domingo, 22 de noviembre de 2020

EL AÑO DE GALDÓS (V) CARTAS ABIERTAS A DON BENITO. Sus novelas en el cine

 


Apreciado don Benito. Ésta no tiene otro objeto que recordarle la presencia que tiene su obra narrativa en el cine español y extranjero y darle por ello mil gracias personales ya que el cine, junto con la lectura, la pintura, la música o la escritura, es una de mis pasiones más fervientes. Al Séptimo Arte ya lo presintió usted en vida aunque desgraciadamente no pudiera disfrutar de sus primeras manifestaciones por haber perdido uno de los dones más preciados de que dispone el ser humano: el de la vista. 

Y lo primero que hago es dejar bien sentado que dos novelas suyas, El abuelo y Doña Perfecta, fueron adaptadas al cine antes de que usted se viera privado de su vida terrenal para empezar a gozar de la inmortalidad por medio de su producción literaria, que cineastas de todo el mundo (los españoles a la cabeza), se basaron en las historias que cuenta usted en sus novelas para crear cintas mágicas de imágenes en movimiento. Y si no hubiera existido algo tan nocivo para la cultura y libertad humanas como la estúpida e intolerante censura, de la cual fue objeto parte de su obra (las personas de miras cicateras e irracionales, nacidas a la sombra del franquismo, la practicaron alegando a su anticlericalismo y apoyo a la izquierda) hoy dispondríamos de una abundante lista de películas que tuvieron sus raíces espirituales en la literatura que usted creó, don Benito.


Además de las dos mencionadas arriba, fueron adaptadas al cine sus novelas Fortunata y Jacinta, Marianela, Misericordia, Tormento, Halma (en el cine, Viridiana), Nazarín y Tristana. Y a la televisión, medio de comunicación que usted no llegó a conocer, Miau, La Fontana de Oro y las ya citadas en el apartado del cine, El abuelo, Fortunata y Jacinta y Misericordia.

No son éstos ni el sitio ni el momento para hablar de los directores que adaptaron a la gran pantalla sus novelas, don Benito, y sin embargo, sí me gustaría citar al menos a un cineasta español que lo hizo con acierto universal en tres de sus obras, Halma, Nazarín y Tristana. Me refiero a Luis Buñuel. Y debo añadir que el cineasta aragonés confesó en cierta ocasión a Max Aub, un escritor español autor, entre otros títulos, de Las buenas intenciones y Crímenes ejemplares, que se exilió después de la Guerra Civil, desastre que usted tuvo la suerte de no conocer, que la única influencia que le sirvió de inspiración había sido precisamente la suya, don Benito.

Pues bien, esas tres novelas suyas, don Benito, dieron pie a Buñuel para realizar tres de sus filmes más conocidos: Viridiana, Nazarín y Tristana, respectivamente. Y es esta última, Tristana, la que más premios recibió (por citar el más importante, fue candidata a los Óscar de Holliwood, el máximo galardón que una película puede lograr en estos tiempos en que le escribo). Con música de Chopin de fondo, la acción de la película de Buñuel transcurre en Toledo. Allí Tristana, al morir sus progenitores, es confiada a don Lope, un anciano que juega a ser un donjuán trasnochado con la joven, la cual, tras ser seducida, se convierte en su amante. Sin embargo, Tristana, a quien don Lope considera hija y esposa a la vez, logra que el viejo calavera le permita estudiar música y arte para poder independizarse, cosa que consigue tras enamorarse de Horacio, pintor, que le corresponde, y luego se va a vivir con él a Madrid. Con el tiempo Tristana padece un tumor en la rodilla, a consecuencia del cual, le amputan la pierna, y Horacio se desentiende de la joven. Entonces Tristana se ve obligada a regresar a Toledo y contrae matrimonio con don Lope, sin quererle. El hombre cae enfermo y una noche fría de invierno en medio de una nevada, atacado por una crisis de angustia, reclama la presencia de Tristana para que le auxilie. Pero ésta, tras fingir que llama por teléfono a un facultativo para que acuda a casa a atenderle, abre de par en par la ventana del dormitorio para acelerar así el fallecimiento de don Lope.


Como puede comprobar, el final de la película nada tiene que ver con su novela, don Benito, que no es tan trágico, y contiene otros datos y circunstancias diferentes de los que usted habla en su obra. El más claro de todos es el carácter de Tristana, a la que usted casa con don Lope por conveniencia y este punto le es indiferente a ella; además la joven renuncia a sus ansias de libertad y hasta se refugia en la repostería en la que halla cierta liberación y algo de felicidad. Le repito que en la película de Buñuel nada de esto se da; al contrario, Tristana se muestra en todo tiempo corroída por el odio y el resentimiento respecto de don Lope, llegando al extremo de obtener su libertad permitiendo que su esposo muera de frío.

Supongo, don Benito, que, de haber vivido cuando Buñuel convirtió su novela en una obra tan opuesta a las líneas esenciales de su relato, habría mostrado su disconformidad. ¿O no?  De cualquier modo, estoy convencido de que usted, un espíritu abierto donde los haya, aceptaría de buen grado la libertad propia de los creadores en cualquier disciplina del arte y la cultura, que en el caso del cineasta maño Luis Buñuel supo mantenerlos a una altura digna de elogio, como usted en la Literatura, con mayúscula.


No quisiera despedirme de usted antes de reconocerle una vez más su maestría en plasmar fotográficamente las múltiples y ricas descripciones y escenas de muchas de sus novelas; de ahí que les fuera tan favorable a los cineastas intentar reproducirlas en sus filmes. Como ejemplo de esa maestría suya en hacer tan palpables y plásticas las descripciones y escenas que pueblan y hacen vivos sus relatos, me gustaría recordarle el caso de Doña Perfecta, que el director español César Fernández Ardavín adaptó al cine cincuenta años después de que usted dejara este mundo, sin apartarse de lo que contara en su novela de 1876 sobre la intolerancia religiosa. Pepe Rey, respetando los deseos de su padre, viaja a Orbajosa con la intención de conocer a Rosarito, hija de doña Perfecta, y elegida para ser su esposa. Buen principio para una película. Pero en Orbejosa se torcerá trágicamente el destino de Pepe por las intrigas de María Remedios, sobrina del canónigo don Inocencio, consejero espiritual de doña Perfecta, y madre de Jacintillo, al que quiere casar precisamente con Rosarito, contando para ello con la intervención del sacerdote. Éste hace que Pepe enseguida aparezca ante los ojos de doña Perfecta como impío y ateo, rasgos que la actitud del joven no los trasluzca para nada. Y entre María Remedios y don Inocencio le acosan con insidias y murmuraciones de toda Orbajosa e incluso con la expulsión de la catedral por inventadas irreverencias.. Ante esas pruebas falsas achacadas a Pepe, doña Perfecta encierra a Rosarito en su habitación, alegando una inventada enfermedad de la joven, para que no la vea aquél, y acaba expulsándolo de casa. Pepe, que está verdaderamente enamorado de Rosarito, que le corresponde, logra ponerse de acuerdo con ella para casarse, aunque su madre no quiera, y así se lo hace saber a doña Perfecta antes de abandonar la casa para irse a vivir a una posada. A todo esto corren temores de una sublevación carlista y el Gobierno envía soldados a Orbajosa. Y Pepe encuentra en algunos de ellos ayuda para solucionar cualquier problema que impida su boda con Rosarito. Nudo perfecto. Y lo primero que planea el joven es reclamar el depósito de la muchacha de manera sujeta a la ley. Para ello acude a medianoche para verse con ella, entrando en la huerta de la casa por una puerta que no se usaba y cuya llave se la había proporcionado Rosarito. Para entonces doña Perfecta, que, aliada con don Inocencio, había sugerido al cacique Cristóbal Ramos constituir una partida de guerrilleros, es alertada por María Remedios de la presencia de Pepe en la huerta de la casa. Y doña Perfecta, herida en su orgullo, ordena furibunda al cacique que dé muerte a Pepe. Clímax inaplazable. Cristóbal Ramos ejecuta la orden y el asesinato del joven se achaca hipócritamente a un suicidio, con la consiguiente prohibición del enterramiento de su cuerpo en el cementerio. Tales acontecimientos causan la locura en la pobre Rosarito, que debe ser recluida en un manicomio. Como en una película.

Siempre le recordaré. Profundamente agradecido, un fiel seguidor suyo.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. Defensa del Cine (1)

 


        No hay mejor momento que el que estamos sufriendo, por culpa del coronavirus, para hablar del Cine (con mayúscula) y defenderlo con uñas y dientes. El mismo fervor que siento por la poesía, lo muestro por el Séptimo Arte; de ahí que lo defienda intensa y amorosamente como defiendo la poesía. El cine es, al fin y al cabo, poesía de imágenes en movimiento. 

Desde muy pequeño ya el ir a un cine de mi ciudad natal a ver una película, la que echaran, como decíamos entonces (daba lo mismo una que otra), significaba para mí una aventura de emociones sin límites. Ahora no recuerdo el título de la primera película que vi en un cine, pero puedo afirmar sin ninguna duda que entonces lo de menos era el título; lo que importaba en primer lugar era el género y luego el actor que encarnaba el papel de tu gusto.


Si la película era del Oeste, mi actor favorito era Bob Steele, que manejaba el revólver de una manera endiablada y lo mismo desbarataba bravuconadas de pistoleros sangrientos, desarmándoles unas veces y otras, cuando no había otra solución, acabando con su vida, que disparaba contra los indios ("pieles rojas"), que, emitiendo alaridos descomunales, arrasaban ranchos de pacíficos ganaderos y arrancaban sus cabelleras después de asesinarlos. Evidentemente, en aquellos años de preadolescencia mi mente no alcanzaba a entender todavía la política de propiedades y usurpaciones de tierras, habida entre blancos y pieles rojas. De lo que se trataba era de disfrutar de las aventuras que vivían las personas de aquellos remotos lugares que alimentaban nuestra insaciable imaginación infantil. Poco más tarde, logre ver, emocionado desde el principio hasta el fin, el que para mí es el Western de los Western, Raíces profundas, interpretada magistralmente, en dos de los papeles principales de la película de 1953, el bueno y el malo, por Alan Ladd y Jack Palance. Shane (Alan Ladd), un pistolero resabiado de su propio historial, decide defender a una familia de campesinos contra un ganadero que quiere apoderarse de sus tierras, el cual, al ver que Shane no quiere trabajar a sus servicios, contrata a Jack Wilson (Jack Palance), un asesino a sueldo. La tragedia se masca desde el primer momento y la nota de ternura la pone el hijo de los campesinos, un niño que adora a Shane. La escena habida entre Wilson y Shane, presenciada por el niño, es de las que no se olvidan.


Si la película era de Romanos, del Antiguo y Nuevo Testamento, me emocionaba igual con el Victor Mature que hacía de Sansón y, arrancando de sus bases las columnas a la que estaba encadenado con una fuerza inusual, derribaba todo un templo sobre los filisteos allí congregados, que con el Charlton Heston que encarnaba a Judá Ben-Hur, un hombre respetable que llega a conocer a Jesús de Nazaret en un momento desgraciado de su vida, cuando, sufriendo condena de galeote, recibe de él un trago de agua, gesto que no olvidará nunca.

Lo mismo me ocurre con algunas películas del género, que me será muy difícil olvidar. Podría citar muchas, pero me conformo con mencionar sólo estas seis: Quo Vadis, La túnica sagrada, Espartaco, Los últimos días de Pompeya, El cáliz de plata y Rey de Reyes. Éstas y las dos películas citadas más arriba, todas las Semanas Santas de mi infancia y adolescencia visitaban los cines de la ciudad del alma.


Y si el film era policíaco, mi actor preferido era Richard Widmark, que en Pánico en las calles (fácil es su recuerdo si pensamos en la epidemia que estamos sufriendo todos en el momento en que redacto estas memorias), colabora con la policía para capturar al perverso Jack Palance (impecable interpretación en esta película, igual que en otras que ahora me vienen a la cabeza, como la que sigue siendo una de mis favoritas de todos los tiempos y que ya he mencionado más arriba, Raíces profundas).

Por el cine negro, tengo que reconocerlo, lo mismo que por la novela del mismo género, siempre he sentido una atracción irresistible. Las películas que tienen nombre de mujer me fascinan. Rebeca, Gilda, La mujer del cuadro, Laura, La dama de Shanghai… Y, tanto como ellas, los filmes que vieron la luz el año en que nací. Perdición, Laura, La mujer del cuadro o Tener o no tener, del emblemático Humprey Bogart, el detective de gabardina, sombrero ladeado y cigarrillo humeante. De unas y otros me quedo con Gilda, de la que llegué a aprender algunos diálogos. El tándem formado por Rita Hayworth y Glenn Ford ha sido pocas veces superado en la historia del cine negro, igual que las dos escenas en que Gilda canta en playback las canciones "Put the Blame on Mame" (“Échale la culpa a Mame”) y “Amado mío”, cuya verdadera voz, grabada, es la de Anita Ellis, que son de una plasticidad y dramatismo inusuales. Pero también recuerdo las demás películas mencionadas con emoción y otras que aquí no cito y que seguramente haré en cualquier otro momento de estas memorias.


       Si el film era de asunto bélico, el primer largometraje que recuerdo haber visto es Los ángeles perdidos. Yo entonces era muy pequeño y estudiaba en los Salesianos, donde todos los domingos por la tarde, los externos íbamos a ver el cine a la sala del Colegio, cuyo proyector recuerdo que hacía mucho ruido al girar los rollos en sus ejes en medio del pasillo de la sala, a un paso de donde estaban las sillas de los espectadores y a veces dejaba de funcionar y en la pantalla se hacía una mancha amarilla que se agrandaba más y más hasta que el operador lo detenía y arreglaba el desaguisado para continuar con la película. A veces también se paraba sólo mientras sonaba en la sala la última frase pronunciada por un personaje de la película, cuyo final acababa en un descenso hilarante que arrancaba la carcajada general de los asistentes. “Arriba las manooooooouuuuuussss…”

En Los ángeles perdidos me pasaba toda la sesión limpiándome a escondidas las lágrimas que no podía evitar. El niño que sufre los horrores de la segunda guerra mundial se pasa la película buscando a su madre (el título original, The Search, ya lo anuncia) y Montgomery Clift, el soldado americano que le ayudará en la búsqueda, son los dos personajes que convierten la película en una historia entrañable. La escena en que el niño, huido de un campo de refugiados en la Alemania de la postguerra, muerto de hambre, aparece entre las ruinas a pocos metros de donde el militar se halla comiendo un bocadillo, y cuando ve asomar al niño, deposita lo que está comiendo sobre una piedra para atraerlo, es de las más tiernas; sin embargo, era la última escena del film la que provocaba más lágrimas y más aplausos.


       De las sesiones de cine de los domingos en los Salesianos, recuerdo docenas de cortometrajes en que las lágrimas eran sólo de risa; me refiero a las del Gordo y el flaco, en las que era imposible no soltar la carcajada ante los golpes que se propinaban Laurel y Hardy entre sí o los que recibían por separado al caérseles encima todo tipo de muebles y artefactos. Recuerdo ahora el piano mecánico (de Haciendo de las suyas, título original The Music Box) que, como empresarios de mudanzas, tienen que subir por unas escaleras muy empinadas, en las que topan con varias personas. También veíamos muchos dibujos animados, especialmente del Pájaro Loco, La hormiga atómica o Tom y Jerry, entre otros. 


      No puedo dejar de citar aquí algunos ejemplos del cine español que los Salesianos nos ponían aquellas tardes inolvidables, seguramente para fomentar el amor patrio. La que mejor recuerdo es Jeromín, donde veíamos de niño a Juan de Austria, el que sería de mayor el héroe de la batalla de Lepanto. Pero también La torre de los siete jorobados, una película de miedo, basada en la novela homónima de Emilio Carrere, dirigida por Edgar Neville y protagonizada por Antonio Casal, película que se estrenó curiosamente el año de mi nacimiento; la primera vez que la vi me produjo honda impresión el ambiente fantasmal que reinaba desde el principio al fin, y una de las escenas que me pareció más curiosa fue la de encontrar la misteriosa entrada a la torre, que era, creo recordar, un baúl con falso fondo que ocultaba una escalera siniestra que conducía a una ciudad subterránea, cuyos moradores realizaban actividades fuera de la ley.
        Finalmente, debo añadir que también encontré en casa la entrañable colaboración del cabeza de familia con mi afición por el cine. Él, con sus insistentes y apasionadas alusiones al actor americano Errol Flinn y sus películas, fue quien me hizo sentir una admiración especial por el protagonista de cintas inolvidables como El príncipe y el mendigo, Robín de los bosques,  La isla de los corsarios, Las raíces del cielo o Murieron con las botas puestas. De esta última hablaba más que de ninguna otra película, y recuerdo que al verla me llevé un berrinche de mucho cuidado cuando los indios lo mataron en la famosa batalla de Little Big Horn.