domingo, 11 de noviembre de 2007

El jardín secreto de Don Quijote

A Miguel de Cervantes se le olvidó hablar del jardín que escondía en su hacienda Don Quijote. El que sí habló fue Suárez de Figueroa, acérrimo enemigo del ilustre manco, el cual describe el jardín con todo lujo de detalles en su obra Don Quijote de Calatrava, novela que se perdió entre las ruinas de su casa en Calzada y a la que, según todos los indicios, tomó como guía el falsario Alonso de Avellaneda para escribir el libro que tanto enfureció al primero. Así pues, Suárez de Figueroa incluye en su novela todo un capítulo, el quinto para ser más exactos, dedicado a hablar de ese jardín. A poco de empezar dice Don Quijote a su fiel escudero refiriéndose a la costumbre antigua de hacer jardines con plantaciones gastronómicas: “Has de saber, querido Sancho, que en algunas Cortes de la vecina Francia los reyes criaban en sus jardines legumbres y hortalizas como el hinojo, la cebolla, el ajo, la achicoria, el perejil, el berro, la lechuga, la zanahoria, la col, la lenteja, la remolacha, el cardo, la judía, el haba y el guisante. Y nosotros podemos hacer aquí lo mismo. Con un poco de ingenio por mi parte y los conocimientos empíricos que tú, Sancho, como labrador posees, implantaremos una costumbre nada conocida en nuestro territorio, y de paso podremos alimentarnos como dicen que se alimentaban los antiguos moradores de la Arcadia.” “Mejor iría, señor”, replicó el escudero, “tener una piara de cerdos, que además de criarse fácilmente, realizan gratis el servicio de la limpieza exterior, y, no teniendo apenas desperdicios, podrían conservarse en muy diversas formas. Eso y tortas con vino harían las delicias de una familia durante toda la vida.” “Lo del vino es otra cosa, Sancho, porque la higiene alimenticia de entonces lo proscribía frío y por eso se calentaba antes de escanciarlo con una barra candente de hierro o de oro. Y en cuanto a las pesadísimas tortas, tengo que decirte que pronto se convirtieron en un primor de la indigesta repostería de aquellos tiempos.” Y así siguieron uno y otro discurriendo sobre el particular hasta desembocar en los pormenores de la construcción del jardín, que debía hacerse en total secreto, pese a las constantes acechanzas del ama y la sobrina que no les quitaban ojo desde el último descalabro padecido por el caballero en sus locas aventuras.
Casi otro cuarto del capítulo se extiende contando cómo amo y escudero llevaron a cabo las obras del jardín y qué plantas debían cultivar en él. Durante mucho tiempo ambos estuvieron trabajando con el mayor sigilo posible para no hacer desembocar en certezas evidentes las sospechas que ya tenían ama y sobrina. Lo primero que hicieron fue ampliar, sin encomendarse a Dios ni al diablo, el marco de la gran claraboya del tejado de una de las cámaras de la galería para que entrara bien el sol, y la luz y el calor abarcaran el mayor espacio posible del pavimento. Después se proveyeron de cuantos recipientes encontraron por la hacienda que ya habían sido desahuciados de las faenas de la casa pero que eran muy útiles para lo que planeaban (calderos oxidados, cubas viejas, palanganas descascarilladas, lebrillos desportillados, baldes de la ropa con varias abolladuras y una gran artesa de madera que en el corral hacía años que servía de guarida a lagartijas y caracoles). A continuación los fueron rellenando con tierra del campo que, tras los paseos vespertinos, solían traer metida en pequeñas talegas camufladas en la ropa, y a continuación la enriquecieron con abono natural obtenido de las gallinas y palomas que vivían en el corral. El siguiente paso fue trasplantar en las improvisadas macetas plantas que Sancho traía amparado por las sombras de la noche por si al ama o a la sobrina se les ocurría aparecer sin avisar. Por último, distribuyeron los tiestos en la cámara de manera que aprovecharan al máximo la luz del sol que entraba libre por la claraboya y que coincidía con un cuadrado de tres varas por lado. En las cuatro esquinas colocaron las macetas más grandes, que contenían respectivamente un granado, un cerezo, un manzano y un limonero; y en el centro, un laurel. El resto de las macetas ocupaba el interior del cuadro de luz sin desperdiciar una pulgada.
Leemos al respecto en el libro de Suárez de Figueroa: “Como don Quijote pensara que con la parra de uvas de la entrada de la hacienda y la higuera del corral disponía ya de dos de los frutos que más le agradaban, decidió plantar en su jardín secreto cinco de los árboles que más había visto repetidos en la Botánica esotérica del licenciado Ruiz de Rioseco: el cerezo, el granado, el laurel, el manzano y el limonero, que junto con las plantas primeramente mencionadas, la higuera y la parra, formaban el Septenario de Paracelso. Tanto la Botánica como el Septenario habían también acabado siendo devorados por la pira que el cura levantó en el corral para acabar con el mal de los libros. Pero don Quijote recordaba de pe a pa lo que allí se decía acerca de los árboles plantados en su jardín secreto, así como del resto de las plantas. Las historias de cada una de ellas, los preparados y los guisos que podían lograrse con sus frutos y también sus virtudes y poderes gustaba comentarlas con el paciente Sancho Panza, que prefería verlas convertidas en suculentos platos. En el último paseo dijo Don Quijote a Sancho: “Muero por saber de qué modo la mejorana, acompañando a las habas de la cena, hará sus efectos en mi persona. ¿Qué aspecto tendré, querido Sancho? ¿Seré como un cristal, como la niebla, como el humo? ¿Y no sentiré ni el peso de las armas ni el regüeldo a ajo con que regalas a veces mis narices?” “¿De verdad cree vuesa merced”, le contestó el escudero, “que la mejorana le volverá invisible? Mire bien lo que piensa hacer, que más de una vez salió malparado. Ahora está vuesa merced tranquilo. No tiente al demonio con nuevas aventuras. Más bien recoja unos tomates y unos cuantos higos y hágase un buen yantar. Que eso será lo que gane.” “¡Cómo se ve que no atiendes a cuanto te digo, amigo Sancho! ¿No ves que mi sino es el de los caballeros andantes y así debo salir a esos mundos de Dios para librar al débil del poderoso? ¿Y que no podré hacerlo mejor que siendo invisible? De este modo, y sin daño alguno, ganaré honra y renombre que pondré a los pies de mi señora Dulcinea y alguna que otra ínsula de la cual tú serás gobernador, como te tengo prometido”.
El capítulo sigue contando que, de vuelta a casa, Sancho se dio a pensar en las virtudes gastronómicas de la cebolla y el ajo, del vino y las granadas. No entendía que su amo estuviese tan lejos de la tierra y de aquellas golosinas para el paladar que ellos mismos habían producido en el jardín secreto. Él prefería agradarse el cuerpo y el paladar pensando en el ajo arriero con que se enriquecen en la cuaresma las lonchas de bacalao o en las suculentas sopas de ajo que alguna vez había comido en casa de su compadre. “Donde haya un buen plato con su olor y sabor riquísimos”, se decía, “que se quiten los Platones o los Aristóteles con sus prédicas de lujo. Y si el granado, como cuenta mi señor Don Quijote, oculta la historia triste de la hija que acosada por su propio padre se da muerte, y que los dioses, compadecidos de la joven la convierten en granado, mientras que a él lo transforman en gavilán y que por eso el ave rapaz evita posarse en ese árbol, a mí todo eso me huele a rosa ajena y, a cambio, prefiero darme un buen hartazón de granadas y notar el jugo dulce de los pequeños dientes de la fruta garganta abajo”. No podía entender el pobre labrador todos aquellos pensamientos que los antiguos tenían, por ejemplo, de las habas, como aquel Pitágoras que, odiándolas a muerte porque creía que tenían sangre y que pertenecían por tanto al reino animal, murió asesinado por quienes le perseguían al no querer atravesar un campo de esas plantas y dar un estúpido rodeo, dando así ocasión a que lo alcanzaran. Y reía escépticamente al recordar lo sucedido a tan estrambótico matemático, o lo del emplasto de harina de habas que, según Paracelso, era bueno contra las quemaduras del sol y las rozaduras dolorosas de la entrepierna. “¿Qué tiene que ver todo eso”, concluía el escudero, “con un buen plato de habas estofadas con varios embutidos de la tierra?”
Y el pobre Don Quijote, sentado esa misma noche ante el plato de habas hervidas y acompañadas de breves ramitas de mejorana, pensaba en seguir desfaciendo entuertos y perseguir a malandrines, gigantes y encantadores, valiéndose de una fórmula mágica. Así pues, se tomó de siete cucharadas el contenido del plato y salió al raso, dispuesto a seguir al pie de la letra lo que el “Septenario” de Paracelso prescribe en dicha fórmula. La noche era oscura como el propio raciocinio del caballero. Que, a tientas, comenzó su itinerario mágico en la entrada de la hacienda, al pie de la parra de uvas, recitando: “Con las joyas de Baco por testigo, pido al vino del futuro que riegue sabiamente las raíces de mi ser y me haga llegar con buen tino hasta el árbol de Rea”. Cruzó la mitad del corral tropezando aquí y allá con cuantos desniveles había en el terreno, hasta llegar junto al tronco arrugado de la higuera. Nuevas palabras: “Higos que maduráis llenos de azúcar y esperanza pese a los infinitos diablos que se ocultan en las hojas, ojalá que la miel que duerme bajo vuestra piel elimine las verrugas del miedo y los catarros de la murmuración y me abra el camino de la invisibilidad.” Dio tres vueltas alrededor del árbol y se encaminó hacia la escalera que ascendía hasta la cámara del jardín secreto. Y entrando en él dijo: “Manzano de la vida y de la muerte, granado de la sangre dulce y tierna, limonero de los soles recogidos, cerezo del licor que quema y sana, laurel de la victoria: olvidaos ahora de los postres, de los guisos y aliños culinarios, del aguardiente que alivia desarreglos digestivos, de los emplastes y ungüentos curadores...”
Paralelamente a las evoluciones del caballero, el capítulo cuenta que esa noche el ama tenía problemas para conciliar el sueño. Unos viejos dolores de cadera eran los culpables. Cuando, de repente, un ruido ensordecedor, proveniente del otro lado de la galería donde se encuentra su aposento, termina echándola de la cama. Asustada, sale al corredor. Allí topa con la sobrina, que, atemorizada también por el estruendo, acababa de abandonar su alcoba para averiguar qué había pasado. “Dios quiera que no sea lo que me estoy imaginando”, dijo el ama. Asintiendo, la sobrina añadió: “Seguramente las sospechas que teníamos días atrás ahora empiezan a ser ciertas”. “Me temo que sí. Pues ese ruido desaforado procede de la cámara.” Juntas avanzan hacia allí. Pero antes de llegar a la puerta se detienen asustadas al ver que una espesa polvareda sale de la cámara. Ya no tienen ninguna duda: allí dentro acaba de ocurrir una catástrofe y posiblemente Don Quijote se halle bajo sus efectos. En cuanto se disipa la nube de polvo quieren entrar, pero no pueden dar un paso hacia el interior porque medio tejado se ha venido abajo y el derrumbe ocupa gran parte de la estancia. Se conoce que la maniobra de agrandar el hueco de la claraboya llevada a cabo por nuestros protagonistas habían dejado en serio peligro la estabilidad de la techumbre. Ama y sobrina, con el corazón en un puño, se ponen a la escucha. Pero no oyen nada, salvo el crepitar de alguna viga que aún se duele bajo los cascotes. Pasados unos minutos, llaman a gritos a Don Quijote. Nada. Repiten la llamada y esta vez oyen unos gemidos que salen de debajo de las ruinas, gemidos mezclados con palabras. La voz dolorida es sin duda la del caballero. El ama y la sobrina le preguntan si se puede mover y él les responde que no y añade entre gimoteos que de nuevo el sabio y mago Frestón le ha impedido llevar adelante otra empresa suya.
No es hasta bien avanzada la madrugada cuando, con ayuda del bachiller Gracián de Saavedra, logran rescatar a Don Quijote molido y descalabrado de debajo de los escombros. Sin perder del todo la consciencia, el caballero dice: “Salvad la mejorana, salvad la mejorana. Que no la vea el sabio Frestón.”
Y Suárez de Figueroa concluye así su capítulo: “Fue de esta manera como Don Quijote de Calatrava sufrió una nueva derrota; pero ésta sin salir de su casa.”
Y en el sexto comienza diciendo las razones secretas del ama y la sobrina para no apenarse en exceso por las continuas desgracias del caballero y en especial por la sufrida a propósito del jardín. Pero estas razones y otros aspectos serán objeto en escrito aparte.

sábado, 10 de noviembre de 2007

I.

Para los primeros amigos barceloneses

Atrás quedaron versos y dibujos
sembrados en efímeros papeles,
y nombres, vivos nombres que evocaban
momentos de amistad: los Baños Viejos,
Canuda, Petritxol, el Pino..., puertas
abiertas a la magia de Barcino.

Las borracheras duraban lo que duraba
el fiel arrobamiento. Luego
volvíamos al refugio de los Beatles
y descendíamos por toboganes
de magia creativa. Afuera, el mundo
ascendía en andamios acrobáticos
y las palomas pintaban las estatuas
con sus grises de olvido y de ceniza.

El tema era el placer del vino mago
que hacía derramar poemas tristes
a lo Buesa, o el deambular romántico
por calles enjoyadas de Gaudí
o altares de Picasso.
Pero había
un viejo nubarrón que amenazaba
la mies de la familia, un huracán
dispuesto a derribar la luz de casa.

Un tren de medianoche atravesó
sin un descanso lágrimas y tierras
mientras en el macuto me quemaban
mil versos contra Dios, contra la vida,
contra la primavera que inundaba
los campos de lujuria. Llegué, limpio
de llantos, hasta el lecho donde el padre
aguardaba mi beso, mi palabra,
tal vez la aceptación de que él había
significado todo para mí.
Y nada hice ni dije: tristemente
lo miré como al barco que se aleja
dejando tras de sí una ausencia blanca.

Y los amigos siguieron compartiendo
conmigo borracheras y cigarros,
poemas y pinturas. Pero todo
había ya cambiado sin remedio.
Y las palabras nos sonaban lejos
porque sabíamos que algo puro, vívido,
a punto estaba de desvanecerse.
Como el perfume de una mujer bella
que deja nuestro cuarto tras amarnos.
Como si aquella Barcelona nuestra
estuviera diciéndonos adiós.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Reliquias

La Doncella de Orleans, que fue condenada a morir en la hoguera acusada de brujería a los diecinueve años de edad y canonizada en 1920, fue enterrada en un lugar desconocido de Rouen a mediados del siglo XV. Parte de sus restos fueron descubiertos por un farmacéutico de París al hacer inventario del contenido de la botica que acababa de adquirir en una jarra de cerámica, con un pergamino doblado en su interior que decía que aquellos huesos eran las reliquias de Juana de Arco. Ni que decir tiene que ante aquel hallazgo se armó un revuelo de padre y muy señor mío. La rehabilitación de la heroica doncella que ya llevaba haciéndose desde el mismo siglo de su desaparición, adquirió dimensiones extraordinarias, y sus llamadas reliquias fueron enterradas con el boato y respeto de una santa en un templo cristiano. Sin embargo, hace poco el científico Charlier, encargado de analizar los huesos y el fragmento de la ropa pertenecientes a Santa Juana de Arco, llegó a la conclusión de aquellos restos pertenecían a una momia egipcia y al fémur de un gato. ¡Vaya chasco! ¡Ah!, y lo del hueso de gato que nadie se extrañe. Según las costumbres de la época de la Doncella de Orleans, solían arrojarse gatos negros a las hogueras donde eran quemadas las mujeres acusadas de brujería.