijote que ha recobrado el juicio, por si se debe a él la paz que vive España. No una paz cobarde, sino una paz fruto de la discreción y el orgullo. Concluye Machado dirigiéndose al juicioso hidalgo manchego para decirle que cuente con él para apoyar esa paz que levantará a España de la modorra en que vive, para seguir la voz auténtica de la raza, no el eco, la imitación huera y extraña.. He aquí las palabras de Machado: “Si eres desdén y orgullo, valor de ti, si bruñes / en esa paz, valiente, la enmohecida espada, / para tenerla limpia, sin tacha, cuando empuñes / el arma de tu vieja panoplia arrinconada; / si pules y acicalas tus hierros para, un día, / vestir de luz y erguida: heme aquí, pues, España, / en alma y cuerpo, toda, para una guerra mía, / heme aquí, pues, vestida para la propia hazaña / decir, para que diga quien oiga : es voz, no es eco (¡Qué cerca suenan aquellos versos del Retrato: “A distinguir me paro las voces de los ecos, / y escucho solamente, entre las voces una”); / el buen manchego habla palabras de cordura; / parece que el hidalgo amojamado y seco / entró en razón, y tiene espada a la cintura; / entonces, paz de España, yo te saludo...”

       Puede que no sean de lo mejor de la obra machadiana los poemas que he citado, pero son los que tratan de don Quijote, y a eso me he atenido.

viernes, 12 de agosto de 2016

UN RELATO DE SEMANA SANTA

Con el agobio propio de estos meses de verano, recuerdo con nostalgia lo vivido hace unos meses también aquí, en este refugio de Tossa de Mar, en Semana Santa. Y no puedo resistir la tentación de traer al blog ecos escritos de los momentos pasados entonces. Así, tal vez la tranquilidad de aquellos días compense un poco el torbellino imparable de éstos.

 

 

1
 
El Domingo de Ramos volví a ver en la tele Quo Vadis? Desde las primeras escenas empecé a recordar momentos entrañables de mi infancia. Marco Vinicio, el Robert Taylor entre arrogante y apuesto de siempre, apareció en el palacio del viejo general dispuesto a enamorarse de Ligia, la dulce Deborah Kerr de siempre. Eso a nosotros, los chicos de la posguerra, nos agrandaba el corazón y ardíamos en deseos de ver las escenas del circo en que la bella mujer, atada a un poste, era defendida por el fiel Ursus de las afiladas astas de un toro. Una vez tras otra veíamos la película como quien se asoma al espejo de la valentía y del amor. Espadas de madera caían melladas en nuestras aventuras vespertinas tras presenciar el film. Año tras año, caían mellados por el tiempo que amenazaba con la espada del olvido. Pero Quo Vadis? Sabía devolvernos milagrosamente al refugio inviolable e inamovible de la infancia. Eunice besando la estatua de Petronio era una escena que nos encendía el alma y el cuerpo. Una esclava hispana que rechaza la invitación de pertenecer a Vinicio, aunque vaya a recibir a cambio diez latigazos, porque está enamorada perdidamente de Petronio. Aquellos ojos verdes de la sierva nos perseguían a los chicos de la posguerra en nuestras aventuras por el soto del río y acababan en el tacto solitario y placentero de la mano oculta bajo el pantalón. ¿Y la insoportable vanidad de Nerón? Su infinita estupidez nos hacía reír, aunque sabíamos de antemano que acabaría incendiando a Roma sólo con el objeto de buscar inspiración para sus malísimos versos. Y en la escena de la cueva donde los cristianos se reúnen para escuchar de labios de Pedro el resumen de la Pasión de Jesús, veíamos las sombras fervorosas de las noches de nuestra ciudad por cuyas calles desfilaban durante la Semana Santa los pasos que recordaban la muerte de Cristo en la cruz, aquel carpintero que fue Dios y del que el cura del barrio nos había hablado cientos de veces desde el púlpito de la iglesia. También es inolvidable la escena de Pedro en el camino, donde la luz estalla entre las ramas de un árbol inmóvil bajo un vendaval, mientras la voz de Dios suena en boca de Nazario, su pequeño acompañante, y el bastón del Apóstol, erguido, sin caerse pese a que nadie lo sostiene, acaba floreciendo, como si se tratara de un árbol mágico. ¿Y el suicidio de Petronio y su amada la bella Eunice, la sierva de los ojos verdes, ante sus amigos, en un acto cívico irrepetible mientras manda redactar al amanuense una carta dirigida al loco Nerón, en la cual le pide que no vuelva a aburrir a nadie con sus pésimos versos? Pero ninguna escena iguala a la del circo. Los leones, las muertes de los mártires y el final apoteósico de la película en la que ganan los buenos.¡Oh, divino don de la infancia, el de convertir en eterna una cosa tan material y contingente como una película, y eternos los sentimientos que provoca! Y sobre todo, el de hacer volver a un adulto a su más tierna infancia.


 2

El Lunes Santo amaneció nublado. Barrí el jardín como cada día y luego me senté a contemplarlo. Mientras lo hacía, notaba cómo la claridad iba iluminándolo todo cada vez más, como cuando nos ponemos a hacer memoria con atención y a nuestra mente acuden más limpiamente los recuerdos. La luz iba destacando la violeta floración del lilo, el rojo encarnado del pruno, el oro encendido de la carolina, los aún verdes frutos del níspero, que ya empezaban a destacarse entre las enormes hojas del árbol, los soldaditos azules de las ajugas y la pujanza de los evónimos, las okubas y la aralia que, tras la poda que le hice hace unos meses, subía arrimada a la pared del fondo abriendo sus manos gigantes de incansable mendigo. Sin olvidar la frondosa viña virgen que, imparable, empezaba a tapizar las vallas de brezo. Quedaba aún la esperanza insinuada de las campánulas del arriate del centro, del joven madroño, el granado y tantas otras plantas que con el paso de la primavera alcanzarán su máximo esplendor.

También para hacer un poco de ejercicio físico fui a echar al correo un poemario que acababa de corregir por enésima vez. El buzón de correos se encuentra a unas cuantas manzanas de casa y el paseo hasta él siempre es agradable y variopinto ya que por encima de las tapias de los jardines de las casas puedo asistir al paso de las estaciones en las galas y adornos de las plantas que asoman por ellas. Colores y olores se mezclaban en el aire de la mañana, aire algo turbio por la escasa luz que mostraba el día. Pero la esperanza que respiraba en todo me hacía mucho bien lo mismo que el paseo. El tema del poemario que llevaba encerrado en el sobre camino del buzón hablaba del influjo del paso del tiempo sobre las cosas que rodean la vida del hombre y sobre el hombre mismo. Sus maneras de pensar y de sentir se ven obligados a cambiar pese a que en el núcleo de su persona, siempre perenne e insobornable, sigue viviendo, pensando y sintiendo el niño que fue un día.

Por la tarde fuimos a ver a la abuela a la Residencia donde se halla internada. El viento había llenado la Plaza de Ibiza de polen amarillento, y los recuerdos de cuando vivimos en el barrio de Horta salían a recibirnos en todas las esquinas. Visitar a alguien querido en una Residencia en Semana Santa es revivir el dolor. La anciana estaba acostada en su cama en la habitación de techos altos que comparte con otras dos internas. La residencia fue un antiguo palacete modernista, que ahora huele a sopa de tarde y se escucha rezumando de sus viejas paredes un silencio perdido. El jardín de la Residencia, solitario, rezaba en las palmeras y en los cipreses del fondo, mientras que la gata y el perro del lugar, verdaderos talismanes de los enfermos, recorrían los rincones de la terraza bajo las columnas del porche. Tras echar una rápida ojeada a la soledad y quietud del jardín, regresamos a la habitación de Mercedes que, acurrucada en su lecho, aprendía a morir despacio, sin saber quién es ella ni quiénes somos nosotros. En el escaso brillo de sus pequeños ojos se esconde el calvario de todas las Semanas Santas juntas y en sus manos el inexorable adiós a lo que fue un día allá en su infancia, a lo que fue cuando se enamoró y se casó con el padre de sus ocho hijas, el adiós a lo que fue ayer y ahora mismo. Salí de la Residencia como una lluvia sin mar ni primavera.

 

El Martes Santo nos vinimos a Tossa, donde escribo estas notas. El sol y el mar tejen una alianza perfecta para encontrar la paz, después del largo trimestre que acabo de vivir, y tomar fuerzas para enfilar la última recta del  curso escolar. Como es habitual en nosotros, tras dejar el equipaje hemos subido por la cuesta del pintor hasta la plaza de Ava Gardner para luego bajar por la rampa del mar hasta los pies de la muralla, con la vista del pueblo extendido en arco alrededor de la bahía. Ya había gente en la playa tomando el sol, pero el agua, azul y quieta como una gigantesca lentilla, estaba solitaria; quizás su baja temperatura aún no la hace apta para el baño. En la biblioteca nos hemos pertrechado de lectura y cine para un par de días. En ARTE me he encontrado con la sorpresa de ultratumba del rey Pakal, un tesoro arqueológico de valor incalculable perteneciente al mundo maya que ha sido encontrado en la tumba que dicho rey tiene en el templo de las Inscripciones de Palenque. Desde el balcón se domina una vista excepcional:  la riera y los pinos en primer término y, al fondo, sobre las casas escalando la montaña, la Torre de los Moros. Tras la comida, hicieron su aparición la paloma negra y la lavandera, aves acostumbradas a la marquesina del supermercado. Por la tarde, paseo habitual hasta la Mar Menuda. Y al volver a casa, antes de cenar, Cumbres borrascosas en el DVD. Volvimos a vivir la emoción salvaje de la pasión en que se queman Cathy y Heathclif en un mundo de ilusión y poesía. ¿Quién entendería hoy el amor que sentía Cathy por un mendigo atrabiliario como Heathclif? Sólo dos almas gemelas podrían amarse como los personajes que encarnan en la película de William Wyler Merle Overon y Laurence Olivier. El páramo, las rocas de la colina, la tétrica mansión… constituyen una atmósfera irreal que favorece la pasión desmedida que los dos jóvenes sienten primero en la vida y después en la muerte. ¡Aquella rama de árbol golpeando bajo la tormenta de nieve la ventana de la habitación de Cathy después de que la joven hubiera muerto y Heathclif invitando al fantasma de su amada a entrar en la estancia! ¿Existe destrucción tan apasionada como la que los dos amantes se infligen mutuamente? Jamás el odio unió tanto a dos seres más allá de la vida y de la muerte. “Ojalá no descanses mientras yo viva. Enloquéceme, pero no me dejes solo…” Luego nos fuimos al baile. Por primera vez en mi vida me olvidé de la procesión nocturna de la Esperanza de mi barrio natal, con la muralla en sombras y los faroles y los cirios de los pasos y los cofrades iluminando la masa misteriosa del Puente de Piedra sobre el Duero. Las cumbias y los boleros fueron en el baile como una manta de música eterna que cubrió el nostálgico silencio de la infancia.
 


Nada más desayunar al día siguiente, cogí la bicicleta y me fui a despertar los rocíos y los rincones umbríos de la mañana. Era un gozo indescriptible notar el aire frío en la cara mientras la bici me llevaba por el sendero paralelo a la riera, acompañado de los cantos de los pájaros y los rojos melancólicos de las amapolas. Di la vuelta acostumbrada: el parque, el estanque con las espadañas, el islote con las tortugas al sol, el croar de las ranas y los patos surcando con majestuosidad el espejo del estanque. Me paré un ratito en el banco de madera acostumbrado para verlo todo con calma. Un perro solitario se acercó a mí y me olisqueó los bajos del pantalón del chándal, pero viendo que allí no había nada que le recordara pasados fisiológicos ha seguido su peregrinaje matutino. Después seguí la ruta en bici hasta entrar en el pueblo por la Villa Romana y desembocar en el paseo del mar por meandros de callejas silenciosas y deshabitadas. Finalmente, hice un alto en la Mar Menuda, dejé sobre las rocas del milagro la bicicleta y subí por uno de los peñones hasta ver el acantilado y las rocas que dan al norte, la del toro, el perro y otros peñascos zoomorfos que son besados por la espuma del mar. Aspiré profundamente el aire apenas estrenado de la mañana y luego, más vivo y más descansado, regresé a casa. Ayudé a Nasi en la cocina a preparar berenjenas rellenas (la carne bien picada, la cebolla, el ajo sofrito…). Cuando las góndolas de la huerta quedaron listas, les echamos por encima la besamel, y al horno.

Por la tarde, durante nuestro paseo acostumbrado, descubrimos que los chiringuitos sobre la arena de la playa, las barcas fondeando en el mar y las hamacas estaban ya inaugurando la temporada.

Después de cenar y dispuestos a bajar al Don Juan para nuestro baile nocturno, nuestros amigos de pista nos avisaron por teléfono que el músico no iba ese día; así que nos quedamos en el piso viendo la televisión. Espartaco y su aventura de libertad nos acompañaron hasta la hora de meternos en la cama.
 
 


El Jueves Santo amaneció nublado y con temperaturas bajas. Aún así, salí con la bici. Volví a casa mocoso y estornudando más de la cuenta, viendo, sin embargo, que los visitantes del mercadillo de los jueves inundaban las calles donde estaban instalados los puestos. Luego salió el sol y pudimos bajar a la playa un rato. De vuelta nos pusimos a hacer torrijas castellanas. Las torrijas castellanas se diferencian de las andaluzas en que éstas se hacen con vino en vez de leche. De nuevo el mundo de mi infancia en Semana Santa vino a mi memoria. Mi madre destacaba entre las imágenes recordadas. Manejaba las rodajas de pan en un plato hondo lleno de leche hasta empaparlas. Luego las rebozaba de huevo, y a la sartén con el aceite bien caliente. El azúcar y la canela finales… y un olor a gloria perfumando toda la casa.

Por la noche sí pudimos mover el esqueleto en el Don Juan. Vino el grupo de las trompetas y la vocalista, e hicieron sonar la música caliente del Caribe. Entre baile y baile, comentábamos cosas de siempre, la juventud que no vuelve nunca más y la vejez que nos arrincona poco a poco en el no va más, jueguen señores. ¡Pero que nos quiten lo bailao!

El piso recién comprado con vistas a la riera y a la montaña, el balcón desde donde se disfruta de toda esa vista y donde anoto estos apuntes, nos ha empujado a la vida de nuevo pese a que yo soy un cobarde para todo esto de las mudanzas. Echar raíces dondequiera que voy me da más vida. ¿Y mi ciudad? ¿Dónde queda? ¿Qué sitio ocupa en mi corazón? No sabría, a estas alturas de la vida, decirlo con seguridad. La televisión se encarga de traerme más recuerdos (la procesión de la Vera Cruz, que desfila el Jueves Santo por la tarde, entra en el recinto externo de la Catedral: la Santa Cena, el Ecce Homo, el Huerto de los Olivos…).

 

 6

El Viernes Santo, al contrario que la víspera, amaneció limpio y luminoso, aunque con el paso de las horas empezó a nublarse y a perder claridad. Menos mal que el paseo en bici me permitió disfrutar de la mañana recién estrenada. Los chicos venían a comer con nosotros a Tossa y temía que el día se estropeara aún más. Y así fue. Sin embargo, después de comer, subimos hasta el Faro, al nuevo bar que acaban de abrir allí. El viento le sacudía de lo lindo; pero, bien pertrechados, pudimos disfrutar de unas vistas de película. Y como el tiempo no estaba para fiestas y paseos, volvimos todos a casa. Por la televisión nos enteramos de que en mi ciudad de la infancia habían suprimido la procesión del Santo Entierro por culpa de la lluvia. Pasamos la tarde viendo en la 5 una película eterna, En el principio (que parecía no tener final). La Historia Sagrada que aprendí de niño desfiló casi toda ella en imágenes por la pequeña pantalla: la historia de José y sus hermanos en Egipto, la de Moisés, salvado de las aguas por la hija del Faraón y otros detalles estelares como las señales de sangre en las puertas para salvar a los hijos de Israel, las plagas, el paso milagroso del Mar Rojo…

Mis hijos, pasado el día con nosotros, regresaron ya de noche a Barcelona. Y cuando algo más tarde volvíamos del baile, descubrimos en el móvil un mensaje suyo diciendo que habían llegado sanos y salvos a su destino.
 
 


El día siguiente, Sábado Santo, amaneció tan cubierto que a poco de comenzar mi rutinario paseo en bicicleta, empezó a llover y tuve que regresar a casa pedaleando como un energúmeno para no empaparme como una sopa. Pero antes de que la lluvia hiciera acto de presencia, tuve una sorpresa que no vivía hacía muchos años. Estaba reposando según costumbre en el banco de madera del estanque cuando vi en la margen opuesta a una abubilla picoteando en la hierba de la orilla. Su cabeza en pico, con la cresta recogida, subía y bajaba como yo la había visto de niño. Los colores de las alas, recogidas también, no me decían mucho al lado de lo que yo verdaderamente deseaba que ocurriera. Y ocurrió. Levantó el vuelo y vi el misterioso pájaro con las alas desplegadas y recorridas por franjas marrones, en medio de aquel vuelo espasmódico y eléctrico, de autómata, y sobre todo con su cresta desplegada en un abanico de fuego. Y pasó sobre mi cabeza para posarse en el prado, junto a la depuradora. Allí siguió picoteando al lado de un bando de palomas torcaces. Monté en la bici y pedaleé hacia la abubilla. Al verme se echó en brazos del aire y en vuelos pequeños fue a posarse en la rama de un pino. Desde allí me miró unos segundos. Detuve la bici a pocos metros. La miré como a algo que ya no me pertenece. De pronto extendió su cresta y de un nuevo y definitivo vuelo se perdió en la espesura del pinar. Aquel Sábado Santo no pude escuchar su característico bu-bu-bu. Quizá algún día.

La jornada, finalmente, se fue entre nubes, amenazas de nuevas lluvias y algo de sol tímido. Y también con la movida del baile en el hotel, entre amigos y música.

 

Y hoy, Domingo de Resurrección, tendido al sol en la playa, siento que las vacaciones son ya algo pasajero, humo de un fuego que ardió. Mañana volveremos a la rutina y el martes todo será humo volandero al lado del presente inaplazable de las aulas, alumnos y lecciones. Pero ahora dejo, tendido sobre la fresca arena, que el beso cálido del sol acaricie a veces mi piel y otras ceda su vez a la caricia suave de la brisa mojada con gotitas del mar cercano. Pienso en unos versos que aún no tienen forma, en un relato tal vez, mientras de repente una niebla espesa nacida en el mar avanza hacia nosotros y poco a poco engulle el promontorio de la Ciudad Vieja.

Es el presente que engulle lentamente lo poco que queda de estas vacaciones de Tossa.

lunes, 8 de agosto de 2016

MI QUIJOTE MÁS CERCANO


 
 

Aunque hace un año ya que se cumplieron los cuatrocientos de la publicación de la Segunda Parte del Quijote, creo que no es tarde para aprovechar la ocasión de llevar a cabo una modesta empresa que llevo pensando un tiempo: la de poner en castellano actual el lenguaje que empleó el Manco de Lepanto en su obra maestra. Pero no voy a seguir el orden completo de la Tercera Salida del Caballero de la Mancha, sino sólo el interés que me mueven ciertos pasajes de la misma. Comienzo por los dos primeros capítulos, por considerarlos el motor de arranque de los que vienen detrás.

 

 

CAPÍTULO I

 De lo que el cura y el barbero pasaron con Don Quijote sobre su enfermedad.
Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte de esta historia y tercera salida de Don Quijote, que el cura y el barbero permanecieron casi un  mes sin hacerle una visita, por no recordarle las cosas pasadas; sin embargo, no dejaron de ver al ama y a su sobrina para encargarles que le dieran de comer cosas sustanciosas y adecuadas para fortalecer el corazón y el cerebro, del cual provenían todas sus desdichas. El ama y la sobrina aceptaron gustosamente el encargo y prometieron hacerlo con toda la voluntad y cuidado posibles porque entendían que su señor poco a poco iba dando muestras de estar en su sano juicio.

El cura y el barbero, pasado un tiempo, decidieron visitar a Don Quijote y lo encontraron sentado en su cama, vestido con una especie de chaleco de paño ligero de color verde y  gorro de dormir toledano de color rojo. Y estaba tan seco y consumido que parecía una momia. El caballero los recibió gustosamente y ellos le preguntaron por su salud, a lo que contestó con buen juicio y elegantes palabras. Luego hablaron de política y maneras de gobernar, y Don Quijote lo hizo con tanta discreción en cuantas materias tocaron, que los dos examinadores creyeron sin duda que estaba totalmente recuperado y en su completo juicio.

El alma y la sobrina estuvieron presentes en la conversación y no se cansaron de agradecer a Dios por ver a su señor con tan buen entendimiento. Pero el cura, mudando su primera intención de no sacar a relucir el tema de la caballería, quiso asegurarse completamente de si la salud de Don Quijote era verdadera o falsa, y así de asunto en asunto, vino a contar ciertas noticias venidas de la Corte, y entre ellas, la que se tenía por seguro que la escuadra turca avanzaba por el Mediterráneo con una poderosa armada y no se sabía con seguridad cuáles eran sus intenciones ni contra quién descargaría su amenaza; y con ese temor, con que casi cada año nos toca estar en alerta, estaba puesta toda la cristiandad, y el Rey había hecho aprovisionar las costas de Nápoles y Sicilia y la isla de Malta.

Entonces intervino Don Quijote:

--Su majestad se ha comportado como prudentísimo guerrero al proveer con tiempo sus estados para que el enemigo no lo encuentre despistado; sin embargo, si siguiera mi consejo, yo le recomendaría que se valiera de una prevención, de la cual su majestad, por la presente, debe de estar muy ajeno de pensar en ella.

Apenas oyó esto el cura, se dijo para sí: “Dios te tenga de su mano, pobre Don Quijote; que me parece que te despeñas de la alta cima de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad.”

Pero el barbero, que ya había pensado acerca del juicio de Don Quijote lo mismo que el cura, preguntó al caballero cuál era la advertencia de la prevención que había que hacerse según él; sin duda podría ser tan importante que mereciese figurar en la lista de las muchas advertencias impertinentes que suelen darse a los príncipes.

--La mía, señor rapabarbas—dijo Don Quijote--, no será impertinente, sino pertinente y adecuada.

--No lo digo por otra cosa—replicó el barbero—que por la experiencia demostrada de que los proyectos que se proponen a su majestad o son imposibles o disparatados, o perjudiciales tanto para el rey como para el reino.

--Pues el mío—respondió Don Quijote—ni es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más eficaz y breve que puede caber en pensamiento de árbitro alguno.

--Ya tarda en decirlo usted, señor Don Quijote—intervino el cura.

Entonces dijo el caballero:

--Pues ahí va. ¿Existe algo más fácil que mandar su majestad en público pregón que se reúnan en la corte en un día determinado todos los caballeros andantes que rondan por España? Que aunque no acudiesen más que media docena, sólo ellos bastarían para destruir todo el poder del Turco. Permanezcan atentos y sigan mi razonamiento. ¿Acaso es cosa nueva que un solo caballero andante deshaga un ejército de doscientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran una sola garganta o estuvieran hechos de pasta de azúcar? Que si alguno de estos caballeros andantes viviera y al Turco se enfrentara, a fe que no recibiría de él ningún daño. Pero Dios mirará por su pueblo y concederá alguno que, si no tan bravo como los antiguos caballeros andantes, por lo menos en el ánimo no será inferior a ninguno de ellos…, y Dios me entiende, y no digo más.

--¡Ay!—dijo en este punto la sobrina--. ¡Que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante!

A lo que dijo Don Quijote:

--Caballero andante he de morir; y baje o suba el Turco cuando quiera y cuanto poderosamente pueda; que otra vez digo que Dios ya sabe lo que quiero decir.

A esto dijo el cura:

--Aunque casi no he hablado hasta ahora, no quisiera quedarme con un escrúpulo que me roe y escarba la conciencia respecto de lo que acaba de decir el señor Don Quijote.

--Para otras cosas más graves—respondió el caballero—tiene licencia el señor cura; y así puede expresar su intranquilidad de conciencia porque no es agradable andar con la conciencia escrupulosa.

--Pues con ese beneplácito—respondió el cura—digo que mi escrúpulo es no haber dicho antes que toda esa cuadrilla de caballeros andantes que usted, señor Don Quijote, ha referido, no han sido nunca real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; más bien me imagino que todo es ficción, fábula y mentira y sueños contados por hombres despiertos o, mejor dicho, medio dormidos.

--Ese es otro error—respondió Don Quijote—en que han caído muchos, que no creen que haya habido tales caballeros andantes en el mundo; y yo muchas veces, entre diversas gentes y en varias ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad este engaño tan común; y aunque algunas veces no he conseguido mi propósito, otras sí lo he hecho argumentándolo con la verdad; esta verdad es tan cierta que estoy por decir que vi con mis propios ojos a Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, con mucha y cuidada barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones, lento en airarse y rápido en abandonar la ira; y del modo en que he pintado a Amadís, podría pintar y describir a todos cuantos caballeros andantes figuran en las historias.

--¿Cómo de grande le parece a vuestra merced, mi señor Don Quijote—preguntó el barbero—que debía de ser el gigante Morgante?

--En eso de gigantes—respondió Don Quijote—hay diferentes opiniones sobre si los ha habido o no en el mundo; pero en la Biblia, que no puede faltar a la verdad, nos dice que los hubo, y así nos cuenta la historia de aquel enorme filisteo llamado Goliat, que tenía siete codos y medio de altura, que es una desmesurada estatura (un hombre normal mide cuatro codos). Pero con todo esto no sabré decir con certeza qué tamaño tenía Morgante, aunque imagino que no debía de ser muy alto; y muéveme a opinar así el haber leído en las historias que lo mencionan que muchas veces dormía debajo de techado; y si hallaba casa donde cabía, está claro que su tamaño no era excesivo.

En esto oyeron que el ama y la sobrina, que hacía rato habían dejado la charla, daban altas voces en el patio, y al ruido acudieron todos.

 

 

 
CAPÍTULO II

Que trata de la noble pendencia que Sancho Panza tuvo con la sobrina y ama de Don Quijote, con otros sucesos graciosos.
Cuenta la historia que las voces que oyeron Don Quijote, el cura y el barbero eran de la sobrina y el ama, que se las dirigían a Sancho Panza, el cual luchaba por entrar a ver a Don Quijote, y ellas le prohibían la entrada.

--¿Qué quiere este bruto en esta casa? Vuelva a la suya, hermano; que usted es y no otro el que engaña a mi señor y le lleva por esos andurriales.

A lo que Sancho respondió:

--Ama de Satanás, el engañado y llevado por esos andurriales soy yo, que no tu amo. Él me llevó por esos mundos y vosotros os equivocáis en la mitad de la verdad: él me sacó de mi casa con engañifas, prometiéndome una ínsula que aún la sigo esperando.

--¡Malas ínsulas te ahoguen—respondió la sobrina--, Sancho maldito! ¿Y qué son ínsulas? ¿Es alguna cosa de comer, tragaldabas, comilón?

--No es de comer—replicó Sancho--, sino de gobernar y administrar; mejor que cuatro ciudades y que cuatro alcaldes de corte.

--A pesar de eso—dijo el ama--, no entrará aquí, saco de maldades y talega de malicias; vaya a gobernar a su casa y a labrar sus trozos de campo, y deje de pretender ínsulas ni ínsulos.

Gran satisfacción sentían el cura y el barbero oyendo la conversación de los tres; pero Don Quijote, temeroso de que Sancho hablara y desembuchara un montón de maliciosas necedades y tocase detalles que no le beneficiarían en su honra, le llamó y pidió a las dos mujeres que callaran y le dejasen entrar. Entró Sancho, y el cura y el barbero se despidieron de Don Quijote, de cuya salud desesperaron, viendo cómo seguía en sus disparatados pensamientos y empecinado en la simplicidad de sus malandantes caballerías; y así dijo el cura al barbero:

--Ya verás, compadre, cómo, cuando menos lo pensemos, nuestro hidalgo sale otra vez al campo en busca de aventuras.

--No pongo yo duda en eso—respondió el barbero--; pero no me asombro tanto de la locura del caballero como de la simplicidad del escudero; que tan creído tiene lo de la ínsula, que creo que no se lo sacarán de la cabeza por muchos desengaños que reciba.

--Dios lo remedie—dijo el cura--, y estemos al tanto; veremos en qué para esta multitud de disparates de semejantes caballero y escudero; que parece que los construyeron a los dos con el mismo molde, y que las locuras del señor sin las necedades del servidor no valen un céntimo.

--Así es—dijo el barbero--, y me gustaría saber qué están tramando ahora los dos.

--Yo afirmo—respondió el cura—que la sobrina o el ama nos lo contarán después; que son ambas de tal condición que no dejarán de escucharlo.

A todo esto, Don Quijote se había encerrado con Sancho en su habitación, y, estando solos, le dijo:

--Mucho me pesa, Sancho, que hayas dicho y digas que fui yo quien alteró tu modo de vida, que yo no me quedé sin hacer nada. Juntos salimos y juntos peregrinamos; hemos corrido los dos la misma suerte; si a ti te mantearon una vez, a mí me han molido cien, y esto es lo que te llevo de ventaja.

--En eso estoy de acuerdo—respondió Sancho--; porque según usted dice, las desgracias van más con los caballeros que con sus escuderos.

--Te equivocas, Sancho—dijo Don Quijote--, que “quando cáput dolet…”

--Señor, yo no entiendo otra lengua que la mía—respondió Sancho.

--Quiero decir—dijo Don Quijote—que cuando duele la cabeza duelen los demás miembros; y así, siendo yo tu amo y señor, soy tu cabeza y tú una parte mía pues eres mi criado; y por esta razón el mal que a mí me toque a ti te dolerá y a mí me dolerá el tuyo.

--Así tendría que ser—dijo Sancho--, pero cuando a mí me manteaban como a  miembro, mi cabeza se quedaba detrás de las tapias del corral viéndome volar por los aires sin sentir dolor alguno.

--Dejemos eso ahora, que tiempo tendremos de tratarlo y ponerlo en su justo punto; y dime, Sancho amigo: ¿Qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el pueblo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se habla del propósito que he tomado de resucitar y devolver al mundo la ya olvidada orden caballeresca? Finalmente, quiero, Sancho, que me digas cuanto ha llegado a tus oídos acerca de todo ello sin añadir al bien ni quitar al mal cosa alguna, que es propio de los vasallos leales decir la verdad a sus señores tal como fue sin que la adulación la acreciente o el falso respeto la disminuya. Que te sirva esta advertencia, Sancho, para que discretamente y con buena intención pongas en mis oídos la verdad de las cosas que conozcas en relación a lo que te he preguntado.

--Eso haré muy gustosamente, señor mío—respondió Sancho--, con la condición de que no se enfadará por lo que le diga, pues quiere que lo diga sin adornos, sin vestirlo con otras ropas que aquellas con las que llegaron a mis oídos.

--De ninguna manera me molestaré—respondió Don Quijote; bien puedes, Sancho, hablar libremente y sin rodeos.

--Pues lo primero que digo es que el pueblo lo considera como un grandísimo loco y a mí por no menos que mentecato. Los hidalgos dicen que no conteniéndose usted dentro de los límites de la hidalguía se ha colocado un “don” delante del nombre y se ha metido a caballero con cuatro cepas y dos yuntas de tierra y con trapo atrás y otro delante. Y los caballeros dicen que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y cosen los puntos de las medias negras con seda verde.

--Eso—dijo Don Quijote—nada tiene que ver conmigo pues voy siempre bien vestido y jamás remendado; roto, bien podría ser, y en caso de ir roto, es más a causa de las armas que del tiempo.

--En lo que toca—prosiguió Sancho—a la valentía, cortesía, hazañas y propósito de resucitar la orden caballeresca, hay diferentes opiniones: unos dicen “loco, pero gracioso”; otros, “valiente, pero desgraciado”; otros “cortés, pero impertinente”; y por aquí van discurriendo en tantas cosas, que ni a usted ni a mí dejan nada sin criticar.

--Mira, Sancho—dijo Don Quijote--; en cualquier sitio que se halle la virtud en alto grado, es perseguida; muy pocos o ninguno de los famosos hombres que vivieron en siglos pasados dejaron de ser calumniados por la malicia: Julio César, esforzadísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue tachado de ambicioso y un tanto descuidado en sus vestidos y en sus costumbres; Alejandro, quien por sus hazañas fue calificado de Magno…, dicen de él que tuvo sus momentos de embriaguez; así que, ¡oh Sancho!, entre tantas calumnias de hombres buenos, bien pueden pasar las mías, con tal de que no sean más de las que has dicho.

--Ahí está el punto principal—replicó Sancho.

--Pues ¿hay más?—preguntó Don Quijote.

--Aún falta lo más difícil y duro—dijo Sancho--. Lo que le he dicho hasta ahora no es nada; pero si usted quiere saber todo lo que hay acerca de las calumnias que le atribuyen, yo le traeré aquí al momento quien se las diga todas, sin que falte lo más mínimo; que anoche llegó el hijo de Tomé Carrasco, que viene de estudiar de Salamanca, hecho bachiller; y yéndole yo a dar la bienvenida, me dijo que andaba ya en libros su historia, señor, con el nombre de “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha; y dicen que me mencionan a mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado que estaba al preguntarme cómo las pudo saber el historiador que las escribió.

--Yo te aseguro, Sancho—dijo Don Quijote—, que  el autor de nuestra historia debe de ser algún sabio encantador; que a tales magos no se les oculta nada de lo que quieren escribir.

--No creo que se trate—dijo Sancho—de un sabio y encantador; pues según dice el bachiller Sansón Carrasco, el autor de la historia se llama Cide Hamete Berenjena.

--Ese nombre es de moro—respondió Don Quijote.

--Así será—respondió Sancho--; porque he oído decir que los moros son amigos de berenjenas.

--Creo, Sancho—dijo Don Quijote—que tú debes de equivocarte en el apellido de ese “Cide”, que en árabe quiere decir “señor”.

--Bien podría ser—replicó Sancho--; pero si usted quiere que yo haga venir aquí al bachiller, iré por él corriendo.

--Mucho placer me harás, amigo—dijo Don Quijote--; que me tiene suspenso lo que me has dicho y no comeré bocado que me sepa bien hasta ser informado de todo ello.

--Pues voy por él—respondió Sancho.

Y dejando a su señor, se fue a buscar al bachiller, con el cual volvió al poco rato, y Sansón Carrasco confirmó y amplió a Don Quijote lo que Sancho le había dicho.

Finalmente, Don Quijote y Sancho Panza se abrazaron y, con el beneplácito del gran Carrasco, que ya se había convertido en su inspirador y guía, se determinó que tuviese lugar su tercera salida de allí a tres días, durante los cuales habría ocasión de preparar lo necesario para el viaje.

Las maldiciones que las dos mujeres, ama y sobrina, echaron al bachiller fueron incalculables; se tiraron de los cabellos en señal de dolor y rabia, arañaron sus rostros y a la manera de las mujeres que antiguamente se alquilaban para llorar en los entierros, lamentaban la partida de Don Quijote como si hubiera muerto.

El propósito que movió a Sansón Carrasco para convencer a Don Quijote a que otra vez saliera fue hacer lo que más adelante cuenta la historia, todo por consejo del cura y el barbero con quienes antes lo había concertado.

En resolución: durante aquellos tres días Don Quijote y Sancho se hicieron con lo que les pareció conveniente para el viaje, y habiendo aplacado Sancho a su mujer y Don Quijote a su sobrina y a su ama, al anochecer, sin que nadie los viera sino el bachiller, que quiso acompañarles durante un trozo del trayecto, se pusieron en camino del Toboso. Don Quijote sobre su buen Rocinante, y Sancho sobre su antiguo rucio, provistas las alforjas de cosas tocantes a la comida, y la bolsa de dineros que le dio Don Quijote para cualquier imprevisto que les surgiera. Sansón Carrasco abrazó al caballero y le suplicó que le avisara de su buena o mala suerte para alegrarse con esta última y entristecerse con la primera, pues, como pedían las leyes de la amistad, deseaba que todo le saliera mal para curarle de su manía de buscar aventuras. Se lo prometió Don Quijote; dio Sansón la vuelta a su lugar y los dos tomaron la dirección del Toboso.

 

 

Tras asistir en los capítulos tercero y cuarto a los engaños que sufre Don Quijote por parte de  Sancho respecto a lo que le había contado en relación a Dulcinea y la tarea que llevó a cabo el escudero para encantar a la dama de los sueños de su señor; y en el quinto, a la aventura de la carreta donde viajaba una compañía de comediantes, con la caída de Don Quijote de su caballo, que se espantó ante el ruido que hacía otro actor que venía detrás de la carreta saltando, llegamos a los capítulos sexto, séptimo y octavo en que aparece el Caballero de los Espejos o del Bosque, que no es otro que el bachiller Sansón Carrasco, que había salido en busca de Don Quijote, para pelear con él, y una vez derrotado éste, obligarle a volver a su casa. Iba acompañado de un escudero, que tenía una nariz enorme y horrible, llena de verrugas, y que más adelante veremos de quién se trata y cómo lo reconoce Sancho. La cuestión es que fallaron las intenciones del bachiller pues, en contra de lo que pueda esperarse, Don Quijote lo derribó del caballo y lo dejó tendido en el suelo inmóvil. Se apeó de Rocinante y fue a alzarle la visera del casco a su enemigo para comprobar que en verdad estaba muerto. Y entonces descubrió quién era.

 

Y en cuanto lo vio, en altas voces dijo:

--Acude, Sancho, y mira lo que has de ver y no lo has de creer; corre, hijo, y advierte lo que puede la magia, lo que pueden los hechiceros y los encantadores.

Llegó Sancho, y como vio el rostro del bachiller Carrasco, comenzó a maravillarse y a santiguarse sin poder creer lo que estaba viendo. A todo esto, empezó a dar señales de estar vivo el derribado caballero, y Sancho dijo a Don Quijote:

--Me parece, señor mío, que se dispone usted a meter la espada por la boca a este que se parece al bachiller Sansón Carrasco; quizá mate en él a alguno de sus enemigos hechiceros.

--No te equivocas—dijo Don Quijote--, porque de los enemigos, los menos.

Y mientras sacaba la espada para poner en práctica el consejo de Sancho, llegó el escudero del de los Espejos y a grandes voces dijo:

--Mire usted bien lo que hace, señor Don Quijote; que ese que tiene tendido a sus pies es el bachiller Sansón Carrasco, su amigo, y yo su escudero.

Y viéndolo Sancho sin aquella nariz enorme y horrible de antes le dijo:

--¿Y las narices?

A lo que él respondió:

--Aquí las tengo, en la faldriquera.

Y echando mano a la derecha, sacó unas narices de pasta y barniz que se utilizaban como máscara; y mirándolo una y otra vez Sancho, con voz asombrada gritó:

--¡Santa María, ayúdame! ¿No es éste Tomé Cecial, mi vecino?

--¡Ya lo creo!—respondió el desnarigado escudero--.Tomé Cecial soy, amigo y vecino de Sancho Panza; luego os contaré los misterios, engaños y enredos que me han traído hasta aquí; pero antes pida y ruegue a su amo y señor que no toque, maltrate, hiera ni mate al Caballero de los Espejos que tiene a sus pies; porque sin duda se trata del atrevido y mal aconsejado bachiller Sansón Carrasco, nuestro paisano.

En esto acabó de volver en sí el de los Espejos, y en cuanto Don Quijote lo advirtió, le puso la punta desnuda de su espada sobre el rostro y le dijo:

--Muerto será, caballero, si no confiesa que la sin par Dulcinea del Toboso aventaja en belleza a su Casildea de Vandalia; también deberá confesar y creer—añadió Don Quijote—que aquel caballero que derrotó antaño no fue ni pudo ser Don Quijote de la Mancha, sino otro que se le parecía, como yo confieso y creo que usted, aunque se parece al bachiller Sansón Carrasco, no lo es, sino otro que se semeja a él, y que con su imagen aquí me lo han puesto mis enemigos, para que detenga y modere el ímpetu de mi cólera y para que use comedido la gloria de mi vencimiento.

--Todo lo confieso, juzgo y siento como usted lo cree, juzga y siente—respondió el maltrecho caballero; déjeme levantarme, se lo ruego, si es que me lo permite el golpe de mi caída, que bastante molido me tiene.

Le ayudó a levantarse Don Quijote, y Tomé Cecial, su escudero, de quien no apartaba Sancho su mirada, preguntándole cosas cuyas respuestas le daban claras pruebas de que era verdaderamente el Tomé Cecial que decía ser; pero la desconfianza que en Sancho produjo lo que su amo había dicho sobre que los hechiceros habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del bachiller Carrasco, no le dejaba aceptar la verdad que sus ojos le ofrecían; finalmente, amo y criado se quedaron con este engaño; y el de los Espejos y su escudero, melancólicos y disgustados, se apartaron de Don Quijote y Sancho, con intención el escudero de buscar un lugar donde poner una pomada y unas vendas a las costillas de su señor. Don Quijote y Sancho prosiguieron su camino a Zaragoza.

 

En los capítulos nueve y diez tiene lugar el encuentro de los dos aventureros con el Caballero del Verde Gabán, que era un hombre montado en una yegua tordilla, vestido de verde, con alfanje morisco y espuelas, también verdes. Al principio pasó de largo por el camino que llevaban amo y escudero, pero a indicación de Don Quijote se detuvo el Caballero y siguieron caminando juntos. Don Quijote le contó su historia, de la que se admiró mucho don Diego de Miranda, que así se llamaba el Caballero del Verde Gabán. Éste también le contó su historia, que era una vida sencilla de hidalgo de aldea, que se reducía a la caza y a la pesca, a oír misa diaria, ayudar a los pobres y a no escuchar las murmuraciones de las gentes, con quienes se llevaba bien sin excepción alguna. Sancho, que estaba muy atento a las palabras del hidalgo, cuando éste acabó de referir su modo de vida, se apeó a toda prisa del burro y se acercó a besar los pies de don Diego. Extrañado el caballero del proceder de Sancho, le preguntó a qué venían esos besos, y Sancho le contestó que le besaba los pies porque era el primer santo a la jineta que había visto en su vida, a lo que don Diego de Miranda le replicó que no era santo sino gran pecador. A continuación Don Quijote y don Diego se pusieron a hablar de los libros de caballería, mientras Sancho se apartaba del camino para pedir un poco de leche a unos pastores que muy cerca apacentaban a sus rebaños. De pronto, Don Quijote descubrió que por el camino venía un carro lleno de banderas reales, y creyendo que se trataba de una nueva aventura, llamó a Sancho para que le diese la celada.

lunes, 1 de agosto de 2016

CINCUENTA POEMAS CATALANES EN CASTELLANO 2

Continúo la antología con diez poemas más.



 
 
10.  A la meva filla Maria quan tenia un any, en temps de guerra,
de Marià Manent
 
Se nos acercan al alero las ramas del abeto
y, lejos, ¿qué sonido estremece la ventana?
Es triste la montaña en el corazón del frío
y es triste este olor de la pobre vianda.
 
Tal la raíz o el fruto en la niebla del huerto,
te vas adormeciendo sobre la ropa clara,
y semeja al silencio de la muerte tranquila
este tibio silencio de la existencia amada.
 
 
 
 
11. A Mallorca, durant la guerra civil,
de Bartomeu Rosselló-Porcel
 
Verdean aún aquellos campos
y duran aquellas arboledas
y sobre el mismo azul del cielo
se contornean mis montañas.
¡Allí las piedras invocan siempre
la lluvia azul, la lluvia difícil
que brota de ti, cadena clara,
sierra, placer, claridad mia!
¡Soy avaro de la luz que me queda
todavía dentro de los ojos
y que me hace estremecer cuando
te recuerdo donde quiera que esté!
Ahora allí los jardines son músicas
y me alteran la calma, me fatigan
como en un dilatado aburrimiento.
El corazón del otoño se marchita,
concertado con tristes humaredas.
Y las hierbas se incendian en montes
de caza, entre sueños de septiembre
y nieblas teñidas de crepúsculos.
Toda mi vida está ligada a ti,
como en la noche a las sombras las llamas.
 
 
 
 
12.  Ara mateix,
de Miquel Martí i Pol
 
Justo ahora mismo enhebro esta aguja
con el hilo de un propósito que me callo
y me pongo a analizar. Ningún prodigio
que insignes taumaturgos anunciaron
se ha cumplido. Y pasan los años de prisa.
Con muy poco, y con el viento de cara,
qué larga senda de angustias y silencios.
Y estamos donde estamos. Más nos vale
saberlo y pronunciarlo y ponernos
de pie y proclamarnos herederos
de un tiempo de dudas y renuncias
en que los ruidos ahogan las palabras
y medio imitamos la vida con espejos.
No nos sirven el llanto o la añoranza,
ni el toque de indolente tristeza
que nos pongamos por jersey o corbata
cuando salimos a la calle. Apenas
tenemos lo que tenemos y nos sobra:
el espacio de historia material
que nos pertenece y un territorio
minúsculo para vivirla. Pongámonos
otra vez de pie y que se oiga la voz
de todos clara y solemnemente.
Gritemos quién somos y que todos
lo oigan. Y acabando, ¡que cada uno
se vista como buenamente quiera,
y vía! Que aún está todo por hacer.
 
 
13.  Cambra de la tardor,
de Gabriel Ferrater
 
La persiana, entrecerrada,
como algo que está a punto de ocurrir,
no nos separa del aire, Mira, se abren
treinta y siete horizontes rectos, delgados,
pero el corazón los olvida. Sin nostalgia
se nos va muriendo la luz, que era color
de miel y ahora es color de olor de manzana.
¡Qué lento el mundo, qué lento, qué lenta
la pena por las horas que se  marchan
de prisa. Dime, ¿tú te acuerdas
de esta habitación?
                               “La quiero mucho.
Aquellas voces de obreros-- ¿Qué son?”
                                                             Albañiles:
falta una casa en la manzana.
                                                “Cantan,
y hoy no los oigo. Gritan, ríen,
y hoy que callen me extraña mucho”.
                                                           ¡Qué lentas
las hojas rojas de las voces! ¡Qué inseguras
cuando vienen a taparnos! Adormecidas,
las hojas de mis besos van cubriendo
tu cuerpo, y mientras olvidas
las altas hojas del verano, los abiertos
días, sin besos, muy al fondo
recuerda el cuerpo: todavía
tienes la piel mitad sol, mitad luna.
 
14.  Cançó a Mahalta,
de Màrius Torres
 
Corren nuestras almas como dos ríos paralelos.
Haciendo el mismo camino bajo los mismos cielos.
 
No podemos acercar nuestras tranquilas existencias:
entre los dos hay una tierra de cipreses y palmeras.
 
En los meandros amarillos de lirios, verdes de amor,
siento como si latiese, junto a mí tu corazón.
 
Y oigo tu agua temblorosa y amiga,
de la nieve al mar, nuestra patria antigua.
 
 
15.  Domini màgic,
de Joan Vinyoli
 
Despuntan gritos de hojas en los árboles,
desgarra un vuelo de grajos el ocaso
y la montaña, con azul recogimiento
crepuscular, lleva en su humilde falda
un delantal de trigos tiernos todavía.
Me alejo del embrujo del poniente,
espanto las obligaciones y las cenizas,
y de la antigua madeja corto el hilo.
Pastan en la noche cabras y rocas,
el río encendido se precipita al mar,
rayos como sables llenan el rojo espacio;
dominio mágico, reino sublunar.
 
 
16.  Dóna’m la mà,
de Joan Salvat- Papasseit
 
Dame la mano, que iremos por la orilla
bien a la orilla del mar
                                    palpitando,
tendremos la medida de todas las cosas
con sólo decirnos que seguimos amándonos.
 
Las barcas lejanas y las de la arena
adoptarán un aire discreto y fiel,
no nos mirarán;
mirarán nuevas rutas
con la mirada lenta del cazador distraído.
 
Dame la mano y apoya tu mejilla
sobre mi pecho, y no temas nada.
Y las palmeras nos darán sombra.
Y las gaviotas bajo el sol que luce
nos traerán el sabor a sal que impregna
el amor, cualquier cosa cerca del mar:
y yo entonces, besaré tu mejilla;
y el beso nos traerá el juego de amar.
 
Dame la mano que iremos por la orilla
bien a la orilla del mar
                                    palpitando;
tendremos la medida de todas las cosas
con sólo decirnos que seguimos amándonos.
 
17.  Els amants,
de Vicent Andrés Estellés
 
No había en Valencia dos amantes como nosotros.
Ferozmente nos amábamos desde el alba a la noche.
Todo lo recuerdas mientras tiendes la ropa.
Han pasado años, muchos años, han pasado muchas cosas.
De repente aún me toma aquel viento o el mar
y rodamos por tierra entre abrazos y besos.
No entendemos el amor como una amable costumbre,
como una costumbre pacífica de cumplimientos y telas
( y que nos perdone el casto señor López-Picó).
Se despierta de golpe como un viejo huracán,
y nos tumba a los dos en tierra, nos junta, nos empuja.
Yo deseaba a veces un amor educado
y en marcha el tocadiscos, besándote negligentemente,
ahora un músculo y después el lóbulo de una oreja.
Nuestro amor es un amor brusco y salvaje,
y tenemos la añoranza amarga de la tierra,
 ir a revolcones entre besos y zarpazos.
¡Qué queréis que haga! Elemental, ya lo sé.
Ignoramos a Tetrarca. Ignoramos muchas cosas.
Las Estances de Riba y las Rimas de Bécquer.
Después, tumbados en tierra de cualquier manera,
asumimos que somos bárbaros, y que eso no debe ser,
que no estamos en la edad y todo eso y aquello.
No había en Valencia don amantes como nosotros,
pues amantes como nosotros se han parido muy pocos.
 
18. En la meva mort,
de Bartomeu Rosselló-Porcel
 
Estoy cansado de ti, hosco dominio
y tempestad de llama.
Me elevaré sobre los horizontes
y traeré las banderas al desierto
de la última cabalgada.
Reina de estas horas, ahora vienes
toda brillante, armada.
¡Inútil desesperación del crepúsculo! El alba
se acerca ya con la espada,
y el ardor temerario que me enciende
aleja las estrellas.