Ahora tengo en mis manos un libro de Javier Marías, a quien el Covid se llevó el verano de 2022. El libro se titula Vidas escritas (2007), y estoy dispuesto a revivirlas
de la mejor manera que pueda, aunque siempre con admiración. Salto la primera hoja impresa que habla de su Biobibliografía,
cuándo y dónde nació y qué libros son obra suya, novelas,
relatos, artículos, semblanzas, traducciones…,con sus
correspondientes reconocimientos y galardones nacionales y
extranjeros. Y enfilo el Prólogo firmado por Elide Pittarello,
clásica presentación del contenido de las páginas que siguen (en
el Índice del libro el lector puede hacerse una idea de las
semblanzas de los escritores que las componen, todos muertos y
extranjeros), del que destaco una afirmación del propio Marías que
adelantan algo muy importante sobre su manera de concebir la
redacción de estas semblanzas: “A
veces el saber verdadero resulta indiferente, y entonces puede
inventarse.
La Introducción, a cargo del autor de
Mañana en la batalla piensa
en mí, es otra cosa. La
idea que tenía en mente al escribir estas semblanzas era la de
“tratar a estos literatos conocidos de todos como a personajes de
ficción, que probablemente es la manera, por otro lado, en que todos
los escritores desean íntimamente verse tratados, con independencia
de su celebridad y olvido.” Puede que sí y puede que no. ¿Quién
lo sabe con seguridad? Por otra parte, Marías explica, a su manera,
la causa por la cual no ha incluido en estas semblanzas, a ningún
escritor español. Y también adelanta los tonos empleados en
escribirlas, principalmente dos, el afecto y la guasa. La guasa,
afirma, está empleada en todos los casos. Y en cuanto al afecto,
reconoce que “falta en los (casos) de Joyce, Mann y Mishima.”
Finalmente, Marías nos confiesa que “si he disfrutado escribiendo
todos mis libros, fue con este con el que me divertí más. Acaso
porque, además de “escritas”, estas “vidas” fueron leídas.”

La primera vez que leí Vidas escritas hice mi propia selección afectiva, y en aquella ocasión ya quedé
impresionado ante las semblanzas de la mayoría de los escritores
incluidos en la primera parte del libro, que porta el título
general. Ahora, tras el fallecimiento del autor, he añadido algunas
más, pertenecientes a las secciones “Mujeres fugitivas” y
“Artistas perfectos”. Siguiendo el orden del volumen, Javier
Marías piensa de Joseph
Conrad que siempre ha
estado a bordo de un velero por sus numerosos libros marinos pese a
que detestaba viajar, y acentúa sus manías (fumar incesantemente,
vestirse con un albornoz de rayas amarillas, ser distraído o mostrar
su inveterada irritabilidad. A mí lo que más me choca de Conrad es
que no le gustara la poesía, y que odiara a Dostoievski, “lo
odiaba por ruso, por loco y por confuso, y la sola mención de su
nombre le provocaba arrebatos de furia”, afirma Marías.

Isak Dinesen
dijo de sí misma y de la vejez que “en verdad llevamos máscaras
según vamos envejeciendo, las máscaras de nuestra edad, y los
jóvenes creen que somos como parecemos, lo cual no es el caso.”
Por culpa de la sífilis, que había contraído con su marido, se vio
obligada a renunciar a su vida sexual desde muy temprano, como
asegura Marías. Tocaba el piano y la flauta, recitaba de memoria a
Heine y a Goethe, a quien detestaba, como a Dostoyesvki, fumó sin
parar hasta el fin de sus días e hizo suya esta frase: “Haz las
cosas que puedas ver, ellas te mostrarán las que no puedes ver.”
Giuseppe di Lampedusa
decía que había que leer de todo, y “leía con interés y
paciencia la literatura mala”, afirma Marías, y solía llevar en
una bolsa más libros de los necesarios y entre ellos alguno de
Shakespeare en el que buscaba consolación ante algún incidente
desagradable. Y lo más curioso: a veces empleaba los libros como
escondite de dinero. “Por eso decía a veces que su biblioteca
contenía dos tesoros”, como recuerda igualmente Marías. A
Lampedusa le gustaban mucho las vidas de los escritores; creía que
en ellas y sus anécdotas más íntimas se encontraban las claves de
sus libros.

El autor de Corazón tan blanco dice
de Robert Louis Stevenson
que su moral no fue siempre
clara y que el Mal le interesó siempre mucho: ahí estaban para
demostrarlo, los casos de algunos personajes creados por él, como
Long John Silver, Mr. Hyde, el señor de Ballantrae o el ladrón de
cadáveres. De sí mismo dijo el propio Stevenson tras casarse con
Fanny Van de Grift que él no era más que una “complicación de
tos y huesos, mucho más adecuado para emblema de la mortalidad que
para novio.” Va bien con el recuerdo del autor de La isla del
tesoro, traer a colación parte de su "Réquiem", inscrito en su tumba
de Samoa: “Alegre he vivido y alegre muero, / pero al caer quiero
haceros un ruego. / Que pongáis sobre mi tumba este verso: ‘Aquí
yace donde quiso yacer; / de vuelta del mar está el marinero, / de
vuelta del monte está el cazador.”
Ivan Turgueniev
no sólo tuvo antepasados de una crueldad tan desalmada que lo
marcaron para siempre, sino además el “frecuente odio y desprecio
de sus compatriotas, quienes veían en él a un ruso anómalo,
occidentalizado y distante, ateo y frívolo”, afirma Marías. Eso
no impidió que Tolstoi y Dostoyesvki recurrieran a él para pedirle
dinero después de haber perdido todo lo que tenían en el juego. No
es extraño que Turgueniev se encontrara más a gusto en compañía
de los escritores franceses como Flaubert o Merimée. Y lo de ser
tildado de ateo y frívolo parece fuera de lugar pues “practicaba
la seriedad literaria y unas cuantas virtudes con bastante mayor
rigor que sus contemporáneos”, como nos recuerda Marías.

Thomas Mann
solía afirmar que sin ironía la novela era insustancial,
distinguiendo además la ironía del humor, y ponía como ejemplo del
empleo de una y otro a Dickens, que era un virtuoso en el humor, pero
casi negado en la ironía. Puede ser. Y sin embargo no dejo de pensar
en Canción de Navidad, pongo por caso, donde el humor y la ironía llaman por
igual la atención del lector. El caso es que Marías en la semblanza
de Mann critica sus Diarios, donde habla del tiempo, de lo que lee,
de lo que escribe, de sus dolencias, excesos y perturbaciones
sexuales. Debo decir que se nota aquí más la falta de afecto del
autor de Todas almas por el creador de La muerte en Venecia, que la
seriedad literaria. Y aunque apunte algo después: “Lo que hace a
su figura más noble es, a la postre, su inequívoca oposición al
nazismo, desde el principio hasta el final”, remata la nota
restándole mérito: “aun cuando sus ideas políticas o apolíticas
no fueran nunca muy claras ni quizá muy recomendables.”

Vladimir Nabokov,
según dice Marías, tenía “más manías y antipatías que
cualquier otro colega escritor suyo” y además “se atrevía a
reconocerlas, proclamarlas y fomentarlas continuamente.” Nabokov,
profesor de literatura en Wellesley College, universidad
exclusivamente femenina (algunos creen que fue allí donde se inspiró
para escribir su Lolita), “confesaba que escribía por dos razones:
por placer, dicha o éxtasis y para quitarse de encima el libro que
estuviera haciendo.” Tras el éxito literario que alcanzó con
Lolita, Nabokov siempre estuvo convencido de su gran talento como
escritor y de su torpeza oral, de ahí que dijera una vez: “Pienso
como un genio, escribo como un escritor distinguido y hablo como un
niño.” Sin embargo, le molestaba que le dijeran que Kafka, Joyce,
Proust y Dostoyesvki le habían influido mucho, especialmente el
último mencionado, al que odiaba (otro escritor más que detestaba
al autor de Los hermanos Karamazov, vaya por Dios) y al que tachaba
de “sensacionalista barato, torpe y vulgar.” En contra de tantas
manías y antipatías, fue “fidelísimo en su madurez” (afirma
Marías al respecto que “casi todos sus libros están dedicados a
su mujer, Véra”, menos mal).

“Pocos poetas ha habido en la
historia que más se hayan dedicado (…) de manera obsesiva y
excluyente, no sólo a la lírica, sino a todo
tipo de lírica” que
Rainer Maria Rilke,
afirma Marías, y no le falta razón pues Rilke es el escritor lírico
por excelencia en verso y en prosa: poemas, dramas, cartas, diarios,
crónicas y cuadernos de viaje… Es destacable la relación que
guardó el autor de Sonetos a Orfeo con la cultura española y con
España (visitó, entre otras, a Toledo, Sevilla, Córdoba y Madrid,
y de casi ninguna habló bien). “Lo cierto es que nunca estaba en
el mismo sitio”, afirma, a propósito, Marías. Además de su
costumbre inveterada de viajar, Rilke “sintió pasiones amorosas o
simplemente amistosas” por mujeres nobles, escritoras, pianistas…
y cierta compenetración con los animales, desde pavos reales a
perros, como la perrita de Córdoba, con la que compartió un
azucarillo de su café. Todo lo contrario sentía por los niños y
por la salud (pasó la vida aquejado de dolencias físicas y
psíquicas y la leucemia puso el punto final).

Malcolm Lowry,
a juzgar por su modo de vida, podría considerarse “el escritor más
calamitoso de la historia entera de la literatura.” Muy aficionado
a la natación, muchas fotos lo muestran “en traje de baño o con
pantalones cortos, con el torso desnudo siempre.” Lowry vivió
constantemente situaciones dramáticas, en una de las cuales,
incendiada la casa en que vivía, su esposa Margerie Bonner “salvó
milagrosamente el original de Bajo el volcán, que vio finalmente la
luz tras más de diez años de continuos borradores. La proverbial
alcoholización de Lowry, iniciada muy temprano, le llevó a sufrir paranoias
increíbles como creer que “hasta los objetos inanimados
conspiraban contra él”. Pese a todo, tuvo amigos que afirmaban que
“aunque era un hombre imposible, tenía un enorme encanto y
suscitaba invencibles deseos de protegerlo”. En su errabunda vida
visitó España dejando a su paso melancólica memoria de él. En
Granada fue conocido como el borracho inglés, la gente se burlaba de
él y le tenía echado el ojo la Guardia Civil.” Ducho en fracasos
y calamidades, “el éxito de Bajo el volcán lo incomodó (…) y
al final de su días no podía escribir, sólo dictaba a su mujer.”

Madame Du Deffand dijo una vez que “vivir sin amar la vida no hace desear su fin, y
apenas si disminuye el temor a perderla.” Y Marías, a propósito
de la vida de la autora de las Cartas a Voltaire: “Era solamente
que se aburría.” Se la conoce por ser una escritora de cartas y
sólo las que intercambió con Walpole pasan de ochocientas, si bien
no todas, como asegura el autor de Vidas escritas, “salieron en realidad de su pluma,
sino que fueron dictadas, ya que madame Du Deffand se había quedado
ya ciega para cuando conoció a Walpole.” Siempre llevó una vida
desordenada y alimentó su fama de libertina con reuniones sin
horarios y al amanecer aún hacía que alguien le leyera “unos
pasajes de algún volumen (…) hasta que conciliaba el sueño”.
Descreída ya de niña, en el convento predicaba a sus compañeras la
falta de fe, y sólo en la vejez “la marquesa probó a hacerse un
poquito devota” obligando a su doncella a leerle las epístolas de
San Pablo. Y al sacerdote que recibió en su casa en las últimas
horas de su enfermedad le dijo: “Señor cura, quedaréis muy
contento de mí; pero hacedme gracia de tres cosas: ni preguntas, ni
razones, ni sermones.”

De la figura de Rudyard
Kipling dice Marías que,
“pese a lo muchísimo que viajó, se asemeja a la de un recluso o
un ermitaño.” Se le conocieron pocos amigos, entre ellos los
escritores Henry James y Rider Haggard, “detestaba las
intromisiones en su vida personal, evitaba que le hicieran
fotografías, se negaba a dar opiniones sobre las obras de sus
contemporáneos y no consentía en hablar de lo que no le
interesaba.” Parecía más viejo de lo que era y padecía de
úlceras duodenales, y una de cuyas hemorragias, más grave que las
otras, acabó por causarle la muerte a los setenta años. “Fue
admirado y leído, tal vez no muy querido, aunque nadie dijo nunca
nada en su contra como persona”, así concluye Marías la semblanza
del autor del famoso poema Si y Premio Nobel de Literatura en 1907.

Arthur Rimbaud,
“el adolescente terrible
y rebelde de sus breves años de París y sus meses de Londres”,
dejó de ser un niño educado y un alumno excelente para “convertirse
en un gamberro iconoclasta, sin duda imposible al trato.” Los que
lo conocieron decían de él que no se cambiaba de ropa, sus piojos
habitaban los lechos donde dormía, bebía sin parar, trataba a sus
conocidos con impertinencias de todo tipo y empleaba fácilmente la
violencia. Un amigo de Rimbaud que seguía su mismo comportamiento
fue el también poeta Velaine que, como dice Marías, se “había
dado con incontinencia a un par de vicios no muy bien vistos por sus
familias, la embriaguez y la sodomía.” Mientras duró la relación
Verlaine-Rimbaud, sucedió entre ellos graves incidentes, desde
rajarle Rimbaud las manos a Verlaine con una navaja, a dispararle Verlaine tres
tiros a Rimbaud con un revólver, alcanzándole uno de ellos en una
muñeca. Rimbaud sabía varios idiomas (“no muy útiles”, dice
Marías) y aprendió a tocar el piano; y, según algunos biógrafos,
fue exportador de café, capataz, colono, explorador, traficante de
armas y de esclavos… Viajó por medio mundo y finalmente se
estableció en Abisinia durante un tiempo mientras en Paris se
propagaba su “leyenda viva que todo el mundo creía muerta.” Un
día “se le inflamó la rodilla y ese fue el comienzo de la
enfermedad que lo llevó a la tumba (…) sin haber cumplido los
treinta y siete años.” Alguno años antes mientras redactaba Una
temporada en el infierno, dejó escrito: “Ahora puedo decir que el
arte es una tontería.” Allá él por decir esa tontería y allá
Marías por añadir a propósito: “Quizá dejó de escribir tan
sólo por eso.”

A Djuna
Barnes la recuerdan los que
la conocieron de mil maneras y actitudes, callada en las reuniones,
mirando en torno suyo con cuitada superioridad, brillante y capaz de
animar una velada aburrida, imitadora de personajes famosos,
impertinente, borracha, ruidosa reidora, elegante, imponente,
aventurera tanto con hombres como con mujeres… Javier Marías afirma que
“ni siquiera en la madurez se salvó de algunos asedios (…) las
más insistentes eran mujeres”, dos ejemplos fueron las escritoras
Anaïs Nin y Carson McCullers, que “la sometieron a un verdadero
hostigamiento, lejano y cercano, respectivamente.” De su escritura
hablaron positivamente algunos escritores contemporáneos (entre otros, T.S.
Eliot, Dylan Thomas, Joyce...). Siguiendo a Marías, Djuna
Barnes “no tuvo hijos y se casó una vez”, matrimonio “que le
duró unos tres años y malamente.” Su amorío más duradero fue el
que mantuvo con la escultora Thelma Wood (varios años en París),
que “era borracha y derrochadora y solía perder el dinero que le
sacaba a Djuna.” De su larga vida (vivió noventa años) dejó
escrito: “Me gusta mi experiencia humana servida con un poco de
silencio y contención. El silencio hace ir a la experiencia más
lejos y, cuando muere, le confiere esa dignidad propia de lo que uno
ha tocado y no se ha llevado.

Será difícil empeorar la
presentación que se hace de Oscar
Wilde en el libro de
Marías: “La mano que daba para saludar era mullida como un cojín,
o más bien fofa como plastilina gastada y algo grasienta, y uno
tenía la impresión de haberse manchado después de estrechársela.
(…) Su piel era sucia y biliosa y al hablar tenía la fea costumbre
de pellizcarse y tirarse levemente de la papada.” Menos mal que esa
repelente sensación desaparecía cuando el autor de La importancia
de llamarse Ernesto empezaba a hablar, que se convertía en un “vago
maternalismo o abierta admiración, de simpatía incondicional.”
Sobre él y su condición bisexual corrieron leyendas cada cual más
denigrantes. Tras el periodo pasado en la cárcel, a la que había
ido por culpa del escándalo Douglas, convertido en un hombre
envejecido y sin dinero, algo cómico, sordo, obeso y de andar lento
y apoyado siempre en un bastón, “lo único que no perdió, nos
recuerda Marías, fue su capacidad conversadora, plagada de
ocurrencias, juegos de palabras, cuentos y máximas brillantes. Lo
importante de todo es que Oscar Wilde es autor de obras de alcance
universal, entre ellas la Balada de la cárcel de Reading o El
retrato de Dorian Gray. Poco antes de fallecer, dijo: “Estoy
muriendo por encima de mis posibilidades.” El autor de Vidas escritas cierra la semblanza de Wilde escribiendo: “Yace en el cementerio parisino de Père
Lachaise, y en su monumento, presidido por una esfinge, no suelen
faltarle las flores que se ganan todos los mártires.” Y yo añado:
y huellas rojas de miles de besos mandados por sus admiradores, como
pudimos comprobar durante la visita que hicimos al ilustre
camposanto en 2008.

Yukio Mishima siempre
sintió “una inveterada fascinación por la muerte violenta”. En
sus Confesiones de una máscara dejó escrito: “Lo que quería era
morir entre desconocidos, sin intromisiones, bajo un cielo sin nubes.”
Sin embargo, como continúa diciendo Marías, “cuando iba al restaurante sólo
pedía platos poco aptos para la ponzoña y luego se lavaba los
dientes frenéticamente con sifón o soda.” Otra fascinación que
marcó a Mishima desde su infancia era de tema erótico pues le
encantaban los cuerpos de hombres torturados, descuartizados,
asaeteados o despellejados y dejó escritas sin ningún pudor sus
eyaculaciones, la primera de las cuales “la tuvo contemplando una
reproducción del torso de san Sebastián que pintó Guido Reni con
unas cuantas flechas horadándolo”. Su relación con la mujer se
redujo a sus familiares más cercanos: su abuela, su madre, su
hermana, su mujer y su hija; Marías concluye: “el elemento
femenino imprescindible hasta para los más misóginos.” En cuanto
a escritor, Yukio Mishima, dejó al morir más de cien libros (“uno
de ellos, de ochenta páginas, afirma Marías, lo redactó durante un
encierro de tan sólo tres días en un hotel de Tokio.”) Poco antes
de su muerte creó una organización paramilitar, “un pequeño
ejército de cien hombres, tolerado y fomentado por las Fuerzas
Armadas japonesas”, y fue la primera y última acción la que acabó
con su vida en un harakiri. Mishima había cumplido cuarenta y cinco
años y ese mismo día había enviado a la editorial para ser
publicada La corrupción de un ángel, su última novela, que
completaba su tetralogía El mar de la fertilidad.

Laurence Sterne era
hijo de un militar que viajaba sin parar acompañado de su mujer y de
su prole, y a Laurence le tocó nacer en Irlanda y heredar, eso sí,
el buen humor de su progenitor. Con ayuda de parientes adinerados
estudió en Cambridge y finalmente se hizo vicario en Yorkshire,
donde “llevó una vida modesta y anónima”. Tras escribir un “
sarcástico panfleto local” y conseguir con él un “inesperado
éxito (…), se le ocurrió la posibilidad de hacer una obra
destinada a la publicación, su incomparable Tristram Shandy.”
Sterne siempre había mostrado adoración por Cervantes, Luciano o
Rabelais, “a los que plagió aquí y allá confesa y descaradamente
(…) y por toda suerte de libros extravagantes”, como Le Moyen de
porvenir, del canónigo de Tours Béroalde de Verville, “una de sus
obras predilectas.” Con el éxito de los dos primeros volúmenes de
Tristram Shandy, Sterne inició una vida de diversión y halagos y se
multiplicaron sus visitas a Londres, donde se hizo amigo del actor
David Garrick y del pintor Reynolds, “que se tomó la molestia de
retratarlo tres veces con su alargada figura, aunque el ultimo de los
cuadros quedó inacabado”, según afirma Javier Marías. Y de su salud,
afirma el autor de Corazón tan blanco que nunca fue muy buena y que,
enfermo de tuberculosis, “padecía frecuentes hemorragias que una y
otra vez lo ponían al borde de la despedida.” Muerte que le llegó a
Londres cuando Sterne contaba cincuenta y cuatro años de edad.
Precisamente en su Tristram Shandy había expresado su deseo de morir
lejos de casa: y fue en la capital del Reino Unido, como queda dicho, “donde un
testigo relató su último aliento: 'Ya ha llegado', dijo Sterne, y
levantó la mano como para parar un golpe.”
