sábado, 18 de diciembre de 2010

EL RELATO DEL MES


TORMENTAS EN BEETHOVEN
A Lorenzo Miralles.


1.
El maestro es mayor, está cansado y sordo, tan sordo que no puede oír ni los estruendos de los truenos que invaden la estancia que ahora ocupa. La ventana del estudio está abierta pese a la tormenta de fuera. Huele el aire a madreselva. Los violines ríen allá en la tierra amarilla del sendero.
El músico es ya viejo, está cansado, y el dolor de los oídos es tan agobiante que de vez en cuando le obliga a balancear la cabeza convulsivamente como para quitárselo de encima. Los violonchelos rezan en voz baja en procesión solemne que viene hacia la casa por el sendero amarillo.
Está reciente aún la grave operación quirúrgica a la que se sometió el artista para ver si vencía a la sordera, cada vez más tirana e intransigente, y que de un tiempo a esta parte le tiene mermada la esperanza. Cristalinas notas de piano suenan muy cercanas como gotas de lluvia sobre las hojas de la madreselva.
Y mientras piensa que tal vez un día vuelva a percibir la magia sonora con que el piano responde al conjuro de sus manos virtuosas, se sienta ante el instrumento ejercitando en el aire los movimientos de los dedos. Las notas de la lluvia, ahora lentas y graves, sugieren confidencias de arpa.
Lentamente, y mientras ladea la cabeza como para escuchar los sonidos del espíritu artista que aún vigila en su cerebro y lo azuza sin descanso, acerca las primeras falanges a las teclas del piano. Las risas de los violines lejanos vuelven rosa y muelle la tierra dura del sendero.
Posa las yemas de los dedos sobre las teclas de marfil con el cuidado de los copos de nieve sobre las cosas para no despertarlas bruscamente, para no humillarlas, como la nieve hace con los volúmenes de las cosas. Repentinamente, los rezos de los violonchelos descienden su tono hasta el susurro.
Y, tras posar los dedos sobre la dentadura del piano con la esperanza de los sueños, el maestro empieza a recorrer las teclas en una exploración nunca antes realizada, como si fueran parte del cuerpo deseado de una mujer hermosa. El arpa que imita el agua sobre las hojas acentúa el vigor de su mágica lluvia
El genio cierra los ojos y mueve la hermosa cabeza al compás de las notas que sólo su corazón y su alma, estrechamente abrazados, pueden oír, mientras que los dedos, con inusitada ternura, pulsan y acarician la tersura del marfil. Se abren paso las dulces lamentaciones de los fagots.
Sabe que en el ángulo oscuro de la estancia, a espaldas del piano, flotan como siempre las musas de su inspiración, como flotarían las almas que gozan ante su música. Y toca. Las notas atronadoras de órganos invisibles invaden al unísono la naturaleza y la casa como si formaran un solo recinto.
Y el maestro toca mientras escucha en su mente extraordinaria los susurros y las risas de esos seres ingrávidos femeninos que siempre le han acompañado en silencio, sin quejas, profundamente generosos. Personificados contrabajos hablan y murmuran intermitentemente.
El genio sabe agradecer esa compañía porque muchas veces le echaron una mano en los momentos difíciles de la inspiración, del arduo trabajo que representa la búsqueda de una nota en las sombras del vacío y de la soledad. Timbales de gloria dejan oír sus llamadas insistentes.
Ya para entonces los relámpagos de la tormenta, que se abate sin piedad sobre los campos vecinos, han empezado a resquebrajar con su nerviosa y electrizada luz la capa oscura del cielo hasta caer muy cerca de la casa. Suenan trémolos de violines y violonchelos.
Acto seguido, un horrísono trueno estalla tan cerca que parece que la casa de al lado acaba de caerse, y el callado paisaje (caminos, arboledas, alguna casa aislada) se despierta espantado de su aparente inmovilidad. Trombones intempestivos hacen añicos los silencios.
Y hasta las madreselvas que entretejen las vallas de la heredad del artista no pueden evitar que el viento, mensajero obediente de la tempestad, las desate de la madera que les ha servido de sostén y ondeen sin descanso. Los flautines, hasta ese momento mudos, se descomponen y se mezclan con los demás instrumentos.



2.
Pero el músico no oye ni ve ni siente nada que no sean los fantasmas que sus dedos arrancan de las teclas del piano, la música que aletea dentro de su hermosa y enfebrecida cabeza.
Allí, dentro de la cavidad que cubren sus ensortijados cabellos, en los recovecos de su cerebro, al compás de la música callada, renacen unas imágenes de la infancia que ya había olvidado.
Son dos escenas aborrecidas, escenas que creía haber anulado para siempre con la simple voluntad de querer acabar con ellas; escenas que, sin embargo, cobran vida propia.
En la primera de ellas aparece, ya de noche, metido en la cama, con el primer sueño acariciando su bien merecido descanso tras un largo día de escuela y de deberes domésticos. De pronto su padre irrumpe en la escena con voces destempladas, voces amenazantes producidas por el alcohol. Voces desaforadas que suenan al otro lado del tabique y vienen hacia él.
No podrá evitar ver repetida esa escena que tanto aborrece en su mayoría de edad y que de niño le amargó tantas veces por las noches cuando ya dormía y su padre volvía borracho a casa. El niño se echa a temblar en la cama y la orina se le escapa hasta mojar las sábanas; desgraciadamente sabe muy bien lo que le espera en cuanto el hombre abra a golpes la puerta y entre en su habitación. Porque entrará como un huracán de alcohol, golpes y voces, y con torpes y violentas manos retirará la ropa de su cama para enseguida (lo sabe tan bien que llora al pensarlo) echarlo fuera del lecho sin miramiento alguno. Entre insultos y bofetadas le recriminará que se haya metido tan pronto en la cama; luego a empujones le obligará a vestirse y a dejar la habitación para retomar las lecciones de piano.
La escena en el recuerdo le duele como una úlcera sangrante: otra vez ante el piano, revisando partituras, repitiendo notas, mientras nuevas bofetadas, propinadas a un lado y a otro de la cara, pautarán las lecciones. Escena terrible donde las haya, cuyas imágenes, colgadas con sangre de la memoria, le hacen saltar lágrimas de rabia, de impotencia, de dolor cada vez que tiene el infortunio de recordarlas.
La segunda escena, que podría quitarle importancia a la anterior, si no fuera porque ambas son igualmente terribles, le visita al maestro mientras explora con amor las teclas del piano en medio de la tormenta. Su alma desciende al infierno con sólo recordarla; en la escena aparece también el padre, ebrio y violento como siempre, para obligarle a golpes a coger el violín y a tocarlo ante la caterva de borrachos que lo acompañan. Aún oye en su interior los gritos de la pandilla pidiéndole que toque, mientras con grandes risotadas, que son como infames insultos, van jaleando los movimientos de sus manos: “Toca, muchacho, toca, ja, ja, ja, así, no pares...”
Algunos están tan borrachos que, mientras carcajean, vomitan el vino malo que han bebido, en tanto que los otros intentan marcar el ritmo con los pies chapoteando en el hediondo líquido del suelo.

3.
La tormenta exterior se ha adueñado del campo, mientras que la otra, la tormenta de esas dos escenas de la infancia, aún más poderosa que la meteorológica, anega de angustia la cabeza del artista. Sin embargo, al cabo de unos segundos el viejo, sordo y cansado pianista alivia la amargura de su boca con una sonrisa clara porque, con los ojos puestos en el rincón oscuro donde flotan sus musas silenciosas, sabe ver la verdad.
Sabe que en la vida de un genio los golpes de niño, la sordera de adulto, las adversidades de todo tiempo son acicates para subir más alto, escalones de sombra que transportan hacia la luz verdadera. Y si esos obstáculos le salieron al paso en los años más tiernos de su vida, si esos golpes le originaron la sordera y el aislamiento de hombre maduro, estaban ahí por algo y para algo. Y si a su paso fueron surgiendo adversidades sin cuento, más alas le dieron para crecer y subir hacia el arte, hacia la música que ya le esperaba aun antes de nacer para elevarlo a la cumbre más alta.
Milagros que sólo se dan en las vidas de los grandes hombres, pese a las tinieblas que los envuelven durante gran parte de su recorrido existencial, pese a las zancadillas que los hacen caer mil veces para otras tantas reforzarles las ganas de vivir. Bien pudo Beethoven decir por ello: “Estaba a punto de poner fin a mi vida. Lo único que me salvó fue mi arte.”

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