jueves, 23 de mayo de 2019

MEMORIAS DE UN JUBILADO. POETAS DE AZOR ( y VI)


BURLA BURLANDO VAN LOS TRES DELANTE

 


Imitando a Lope de Vega en su famoso soneto a Violante, me permito la licencia de empezar esta última parte del estudio con la semblanza biobibliográfica de los tres poetas que me preceden en edad y veteranía poética, Encarna Fontanet, José Carreta y Antonio Matea.


Encarna Fontanet

Nacida en Guardamar del Segura (Alicante), al poco tiempo se trasladó con su familia a Vinaroz (Castellón), su lugar de residencia en el momento en que se está redactando este trabajo, en donde realizó sus primeros estudios. Luego fue profesora de EGB por la Escuela Normal de Castellón de la Plana. Y después, desde 1970 hasta el momento de su jubilación ejerció su profesión en Cerdanyola del Vallés. Mientras su primer poemario, En mitad del ahora, estaba en la imprenta, publicó ocho poemas brevísimos, siguiendo su estilo de profunda e intimista contención, en Azor en vuelo. Antología Breve de Veintidós Poetas II, que vio la luz a finales de 1980, como ya quedó dicho en su lugar. Dada la proverbial brevedad de sus composiciones, copio aquí cuatro composiciones:
"En un rincón pardas arañas
tejen su tela interminable:
interminablemente parda,
interminablemente densa.
No hay luz que desnude las sombras.
No hay sonido para vestir
el silencio.
Las arañas, infatigables,
siguen


su tarea.”

“Silencio.
La luna está muerta
--murió en el olvido
una noche lenta--.
Silencio.
Silencio, poeta.”

        “No hay todo sin nada.
Y, como la luz
en las sombras,
un no-soy
en mi yo se agranda.
Y no sé si el ser
en no-ser
empieza o acaba.
Si hay ser o no-ser.
O si hay todo.
O si todo es nada.”

 “Sólo tengo el hoy.
Ni miro el ayer
ni busco en los días
respuesta.
Si quedan preguntas
--¿aún quedan preguntas?—
las hallo vacías.
No espero.
Se cerró, de golpe,
la puerta.”


 He tenido la inmensa suerte de ser testigo del alumbramiento de todos sus libros, desde el primero, En mitad del ahora, hasta el último, de momento, Ante el tercer peldaño, y de todos he disfrutado con su lectura sosegada, de emociones contenidas aunque intensas y de muchas profundas reflexiones, preocupadas del difícil destino de la existencia humana.

En mitad del ahora, aunque es el primer libro publicado (vio la luz en la Colección Poetas de hoy de Publicaciones La isla de los ratones, Santander, 1980), no es el primer libro escrito de la autora, y eso es algo que se nota. La madurez, la reflexión, el conocimiento de lo que la poesía debe ser ya están presentes aquí. Lo mismo que la temática, que, como en la mayoría de los libros de Encarna, es la lucha entre el sueño y la vigilia. “Un sueño que nos promete todo, aunque nada venga a darnos finalmente”, como afirma José Corredor –Matheos en el prólogo del libro. Sin embargo, en los versos de En mitad del ahora se constata un ansia vitalista y amorosa que se proyecta sobre los demás seres. Y esa ansia vitalista encuentra su razón de ser en el mero habitar el mundo. El prologuista concluye que “la vida sólo es hoy. La otra vertiente, a la cual el poeta se siente llamado, ya no es, en todo caso, la vida.” Y esa circunstancia origina la soledad del poeta, junto con el despojamiento de todo lo contingente, la preocupación social y la injusticia como fruto natural del vivir, temas que salpican de honda humanidad el poemario. Y en todo ello Encarna busca, como sigue diciendo Corredor-Matheos, la transparencia, casi la desaparición del propio poema, que discurre en versos cortos, fluidos a la vez que sentenciosos. Como vemos en los siguientes ejemplos:
“Siempre se repite
el sueño.
Alzándome
en el firmamento
llego hasta
el disco de luz.
Bebo. Ebria de sol,
quemante
toda oscuridad,
mi cuerpo se expande.
Y ya no sé dónde
empiezo.
Si estoy.
O soy tierra, fuego
o aire.”
 
“Y mi soledad, redonda,
inacabable,
gira, gira con el mundo
en un continuo rodar
de soledades.”

“Vivimos ebrios
de verdad, de justicia.
Sin ver.
Ahora,
y no te cause espanto,
tan sólo ciegos
podemos
ver. Ciegos,
ciegos de llanto.”
 

De los libros que siguieron a En mitad del ahora, destaco La sombra del tejo, poemario que mereció una Mención especial en el Premio Miguel de Argumosa en 1981, y vio la luz al año siguiente. Del libro dice José Manuel Blecua Perdices en el Prólogo: “La sombra del tejo entronca con la mejor literatura de tipo metafísico, de meditación sobre el tiempo, la existencia humana y la muerte.” Una verdad como un puño. “Todos los grandes símbolos de la literatura existencial”, continúa diciendo el insigne profesor, “están presentes: la rosa, el polvo, el sueño, el espejo, el reloj, el tejo o los símbolos finales del siempre inquietante Apocalipsis: el siete, el fuego, las palabras selladas o los ciento cuarenta y cuatro muros de jaspe.”

Y es que en la poesía de Encarna siempre he visto la constante búsqueda de una poesía temporal que haga al ser humano agónicamente consciente de su existencia con marchamo de caducidad, y para ello se vale de una expresión lírica densa, cuajada de imágenes conceptistas y abundancia de sintagmas nominales frente a la casi ausencia de verbos, con lo que logra en la mayoría de los casos poemas impresionistas. He aquí unos versos de La sombra del tejo, poemario que no en balde está encabezado por esta cita de T. S. Eliot: “El tiempo y la campana han enterrado al día.”

“Hemos perdido
suspiros,
sonrisas,
esencias
vitales en el cuenco
imaginario.
Hemos soñado
nuestra existencia.
Nada es real:
ni nuestra poesía,
ni nuestra soledad
inmensa.”

“En inmóvil silencio
dormido
sobre grietas de sangre,
promesas,
recuerdos
empapados de olvido
se enfrentan
a memorias despiertas.
Hipnóticos espectros
ante la luna nueva.”

Y del último poemario de Encarna Fontanet, hasta el momento de escribir estas líneas, Ante los tres peldaños, Premio de Poesía Almedina 2011, ¿qué puedo añadir que no se haya dicho a lo largo de este ensayo? Cuando la autora puso en mis manos un ejemplar para que le dijera tras su lectura qué opinión me merecía, le contesté en uno de mis blogs (escribiradiario.com) con estas palabras: “Ante los tres peldaños es sin duda el libro más místico y profundo de la autora. Desde la métrica a los recursos expresivos empleados, pasando por los temas que una y otros visten con una precisión inigualable, todo en el libro es elaborado y de la más alta calidad. No en balde el número de poemas es el mágico 90, múltiple de 3, presente en el titulo del libro, así como el número de los versos que componen dichos poemas, que van desde ese único verso que forma el magistral poema de la página 73: "Hacia Ti, en Ti, recorro mi sendero", hasta los dieciséis de la página 13 del poema que canta Liendo, bello municipio cántabro. Poemas formados por versos de sílabas impares, desde trisílabos a alejandrinos, aunque los más empleados son los heptasílabos y endecasílabos, cuya combinación da lugar a eufónicas composiciones donde las haya y que tan sabiamente emplearon nuestros mejores poetas, Garcilaso, fray Luis de León, san Juan de la Cruz, Bécquer, Antonio Machado y un largo etcétera.” Y en otra entrada añadí: “En Ante los tres peldaños se juntan sabiamente el mundo de lo real y el mundo trascendente. Por un lado, la vida personal de la autora, con sus estados de ánimo, soledad, desaliento, desesperanza, ensimismamiento, melancolía, evocación de la infancia..., y sus relaciones, unas veces con los elementos naturales que la rodean, paisajes, flores, puentes, noches, estaciones, tiempos...,  y otras con los seres más queridos, el padre, la madre..., para acabar en la relación más íntima y espiritual con Dios, ese Tú cercano que "buscamos / sin saber dónde, fuera de nosotros." Y por otro, el mundo trascendente, que late entre las sombras del camino místico que ha emprendido la autora en este hasta el presente su último poemario.

¡Qué bien ha leído la Biblia, el mejor Dante y sobre todo a nuestro más excelso poeta místico san Juan de la Cruz y su Noche oscura del Alma! Estos iluminados versos de Encarna Fontanet la ayudan a subir esa escala oculta, a superar la noche más oscura de la eterna búsqueda de la esencia personal, escala y noche que llevan siempre a la luz más alta. Y para atravesar esas tinieblas se vale del recuerdo y el apoyo de sus seres más queridos, especialmente su madre.

"Tan sólo espero que la noche séptima
de la séptima luna
nos sea favorable.
Mi mano en tu mano de nuevo."

Como Dante, recorre las "inhóspitas cimas" de su solitario y doloroso camino, dejando atrás el orgullo, la envidia, la ira, la avaricia. Como san Juan, al final de la ardua ascensión, encuentra las dulces azucenas

"que en el último tramo
de amargura candente
agostarán el lujurioso fuego."

Y a ello me suscribo. Sólo me gustaría añadir, para terminar, los dos poemas con que se cierra el libro:
“Entre albos crisantemos
me aguarda la humilde fragancia
de un lecho de flores silvestres.
Cuando me aleje, el tiempo ya vencido,
buscadme en los narcisos,
en las sombras huidizas,
en el insomnio de la luna,
en el olvido.”

“Olvido, llave de los mundos,
aroma en la memoria,
transparencia en la lejanía,
perenne libertad.
Olvido…,
paz en el centelleo
de inmutables, serenas, indulgentes estrellas.”

Como la Amada en la Noche oscura de san Juan de la Cruz.

Y también el villancico que poco antes de morir el año 2017 me mandó para desearme felicidad para el 2018 (“para todos los años”, son sus palabras):

“Incandescente  estrella
de mi universo:
Tu alba pureza
guíe mi sino.
Entre el buey y la mula
Dios ha nacido.
Sé Tú en nosotros,
Niño divino.”

 

José Carreta
 
Seudónimo de José García Sánchez, José Carreta nació en Huercal-Overa (Almería) en 1922, perteneciendo por tanto a la generación de la posguerra, llamada como él mismo decía, generación frustrada. Autodidacto por obligación, su amor por la poesía le siguió desde niño con lecturas de los clásicos, desde Cervantes a Miguel Hernández, pasando por García Lorca y otros poetas que pusieron su vida en el tablero de la pasión humana y el compromiso personal a favor de sus semejantes. Como él, que alternó el trabajo, ejercido en múltiples oficios, especialmente el de la albañilería, con la lectura asidua y continuada hasta adquirir un rico bagaje de conocimientos humanos.

En 1936, en medio de los avatares de la guerra civil, se trasladó con su familia a Cerdanyola del Vallés, donde residió hasta su muerte en 1998. El Ayuntamiento de la ciudad de adopción le publicó el libro de recuerdos y vivencias Estampas de nuestra guerra, un hermoso volumen que recoge la vida de Cerdanyola en el periodo crucial que va desde 1936 a 1939, “unos episodios repletos de contenido y transformación socio-económica realizada en el seno de la Colectividad de Cerdanyola, posiblemente breve, pero llena de matices y poesía”, como afirma su prologuista Ramón Sentís.

Aquí, en Cerdanyola, conoció al poeta Antonio Matea que, como diremos en su momento, también había dejado su natal Albacete para venirse a vivir mejor vida en nuestra ciudad vallesana, y con el que, por afinidades humanas y  poéticas, entabló una enriquecedora amistad que duró siempre.  Ahora se van a cumplir los veinte años de su desaparición, y no existe mejor oportunidad para acentuar nuestra emoción al hablar de nuestro poeta.

Como ya he adelantado en este estudio, conocí a José García Sánchez (José Carreta) a finales de los años setenta en la tertulia de José Jurado Morales. Y hasta el día en que se fue de este mundo me honró con su amistad. Me tuvo enterado siempre de cuantos proyectos iniciaba en el mundo de la creación, ya fuera prosa, como las cosas que tenían que ver con la guerra civil o con las cooperativas que nacieron en Cerdanyola a raíz de estallar la contienda fratricida, ya fuera verso, que, a mi juicio, era lo suyo, si bien para cualquier cosa relacionada con el estilo y la corrección de versos y poemas, recurría como es lógico a su amigo Antonio Matea, a quien consideraba su maestro.

Me tuvo al tanto siempre de cuanto le publicaban en su tierra. Recuerdo a propósito el libro que me trajo un día a casa en el que habían incluido unos cuantos poemas suyos. Estaba tan orgulloso de esa publicación que le lloraban los ojos de alegría. Me refiero al libro titulado Poetas Andaluces, primer tomo de la Antología General, recolección debida a García Guirao, publicado por  Aljambra, Revista Poética Andaluza, en Albox (Almería), en 1983. Se trata de una colección de poemas salidos de la mano de “47 poetas andaluces de ahora” (así reza en la página que encabeza la Antología donde los poetas aparecen numerados y por orden alfabético), entre los cuales figuran nombres amigos comunes, el principal de todos, José Jurado Morales, jefe de la tertulia barcelonesa a la que asistimos, como ya se dijo en este estudio, los cuatro poetas representados en él, y también otros conocidos como Mena Cantero, García López, López Anglada, Alfono Canales, Pablo Chaurit o el propio antólogo García Guirao. Éste, en la Presentación justifica la dificultad que tuvo para la confección de la Antología con estas palabras: “No es fácil presentar una muestra equilibrada y representativa de la actual poética andaluza. Faltan muchos porque no logré dar con sus direcciones, porque se extraviaron sus cartas o por otros motivos.” Y añade otros aspectos relacionados con la calidad de los poemas incluidos en la Antología y la ausencia de poetas consagrados en ella: “Varios, siguiendo un criterio estricto de selección, no debieran figurar, pero téngase en cuenta que Aljambra pretende ser, también una plataforma de lanzamiento. Muchos consagrados se reservan para próximos tomos”, etcétera, para concluir: “Se trata, simplemente, de un primer intento de recopilación.”
 

La cuestión es que nuestro José Carreta aparece en la Antología con el número 21. Ocho poemas suyos ha recogido García Guirao en el libro. De los cuales, dos sonetos están destinados a cantar la destreza y el arte de Pedro Gilabert, escultor de tallas de madera de olivo traídas al mundo a hachazo limpio, como dice Carreta en la dedicatoria, criaturas limpias y humildes, “como humilde es él y elevada su alma”. Y así dice, por ejemplo, el poeta en el primer soneto:
“Y cada golpe crudo es un ser vivo
que nace de la pulpa seccionada,
un ángel, una vida inesperada
que arrancas, Pedro, al palo del olivo."
 
El tercer poema, A la fuga del beso, está escrito en verso libre (pero buen uso de pentasílabos, heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos) es un adiós al amor triste, sin futuro. Se trata del poema que un jurado formado por Vicente Rincón, Matea y yo mismo le otorgamos el premio Casa Regional de Murcia y Albacete de Barcelona en su primera convocatoria. Destacamos su buen hacer poético con aciertos metafóricos y lenguaje rico en imágenes y personificaciones. Un fragmento:
“Ponle un nido de rosa
a cada golpe seco que dé en tu sepultura
la azada de la risa. (…)
Desciende hasta la entraña,
desciende hasta la tibia hondura de los cuerpos
y hazte afán y castigo.
No importa de qué lágrima recibas el sustento.
No importa en qué mordaza te quedes enterrado.”

Parecidos aciertos en el soneto al río Almanzora:
“¡Qué soledad la tuya, qué pereza
dulce llena tu paz de contenido!
¿En qué sueño colgaste tu latido,
en qué flor de naranjo la belleza?”
 
Lo mismo que en los cuatro sonetos que destina a cantar al amigo pintor García Guirao y su pintura. En los dos primeros añade dosis inteligentes del conceptismo aprendido de Quevedo o Calderón, que como vimos, son lecturas frecuentes en Carreta.
“Todo el cielo es materia caudalosa,
es libertad que espera la llegada
del retorno a su punto permanente.
Retorno donde aguarda jactanciosa
La prontitud dormida y la adulada
frustración de la luz sin recipiente.”
 
En el tercer soneto, Éxtasis, se concreta la fuerza de la inspiración en el artista:
“Extasiado el pintor tras de la cita
que le tiende el pincel va decidido;
y recorre en su lid al colorido
donde un aire ocular lo precipita.”
 

Con todo, creo que es el cuarto y último soneto, titulado Los olivos, asunto recurrente en la poesía de Carreta, donde se muestra tal como es, sencillo y a la vez profundo, buen conocedor del paisaje campesino de su tierra, como lo es del secreto del poema y sus componentes lingüísticos y estéticos:
“Son los olivos tristes como anillos
que de la tierra suben al encuentro
de la piedad pausada, en cuyo centro
dulce la laxitud le pone grillos,
cadenas a los astros y sencillos
cuadrantes taciturnos, que de dentro
de la corteza fría al epicentro
aéreo enganchan sus filos amarillos…”
 

Por último, apareció póstumamente su poemario Don Quijote y Sancho con que le homenajeó el pueblo de Taberno en 2001. Francisco Domene, en el prólogo, asegura que “vida, libertad, dignidad, poesía, son, no cabe duda, pilares sobre los que la arquitectura de Carreta se alza en la memoria de quienes tuvimos el honor de conocerle y la fortuna de tratarle.” Yo doy fe de ello. Y el libro, un conjunto de soberbios sonetos dedicados a trazar la esencia de las dos figuras inmortales de Cervantes, complementarias donde las haya y símbolos de los dos polos vitales del ser humano, la ensoñación y el pragmatismo, nos define la personalidad del poeta, vital, amante de la libertad en todos sus lados, hombre que buscó siempre la dignidad y poeta, un poeta como la copa de un pino. Un buen ejemplo lo constituye el soneto 15, en el que trata a Sancho de gobernador completo y continúa alabándolo:
“…Se eleva
La gloria sobre ti. En ti ha quedado
Juez y justicia unido, a tu cuidado
El pueblo generoso.”
Para finalmente aconsejarle:
“Recuerda: pobre fuiste, bien lo sabes;
Que el poder no te ciegue y te envanezca;
Mejor retorna, Sancho, a lo que fuiste:
Labriego sin fortuna, volar de aves
Perdidas y aire, euforia novelesca,
Medida, frustración de un alma triste.”




Antonio Matea

Antonio Matea Calderón nació en Albacete en enero de 1931. Tuvo una infancia dura y apenas dejó la escuela se enfrentó con fuerza y convencimiento al mundo que le rodeaba ejerciendo los más diversos oficios, desde barbero a albañil, pasando por estraperlista, verdulero, radio-técnico y un largo etcétera. Hasta que en 1961, falto de una oportunidad laboral que le permitiera quedarse en su tierra, se vio obligado a emigrar a Cataluña, concretamente a Cerdanyola, donde se instaló definitivamente y vivió hasta el día de su muerte. Aquí se construyó con sus propias manos la casa de su familia, formada por cinco miembros, para la que trabajó igualmente duro en varios oficios hasta terminar como capataz en la multinacional Aiscondel. Mientras, alterna su trabajo con lecturas intensas para lograrse un buen bagaje cultural y escribe y publica poemas sobre los más diversos temas en revistas y periódicos de su tierra, a la que no olvida ni un momento y a la que viaja de vez en cuando para no perder sus referentes vitales y literarios. Y enseguida, empiezan a aparecer sus primeros poemarios: Versos a mi ciudad, No busques el porqué, La soga, Desterrado, Sonetos en gris mayor (este último había obtenido en 1957 el Premio Excelentísima Diputación de Albacete).  Y luego más títulos, en una lucha titánica contra el tiempo para ganarle la partida. Triángulo epicéntrico, Cuando vuelvan los ángeles, Concreta orfebrería… Este último, edición del autor, Cerdanyola, 1987, está compuesto de 131 sonetos, que se dice pronto y bien (el soneto es la composición poética en la que, a mi juicio, ha destacado más). El libro está estructurado en doce partes bien diferentes y en todas lucen buenos ejemplos. Como muestra, los que forman el primer grupo, que lleva el nombre del libro, Concreta orfebrería, principalmente, Acertar la diana, cuyos dos cuartetos dicen:
“Acertar del soneto la dïana
y encontrar poesía en tal intento
es como hallar perfecta una manzana
que antes fue golpeada por el viento.
Es difícil lograr que tal campana,
con sus catorce dogos como invento,
convoque a Poesía, que engalana
apenas un dedal de lo que siento.”

Y sin darnos cuenta los más cercanos a él, Antonio fue sacando de su chistera mágica libros y libros hasta llegar a Retratos de mi ruta, Flor de cardencha, La pirámide, Poeta en Albacete o Solo ante el mar, que, habiendo visto la luz en 2007, sería su último poemario.

La tarde que presenté en nuestra ciudad, Solo ante el mar, 2007, empecé mi intervención diciendo que Antonio Matea es un escritor prolífico y cultivador de todos los géneros literarios, desde el artículo periodístico y la crónica social (Íbamos por la tierra), hasta la biografía (Coleccionista compulsivo) o el libro de memorias (Andanzas y desventuras del llamado Raspa de las Santanas), la historia familiar (Nosotros los Matea y los Calderón), la novela (La noche de Leandro Petrull) o el relato corto (Relatos apócrifos y reales), la epístola literaria (Epístolas a Bonal), incluso teatro (Dios), además de otros libros de difícil clasificación aunque no por eso menos interesantes, como el caso de Afectos y extravíos, libro que dio a conocer también en 2007, una especie de colección de textos de agradecimiento a quienes en ocasiones tuvimos la oportunidad de comentar algunas de sus obras.

Sin embargo, en lo que Antonio Matea destaca sin duda es en la Poesía, sí, con mayúscula, porque a mí siempre me pareció un Prometeo lírico incansable. Pues tiene en su haber más de cuarenta poemarios, unos publicados en ediciones oficiales y otros en ediciones de autor, exquisitas labores artesanales, con las que mostraba su inmenso amor al libro. Recuerdo con emoción las charlas que me daba en su casa de Cerdanyola, cercana a la mía, sobre cómo había confeccionado este o aquel volumen, los secretos del pegado y del corte de las hojas, mientras me enseñaba orgulloso la guillotina dispuesta en un cuarto contiguo a su despacho, que era un santuario de respeto y oración a las musas. Y me contaba las cosas de su poesía como las que tenían que ver con duros momentos de su vida, con sencillez y conformidad con el destino, y nunca sin rencores ni resentimientos hacia nadie. Y así también me decía con orgullo y sin acritud que ya escribía poesía en su tierra manchega desde los años cincuenta, pero que tuvo que emigrar a Cataluña sencillamente porque ya no podía, porque ya no le dejaban, como a muchos otros, vivir donde había nacido. Así que en los sesenta se vio obligado a coger carretera y manta, y a Barcelona. Y aquí lo conocí yo siendo ya un poeta genial, ladrándole a la luna, queriendo a Barcelona y echando de menos sus raíces albaceteñas, pariendo versos en los dorsos de los recibos o en cualquier trozo de papel que lleve doblado en los bolsillos, siempre llenos, convirtiendo sus chaquetas en alforjas para la Poesía, de nuevo con mayúscula.

Y es que Antonio podía escribir los versos más bellos sobre cualquier asunto que se le propusiese. Y lo mismo escribía a los senos de una compañera de tertulia sin ludibrio ninguno:
“Una bonita broma, una delicia
para el tacto ocular que te acaricia
la suavidad del tibio terciopelo.”

Que a una comida a la que ha sido invitado:
“El poeta amanece
inventando estos platos que son pastel de niebla
sobre el pastel del sueño de la noche.”

Como a sí mismo, hombre y poeta siempre humilde:
“No digo libertad,
ni justicia comento,
ni luz digo
porque el hombre es parto de la noche,
porque la lágrima
es el vestido exacto del poeta,
porque la soledad
es el sudario negro de la noche,
y la noche es tiniebla
y esperanza,
y el hombre es un fracaso
algunas veces
y la luz es el triunfo,
la victoria,
y el poeta es humilde
como la tibia esfera
de la lágrima,
y la lágrima es bálsamo
del llanto”

Así era y escribía Antonio Matea. Y lo hacía como quien habla y te ayuda a cortar unas baldosas para ponértelas en el porche de tu casa. E igual escribía versos largos y profundos como una noche, que versos breves y ardientes como un fogonazo de luz. Caso de Flor de Cardencha, 1995, edición no venal, un ramo de haikus dignos de acompañar de lirismo verdadero toda una vida:
“Quieto me aguarda
el reloj de mi hora
con su mortaja.”
“Ser o no ser…
qué más da ser, sabiendo
que nada es.”
“Es la tristeza
la flor más persistente
de mi cabeza.”
“Melancolía:
manantial donde abreva
la poesía.”

Cuando me pidió por favor que le escribiera un prólogo para el que sería su último libro, Solo ante el mar (se nos iría de nuestro lado apenas un año después, sin que ninguno de los dos sospecháramos de su repentina desaparición), mientras me regalaba un ejemplar para que lo fuera conociendo, le contesté que sí en seguida añadiendo que era él quien me honraba eligiéndome para presentárselo. Días más tarde me llevé a Tossa Solo ante el mar en un breve viaje a la población de la Costa Brava, y allí lo leí con muchísimo interés, descubriendo enseguida la belleza y riqueza de emociones que encerraba, y principalmente algunos de los temas más tratados en su abundante obra poética: la soledad, el miedo, el amor, la vejez y la muerte.

En la línea iniciada por Jorge Manrique y continuada por Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez podemos situar perfectamente el libro de Matea. Solo ante el mar está compuesto de dieciocho poemas de variada extensión. Los más breves, El mar como metáfora y Marinero sin mar, no llegan a los catorce versos, mientras que los más extensos, Doly Muslyn y Duendes del aire, sobrepasan los sesenta. También es diversa la métrica empleada en ellos, si bien dominan los versos heptasílabos y endecasílabos, en los que Antonio se mueve como pez en el agua. De cualquier modo, los que más abundan son los poemas en verso libre, si bien en ocasiones el poeta recurre a estrofas clásicas como los serventesios, como en El rompeolas y Viento; este último comienza:
“Aquí, sobre este mar que es de secano,
braman olas del viento en mi ventana,
trayéndome al cerebro el tan cercano
pleamar de tu ayer en mi ventana.”

Y en cuanto al lenguaje, Matea se sirve, como siempre ha sido su estilo, junto al amplio registro puramente literario (anáforas, interrogaciones retóricas, metáforas, epítetos, comparaciones, personificaciones, asíndeton y polisíndeton, según las necesidades expresivas), se sirve, digo, del otro lenguaje cotidiano, directo, claro y comunicativo para afirmar, negar, preguntar, desear, exclamar, dudar…, es decir, todas las fórmulas que solemos emplear para expresar los estados de ánimo.
 

Respecto al contenido, ya se dijo más arriba los temas fundamentales que se tratan en Solo ante el mar, de los que la soledad es sin duda el punto clave de todo el libro. Una síntesis esencial lo constituye el poema titulado Marinero sin mar, que a la vez traza un autorretrato fiel del propio poeta, en el que la palabra clave es, significativamente “sin” (preposición de la privación en general y aquí de soledad): “marinero sin mar”, “capitán sin barco”, “enamorado sin Dulcinea”, “labriego sin besanas”, “Luchador sin batalla”, “fabulador sin nadie que le escuche.” O sea, un ser sin destino ni ocupación. Un amor sin destinatario. Soledad sobre todo.

Y amor sin correspondencia. Y este peculiar amor en Solo ante el mar unas veces se expresa en versos breves y ligeros, al modo de la lírica tradicional (soleás, coplas y otras estrofas asonantadas):
“El uno llega y se va;
tus ojos ni en mí se posan,
engreídos de ser mar,
sobre el mar de tus dos rosas.”
Y otras veces en arte mayor, como en los serventesios de El rompeolas; he aquí uno:
“Tú vienes, vas; yo, quieto, te recibo.
Me azotas, ardorosa, con tu bruma,
y yo, como esa roca, te percibo
unas veces granizo, otras espuma.”

El mar en Solo ante el mar es siempre cambiante y distinto: unas veces es mar de los deseos, otras mar de tierra adentro, otras mar del cerebro, otras mar de dudas, otras mar del milagro y otras hasta mar sin mar. Otra vez soledad. Como leemos en el poema Doly Muslyn:
“Ya ves, otra vez solos,
el mar y nuestras cosas.”
Sin embargo, el mar, la mar sabe ser protectora y hospitalaria, como en Duendes del aire:
“Que cuando naufragamos nos acoge
como una madre buena,
amorosa y mansa.”

En Solo ante el mar hay amor en todas sus vertientes y soledad con todas sus aristas porque es un poemario canto en la superficie y elegía en sus profundidades, porque Matea expresa, además, otros sentimientos que le causan la vejez y la proximidad de la muerte. En el poema titulado Amiga el poeta formula a su compañera preguntas sobre el Más Allá que le llenan de dudas, de miedos, de desengaños:
“¿Queda sobre la mar, junto a la espuma
alguna señal luego
de que el mar se apacigüe?
¿Llegar será distinto
de lo que suponemos?
Pero ya llegué al mar
y no he logrado
que sepas cómo soy,
hacer que algún minuto te emocione,
comulgar un instante mar adentro
con mi vital problema.
Mar que encaja
con el global enigma de la muerte.”
La vida es
“un peligroso mar
donde todo zozobra.”

La intuición de que la muerte está cerca no se va nunca del poemario. Lo mismo que la vejez. En Ser viejo, el poeta afirma rotundo:
“Ser viejo es quedar solo
ante el mar del recuerdo.”

En conclusión, el poeta está solo ante la incógnita de su destino más cercano. Ya es viejo y siente la inminencia de la muerte. Sólo le quedan los recuerdos en la espera. Y, cómo no, el único amor que no desaparecerá nunca: el sueño.
“Pero la mar persiste,
y el sueño que se inflama
sin levantar un grito
mientras que de nuestro árbol la piel se descorteza.”

Y ya voy terminando esta deshilvanada semblanza vital y poética de Antonio Matea, porque para él “escribir y respirar es la misma cosa”, como dijo Arturo Tendero, alguien que lo conocía muy bien. Asimismo “Siempre demostró su doctorado del trabajo diario en un pueblo sólido y sencillo”, al buen entender de José María Pemán. Y es que Matea aprendió sus lecciones “en las desabridas aulas de la vida”, como dice nuestro común amigo el poeta Vicente Cano, “poniendo ancha primavera a la inspiración”.
 
 
QUE EN MI VIDA ME HE VISTO EN TAL APRIETO
 
Y ahora el mayor trago. El de incluir aquí una semblanza biobibliográfica sobre el propio autor de este ensayo, un servidor de ustedes, Esteban Conde. Pero como dio a entender Lope de Vega en su famoso soneto, hay que seguir adelante y terminar como se pueda, intentando no pecar de falsa modestia acerca de mis más o menos merecidos reconocimientos profesionales y literarios. Y me salgo rápidamente de este camino peligroso para empezar de una vez con mi cometido.
 

Nací en Zamora en febrero de 1944 en el seno de una familia modesta, siendo el penúltimo hijo de los seis que tuvieron mis padres. Ella era una mujer ordenada, limpia y cariñosa, dedicada por completo a ser el alma del hogar, y él un trabajador honrado que, para satisfacer las necesidades de la familia se pluriempleó, si bien destacó en la ebanistería (por ejemplo, construyó el primer caballete para el escultor zamorano Ramón Abrantes).  Estudié los dos Bachilleratos en el Instituto de Enseñanza Media “Claudio Moyano” y superé el Examen de  Madurez en la Universidad de Salamanca, preparando mi traslado a la Universidad Central de Barcelona para cursar allí Filosofía y Letras. Mis lecturas favoritas eran Bécquer, Antonio Machado, Miguel Hernández y Lorca, sobre todo. Reasentada la familia en la ciudad condal, me licencié en Filología Románica, trabajando paralelamente como profesor de Lengua y Literatura castellana en la enseñanza privada. Poco más tarde tenía prácticamente escrito y corregido mi primer libro, Cangilones de vida, en verso y prosa, sobre recuerdos zamoranos y las primeras impresiones de mi vida en Barcelona, libro que vio la luz en la editorial Casals en 1978 y que presenté en la tertulia barcelonesa que dirigía el poeta José Jurado Morales.

“Sin moverte de tu peña,
sin abandonar tu río,
Zamora de mi niñez,
yo sé que marchas conmigo.
Y sé también que algo mío,
por mucho que me distancie,
enamorado de ti,
sigue andando por tus calles.”

Allí, en la tertulia, como ya quedó dicho en otra parte de este ensayo, conocí a excelentes poetas, entre los que se encontraban, además del director de la tertulia, Vicente Rincón, Esther Bartolomé, Sofía Sala, Isabel Abad, Milagros Martín, Cristóbal Benítez, Visi Beato, Amparo Cervantes, José Díaz Borges, Juan Pastor, José Membrive, José Antonio Espejo y los tres compañeros que forman conmigo el contenido cuadrangular de este último apartado. Mis lecturas seguían siendo las mismas que antes, a las que había incorporado Claudio Rodríguez, José Ángel Buesa, Neruda, Unamuno, Miquel Martí i Pol o Salvador Espriu, entre otros. Un año más tarde me presenté al premio Boscán, y mi cuaderno Vuelve el río a su montaña (Zamora en el centro) quedó finalista. Animado por ello, logré escribir y reunir entorno a esos poemas un nuevo poemario que titulé Agua vivida y lo publiqué en Rondas, la editorial que dirigía el mismo Jurado Morales y donde ya habían publicado alguna de sus obras Rincón, Carreta y Matea. La primera parte del libro la titulé precisamente Vuelve el río a su montaña, al que pertenecen los siguientes versos del Soneto I:
“Inicio hoy un camino sólo mío,
hecho con la materia de la vida,
materia de esperanza, sol, herida,
cicatriz, buen amor, lectura, hastío…
Mas lo hago al revés, como si el río
volviera a su montaña en limpia huida
para hallar su primera amanecida,
su materno brotar, su puro frío.”

Con la ayuda inestimable de Jurado Morales y Sofía Sala, él hablando del libro y ella recitando algunos poemas, presenté Agua vivida en una librería del Ensanche adonde acudieron muchos poetas amigos, algunos profesores compañeros míos del Colegio donde trabajaba y toda mi familia a excepción de mis padres, que ya estaban durmiendo el sueño de los justos en el cementerio de Montjuic. Para entonces yo ya estaba casado y tenía a mis dos hijos. Un año más tarde volví a presentarme al Boscán con El camino diario, y esta vez tuve la suerte de ganar el premio. Tras El camino diario, que publicó el Instituto Catalán de Cooperación Iberoamericana en 1981, aparecieron otros títulos, como La dura vida amada, en la Colección Ángaro de Sevilla. Para entonces me había trasladado con mi familia a vivir a Cerdanyola para tener cerca el Colegio y no sufrir cada mañana los avatares de la circulación, cada vez más complicada. En Cerdanyola los cuatro de este estudio fundamos un grupo literario y un premio de poesía con el nombre de Viernes Culturales, alternando la tertulia del pueblo con la de Jurado, que no tardaría en desaparecer por el fallecimiento del poeta de Linares. Mientras tanto, tras ganar el primer premio de poesía deportiva Don Balón (1987) con un poema titulado Dioses contra la derrota, que comenzaba así:
“Aunque acechaba siempre la derrota,
nosotros clausurábamos los días
con aquellos partidos junto al Duero.
En tanto que el balón se mantenía
anclado en nuestros pies,
era nuestro un pedazo de la vida,
y un diamante de tiempo
brillaba en nuestras manos…”
 

entré a formar parte del jurado que fallaba ese premio, junto al gran poeta Manuel Alcántara, fallecido hace poco, y el cantautor Joan Manuel Serrat, entre otros. Al año siguiente en la editorial Seuba publiqué En el cristal del tiempo, donde quería repetir lo que había hecho con Cangilones de vida diez años antes: reunir poemas representativos de los libros publicados hasta entonces más algunos inéditos, como Dioses contra la derrota, Canciones para iniciar el año, De Adán y de mí mismo, Escribir poesía o En París con Millet, al que pertenecen los siguientes versos:
“En el Louvre las doce
son doce campanadas diferentes,
doce golpes de sol en nuestras manos,
doce golpes de trigo en nuestras almas,
doce golpes de amor en las esquinas
más humanas del hombre.”

Desde finales de los 80 hasta mediados de los 90  colaboré en varias revistas culturales y literarias, como El Ciervo, Cuaderno Azor, Traslapuente, Manxa, Cátedra Nova, El laberinto de Ariadna o los Anuarios del IEZ “Florián de Ocampo” de Zamora, que además me mostraron su inmensa generosidad publicándome la separata Zamora entre la ausencia y el reencuentro, uno de cuyos poemas es el que sigue:
“Están las huertas de mi barrio vivas
aún en mi memoria.
Siguen sacando en viejos cangilones
el agua de su nido aquellas norias.
Aún escucho el gemido de los hierros
y la risa del agua gota a gota.
Y veo en el cristal de los recuerdos
una mancha de mora,
una tarde gozo y de aventura
por tapias y cercados de las josas.
Y mi mano de adulto, con nostalgia,
palpa el aire triste de esta hora
el deseo perdido
en el cofre vacío de Pandora.”

Casi a la vez de esta última publicación cambié la enseñanza privada por la pública tras aprobar las Oposiciones de Profesores de Secundaria. A todo esto sin dejar de escribir, y ganando algún que otro galardón poético como el I Certamen de Poesía Taurina “La Tertulia, de Valencia (1997) con Toro de la noche, cuyo jurado estaba formado, entre otros, por Carlos Marzal, César Simón y Vicente Gallego, y presidido por Francisco Brines. He aquí el inicio del poema:
“Te estoy pidiendo,
toro de la noche,
amigo de la luna y del silencio,
que no hagas mucho daño a ese chaval
que te cita en la valle de la dehesa.
Es apenas un niño,
tiene sólo,
como tú, sangre ardiente
en su camino.
No sabe ni de muertes ni de odios,
ni de heridas atroces
que conducen al fin.
Igual que tú,
toro inmenso,
volcán astado, negra catarata,
que ignoras tu final en el acero.”

Entrado el siglo XXI, la Escola Pia de Terrassa publicó (en 2001) mi poemario Cuando la infancia es siempre, que había obtenido el Primer Premio de Poesía Calasanz en la convocatoria del año 2000.
“El sol estaba en paz,
y el río, fiel poeta,
recitando en aceñas y en azudas,
tu nombre iba sembrando en la yerbera.
Yo a diario lo oía
como la letra dulce de un poema.
Y lo aprendí sereno,
sin religión ni pruebas,
como aprendí la casa
o el escalón que sonaba en la escalera,
o la tierna sonrisa de la madre,
diosa doméstica.
Tu nombre era de barro,
de cristal o madera,
como la tierra mojada por la lluvia,
como el rocío en primavera,
como el agua dormida
del río en la arboleda.”

Por entonces empecé a asistir a algunas tertulias del Ateneo de Barcelona y a presentar algunos libros de colegas de profesión y de creación literaria en tan insigne Institución, como son los casos del ensayo Claudio Rodríguez, La época, la poesía y sus poemas, de Antonio Machín Romero, en 2003, y del poemario El imperio de las luces, del poeta extremeño Ambrosio Gallego, en 2006. Un par de años más tarde di a conocer mi libro de poesía El cuaderno de Sísifo, poemario en el que, un tanto dejada la temática de la tierra de nacimiento (aunque no del todo porque eso es imposible), cuento y canto momentos vividos durante viajes por España y el extranjero y sobre todo experiencias inolvidables en mi ciudad de adopción, Barcelona, a la que debo muchísimo en mi formación tanto vital como literaria.

Ese mismo año de 2008 di a conocer Agua antigua en noria nueva, una antología poética formada por poemas pertenecientes a casi todas mis publicaciones hasta la fecha, incluido el libro colectivo Cuando la infancia es siempre, la edición de autor de El Cuaderno de Sísifo o la plaqueta que contiene el poema Toro de la noche.

En 2009 me jubilé como profesor de Lengua y Literatura castellana en el IES La Románica, pero no como practicante de poesía, pues ese mismo año, tras rescatar más de un centenar de poemas de los cuales muchos habían sido publicados en revistas y otros tantos desechados a última hora de los libros destinados a ver la tinta de la imprenta, a todos les di la oportunidad de asomarse a las páginas de un volumen que titulé precisamente Hacia la luz. Ejemplo de ello son los siguientes Haikus:

       “¡Las amapolas!
¿Por qué lloran los trigos
lágrimas rojas?”
 
       “Sobre la tapia,
acento de ciprés:
solemne alarma.”
 
        “Cómo se humilla
con su sangre valiente
la buganvilla.”
 
        “Por San Lorenzo
llora la noche lágrimas
de luz y fuego.

 Mis últimos poemarios, hasta el momento, son Claraboya y desván, 2014, y Estos octubres, 2015.