domingo, 22 de julio de 2018

GENTE ZAMORANA. Ramón Abrantes, el artista de Cabañales.


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Las vacaciones estivales son un buen motivo para recordar cosas de nuestra vida, y a mí se me ha ocurrido, lejos como estoy de mi tierra natal, evocar gente zamorana que significó mucho para mí, y no sólo en mi infancia y adolescencia, sino en las sucesivas etapas de mi vida. Gente zamorana de toda condición, desde aquel vagabundo anónimo que todos los veranos aparecía en la arboleda con la manta al hombro, hasta el buen cantero con nombre y apellidos al que dediqué unos versos que siguen escritos en un libro de piedra sobre su tumba del cementerio de San Atilano, pasando por el Barandales de las procesiones, el herrero de mi plazuela, el inocente que desfilaba como un cofrade más en la Semana Santa serio y digno, los ciegos cantadores del Mercado de Abastos, el maestro de la escuela de Cabañales que me enseñó a querer el Romancero o el profesor del Instituto que me infundió el gusto por la Literatura, aquel inefable don Ramón Luelmo, que nos enseñó a amar la literatura a varias promociones de estudiantes.
Otro Ramón ilustre fue el escultor Ramón Abrantes, que, perteneciente a la escuela de San Ildefonso, había nacido en Corrales del Vino en el invierno de 1930. Su familia fue mucho tiempo vecina de la mía y su madre, que hacía de comadrona de las mujeres del barrio que se ponían de parto fue  precisamente quien ayudó a la mía a traerme al mundo. Pues bien, Abrantes, de formación autodidacta, pronto montó su taller cerca de la iglesia de San Cipriano, al otro lado del Puente de Piedra, y esculpió como los ángeles cualquier figura que se le viniera a la imaginación con los materiales más diversos, desde la madera al bronce, pasando por el granito o la pizarra...
 
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Más tarde, consagrado como artista de reconocimiento nacional, trasladó su taller al lugar en el que trabajó hasta su fallecimiento, en  la calle Sacramento, detrás de la iglesia de San Juan Bautista, templo en el que solía guardarse la única obra de Abrantes encaminada a desfilar en Semana Santa, la Virgen de la Amargura (1959), concretamente todos los Lunes Santos en la Hermandad de Jesús en su Tercera Caída, acompañando al Jesús Caído de Quintín de la Torre, que, por cierto, el propio Abrantes restauró en 1961, y la Despedida de Jesús y María de  Pérez Comendador. En su taller se expone la mayor parte de su obra escultórica, aunque existe mucha en colecciones particulares. En uno de mis retornos a Zamora me mostró en el taller de la calle Sacramento, con un orgullo que me emocionó, el primer caballete que tuvo, mientras me decía: “Mira, Esteban. Este caballete me lo hizo tu padre.”
 
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Buena parte de sus esculturas presenta la figura de la «mujer-madre» en varias situaciones como eje central de la obra, incluidas las de iconografía católica. Entre sus mejores amigos figuraron el escultor Baltasar Lobo y el poeta Claudio Rodríguez, ambos también paisanos de la tierra (debo añadir que precisamente en uno de mis retornos a la ciudad del Duero, mientras visitaba con un amigo la exposición escultórica del taller de Abrantes, éste me regaló un libro del poeta titulado Claudio Rodríguez para niños).  Ramón murió en Zamora en el verano de 2006, al mes siguiente de otra de mis visitas a su taller, cuando el artista ya estaba muy enfermo. Al poco tiempo de mi vuelta a Barcelona, La Opinión de Zamora tuvo la generosidad de publicarme una carta en recuerdo del escultor.

En mi separata Zamora entre la ausencia y el reencuentro, 1995, recuerdo la primera visita que hice a su taller con estos versos:
 
“Voy de asombro en asombro porque Abrantes
me enseña el caballete que le hiciera
mi padre en otro tiempo, en la primera
hornada que esculpieron los amantes
diamantes de sus dedos. Los diamantes
postreros me los muestra en primavera
--¡oh tacto cuidadoso y luz certera
de tallas femeninas y brillantes!--.
Voy de asombro en asombro por el Arte
que Abrantes muestra vivo por su casa
en bronce, en barro, en piedra… Y es tan fuerte
a huella que en el alma me reparte,
que, aunque sé que su cuerpo muere y pasa,
lo que posee de dios no tiene muerte.

lunes, 16 de julio de 2018

LA LENGUA DIARIA


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Me temo que nos estamos alejando cada vez más del sentido común en lo que a la lengua diaria se refiere, tan necesario para una completa y eficaz convivencia, al afirmar con pancartas y manifestaciones más o menos populistas que nuestro lenguaje es machista y utiliza más de lo debido el género masculino, en detrimento del femenino. Nada más lejos de la verdad. Y todo se debe a que hemos olvidado, atendiendo a postulados partidistas, tres de los conceptos más básicos de la lingüística. 

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Me refiero, claro está, a los de lengua, habla y norma. La lengua es el idioma común de todo un país; el habla, el particular uso que hace de él cada persona de ese país; y la norma, el conjunto de pautas que regulan las correctas escritura y pronunciación de las palabras del idioma, la exactitud y precisión de su vocabulario y la construcción de las oraciones. De lo que se deduce que mientras la norma es el elemento coordinador entre los dos primeros, los tres son inseparables en el momento concreto en que hablamos o escribimos. Por ello, si hacemos caso omiso de la norma, y cada uno campa por sus respetos, convertiremos el idioma en un galimatías cada vez menos útil para una comunicación eficiente y normal. 
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Las arbitrariedades de miembros y miembras (según la norma, sólo es aceptable miembros), todos y todas (todos engloba por igual a masculinos y femeninos, ya sean personas, animales o cosas) y las últimas aberraciones de todos, todas y todes (este último para designar al género neutro) multiplicarán, si no ponemos un poco todos de sentido común y respeto a la norma (si bien esto de respetar hoy en día la ley, la regla o la norma, cualesquiera que sean, parece que atente contra nuestra sagrada libertad) en un futuro próximo, de palpable y deprimente actualidad en las redes sociales, la lengua será un conjunto de sonidos y grafías producto del capricho de los hablantes (¿o hablantas?) y el que tenga la mala suerte de tener como interlocutor a uno de ellos, ellas (¿o elles?, se verá obligado, obligada (¿u obligade?) a ejercer de detective (¿o detectiva?) lingüístico para poder descifrar su jeroglífico, acertijo o adivinanza ocasional. Que Dios nos coja confesados, confesadas (¿o confesades?). ¿Y la RAE? ¿Será rea de lavarse las manos en estas lides y convertir sus famosas sesiones de “limpia, fija y da esplendor” en charlas domingueras de chiringuitos de playa? Buen provecho.