Dalí y Lorca conversan en la Residencia. Una mesa con servicio de té y unos cojines. La escena se completa con la lluvia cayendo al otro lado de la ventana. El larguirucho pintor oculta su mirada tras el vapor de la tetera y el poeta de los llantos enarca sus cejas pobladas como bosques de tristezas.
Una mujer entra en la habitación y se sienta al piano. Y emulando a la lluvia que pinta su tristeza en la ventana, arranca las primeras notas a las teclas. El eco de la música se abraza al ruido de la lluvia, que sigue cayendo fuera. Son los años veinte en la lluvia del arte y la literatura de nuestro país.
Los vanguardismos y los misterios. Un actor que encarna a Lorca intenta vanamente ofrecernos el alma de Yerma, los gitanos o la sangre de las bodas que incluyen cuchillos y traiciones. Me quedo con los cuadros de Dalí y los romances de Lorca. La amistad se diluye con la misma rapidez y desazón de la lluvia que cae.
La correspondencia literaria es el cordón umbilical entre dos destinos artísticos. La caligrafía sigue ahí, la pintura sigue ahí, antes y después de esta concreta proyección de la sala, antes y después del vacío de nuestra atención, que bebe la luz de otro tiempo y aprende la lección de la historia entre corazón y belleza.
El mar de Cadaqués, los remos y las velas, todos congelados en el tiempo, parecen burlarse de nosotros, seres contingentes que caminamos hacia el otoño del futuro por este noviembre de 2010 en esta Caixa Forum, donde las plantas tapizan los muros y la noche cuelga del techo de la cafetería como lágrimas encendidas.
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