jueves, 30 de enero de 2014

CENTENARIOS El Greco





Este año  se cumple el cuarto centenario de la muerte de El Greco. Domenikos Theotokopoulos (Candía, 1541- Toledo,1614) vivió en Creta hasta los 26 años, luego pasó diez años en Italia, donde aprendió de Tiziano, Tintoretto y Miguel Ángel. Finalmente, vino a España y se estableció en Toledo, donde residió hasta su muerte. Su obra se compone de pinturas para retablos de iglesias, cuadros de devoción para instituciones religiosas y una colección de retratos de suma importancia. Entre sus obras más famosas se encuentran El entierro del Conde de Orgaz, El Expolio, La Trinidad, El sueño de Felipe II, El martirio de San Mauricio, La Inmaculada o La Crucifixión, por no hacer excesiva la lista.
Y ya puestos, no puedo dejar pasar la ocasión de mencionar dos obras suyas que, si Dios quiere, podré admirar en la National Gallery muy pronto.






Una es La oración del huerto, realizada entre 1589 y 1590 durante su segundo período toledano. Muestra la escena en que Jesús está sumido en éxtasis, elevando su mirada al cielo. Ante él, un ángel sostiene un cáliz en su mano izquierda. En la especie de nube que hay a sus pies Pedro, Juan y Santiago el Mayor duermen, mientras que a la derecha en un término lejano aparece Judas Iscariote guiando a las tropas que apresarán posteriormente a Jesús.





La otra obra es  La expulsión de los mercaderes del templo, pintada hacia 1600. A diferencia de otras versiones del tema, en la presente  desaparecen las figuras laterales y tanto el grupo de mercaderes expulsados de la izquierda como el de la derecha adquieren prácticamente la composición definitiva que se conservó en el resto. Aquí Cristo adquiere más autonomía y protagonismo: queda totalmente exento de las figuras que lo rodean, y destaca más por los efectos de luz, que apaga las otras.

sábado, 25 de enero de 2014

CON DICKENS






Barnaby Rudgees la quinta novela de Dickens y una de las dos históricas que escribió el autor inglés (la otra es Historia de dos ciudades). Como muchas de sus escenas transcurren en Londres, siento una gran admiración por él. En la novela presente, que para muchos es una más y que salió de su pluma sin pena ni gloria, hay pasajes verdaderamente memorables, especialmente en el Capítulo VI, donde el cerrajero Gabriel Varden adquiere una presencia imprescindible, junto al pobre inocente cuyo nombre da título a la novela y la viuda en cuya casa había querido entrar un personaje misterioso que la había llenado de inquietud. Y Varden dirige a la viuda estas palabras:
“-Y sin embargo tal vez no sea nada. Sería algún charlatán bebido que se empeñaba en entrar en la casa, y esto ha bastado para alarmar un alma tan tranquila coma la suya. Pero en tal caso –y este pensamiento le atormentaba-¿por qué ese hombre? ¿Cómo ejerce tanta influencia sobre ella? ¿Por qué la infeliz huía de mí? Y sobre todo ¿cómo no me ha dicho que había sido un susto pasajero y nada más? Es triste cosa tener que desconfiar en un minuto de una persona a quien se conoce hace tanto tiempo, y especialmente siendo una buena y antigua amiga. Pero ¿quién no desconfiaría viendo y oyendo lo que yo he visto y oído?...”
Acto seguido interviene en la acción Barnaby, con quien mantiene esta conversación que no tiene desperdicio (reparemos, sobre todo, en la descripción que hace de su sombra el inocente y a continuación en el modo como le pone en contacto con el ser misterioso, que no es otro que Edward Chester, personaje igualmente imprescindible en la novela, como el lector podrá comprobar si se decide a entrar en ella):
“ ¿Quién anda por ahí? ¿Es Barnaby?
-Sí, es Barnaby, ¿cómo lo habéis adivinado?
-Por tu sombra -respondió el cerrajero.
-¡Oh! exclamó Barnaby lanzando una mirada por encima de sus hombros-, es una buena muchacha, esa sombra, no se separa nunca de mí aunque soy un loco. ¡Qué compañera tan fiel y tan divertida! ¡Saltamos, nos paseamos, corremos también por la hierba juntos! Algunas veces es tan alta como el campanario de una iglesia y otras veces más pequeña que un enano. Tan pronto va delante como detrás, y de improviso se oculta con destreza; ya está aquí, ya está allí, parándose cuando me paro y creyendo que no puedo verla, aunque la miro y no se me escapa. ¡Ah!, es una amiga muy caprichosa y divertida. Decidme, ¿está loca también? Diría que sí.
-¿Por qué? -preguntó Gabriel.
-Porque no se cansa nunca de burlarse de mí. No hace otra cosa durante todo el día... Pero ¿no venís?
-¿Adónde?
-Arriba. Pregunta por vos. Esperad... ¿Dónde está su sombra? Veamos si me lo explicáis vos que no estáis loco.
-A su lado -respondió el cerrajero-, supongo que a su lado.
-No es cierto -repuso Barnaby negando con la cabeza-. ¿A que no lo adivináis?
-Se habrá ido a pasear, tal vez.
-No, ha cambiado de sombra con una mujer -dijo el idiota al oído a Gabriel, retrocediendo con aire de triunfo-. La sombra de ella está siempre con él, y la sombra de él está siempre con ella. ¿Qué os parece el cambio?
-Escucha, Barnaby -dijo el cerrajero con gravedad.
-Ya sé lo que queréis decirme, ya lo sé –repuso Barnaby, alejándose-, pero soy muy pícaro, y callo. Sólo os diré una cosa: ¿venís?
Y al hacer esta pregunta cogió la vela y la agitó sobre su cabeza prorrumpiendo en una carcajada.
-Despacio -dijo el cerrajero desplegando toda su influencia para detenerlo-. Espera. Creía que estabas durmiendo.
-Sí, estaba durmiendo -respondió abriendo desmesuradamente los ojos-. Había grandes caras que iban y venían cerca de mi cama, y después, una milla más allá, sitios bajos por los cuales era preciso arrastrarse, altas iglesias desde cuyas torres se caía, y una multitud de extrañas criaturas entrelazando los cuellos y los pies para sentarse en mi cama. ¿Es esto dormir?
-Son sueños, Barnaby, son sueños -dijo el cerrajero.
-¡Sueños! -repitió con dulzura acercándose-. No son sueños.
-Pues ¿qué son si no son sueños? --dijo Gabriel.
-Soñé -dijo Barnaby cogiendo del brazo a Varden y mirando de cerca su cara mientras murmuraba su respuesta-, soñé precisamente hace poco que cierta cosa, una cosa que tenía forma de hombre, me seguía, andaba sin hacer ruido detrás de mí, no quería dejarme, dispuesto siempre a ocultarse y a acechar como un gato en los rincones oscuros y a esperarme al paso: entonces salía arrastrándose y venía sin ruido detrás de mí. ¿Me habéis visto correr alguna vez?
-Sí, muchas veces.
-Pues nunca me habéis visto correr como corría en ese sueño. Aquella cosa empezó a arrastrarse para perseguirme, y cada vez estaba más cerca, más cerca, más cerca. Corrí más aprisa, salté, me arrojé de la cama, de allí a la ventana y de la ventana a la calle. Pero nos está esperando. ¿Venís?
-¿Cómo? ¿A la calle? -dijo Varden creyendo descubrir alguna relación entre aquel sueño y lo que acababa de suceder.
Barnaby lo miró fijamente, balbuceó palabras incoherentes, volvió a agitar la luz sobre su cabeza, se rió, y estrechando el brazo del cerrajero con más fuerza, lo condujo al piso superior en silencio. Entraron en un aposento muy modesto donde había algunas sillas, cuyas raídas patas delataban su edad, y otros muebles de escaso valor, pero limpios y bien cuidados. Edward Chester, el joven caballero que la noche anterior había salido en primer lugar del Maypole, estaba sentado delante de una chimenea, pálido y debilitado por una considerable pérdida de sangre. Tendió la mano a Gabriel Varden y le saludó como a su salvador y amigo.
-No me deis las gracias, caballero, no me deis las gracias -dijo Gabriel-. Espero que hubiera hecho lo mismo por cualquier otro en una situación tan crítica, y con mucho más motivo por vos. Existe en el mundo cierta señorita-añadió con alguna vacilación- que más de una vez nos ha colmado de bondades y, como es natural, estamos agradecidos. Creo, caballero, que no os ofenderá lo que os digo. El joven sonrió y negó con la cabeza, y al mismo tiempo se revolvió en la silla como si hubiera sentido algún dolor.
-No es casi nada -dijo en respuesta a la mirada de interés del cerrajero-, no es más que un malestar causado más por el fastidio de verme aquí encerrado que por la leve herida o la sangre que he perdido. Dignaos a tomar asiento, señor Varden.
-Si no es atrevimiento, señor Edward, me apoyaré en el respaldo de vuestra silla -respondió el cerrajero haciendo lo que decía e inclinándose sobre él-, me quedaré de pie y así será más cómodo para hablar en voz baja. Bar-naby no está muy tranquilo esta noche, y en tales casos no le conviene oír charlar. Los dos dirigieron una mirada al objeto de esta observación, que se había sentado en un rincón del aposento y con su sonrisa ausente enredaba entre sus dedos un ovillo de hilo.
-Os suplico, caballero, que me contéis exactamente -dijo Varden bajando más la voz- lo que os sucedió ayer por la noche. Tengo motivos para preguntároslo. Cuando salisteis de Maypole, ¿estabais solo?
-Y seguí solo mi camino hasta que llegué al sitio donde me encontrasteis. Allí oí el galope de un caballo.
-¿Detrás de vos?
-Sí, en efecto, detrás de mí. Era un jinete solo que no tardó en alcanzarme, y parando el caballo, me preguntó si aquél era el camino de Lon-dres.
-¿Estabais prevenido, sabíais que una multitud de ladrones recorre el camino en todas direcciones?
-Estaba prevenido, pero sólo tenía un látigo, porque había cometido la imprudencia de dejar las pistolas al hijo del posadero. Respondí a la pregunta de aquel hombre, pero antes de que mis palabras hubiesen salido de mis labios, se precipitó sobre mí dando un salto furioso, como si hubiese querido arrojarme a los pies de su caballo. Ante tal violento empuje, perdí el conocimiento y caí. Vos me recogisteis allí, con una puñalada y dos o tres contusiones, y sin mi monedero, que por cierto no estaba muy provisto. Y ahora, señor Varden -añadió dando al cerrajero un apretón de manos-, a excepción del alcance de mi gratitud, sabéis tanto como yo.
-A excepción -dijo Gabriel acercándose aún más y mirando con precaución a su silencioso vecino-, a excepción de lo que concierne al mismo ladrón. ¿Cómo era? Haced el favor de hablar en voz baja. Barnaby no es malicioso, pero le he observado con más frecuencia que vos, y sé, aunque no lo sospechéis, que nos está escuchando.
Era preciso tener una extrema confianza en la veracidad del cerrajero para creer lo que aseguraba, porque todos los sentidos y todas las facultades intelectuales de Barnaby parecían ocuparse tan sólo de su ovillo de hilo. El joven manifestó alguna duda porque Gabriel repitió lo que acababa de decir, con más insistencia que la primera vez, y lanzando una nueva mirada a Barnaby, volvió a preguntar al herido qué aspecto tenía aquel hombre.
-La noche era tan oscura -dijo Edward-, el ataque fue tan repentino y estaba tan envuelto y embozado, que no pude hacerme cargo de su figura. Me parece, sin embargo...
-No lo nombréis, señor -dijo el cerrajero interrumpiéndole, siguiendo su mirada hacia Barnaby-. Sé que le ha visto. Necesito saber lo que habéis visto vos.
-Lo único que recuerdo -dijo Edward- es que cuando paró el caballo, el viento se le llevó el sombrero, pero lo volvió a coger y se lo puso con precipitación en la cabeza. Advertí entonces que la llevaba cubierta con un pañuelo negro. Mientras estaba en el Maypole entró un hombre a quien no vi porque me había sentado en un rincón oscuro por voluntad propia, y cuando me levanté para salir de la sala, aquel hombre estaba vuelto de espaldas y no pude verlo. Sin embargo, si aquel desconocido y el ladrón eran dos personas distintas, sus voces tenían una semejanza extraordinaria, porque en el momento de dirigirme la palabra reconocí su acento.
«Me lo temía. Es el mismo que ha venido aquí esta noche -pensó el cerrajero cambiando de color-. ¿Qué tenebroso embrollo será éste?»
Finalmente, entra en escena un cuervo que para uno de los mejores lectores de Dickens, Allan Poe, a quien se debe uno de los mejores poemas de pájaros simbólicos (recordemos El Cuervo y también su melancólico estribillo “Never more, never more”), el autor inglés no le había sacado todo el jugo posible. Hela aquí:
“-¡Aaaa! -le gritó a los oídos una voz ronca-. ¡Aaaa! ¡Aaaa! ¡Cooo! ¡Cooo! ¡Cooo! ¿Qué pasa aquí? ¡Aaaa!
El interlocutor que hizo estremecer al cerrajero, como si hubiera sido algún ser sobrenatural, era un gran cuervo que se había posado sobre el respaldo de la silla sin ser visto por Varden ni por Edward, y que escuchaba con una atención delicada y la más singular pretensión de comprender todo lo que se había dicho hasta entonces, volviendo la cabeza del uno al otro, como si hubiese sido llamado para juzgar el caso y fuera de la mayor importancia que debiera enterarse de lo que se trataba.
-Miradlo -dijo Varden, vacilando entre la admiración y el temor que le inspiraba el cuervo-. ¿Habéis visto jamás un diablo más astuto? ¡Oh, es un pájaro terrible!
El cuervo, cuya cabeza estaba inclinada a un lado y cuyo ojo brillaba como un diamante, guardó un pensativo silencio durante algunos segundos, y continuó después con una voz tan ronca y tan lejana que parecía salir más bien a través de su espeso plumaje que de su pico y su garganta.
-¡Aaaa! ¡Aaaa! ¡Aaaa! ¿Qué pasa aquí? Ánimo. ¡No tengáis miedo! ¡Cooo! ¡Cooo! ¡Cooo! Soy un demonio, soy un demonio. ¡Viva!
Y como si su carácter infernal le embargara de júbilo, empezó entonces a silbar.
-Creo por mi vida que sabe lo que dice... Os juro que lo creo -dijo Varden-. ¿Veis cómo me mira, como si comprendiera lo que acabo de decir?
El cuervo, balanceándose de puntillas y moviendo su cuerpo de arriba abajo como en una especie de grave danza, repitió:
-Soy un demonio, soy un demonio, soy un demonio -y batió las alas sobre sus costados como si se desternillara de risa.
Barnaby palmoteó y se puso a saltar y a dar vueltas sobre el suelo en un acceso de entusiasmo y alegría.
-Ya es hora de que os acostéis -le decía-. Mañana deben llevaros a vuestra casa, y habéis estado en pie una hora más de lo que ha mandado el médico.
Al oír estas palabras, el cerrajero se dispuso a despedirse.
-A propósito -dijo Edward dándole un apretón de manos y mirando alternativamente a Varden y a la viuda-, ¿qué ruido era ese que oía abajo? He distinguido vuestra voz en medio del alboroto, y os lo hubiese preguntado antes si nuestra conversación no me lo hubiera quitado de la memoria. ¿Qué ha sucedido?
El cerrajero lo miró y se mordió los labios, y la viuda se apoyó en el sillón y bajó los ojos, mientras Barnaby prestaba atención.
-Algún loco o algún borracho -dijo por fin Varden mirando fijamente a la viuda mientras hablaba-. Se había equivocado de casa y quería entrar aquí por la fuerza.
La viuda suspiró más libremente, pero permaneció en pie y en completa inmovilidad. Cuando el cerrajero dio las buenas noches y Barnaby tomó la luz para alumbrarle hasta el pie de la escalera, la viuda se la quitó y le mandó, tal vez con más viveza y ahínco de lo que exigía aquella circunstancia, que no se moviera.
El cuervo los siguió para tener la satisfacción de cerciorarse de que todo estaba en orden, y cuando llegaron a la puerta de la calle se quedó en el último peldaño haciendo el ruido de innumerables botellas al ser descorchadas. La viuda desató con mano trémula la cadena, descorrió el cerrojo y volvió la llave, y mientras tenía la mano sobre el pestillo, el cerrajero le dijo en voz baja:
-Esta noche he mentido por vos, Mary, y por el tiempo pasado y nuestra antigua amistad, y a buen seguro que por mí no hubiera hecho tanto. Espero no haber causado mal a nadie. Apenas puedo alejar las sospechas que a mi pesar me habéis inspirado, y os confieso con franqueza que dejo aquí a Edward a regañadientes. Tened cuidado de que no le suceda alguna desgracia. Pongo en duda la seguridad de esta casa, y me alegraría saber que se alejará de ella pronto. Ahora dejadme salir.
La viuda se tapó la cara con las manos y lloró, pero resistiéndose evidentemente al impetuoso deseo que tenía de responderle, abrió la puerta sin dejar más espacio que el indispensable para pasar y le indicó con la cabeza que saliese. El cerrajero se hallaba aún en el umbral cuando la puerta quedó ya cerrada con llave y tendida la cadena, y el cuervo, para reforzar tales precauciones, se puso a ladrar como un robusto perro de presa.
«Esa amistad con un personaje de mal aspecto que parece salido de una horca, escuchando y oculto aquí; Barnaby el primero en llegar al lado del herido en la noche de ayer... ¿Será posible que esta mujer, que siempre ha gozado de la mejor reputación, haya sido secretamente cómplice de tales crímenes? -se decía el cerrajero entregándose a sus meditaciones-. Que el cielo me perdone…”

viernes, 17 de enero de 2014

EL POEMA DEL MES









Antiguos presagios

Al fin no se cumplieron los antiguos presagios.
El mil amaneció como otro día cualquiera,
con el sol en las tapias y la vida en las calles.
Y los hombres de entonces siguieron respirando
en sus casas de siempre y entre sus viejas cosas,
al ver que el Anticristo no traía la muerte
ni se acababa el mundo tragado por el fuego,
y en vez de tanto miedo, tanto triste presagio,
siguieron comprobando que los más trabajaban
de lunes a domingos, como carne de andamio,
y los menos vivían a costillas de aquéllos,
en palacios y templos rodeados de lujos,
dominando la escena con palabras solemnes,
arengas demagógicas y tambores de guerra.
El pecado de origen hacía a los primeros
imperfectos en todo, barro impuro sin suerte,
y a los segundos dueños del cielo y de la tierra.
Como siempre, los hombres que vivían del día,
de la fe de sus manos, obligados se vieron
a tomarse la vida como un valle de lágrimas,
como un corto y doliente camino para el cielo;
mientras tanto los otros, los del cetro y la mitra,
en vida ya gozaban de un cielo regalado.
Y lo peor de todo es que aún hombres hubo
que cantaron las gestas de guerreros y santos,
olvidando a los parias que rompían los surcos
con sudor y con sangre a fin de alimentarlos…
                               (Del libro inédito Versos resucitados)

domingo, 12 de enero de 2014

EL RELATO DEL MES





Una historia alternativa (1)

Una vez, por esa magia anacrónica que posee el tiempo, se reunieron el rey Arturo, Sancho Panza y Alicia en el país de las maravillas, situado en un rincón de la vieja Iberia para intentar arreglar la difícil situación por la que pasaba. Se sentaron a la mesa y todo parecía que iba a desarrollarse pronto y bien, cuando, tomando la palabra Sancho Panza, pidió de comer.
--Con el estómago lleno se ven mejor las soluciones—añadió mientras se colocaba un pañuelo sobre el pecho a modo de babero.
--Yo prefiero mirarme antes en el espejo y atusarme para encontrarme a gusto conmigo mismo—dijo Alicia.
--Pues yo afirmo—intervino el rey Arturo--, que sin mi espada Excalibur me encuentro como desnudo.
Los lacayos que acompañaban a sus respectivos señores, que, como de costumbre, eran más de la cuenta y no cabían en aquel gran salón preparado al efecto, empezaron a pelearse por servirlos. Los de Sancho Panza trajeron varias docenas de platos para que su señor eligiera los de su conveniencia, y en su ir y venir chocaban con los servidores del rey Arturo, que en aquel momento se abrían paso para transportar la colosal espada que tanta fama le diera en el pasado, y con los lacayos de Alicia, que porfiaban con unos y otros para que se hicieran a un lado y permitieran el ingreso en el salón de su majestuoso y enorme espejo donde podía reflejarse de cuerpo entero. Y de tal modo se estorbaron unos a otros y todos entre sí, que de los platos que esperaba ansioso Sancho Panza no llegó ninguno sano a la mesa, y el suelo quedó plagado de perdices, conejos, lechones… que se ahogaban en un océano de salsas y una selva de verduras, mientras que la espada del rey Arturo, tras herir rostros, manos y piernas en su azarosa batalla por llegar a la silla del Monarca, acabó mellándose por varios sitios de la hoja y perdiendo algunas gemas que adornaban el mango, y el lujoso espejo de Alicia, perdió el marco dorado en el camino y el cristal azogado terminó hecho añicos en el suelo.
Pasados los primeros momentos de estupor, con rostros visiblemente enfadados, los tres protagonistas se levantaron de sus respectivas sillas y, acompañados por un grupo reducido de fieles servidores, desaparecieron del salón, echando pestes de aquel encuentro tan mal planificado.