martes, 21 de junio de 2016

LA LITERATURA SE SUMA A LA MÚSICA EN EL CENTRO ARAGONÉS DE BARCELONA





SONATA ISRAELITA
 
El pasado jueves 16 de junio, estuvimos en Barcelona asistiendo a la presentación que del libro sobre la biografía de su padre hacía Teresa Espeita, una vieja compañera de estudios universitarios, en el Centro Aragonés de la calle Joaquín Costa. Del Centro guardamos bonitos recuerdos de la época en que algunos miembros de la tertulia de Jurado Morales íbamos allí a recitar nuestros poemas o a participar en algún acto de homenaje de alguna figura ilustre aragonesa, como ocurrió con nuestro profesor de Lengua y Literatura don José María Castro y Calvo, en el que me tocó el honor de compartir el estrado con nombres conocidos del mundo de la enseñanza  universitaria y la cultura en general, como Blecua padre, igualmente profesor nuestro de Literatura, Manuel Seco de Historia o el periodista y narrador Juan Antonio Usero, sin olvidar al homenajeado Castro y Calvo.

Mientras echaba una ojeada a la sala de actos donde iba a tener lugar la presentación del libro de Teresa, recordé con cariño la presencia de mi compañera universitaria en el homenaje a Castro. De esto hace casi ya treinta años. Pero nuestra amistad sigue inalterable. Y recuerdo con el mismo sentimiento que el año pasado Teresa acudió con la generosidad que la caracteriza a la invitación que le hice en mayo de la presentación en El Corte Inglés del Portal del Ángel de mi último poemario Estos octubres. Yo correspondí, como no podía ser de otra manera, asistiendo a la primera presentación que hizo de su libro sobre la vida y obra musical de su padre José Espeita García-Arista en la sede de la SGAE en el Paseo de Colón de la ciudad condal en octubre de ese mismo año 2015.
 

 
Y ayer, en la segunda presentación del libro  José Espeita García-Arista, pasión por la música, además de acercarnos un poco más a la figura musical y humana de su progenitor, Teresa nos brindó la feliz oportunidad de escuchar en vivo y en directo la Sonata israelita, que el músico compuso en el último cuarto del siglo XX y que fue interpretada magistralmente por Anthony Ciaccio, un joven  pianista italiano que este año participará en el Concurso Internacional que tendrá lugar en el emblemático Teatro veneciano de La Fenice interpretando la Sonata de José Espeita. Fue un momento rayano en la magia el que pasamos en el Centro Aragonés, oyendo la voz inconfundible de Teresa poniéndonos en contacto con la generosa entrega de su padre al mundo de la música, entrega que duró hasta los primeros años de este siglo XXI. Y en seguida nos introdujo en el proceso creador de la Sonata israelita de su padre. Aún suena en nuestros oídos su música, especialmente el inicio del cuarto movimiento, sublime, una especie de adagio lleno de melancolía, seguido de ritmos alegres de  danzas judías. Mientras el virtuoso del piano, pese a su juventud, se volcaba en cuerpo y alma, a través de sus dedos prodigiosos, sobre las teclas blanquinegras del solemne y monumental instrumento, y entre movimiento y movimiento se secaba las manos sudorosas con un blanco pañuelo. Ya digo: un momento único, irrepetible, de los que no se olvidan por mucho tiempo que trascurra, como nuestra amistad con la protagonista del acto, Teresa, hija del compositor, los cuales nos hicieron vivir una tarde que rebasaba con creces el tiempo real.

jueves, 16 de junio de 2016

MEMORIAS DE UN JUBILADO. MI RÍO DUERO. CAUCE VIVO VIII

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PARALELO A MI RÍO DUERO (I)

1.

Pero yo también sabía que paralelo a mi río Duero, el que yo veía a diario, el que recordaba en mi ausencia y el que volvía a encontrar en mis regresos a la ciudad del alma, paralelo a ese río real, vivo, latiendo en las azudas y en las aceñas, como la sangre en mis venas, corría y vivía también a su modo el río Duero de papel, de verso y prosa, de libro de geografía e historia, en el recuerdo de otros escritores, y podía ser con la misma fuerza que en mi caso.
Siempre llevo en mi mente quizás los primeros versos que leí sobre el río en un libro forrado con pastas oscuras que utilizó antes que yo mi hermano Nato en el Instituto. Llegué a aprenderlos de memoria y hoy sólo recuerdo algunos, creo que los primeros de la poesía que en una lección de gramática incluía dicho libro:
 
“Sigue el agua su camino
y, al pasar por la arboleda,
mueve impaciente la rueda
del solitario molino…”
 
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Lo mismo que el agua de mi río, que cuando llegaba a la arboleda de Pinilla, se encajonaba en la primera aceña y con toda la fuerza de que era capaz hacia mover la rueda de palas de madera, cuyo eje accionaba la tolva que molía el trigo en el interior del edificio. Recuerdo otros versos de la misma composición, cuyo autor era, creo, Fernández Grilo, y que expresan un poco la conclusión del poema:
 
“…Y allá en el fondo
del caserío,
al par del hombre
trabaja el río.
La campesina tarea
cesa con el sol poniente,
y la luna solamente
guarda la paz de la aldea.”

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Yo me imaginaba al poeta sentado a la sombra de un árbol contemplando plácidamente el paso del río, saboreando no sólo la belleza y el placer de la contemplación, sino anotando en su mente la utilidad del agua y la colaboración que siempre ha prestado a la labor humana en todos los momentos de la historia y en cualquier lugar del mundo. Reduciendo la visión a los ríos españoles, desde los grandes a los más pequeños, siempre han sido cantados y tratados por ilustres poetas y escritores, empezando por Jorge Manrique, uno de nuestros mejores poetas reflexivos y sentenciosos, el cual los englobó a todos genéricamente en las Coplas a la muerte de su padre, al comparar nuestras vidas con los ríos, “que van a dar en la mar, / que es el morir.”  A las orillas del Sar, afluente del Miño, escribió la poetisa gallega Rosalía de Castro una colección de poemas de gran calado lírico y emoción contenida. En una aceña del río Tormes, hijo a su vez del Duero, nació el principal héroe de las novelas picarescas, Lázaro de Tormes, y a la entrada del puente que en Salamanca cruza el río, el autor anónimo del espléndido librito sitúa la primera dolorosa lección que el ciego le enseña al muchacho: la de la calabazada contra la piedra que allí había, a la que el chico había arrimado la cabeza a petición de su primer amo para que escuchara el ruido que de aquélla salía; tras el golpe sufrido y las palabras del ciego, empezó el chico a aprender a ser más listo y precavido. Dos enormes poetas de nuestro renacimiento literario, Garcilaso de la Vega y fray Luis de León, compartieron la gloria de cantar al río Tajo, el río que divide España en dos mitades totalmente distintas en paisaje y carácter; el primero, haciendo tejer a sus orillas,  a varias ninfas bordados hermosos, como leemos en el Égloga III:
 
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“Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura,
toda de hiedra revestida y llena
que por el tronco va hasta el altura
 y así la teje arriba y encadena
que el sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido,
alegrando la hierba y el oído.
Con tanta mansedumbre el cristalino
Tajo en aquella parte caminaba
que pudieran los ojos el camino
determinar apenas que llevaba.
Peinando sus cabellos de oro fino,
una ninfa del agua do moraba
la cabeza sacó, y el prado ameno
vido de flores y de sombra lleno.
Movióla el sitio umbroso, el manso viento,
el suave olor de aquel florido suelo;
las aves en el fresco apartamiento
vio descansar del trabajoso vuelo;
secaba entonces el terreno aliento
el sol, subido en la mitad del cielo;
en el silencio solo se escuchaba
un susurro de abejas que sonaba",
 
o, encarnando a Nemoroso, pintar al Tajo y sus orillas con estas palabras:
 
“Corrientes aguas puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas…”
 
Y fray Luis, haciendo hablar al río para profetizar el fin de un tiempo glorioso para España a manos de los árabes por culpa de la violación de la Cava llevada a cabo por el último rey godo.
 
“Folgaba el rey Rodrigo
con la hermosa Cava en la ribera
del Tajo, sin testigo;
el pecho sacó fuera
el río, y le habló de esta manera:
‘En mal punto te goces,
injusto forzador; que ya el sonido
y las amargas voces
y ya siento el bramido
de Marte, de furor y ardor ceñido…”
 
Y hacia el final de la composición, el poeta también habla con el Guadalquivir, que aquí es el famoso Betis:
 
“…¡Y tú, Betis divino,
de sangre ajena y tuya mancillado,
darás al mar vencido
cuánto yelmo quebrado,
cuánto cuerpo de nobles destrozado!…”

Y ya que he mencionado al río Guadalquivir, en ese “Betis divino” de fray Luis, también fue cantado por célebres poetas, desde Luis de Góngora hasta Federico García Lorca, pasando por Juan de Arguijo, Gustavo Adolfo Bécquer o Antonio Machado, entre otros.
 
He aquí cómo lo canta Luis de Góngora:
 
“Rey de los otros ríos caudaloso,
que en fama claro, en ondas cristalino,
tosca guirnalda de robusto pino,
ciñe tu frente y tu cabello undoso.
Pues dejando tu nido cavernoso
de Segura en el monte más vecino,
por el suelo andaluz tu real camino
tuerces soberbio, raudo y espumoso.
A mí, que de tus fértiles orillas
piso, aunque ilustremente enamorado,
la noble arena con humilde planta,
dime si entre las rubias pastorcillas
has visto que en tus aguas se han mirado
beldad cual la de Clori, o gracia tanta.”
 
Y no puedo dejar de imaginarme a Juan de Arguijo asomado temeroso a la orilla del crecido Guadalquivir y hablar con él de esta manera:
 
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“…claro Guadalquivir, si impetuoso
con crespas ondas y mayor corriente
cubrieres nuestros campos mal seguros,
de la mejor ciudad, por quien famoso
alzas igual al mar la altiva frente,
respeta humilde los antiguos muros.”
 
Esa “mejor ciudad” es Sevilla, y (salvando las distancias, como yo a mi Duero cuando bajaba fuera de madre amenazando llevarse por delante a mi Zamora, el poeta le pide a su río que respete en su crecida a su ciudad.
Lo mismo que con Arguijo me ocurre con otros poetas cuando hablan con sincera emoción de ciudades que llevan en el alma porque allí nacieron, vivieron un tiempo o fueron felices al menos durante un rato, y del río que susurra al pasar por ellas y espejea casas, campanarios y otras partes de su fisonomía material. Me identifico con ellos en la emoción que respiran sus palabras al hablar de la una, del otro o de los dos, perfectamente sincronizados. Con Gustavo Adolfo Bécquer, poeta de mi predilección, lo hago con más facilidad que con otros. Como cuando por ejemplo, en la III de sus Cartas desde mi celda, se refiere a su natal Sevilla y a la margen del Guadalquivir que conduce al convento de San Jerónimo, yo no puedo dejar de recordar que mis sentimientos eran parecidos a los suyos cuando era un adolescente y me acercaba soñador a la orilla de mi Duero como él a la orilla del Betis de sus poetas favoritos Rioja o Herrera, “el río de las ninfas, de las náyades y los poetas, que corre al océano escapándose de un ánfora de cristal, coronado de espadañas y laureles…” Entonces el autor de las Rimas nos confiesa en dicha Carta:

“…¡cuántos días, absorto en la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta a mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles, en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas!
“Yo soñaba entonces una vida independiente y dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para cantar y Dios le procura de comer; soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de una en otra generación: soñaba que la ciudad que me vio nacer se enorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos, y cuando la muerte pusiese un término a mi existencia, me colocasen para dormir el sueño de oro de la inmortalidad, a la orilla del Betis, al que yo habría cantado en odas magníficas, y en aquel mismo punto adonde iba tantas veces a oír el suave murmullo de sus ondas. Una piedra blanca con una cruz y mi nombre serían todo el monumento.”

O con García Lorca, cuando compara al Guadalquivir con los dos ríos de Granada, Dauro y Genil, en la Baladilla de los tres ríos:
 
“El río Guadalquivir
 va entre naranjos y olivos.
 Los dos ríos de Granada
 bajan de la nieve al trigo.
 ¡Ay, amor
que se fue y no vino!
 El río Guadalquivir
tiene las barbas granates.
Los dos ríos de Granada
 uno llanto y otro sangre.
 ¡Ay, amor
que se fue por el aire!
Para los barcos de vela,
Sevilla tiene un camino;
por el agua de Granada
 sólo reman los suspiros.
 ¡Ay, amor
 que se fue y no vino!
 Guadalquivir, alta torre
 y viento en los naranjales.
 Dauro y Genil, torrecillas
 muertas sobre los estanques,
 ¡Ay, amor
 que se fue por el aire!
 ¡Quién dirá que el agua lleva
 un fuego fatuo de gritos!
 ¡Ay, amor
que se fue y no vino!
 Lleva azahar, lleva olivas,
 Andalucía, a tus mares.
 ¡Ay, amor
que se fue por el aire!”
 
Me ocurre lo mismo con Antonio Machado (ya volveré a hablar de él y de Bécquer al tratar del Duero), al que me une mucho más que el gusto por la poesía.

El río Guadalquivir es para él espejo de vida:
 
“¡Oh Guadalquivir!
Te vi en Cazorla nacer;
hoy, en Sanlúcar morir.
Un borbollón de agua clara,
debajo de un pino verde,
eras tú, ¡qué bien sonabas!
Como yo, cerca del mar,
rio de barro salobre,
¿sueñas con tu manantial?”

 
 Pero en ocasiones lo hace partícipe del amor que siente precisamente por el Duero y la meseta por donde discurre, como le confiesa en Los sueños dialogados:
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“…De aquel trozo de España, alto y roquero,
hoy traigo a ti, Guadalquivir florido,
una mata del áspero romero.
Mi corazón está donde ha nacido,
no a la vida, al amor, cerca del Duero…
¡El muro blanco y el ciprés erguido!”


(Donde “el muro blanco y el ciprés erguido” están haciendo referencia al cementerio del Espino, donde yacen los restos de su joven esposa Leonor.)