viernes, 22 de julio de 2022

DE OTROS BLOGS Del libro y sus orillas

 Tal vez sea buen momento de incluir en este blog de escribiradiario algunas entradas de otros blogs míos, que tengo bastante olvidados.

De EL BLOG DE ESTEBAN CONDE

               DEL LIBRO Y SUS ORILLAS


Ahora que se acerca el Día del Libro, me parece oportuno incluir en la presente entrada unos cuantos aforismos relacionados con el libro y la lectura, tan menospreciados en nuestro país, que por otra parte es uno de los que más libros compran (¿para regalar?).

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“El libro es el recuerdo de algo vivo que nunca morirá.”
“Un libro de poesía siempre ayuda a conocer los rincones más íntimos de su autor.”
“El libro es una realidad más infalible que nuestra propia vida y, por ende,  más duradera que nuestro propio tiempo.” 
“Cuando empiezo a escribir un libro, me sucede lo mismo que cuando voy a iniciar un viaje, en el que la aventura y la ilusión son mis dos guías principales.”
“Al libro no le importa la muerte porque nació para vivir siempre. Lo que quiero decir es que, aunque el propio autor muera algún día (de eso no se libra nadie), siempre habrá un lector en cualquier lugar del mundo que lo abra y le dé vida por muchos siglos que pasen.” 
“No hay recetas para escribir un libro. El libro sale del alma y el corazón del autor, y ni el alma ni el corazón saben de reglas impuestas.” 
“El libro es una soledad que acompaña a otra soledad.”  
 
 
 

      BLANCA PORTILLO: PASIÓN DE TEATRO



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María de Nazaret, mujer sencilla y amante de su casa y su familia, no entiende que el hijo que nació de sus entrañas sea llamado por otras gentes el Hijo de Dios. Y se rebela y grita que eso no es así; nos lo grita a nosotros, los espectadores del Teatre Lliure en uno de los momentos fundamentales de la función, casi al final, cuando se enciende la luz total de la sala y nosotros nos convertimos, por obra y gracia de la magia de la imaginación, en silenciosos actores (ejemplo excelente de la interacción teatral), en privilegiados interlocutores de la actriz. Blanca Portillo abandona la tarima cubierta de paja, en la que hasta ahora se ha desarrollado la acción dramática, para arrimarse a la primera fila de butacas y hablarnos de la muerte atroz de su hijo. “Que ha muerto para salvar al mundo. ¿Salvarlo de qué? ¿De la muerte? La muerte de mi hijo, no la muerte del que llaman Hijo de Dios, no ha valido para nada.” Palabras iconoclastas para la tradición católica que nos dejan sin respiración. Luego vuelve a jugar su papel la luminotecnia teatral al uso, y María de Nazaret, mujer vieja y desilusionada, dolorida y arrepentida de haber huido de la colina donde su hijo ha muerto clavado en una cruz ante la indiferencia de quienes ocupan el lugar jugando a los dados o preparándose  la comida como si fuese aquello una excursión al campo; confiesa que tuvo miedo y como una madre desnaturalizada huyó de allí, en vez de quedarse para acoger a su hijo muerto en el regazo, acariciarle y lavarle las horribles heridas de los clavos en pies y manos y la de la corona de espinas en la frente, antes de envolverlo en sábanas limpias para cumplir con su piadosa labor de darle sepultura… 
Ahora, con el paso del tiempo, María lo recuerda todo con un dolor tan grande, con un arrepentimiento tan lacerante, que sólo desea dormir para siempre y descansar de una vez. Con parsimonia de ritual se despoja de su ropa negra y se queda en blanco camisón; se acerca a la hamaca que ha tendido previamente (todos los movimientos de la actriz están medidos y obedecen a las necesidades escenográficas: descorrer la trampilla del pozo, pasar el rastrillo, abrir la puerta para asomarse, abatir la ventana para coger el frutero con manzanas, subirse a la escalera, apagar la vela que arde sobre la mesa fija, extraer la mesa plegable de la misma tarima o la estatua de la diosa Artemisa, oculta en una trampilla cubierta de paja, y tantas idas y venidas por el escenario, acostarse, cubrirse con la ropa que lleva puesta…); se acerca a la hamaca y se acuesta en ella para esperar tranquila su muerte. El fundido total… y al hacerse de nuevo la luz, Blanca Portillo, resucita para recibir los aplausos de los espectadores, totalmente entregados a su impecable trabajo de actriz que ha sabido acercarnos una María de Nazaret, diferente a la que la tradición católica nos había ofrecido siempre, pero que, visto lo visto en escena, nos convence, al menos a mí. Y es que primero Colm Tóibín, el autor de la novela original, y luego Agustí Villaronga, director y guionista de la obra, han sabido convertirla en una humilde madre terrenal, con sus miedos y prejuicios, sus virtudes y defectos, una madre sencilla, que sólo entiende de hablar con las vecinas, preparar la comida o ir al pozo por agua, una madre al uso que ha perdido a su hijo de un modo incomprensible y cuya muerte ha estado rodeada de intrigas sociales, políticas y religiosas.
Además del mencionado Villaronga, hay que contar con el resto del equipo para explicar el éxito de EL TESTAMENTO DE MARÍA: la escenografía de F. Amat, el vestuario de M. Paloma, la iluminación de Civit, el sonido de Ariel y la música de Gerrad; todo el equipo, digo, se ha coordinado milimétricamente para hacer posible que la actriz Blanca Portillo, en realidad el alma del milagro teatral, brille con luz propia. Lo confirman plenamente sus mencionados movimientos en la escena, sus gestos, sus silencios, sus modulaciones de voz, perfectamente adecuados a los diversos momentos de tensión y dramatismo, incluidos aquellos en que encarna las voces de otros personajes invisibles, la vecina Farina, el primo Marcus, Marta y María, las hermanas de Lázaro, Míriam o el propio Jesús (palabras duras e inquietantes pronunciadas durante la imprescindible boda de Caná: “Mujer, yo no tengo nada que ver contigo”), o en pequeños diálogos que salpican aquí y allá la representación (si la obra tiene algún defecto, sería éste). 
Una obra, en suma, redonda, en la que destaca sin duda la interpretación, soberbia, de Blanca Portillo, que ha demostrado a mi juicio la pasión que hay que verter en el teatro, para que éste adquiera la altura que esperamos todos los amantes de la escena. Aunque se trate de un monólogo seguido de casi hora y media. ¡Más mérito, imposible!
 

 
VARIACIONES DE UN POEMA ANTIGUO


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I
En otro tiempo de agua ya vivida
invitaba a la gente en primavera
a que saliera al campo y aspirara
los aromas que brotan de la tierra
y el aire en faldas gráciles transporta;
son puras esperanzas, ganas nuevas
de vivir libremente, abrir el alma
a esa luz renovada que nos llega.

II
Yo vengo ahora del campo y traigo flores
de rincones donde antes hubo ausencias,
sólo tierra callada, tierra humilde
que esperaba también su primavera.
Y yemas inflamadas de futuro
que el invierno tapió de honda tristeza.
Yo vengo ahora del campo y traigo nuevos
latidos que son ya existencias nuevas.

III
Sube la primavera lentamente
por las húmedas gradas de la tierra,
por las raíces engendradoramente…
Y baja por la cálida escalera
del aire luminosa, libremente
con todo su esplendor de canto y siembra.
Y llega hasta nosotros de repente,
como una generosa bruja buena.
  
IV
Primavera: fecundidad y asombro,
humanidad solemne de la tierra.
Trueno repentino, impetuosa lluvia,
súbito sol y viento sin cadenas,
del alto chopo pasmo tembloroso
y cálida emoción de la hoja nueva
al verse de repente en el paisaje
llena de luz y de esperanza llena.

V
Eres, marzo, primavera y nido,
ave migratoria y volandera,
vellón de lana de merino anclado
en ramas de una zarza mañanera.
Eres, marzo, silente crecimiento
y estallido de rosas en las huertas.
Eres en fin la cálida esperanza,
el alma del aroma insatisfecha...

VI
Si puedes, sal al campo. Espera todo
desnudo desde el cielo hasta la tierra,
desnudo y perfumado, como un niño
que acaba de nacer en primavera.
Recorre los senderos, sube al monte,
desciende hasta el rumor de la riera.
Y déjate abrazar por esta brisa
que sabe a corazón y a luz materna.

VII
Si puedes, sal al campo y en tus manos
recoge amante un buen montón de tierra
y goza con su tacto: alienta en él
calor de altas raíces, luz de siembra.
Escucha atentamente los mil cantos
de pájaros alegres que ahora sueñan
después de haber estado tanto tiempo
callados y escondidos en la ausencia.

VIII
Si puedes, sal al campo, ya es la hora.
No tienes que hacer nada. Sólo observa
cómo las yemas de la vida estallan
en brillantes, limpísimas hojuelas.
Obsérvate a ti mismo, rodeado
de una luz especial, de una existencia
especial, animada y religiosa,
brotada de la joven primavera.

IX
Tu nombre, abril, campanillea alegre,
se alboroza en un júbilo de fiesta
y en aire perfumado que anda libre
entre las mansas flores de la huerta.
Pero también, abril, tu nombre llora
a lágrima tendida en la tormenta,
porque eres a la vez mes de la cuna
y de la sepultura siempre abierta.  

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 X
Desfila por las calles retorcidas
de las ciudades castellanas viejas
el cuerpo derrotado del Yacente
entre velones de llorosa cera.
Le acompañan en fríos adoquines
descalzos pies y roces de madera,
mientras suenan sollozos de tambores
y plegarias bajo la noche negra.

XI
Pero en ti la luz, abril, sigue a la sombra.
Y la espiga junto a las flores muertas
bien viva se levanta. Dios de nuevo
está por todas partes con su fiesta
de brillos y pujanzas; vuela el aire
en música de amor por las florestas.
Todo está en ti, abril adolescente:
pena y asombro, júbilo y condena.

sábado, 9 de julio de 2022

LIBROS CON VIDA PROPIA Un libro mágico

 El verano es un tiempo ideal para leer cualquier género literario. De todos ellos quizá sea el cuento el que más se preste a recordar anécdotas y cosas vividas.




El libro era normal y corriente, de tantos como uno puede encontrar en los puestos de libros de ocasión del Mercadillo de San Antonio, de Barcelona, mercadillo que las mañanas dominicales se convierte en un río de ojos que buscan ansiosamente el pez de páginas nuevo que no haya nadado aún en sus aguas vitales. Era, como digo, el libro en cuestión vulgar y nada atractivo; sin embargo, para mí tenía algo mágico y era que lo acababa de adquirir delante de mis narices mi peor enemigo, aquel E. R. que en los Salesianos, colegio donde los dos estudiamos de pequeños, me había vencido siempre en el certamen de recitación de poesías. Y eso no lo podía soportar, hasta daño físico me causaba  ver el libro en sus manos.

De modo que, con el tiempo y sólo con el objeto de conseguirlo, fui fingiendo una amistad con E. que únicamente a él beneficiaba, porque por dentro me seguía carcomiendo el odio y la envidia que había sentido siempre hacia mi cordial enemigo y que ahora sentía crecer en mi interior como un árbol gigantesco dentro de una maceta de bonsai.

E. R. vivía solo en un piso confortable del barrio de Horta (una mujer le limpiaba la casa una vez por semana), y allí varias veces al mes, haciendo de tripas corazón, yo iba a hacerle una visita mientras planeaba cómo hacerme con el libro de mis ansias. Incluso empecé a participar de sus actividades ociosas y culturales. Juntos íbamos al cine de los viernes aunque muchas de las películas que ponían en pantalla eran tan malas que me hacían casi vomitar, como aquellas de Eddie Constantine, que no eran más que un diluvio de puñetazos y un ir y venir de policías corruptos que, eso sí, se enternecían ante la presencia de un perro que caminaba solo por la calle. Le acompañé en sus aburridísimas excursiones a Sitges para ver docenas de veces la pintura de Rusiñol pese a que algunas de ellas no me decían absolutamente nada: ni los almibarados colores del paisajista catalán ni los motivos reiterados de sus cuadros, entre los cuales se llevaban la palma los patios, los huertos y los jardines.

Aguanté de todo con tal de estar cerca del libro que anhelaba hacer mío; sólo tengo que decir que incluso asistí con E. a las tertulias literarias del Círculo Cultural los primeros sábados de cada mes durante tres cursos consecutivos, soportando estoicamente las tediosas parrafadas sobre poesía futura que lanzaban por doquier los contertulios más “enterados” y, sobre todo, las conclusiones dogmáticas del propio E.R. al acabar la tertulia y durante el camino de vuelta a su casa, primero por las Ramblas y, después, en el trayecto en metro hasta el arrabal donde vivía. Y todo por conseguir el libro que tres años atrás había comprado en el Mercadillo de Libros de Ocasión de San Antonio.

Repito y repetiré hasta la saciedad que el libro en cuestión era vulgar, normal y corriente y es hora de que añada algunas notas más. Tenía las cubiertas de cartón y las páginas de papel color crudo. Era un libro de divulgación sobre extrañas coincidencias que suelen ocurrir en la vida cotidiana, editado en Buenos Aires y llegado aquí por esas circunstancias de la vida que la inmigración, la prohibición estatal o el mercado cultural suelen provocar cada dos por tres. El libro se titulaba Cuando el destino juega con nosotros, y cada vez que yo me presentaba en casa de E. (las visitas se habían vuelto en los últimos tiempos una obligación pues sus invitaciones empezaron a ser reiteradas y perentorias, sobre todo, a partir de unas pequeñas molestias que sentía en el cerebro y que, poco a poco, se fueron convirtiendo en crónicas hasta condenarle finalmente a la ruina de la cama); cada vez que me presentaba en su casa, decía, le echaba al lomo del libro una rápida ojeada.

Yo creo que E. R. conocía desde mucho tiempo atrás mi enfermiza inclinación por su libro porque un día en que sus crónicos dolores de cabeza le permitieron un brevísimo respiro, se levantó de la cama y me llevó hasta la biblioteca. Allí extrajo el libro de su sitio y me lo enseñó diciendo, mientras me parecía advertir en sus labios el vuelo malicioso de una sonrisa:

--Al final algunos libros sólo acaban sirviendo para desvelar el secreto de nuestros verdaderos sentimientos.

Al oírle decir esas palabras, sentí que una oleada de furia me subía del corazón a la cabeza y justo entonces cruzó como un rayo por mi cerebro la idea de apoderarme de Cuando el destino juega con nosotros de una vez por todas, aunque no fue ese día cuando me hice con el maldito libro.

Paulatinamente la extraña enfermedad que padecía E. había ido consumiéndolo hasta el extremo de no permitirle moverse de la cama. Incluso me había confiado una llave del piso para no tener que llamar y salir él a abrirme. Tan débil y enfermo estaba. Yo seguí aceptando sus invitaciones, que se fueron volviendo auténticas peticiones de SOS, y al concluir las visitas, que solían ser cada vez más silenciosas y apenas un par de frases sobre el tiempo que hacía fuera mediaba entre los dos, yo recorría el trayecto que separaba su dormitorio de la puerta del piso, pensando más de una vez aprovecharme de la circunstancia para sustraer el libro a mi paso por la biblioteca, que quedaba justo en mitad de mi recorrido. Allí estaba el libro gritándome: "¡Líbrame de esta prisión!"

Aún no me explico por qué esperé para apoderarme del libro al día en que encontré a E. inmóvil, de lado, sobre el lecho, con la mirada fija en el vano de la ventana, reflejando impasible el luminoso azul del cielo. Como si tuviera de hielo el corazón, tras cerciorarme de su muerte, aunque estaba todavía caliente su esmirriado cuerpo, cogí un papel del taco de la cocina y escribí una nota a la mujer de la limpieza diciéndole que le dejaba allí la llave del piso que E. me había prestado. Luego llamé por teléfono a Pompas Fúnebres para que se hicieran cargo del cadáver. Finalmente, como si de repente me hubiera convertido en dueño de la casa, entré en la biblioteca, me dirigí al estante donde me esperaba desde siempre el libro de mis desvelos y lo libré de su prisión. Y con la alegría del que ha recuperado al fin su objeto más querido, salí con él al rellano de la escalera y cerré de un tirón la puerta a mis espaldas.

No hice caso del libro durante una larga temporada. Actué con él como el que acaba de terminar un relato, tras las infinitas correcciones de rigor, y lo da por fin, liberado de toda carga, a la imprenta. Pasó el tiempo y un día, cuando ya no sentía ningún interés por él, cogí el libro de E. R. Y al abrirlo, fue cuando de entre sus páginas voló al suelo un pequeño sobre blanco. Me dio un vuelco el corazón. En el sobre descubrí la letra de mi peor enemigo de la infancia, que decía: “Para ti, que tanto ansiabas poseer este libro”. Dentro del sobre había una carta que se expresaba en los siguientes términos: “Querido amigo, ¿recuerdas el día en que te dije que al final algunos libros sólo acaban sirviendo para desvelar nuestros verdaderos sentimientos? Pues me refería precisamente a tu fingimiento de ser amigo mío para hacerte con este libro. Siempre supe que más que envidiarme me odiabas de todo corazón porque siempre te había vencido en los concursos de declamación de poesía de los Salesianos cuando los dos éramos pequeños y que, ya adultos, desde el momento en que adquirí este libro, hiciste lo indecible por ganarte mi amistad: las sesiones de cine, las excursiones a Sitges, la asistencia a las tertulias literarias... Y aunque yo sabía los motivos de aquellos “sacrificios” tuyos, nunca te agradeceré bastante el que, una vez cayera yo enfermo, siguieras visitándome y haciéndome compañía, pese a tener mis dudas sobre tus verdaderas intenciones. Pero como no eran tus intenciones las que me consolaban en mis horas de progresivos dolor y debilitamiento, sino tus visitas, decidí olvidar aquéllas y admitir lo que sabía que un día u otro iba a ocurrir: que tomaras “prestado” el libro. Porque cuando el destino juega con nosotros, nadie puede hacer nada por torcer sus designios. Acuérdate de mí siempre que abras “nuestro” libro y perdóname, ahora que ya no podré hacerte sombra nunca más, el hecho de que te ganara siempre en los Salesianos recitando aquellas poesías que los hermanos nos hacían aprender de memoria. Un abrazo, E.”