lunes, 31 de enero de 2011

CURSOS

EL CAMINO DE DELIBES POR CAPÍTULOS (1)

Capítulo I

Temas y contenidos: Aspiraciones de los padres para con sus hijos.
Personajes: Daniel, el Mochuelo, y sus padres.
Puntos de conexión : Vientre seco (Caps. II, VI, VIII), pensamientos previos a la partida (Caps. IX, XXI).
Referencias locales: Casa de Daniel, el Mochuelo.
Referencias temporales: La noche previa a la partida
Antología:


"La idea de la marcha desazonaba a Daniel, el Mochuelo. Por la grieta del suelo se filtraba la luz de la planta baja y el haz luminoso se posaba en el techo con una fijeza obsesiva. habrían de pasar tres meses sin ver aquel hilo fosforescente y sin oír los movimientos quedos de su madre en las faenas domésticas; o los gruñidos ásperos y secos de su padre, siempre malhumorado; o sin respirar aquella atmósfera densa, que se adentraba ahora por la ventana abierta, hecha de aromas de heno recién segado y de resecas boñigas. ¡Dios mío, qué largos eran tres meses!"



Capítulo II

Temas y contenidos: Educación de Roque el Moñigo. Murmuraciones típicas de los pueblos.
Personajes: Roque, el Moñigo; su hermana Sara; su padre Paco, el herrero.
Puntos de conexión: Vientre seco (Caps. I, VI, VIII), el valle (Cap. III).
Referencias locales: Casa de Paco, el herrero.
Referencias temporales: Indeterminada.

Antología:



"Ahora, Daniel, el Mochuelo, ya sabía lo que era tener el vientre seco y lo que era un aborto. Pensó en Roque, el Moñigo. Quizá si no hubiera conocido a Roque, el Moñigo, seguiría, a estas alturas, sin saber lo que era un vientre seco y lo que era un aborto. Pero Roque, el Moñigo, sabía mucho de todo "eso". Su madre le decía que no se juntase con Roque, porque el Moñigo se había criado sin madre y sabía muchas perrerías. También las Guindillas le decían a menudo que por juntarse al Moñigo ya era lo mismo que él, un golfo y un zascandil."


Capítulo III

Temas y contenidos: El valle, el pueblo, sus gentes y su modo de ser.
Personajes: Quino, el manco, las Lepóridas, las Guindillas y otros.
Puntos de conexión: El valle (Cap. II), el individualismo de los hombres del valle (Cap. XVI).
Referencias locales: El valle, el pueblo.
Referencias temporales: Primavera y verano.

Antología:

"En la confluencia del río y la carretera, a un kilómetro largo del pueblo, estaba la taberna de Quino, el Manco. Daniel, el Mochuelo, recordaba los buenos tiempos, los tiempos de las transacciones fáciles y baratas. En ellos, el Manco, por una perra chica les servía un gran vaso de sidra de barril y, encima, les daba conversación. pero los tiempos habñían cambiado últimamente y, ahora, Quino, el Manco, por cinco céntimos, no les daba más que conversación.
La tasca de Quino, el Manco, se hallaba casi siempre vacía. El Manco era generoso hasta la prodigalidad y en los tiempos que corrían resultaba arriesgado ser generoso."

Capítulo IV
Temas y contenidos: La historia del nombre de Daniel y su apodo. Otros apodos del pueblo.
Puntos de conexión: Apodos del pueblo (Caps. V, VIII)
Referencias locales: El pueblo en general
Referencias temporales: Indeterminada.

Antología:




"Las cosas pasaron en su momento y, ahora, Daniel, el Mochuelo, las recordaba con fruición. Su padre, el quesero, pensó un nombre antes de tener un hijo; tenía un nombre y le arropaba y le mimaba y era ya, casi como tener un hijo. Luego, más tarde, nació Daniel.
Daniel, el Mochuelo, evocaba sus primeros pasos por la vida. Su padre emanaba un penetrante olor, era como un gigantesco queso, blando, blanco, pesadote. Pero Daniel, el Mochuelo, se gozaba en aquel olor que impregnaba a su padre y que le inundaba a él cuando, en las noches de invierno, frente a la chimenea, acariciándole, le contaba la historia de su nombre."

Capítulo V

Temas y contenidos: Los efectos de la murmuración, retrato de las Guindillas, en especial, la Mayor.
Personajes: Las Guindillas.
Puntos de conexión: Apodos del pueblo (Cap. IV).
Referencias locales: El pueblo.
Referencias temporales: Indeterminada.

Antología:

"Es verdad que la Guindilla mayor se tenía bien ganado su apodo por su carita redonda y coloradita y su carácter picante y agrio como el aguardiente. Por añadidura era una cotilla. Y a las cotillas no las viene mal todo lo que les caiga encima. No tenía ningún derecho, por otra parte, a tratar de dominar al pueblo. El pueblo quería ser libre e independiente y a ella ni le iba ni le venía, afin de cuentas, si Pancho creía o no creía en Dios, si Paco, el herrero, era abstemio o bebía vino, o si el padre de Daniel, el Mochuelo, fabricaba el queso con las manos limpias o con las uñas sucias. Si esto le repugnaba, que no comiera queso y asunto concluido."














domingo, 30 de enero de 2011

LA POESÍA DE ESPRIU EN CASTELLANO

Libro de Sinera (1)

Después de algún tiempo retomo la traducción de los poemas más significativos de Salvador Espriu, sin duda uno de los poetas civiles más importantes de la poesía catalana de todos los tiempos.

Les toca hoy el turno a Libro de Sinera, escrito en 1963.





VIII

Al viejo ciego preguntaba el miedo
si mi pueblo tendría futuro.
Y la boca sin labios comenzó
la carcajada que nunca se acaba.

El hacha de la luz en las cabezas.
La calle se nos volvía fragua.
Un poco de la brisa del mar
de pronto nos llegaba a los portales.

Los ojos blancos ya no estaban
frente al miedo que había hablado.
Ahora los pasos se alejan más allá
de los inmóviles, vigilantes cipreses.

Reanudábamos el sueño tenaz
--contra el buey, la serpiente, el jabalí--
de nuestra bondad difícil,
de nuestra viril dignidad,
de nuestra libertad más fiel.






XV

Asentiré con agrado pues se me dio solamente
la riqueza de un instante de limosna.
¡Si pudieran durar, sin embargo,
la luz detenida, el orden claro
de los cipreses, las viñas, los sembrados,
nuestra lengua, la lenta mirada
sobre cada cosa que he querido!

Rodeados de miedo, en medio del hielo
de burlar y risas de bufones,
hemos dicho las palabras que son la sangre
de este viejo pueblo que queremos salvar.

No quedan surcos en el agua, ningún signo
de la barca, del hombre, de su paso.
El extraño trapero llena el saco
de jirones de recuerdos y se va,
bajo la oscura lluvia, más allá del torbellino,
por los largos caminos que se borran en el mar.


XVIII
No se entendía la canción de la noche
de tan claras como eran las palabras.

"Consientes en vender por migas de oro
el antiguo solar donde alzaste tu casa.
Impones a los hijos, pues los quieres señores,
ásperos guisos de un idioma extraño.
A ras siempre de tierra, tu hocico
se afina hozando entre las basuras.
El amo te sacude el lomo diariamente
y hace de él blanco sumiso de escupitajos.
Gruñes de placer y te inclinas humilde
bajo el látigo y las burlas más soeces"

Del mar llegaba el canto más áspero
de una voz airada que no se cansa nunca.
desde muy lejos voló como una halcón
de extendidas alas anchas.
Entraba largamente en el cobertizo
del jardín de los cinco árboles.






XXIV

Cuando la luz que nace en el fondo del mar
comienza justo a temblar por levante,
he mirado esta tierra,
he mirado esta tierra.

Cuando por la montaña que cierra el poniente
el halcón se lleva la claridad del cielo,
he mirado esta tierra,
he mirado esta tierra.

Mientras resuella el aire enfermo de la noche
y murmuran en los caminos bocas de oscuridad,
he mirado esta tierra,
he mirado esta tierra.

Cuando la lluvia trae el olor del polvo
de las ásperas hojas de los aloes lejanos,
he mirado esta tierra,
he mirado esta tierra.

Cuando el viento habla en la soledad
de mis muertos que ríen de estar siempre juntos,
he mirado esta tierra,
he mirado esta tierra.

Mientras envejezco en el continuo esfuerzo
de pasar el arado sobre los recuerdos,
he mirado esta tierra,
he mirado esta tierra.

Cuando el estío derrama por el dormido campo
el amplio silencio que extienden los grillos,
he mirado esta tierra,
he mirado esta tierra.

Mientras comprendían sabios dedos de ciego
cómo el invierno desnuda el sueño de los sarmientos,
he mirado esta tierra,
he mirado esta tierra.






sábado, 29 de enero de 2011

EL CINE QUE HAY QUE VER

Tierras de penumbra (Shadowlands)


Esta es una de esas películas que calan hondo por su calidad de texto y de fotografía, su mensaje vital y la interpretación de sus actores. Dirigida en 1993 por Richard Attenborough, cuenta la historia del profesor de Literatura en la Universidad de Oxford y escritor de cuentos infantiles (obra suya es Las crónicas de Narnia) C.S. Lewis (Anthony Hopkins), subido en la nube de la creación literaria y de los libros y rodeado de colegas que lo tienen en un pedestal, hasta que un día una admiradora suya americana, poetisa y divorciada, Joy Gresham (Debra Winger) aparece en su vida con motivo de un viaje que realiza por Inglaterra acompañada de su hijo Douglas (Joseph Mazzello). A partir del primer momento en que la ve, el reservado profesor cambia radicalmente el modo de concebir el mundo. Joy inspirará en Lewis un amor, primero platónico, y luego, cuando ella sufre, apasionado y profundo. El espectador asistirá conmovido al desenlace del amor entre estos dos seres tan diferentes, ella desinhibida y espontánea y él aferrado a las viejas tradiciones anglosajonas. Y de las enseñanzas de Tierras de penumbra se quedará con la de que el sufrimiento es necesario para saber qué es la felicidad humana. Aunque el pesimismo flota constantemente sobre la película, una esperanza de tipo cristiano consuela al hombre. ¿Y de las escenas? Seguramente no le dejarán indiferente, entre otras, la del armario de ropa del desván, las clases de Lewis o las que jalonan el viaje al Valle Dorado que los dos protagonistas hacen, ya casados y diagnosticado el mal que Joy tiene.
Véase una pequeña muestra:




viernes, 28 de enero de 2011

PROSAS DE ANTAÑO

Continúa la historia del profesor que encuentra un manuscrito nada normal

3. Los marineros de Indias





En el lugar mencionado estaba la olla de algo más vaca que carnero, el típico salpicón, los duelos y quebrantos, las lentejas adobadas con laurel y un chorro de aceite de oliva. Si lo llego a saber, habría preparado el pasaje de las Bodas de Camacho, entre cuyos manjares había el novillo espetado en el asador formado por un olmo entero, los carneros enteros de las ollas que eran como medias tinajas de grandes colocadas en un monte de leña ardiendo, los lechones que el novillo entero tenía embutidos en su vientre, los palominos, las liebres ya sin pellejo o las gallinas sin pluma, lo mismo que las aves de caza colgadas de los árboles para que el aire los enfriase.
No acababa de pensarlo cuando toda la estancia giró alrededor de mí hasta ofrecerme, colgado en el muro, el cuadro de Velázquez del ascensor, pero ahora en dimensiones más pequeñas. Enseguida la mortificante voz de Alfarache volvió a sonar, esta vez para preguntarme qué diferencia notaba en el cuadro que tenía delante con respecto al anterior. Se lo dije aludiendo al cuadro que representaba la carabela de Santa María.
--Vas bien, Contreras. Pero para que goces plenamente de la aventura que te aguarda, debes averiguar en una hora el tipo de alimentación de los marineros de las Indias. En la pared tienes una repisa con libros sobre el tema.
Y la voz volvió a desaparecer.
Aquello me parecía un juego de niños, pero la aventura es la aventura, y me puse a examinar y tomar notas de los libros que allí había, libros escritos por Cieza de León, Bernal Díaz de Castillo, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Colón, Vasco de Gama y algunos otros. Y antes de que el plazo se consumiera, averigüé que los alimentos más comunes entre los marineros eran agua, aceite, vino, vinagre, pan, legumbres, tocino, tasajo, pescado salado o en escabeche, almendras, miel, ajos, queso y otras viandas.
Cuando sonaron las doce campanadas de algún reloj oculto de la casa, apareció Alfarache disfrazado de época, con sombrero y capa, esperando mi respuesta. Se la dije y sonrió ampliamente.
--No esperaba menos de ti, Contreras. Siempre fuiste el más listo del grupo. Y como premio a tu sagacidad toma este volumen que guardaba para esta ocasión.
Y sacando de debajo de la capa un libro, me lo entregó. Desapareció antes de que tuviera tiempo de examinarlo. Era un librito de cubiertas de oro con el dorso de una rana en relieve en una de las cubiertas y el vientre del batracio en la otra. Se titulaba Para vencer las dificultades en tierra, mar y aire y su contenido se dividía en diversos apartados de la vida con sus problemas típicos y fórmulas para salir de ellos bien librados. Con el librito de cubiertas de oro en el bolsillo y las principales fórmulas de su contenido en la memoria, me encaminé, después de llenar mi estómago con algunas viandas de la mesa, hacia una puerta del interior sobre la que aparecía pintado un marinero de la época de los descubrimientos y colonizaciones amerindias, tocado con un gorro de lana y vestido con calzas, ropeta y una capa corta de paño gris.
Antes de que mi mano llegara a tocarla, la puerta se abrió y me ofreció una estancia que me recordó al instante el camarote de un buque, aunque dispuesto de forma extraña pues del centro arrancaban en cruz cuatro escaleras de madera que subían hasta tocar sendos cuadros apoyados sobre el último escalón. Los cuadros representaban personajes pertenecientes a la época de los Austrias. Uno de ellos era un hombre de bigote y barba poblados, tocado con una gorra ligeramente ladeada y vestido con ropas grises. Por influencia de la magia de la casa el hombre del cuadro se presentó como explorador de las Indias y me habló de los indios, de sus mercados y sus especialidades, entre las que destacó los animales de caza que utilizaban de alimento, los herbolarios, con raíces y hierbas que lograban la salud, y en cuyos conocimientos empíricos estribaba la medicina de entonces; los emplastos, ungüentos y jarabes que vendían los boticarios; maíz en grano y en pan, pescado fresco y salado, crudo y guisado, huevos de gallinas y ánades, tortillas de huevos de las otras aves, etcétera.

También me habló el explorador de las costumbres culinarias de los indios y me describió un banquete que había dado Moctezuma y al que él asistió; centenares de criados servían los manjares, que eran de todas clases de carnes y pescados, frutas y hierbas, y para que los platos no se enfriaran traían debajo de cada uno de ellos un pequeño brasero. Antes y después de las comidas las servidoras ofrecían a los comensales aguamanos y toallas, y mientras duraba el banquete, los invitados se divertían con chistes que contaban juglares y jorobados o escuchando música de zampoñas, flautas, caracoles, huesos y atabales. Al emperador lo ocultaba de las miradas un biombo y junto a él ardían unas brasas perfumadas. Lo que sobraba del festín se lo daban a los truhanes y los convidaban con jarros de chocolate. Cuando citó el chocolate, añadió que los indios conocían muy bien la agricultura. Cultivaban el plátano y el cacao, del que hacían el chocolate; y la vainilla, que usaban abundantemente en sus comidas y bebidas como condimento; y el maguey, con cuyo jugo fabricaban el pulque, bebida fermentada muy grata para el paladar, y la raíz, cocida, era un alimento muy codiciado; y el maíz, del que extraían no sólo el grano, sino también la miel de su caña, con la que endulzaban sus alimentos. El maíz saciaba la sed del indio y nutría su cuerpo cansado, y cuando moría se le amortajaba hinchándole la boca con maíz molido para que en la otra vida no les faltara de comer. Lo del maíz era algo terreno y sagrado. Cuando los labriegos salían de madrugada al campo, llevaban consigo envueltas en hojas varias bolas de maíz molido, del tamaño de una manzana. Y al mediodía, humedecidas con agua y condimentadas con chiles de fuerte sabor picante, constituían su comida principal que a veces eran acompañadas con trozos de carne seca de venado. Los indios de clase más pudiente preparaban asados de carne de venado, de aves de corral o salvajes, de pescado fresco o secado al sol; también había carne de tapir y los armadillos eran considerados un buen manjar. Pero siempre el maíz fue su principal alimento, al que acompañaban con otros productos de la tierra como fríjoles de varias clases o calabazas. Las frutas eran muy numerosas y había una que los niños preferían sobre otras, como la fruta del árbol de la goma de mascar. Ya te he dicho que los indios eran entusiastas bebedores de chocolate, que preparaban con cacao y maíz molidos, resultando de ello una bebida espesa de sabor muy agradable.
Le agradecí la información. Me dijo que estaba allí para hacerlo y, aún antes de despedirse, me habló de los problemas de la marinería durante las largos y peligrosos viajes a las Indias pues muchos iban como fuera de sí y muy desabridos, unos más tiempo que otros y algunos siempre. Había muy pocas ganas de comer y la sed que se padecía era horrible ya que la acrecentaba el tipo de comida que se nos daba en el barco: bizcocho y cosas saladas. La bebida estaba sujeta a estricta medida: medio azumbre de agua por día y en cuanto al vino, lo bebía quien lo llevaba. Finalmente, terminó su charla diciendo:
--De todos modos hay que reconocer que nosotros los españoles fuimos siempre bastante torpes e incapaces de sobrevivir a partir de los recursos que las circunstancias nos ofrecían y mucho menos de modificar de mentalidad para abandonar los estereotipos europeos de lo que se consideraba comestible. Y volvió a ser silente pintura de época..."

jueves, 27 de enero de 2011

TEATRO ADAPTADO

Hoy le toca el turno de mis adaptaciones teatrales al gran Lope de Rueda (Sevilla, 1510 - Córdoba, 1565). Actor y dramaturgo, fue el precursor del teatro del Siglo de Oro español. Escribió comedias (Los engañados, Armelina, Eufemia, etcétera) y pasos (La carátula, Los lacayos ladrones, La tierra de Jauja, Las aceitunas, etcétera.) Estos últimos son los que le dieron gran fama, y entre los más famosos y representados se encuentra el que he adaptado para el blog:
LAS ACEITUNAS


PERSONAJES
(por orden de aparición):

TORUBIO: campesino padre de familia.
MENCIGÜELA: hija del anterior.
ÁGUEDA: su mujer.
ALOJA: un vecino, campesino también, pero algo más despierto que Torubio.

La acción transcurre en la casa de una familia de campesinos de una aldea castellana. Es por la mañana y acaba de caer una buena tormenta.
En la escena se verá una cocina con chimenea de tierra al fondo, una despensa a su lado, una mesa grande con cuatro sillas a la derecha y una puerta a la izquierda que da al interior de la vivienda.

TORUBIO (Entra en casa empapado y portando un haz de leña al hombro) ¡Menuda tempestad acabo de sufrir desde el monte a la casa! Parecía que todo el cielo quería hundirse y las nubes venirse abajo. (Deja el haz de leña en el suelo.) A ver qué me tiene preparado de desayuno mi esposa. Porque nunca se sabe. ¡Águeda!, ¡Águeda! Nada, aquí parecen dormir todos. ¡Mencigüela!, ¡Mencigüela! ¿Me oís?
MENCIGÜELA (Aparece por la puerta del interior.) ¡Jesús bendito, padre! Ni que quisieras tirar la casa abajo con tus voces.
TORUBIO ¡Mira qué pico tiene la moza! Si al menos trajera bondades. ¿Dónde está tu madre?
MENCIGÜELA Se ha ido a casa de la tía Remedios a ayudarle a coser unas almohadas.
TORUBIO ¡Malas almohadas vengan por ella y por ti! Anda, ve a llamarla.
Sale MENCIGÜELA.
TORUBIO (Pone el haz de leña junto al fuego del hogar. Arrima una silla y sobre el respaldo coloca su zamarra para que se seque.) Sin comerlo ni beberlo me he puesto como una sopa. Ahora sólo falta que coja una pulmonía.


Entran ÁGUEDA y MENCIGÜELA
ÁGUEDA (Enfadada) A ver qué quiere el hombre de los misterios. (Repara en el haz de leña.) Apenas trae una carguilla de leña y cree que es el amo del mundo.
TORUBIO Una carguilla le parece a la señora. ¿Carguilla? Juro al cielo que éramos dos, tu ahijado Lucas y yo, a cargarla y no podíamos. ¡Carguilla dice!
ÁGUEDA. Vale, vale. (Repara en el estado en que está TORUBIO.) Pero qué mojado que vienes.
TORUBIO. Ya ves, como una sopa de agua vengo. Pero ahora lo que quiero es comer porque vengo, además de mojado, hambriento. Así que, mujer, ponme algo con que sacie el estómago.
ÁGUEDA (De nuevo con gesto de enfado.) ¿Qué diablos quieres que te dé si no tengo cosa alguna?
MENCIGÜELA (Toca la leña.) ¡Jesús bendito, padre! ¡Qué mojada está también la leña!
TORUBIO Y tu madre dirá que es el rocío de la mañana.
ÁGUEDA (A MENCIGÜELA.) Anda, muchacha, prepara a tu padre un poco de queso, chorizo y pan para que desayune. (Mientras MENCIGÜELA se pone a preparar lo que le ha mandado su madre, ésta se dirige a TORUBIO.) Y tú, marido, cámbiate de ropa, no sea que caigas enfermo. Otra cosa: supongo que habrás plantado el renuevo de olivo que te pedí que plantaras. ¿O se te ha olvidado?
TORUBIO ¿En qué crees que me he entretenido tanto? Claro que lo he plantado.
ÁGUEDA. ¿Y dónde lo plantaste?
TORUBIO A unos pasos de la higuera, donde te di un beso. No sé si te acuerdas ya de aquello.
ÁGUEDA (Poniéndose mimosa.) Claro que me acuerdo, bobo. Allí nació la felicidad que aún nos acompaña.
MENCIGÜELA (Poniendo sobre la mesa el plato con el desayuno de su padre.) Padre, ya puedes ponerte a desayunar. Aquí lo tienes todo preparado.
ÁGUEDA (A TORUBIO.) ¿A qué no sabes en qué estoy pensando?
TORUBIO Miedo me da saberlo. ¿En qué?
ÁGUEDA Estaba pensando que el renuevo de olivo que has plantado hoy, de aquí a seis o siete años nos dará cuatro o cinco fanegas de aceitunas. Y que poniendo plantas aquí y otras allá, de aquí a veinticinco o treinta años tendremos un olivar hecho y derecho.
TORUBIO ¡Cuánta razón tienes, mujer mía! Parece que ya estoy viéndolo. ¡Qué bendición, Señor!
ÁGUEDA Sí, marido, una bendición. ¿Y sabes qué te digo? Que yo cogeré la aceituna, tú la transportarás con el burro y Mencigüela la venderá en la plaza. (Pausa. A MENCIGÜELA). Y mira, muchacha, lo que te mando. Que no vendas el celemín de aceitunas a menos de dos reales castellanos.
TORUBIO (Echándose las manos a la cabeza) ¡Cómo que a dos reales castellanos! ¿No has pensado en los dineros que nos costará conseguir el permiso para vender las aceitunas en el mercado? No podemos pedir menos de catorce o quince dineros por cada celemín de aceitunas.
ÁGUEDA (También enfadada.) Pero ¿es que no has pensado en la competencia de los otros campesinos, en especial del Cordobés, que es el que más olivares tiene en el término?
TORUBIO Me da lo mismo que tenga que competir con el Cordobés. Está decidido. Pediremos por las aceitunas lo que he dicho.
ÁGUEDA Torubio, no me calientes más la cabeza. (A MENCIGÜELA.) Y tú, muchacha, escucha bien lo que te mando. Que no des el celemín de aceitunas a menos de dos reales castellanos.
TORUBIO ¡Cómo a dos reales castellanos! (A MENCIGÜELA.) Ven acá, muchacha. Responde: ¿a cuánto has de pedir el celemín de aceitunas?
MENCIGÜELA ¿A cuánto quieres tú, padre?
TORUBIO A catorce o quince dineros.
MENCIGÜELA Así lo haré, padre.
ÁGUEDA ¿Cómo que “así lo haré, padre”? Ven acá, muchacha. ¿A cuánto has de pedir el celemín de aceitunas?
MENCIGÜELA A cuanto quieras tú, madre.
ÁGUEDA A dos reales castellanos.
TORUBIO ¿Cómo a dos reales castellanos? (A MENCIGÜELA.) Escucha bien, muchacha. Te prometo que si no haces lo que te mando, te daré doscientos correazos. A ver, responde: ¿a cuánto venderás el celemín de aceitunas?
MENCIGÜELA A cuanto tú digas, padre.
TORUBIO A catorce o quince dineros.
MENCIGÜELA Así lo haré, padre.
ÁGUEDA ¿Cómo que “así lo haré, padre”? (Empieza a pegarle collejas.) Toma, toma, para que hagas lo que yo te mando.
TORUBIO. Deja a la muchacha.
MENCIGÜELA (Gritando.) ¡Ay, madre! ¡Ay, padre, que me mata! ¡Socorro!

Entre a los gritos ALOJA.
ALOJA (En ademán de poner calma.) ¿Qué es esto, vecinos? ¿Por qué maltratáis a vuestra hija de este modo?
ÁGUEDA ¡Ay, señor! Este marido mío y mal hombre que quiere echar a perder mi casa vendiendo las cosas de mala manera: ¡unas aceitunas que son como madroños!
TORUBIO Juro por los huesos de mi linaje que son más grandes que nueces.
ÁGUEDA Como madroños.
TORUBIO Como nueces.
ÁGUEDA Madroños.
TORUBIO Nueces.
ALOJA Por favor, vecinos. Basta de discutir. El tamaño es lo de menos. Enséñenme esas aceitunas que yo se las compraré todas aunque sean veinte fanegas.
TORUBIO Que no, señor. Que no es como usted piensa. Que las aceitunas no están aquí en casa, sino en el monte.
ALOJA Eso no es problema. Tráigalas aquí ahora mismo que se las compraré al precio que considere más razonable.
MENCIGÜELA A dos reales castellanos quiere mi madre vender el celemín de aceitunas.
ALOJA No está mal el precio.
MENCIGÜELA A catorce o quince dineros quiere venderlas mi padre.
ALOJA Todo se puede arreglar. Lo único que necesito es ver una muestra de ellas.
TORUBIO Válgame Dios, señor vecino, que usted no quiere entenderme. Verá. Hoy he plantado un renuevo de olivo, y dice mi mujer que de aquí a seis o siete años nos dará cuatro o cinco fanegas de aceitunas, y que ella las cogerá, yo la transportaré en el burro y la muchacha la venderá en la plaza y que a la fuerza se venderá el celemín de aceitunas a dos reales castellanos; yo que a catorce o quince dineros y ella que a dos reales castellanos, y sobre esto ha sido la cuestión.
ALOJA ¡Graciosa cuestión, sí señor! ¡Nunca se ha visto cosa igual. Las aceitunas apenas están plantadas y ya esta pobre muchacha se ha llevado lo suyo a cargo de ellas.
MENCIGÜELA (Llorando.) ¿Qué le parece, señor?
TORUBIO No llores más. (A ALOJA.) La muchacha, señor, es como el oro. Vea cómo ya ha puesto la mesa para que su padre desayune. (A MENCIGÜELA.) No te preocupes, que con la venta de las primeras aceitunas te compraré un sayuelo.
ALOJA Eso está mejor. Ahora hagan ustedes las paces.
TORUBIO y ÁGUEDA se besan y abrazan.
TORUBIO (A ALOJA) Adiós, señor vecino, y gracias por todo.
ALOJA (Va hacia la embocadura del escenario. Al público.) Vean qué cosas suceden en esta vida que ponen espanto. Las aceitunas no están plantadas y ya las hemos visto reñidas. Menos mal que todo se ha arreglado. Por eso doy fin a mi embajada.

FIN

miércoles, 26 de enero de 2011

GALERÍA PROPIA

Ilustraciones para un libro (2)

Continúo ofreciendo algunas aguadas de las que ilustran mi libro El cuaderno de Sísifo, poemario que publiqué en 2008 y presenté ese mismo año en el Ateneo barcelonés, como ya dije, rodeado de familiares y amigos. Hoy incluyo tres más.
La primera es una representación de mi casa natal en aquel barrio bendito de mi infancia y que tantos poemas me ha inspirado. El cielo azul, la chimenea, los tres balcones, los poyos de la puerta... Me parece que de un momento a otro todo va a cobrar vida. ¡Ay las ilusiones de un poeta!
La segunda ilustración representa un rincón de aquel río Duero donde pasé momentos inolvidables de mi infancia y adolescencia. Los reflejos temblorosos del agua, las aceñas que molían el trigo movidas por las ruedas de palas, los álamos, la Catedral al fondo...


La tercera y última aguada de hoy está relacionada con otro tiempo y otro lugar distantes y distintos de los que reflejan las dos anteriores. Este mirlo de la ilustración retrata otro que yo contemplé a mis anchas en un jardín de Gandía, mientras asistía a la boda de un sobrino y supe que el tiempo pasa volando sin atender a nuestros deseos por pararle.

En fin, lo que cuenta ahora es que estas acuarelas sí han logrado de algún modo congelar el tiempo y el lugar a que se refieren.

martes, 25 de enero de 2011

PATADAS AL DICCIONARIO

Nuevas lindezas del lenguaje hablado







La verdad es que la televisión no nos deja aliviarnos ni un solo momento de sus torpezas lingüísticas. En poco más de dos días he anotado las siguientes, cada cual más sorprendente y todas salidas de labios de periodistas y grandes comunicadores del medio:


1. A medio asta.

2. Con el mismo arma.

3. Al lado nuestra.

4. Me indigna y me enerva.


El error de la primera y segunda frases se halla en la concordancia de género entre asta y medio y entre mismo y arma. Como asta y arma son del género femenino, debería haberse dicho "A media asta" y "Con la misma arma". Es muy frecuente incurrir en este error cuando se buscan adjetivos o determinantes que concuerden con sustantivos femeninos que, como asta y arma, comienzan por A acentuada (tónica o gráficamente) lleve o no H: alma, agua, aura, águila, arca, ala, hambre, habla, etcétera.


El caso del error de la tercera frase, "Al lado nuestra" es una auténtica aberración, pues aquí el que transgrede la norma es el determinante nuestra, que lo tenía muy fácil para haberse fijado en que el sustantivo lado es del género masculino. "Al lado nuestro". No sé qué estaría pasando por la mente del periodista para irse tan lejos. Posiblemente, todas esas expresiones formadas por adverbios y determinantes tan frecuentes en nuestra habla cotidiana y tan incorrectas, entre las cuales cito las siguientes:

Encima mío, nuestro, vuestro, suyo... ( y femeninos)
Debajo suyo, tuyo, nuestro, mío...
Detrás vuestro, nuestro, tuyo, mío...
Delante suyo, vuestro, tuyo, nuestro...

Las correctas:
Encima de mí, de nosotros...
Debajo de él, de ti...
Detrás de vosotros, de nosotros...
Delante de él. de vosotros...

Por último, el error de la cuarta frase, "Me indigna y me enerva" se encuentra en el incorrecto empleo del verbo enervar, que no significa, como cree la comunicadora de El Club de la Comedia, "poner nervioso", "enfurecer" o acepciones parecidas, sino todo lo contrario. Enervar, según el diccionario de la R.A.E., significa "debilitar, quitar las fuerzas" y, en sentido figurado, "debilitar la fuerza de las razones o argumentos". Así que la humorista debió decir: "Me indigna y me pone nerviosa".

lunes, 24 de enero de 2011

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Las aceitadas

Todos conservamos con cariño algún sabor de la infancia. El mío es el de las aceitadas, un dulce zamorano que solía hacerse para la Semana Santa. Hablo ahora, ya lo he hecho en otras ocasiones, de este sabroso dulce de mi tierra porque llevamos unos días aquí en casa dedicándonos al arte de la repostería y sólo anteayer encontramos la receta adecuada para que el repostero de la casa, mi hijo mayor, reprodujera de repente, por obra y milagro de sus manos y los ingredientes, aceite de oliva, harina, anises, huevos y algún secretito más que me reservo, aquel olor peculiar que yo de niño percibía nada más entrar en casa.
Las aceitadas han sido motivo de mis poemas y de algún que otro relato antes de que en mi última novela, Una carta de amor bajo la lluvia, introdujera un breve episodio sobre el dulce de mi infancia.


Helo aquí:

"Pero yo ya había probado por mi cuenta las aceitadas. Lo hacía a escondidas, claro. Aprovechaba el momento en que mi madre estaba haciendo algún recado por el barrio o escuchando con las vecinas algún serial radiofónico en la calle, para colarme en casa como un bandido; eso mismo me decía con tono cariñoso mi madre:
--Hijo, entras en casa como un bandido para hacer de las tuyas.
Y las mías eran cosas así, hechas a la buena de Dios, movido por la curiosidad o simplemente imitando alguna aventura que había leído en mis tebeos. La aventura de las aceitadas empezaba, pues, con una distracción de mi madre. Subía las escaleras de madera, me colaba en la sala de en medio y me asomaba por el balcón para ver si había moros en la costa; enseguida entraba en la sala materna y me tendía en el suelo frío frente al baúl que ocultaba los deliciosos dulces. Alargaba la mano por debajo del mueble y recibía un chispazo eléctrico cuando mis yemas acariciaban la cruz abierta de la aceitada. Un aluvión de jugos gástricos me empujaba al instante a rescatarla de su escondrijo. Era como un ritual. En cualquier momento podían oírse en lontananza los inequívocos pasos de mi madre, lontananza que se convertía en inminencia con el crujido de los escalones.
Los pasos de mi madre eran la alarma que indicaba peligro, que el plan A había fallado y había que poner en práctica el B, que consistía, simplemente, en devolver a su sitio la aceitada y salir escapado hacia la sala de los chicos y allí hacer ruido con el plumier de los lápices, arrastrando una silla o dejando caer de su caja unas cuantas canicas (daba lo mismo que fueran de plexi o de cristal), para que la voz de mi madre, con su tono interrogante, diera a entender que lo peor había pasado.
--¿Vas a pintar?—me preguntaba unas veces.
Otras me avisaba:
--Un día te caerás de la silla.
Y otras veces parecía sentenciar:
--Sabes que siempre acabo yo recogiendo los cristalitos de las canicas rotas.
Pero otras veces mi madre aparecía cuando yo ya había dado cuenta de la sabrosa aceitada y su masa harinosa y dulce inundaba toda mi boca. Y la cosa no tenía remedio. Mi madre, que conocía a la perfección mi secreto, decía entonces:
--Responde, hijo, ¿ya estás otra vez con las aceitadas?
Y claro, mi aventura fracasaba casi del todo, y digo casi del todo porque al menos tenía la aceitada en la boca, aunque al verme obligado a contestarle, me atragantaba como otras veces y el dulce bocado salía disparado en todas direcciones. La consecuencia era que la aceitada que me tocaba después de comer, se quedaba en la bandeja de la mesa mientras los demás saboreaban a gusto la suya.
Pero en contra de lo que pueda parecer, yo no escarmentaba, mejor dicho: no quería escarmentar, porque con aquella aventura de la aceitada disfrutaba al límite del placer de los actos solitarios."

viernes, 21 de enero de 2011

CURSOS



NUEVE NOVELISTAS DEL REALISMO ESPAÑOL (y 3)



Armando Palacio Valdés (1853-1938). Asturiano, se educó en Avilés y Oviedo y acabó la carrera de Derecho en Madrid. Fue director de la Revista Europea. Como crítico, colaboró con Clarín y cuando murió Pereda fue elegido para ocupar su silla en la Academia Española de la Lengua.
Palacio Valdés escribió colecciones de relatos breves, entre las que destaca la titulada Aguas fuertes, uno de cuyos cuentos, El crimen de la calle de la perseguida, está inspirado en una anécdota de la época. He aquí un breve fragmento del relato:

“Aquí donde usted me ve soy un asesino.
--¿Cómo es eso, don Elías?—pregunté riendo, mientras le llenaba la copa de cerveza.
Don Elías es el individuo más bondadoso, más sufrido y disciplinado con que cuenta el Cuerpo de Telégrafos; incapaz de declararse en huelga, aunque el director le mande cepillarle los pantalones.
--Sí, señor…; hay circunstancias en la vida…, llega un momento en que el hombre más pacífico…
--A ver, a ver; cuente usted eso—dije picado de curiosidad.
Fue en el invierno del setenta y ocho. Había quedado excedente por reforma, y me fui a vivir a O. con una hija que allí tengo casada. Mi vida era demasiado buena: comer, pasear, dormir. Algunas veces ayudaba a mi yerno, que está empleado en el ayuntamiento, a copiar las minutas del secretario. Cenábamos invariablemente a las ocho. Después de acostar a mi nieta, que entonces tenía tres años y hoy es una moza gallarda, rubia, metida en carnes, de esas que a usted le gustan (yo bajé los ojos modestamente y bebía un trago de cerveza), me iba a hacer la tertulia a doña Nieves, una señora viuda que vive sola en la calle de la Perseguida, a quien debe mi yerno su empleo…”

Pero Palacio Valdés destacó en la novela donde recogió la vida y costumbres de nuestra patria de manera optimista y risueña. Así su tierra asturiana se ve reflejada en novelas como José, El maestrante o La aldea perdida; Andalucía, en La hermana San Sulpicio o Los majos de Cádiz; Madrid, en Maximina y Riverita; o Valencia, en La alegría del capitán Ribot. A veces también plantea en sus relatos problemas religiosos, como en el caso de Marta y María, o estudia detalladamente las reacciones espirituales de sus personajes, como hace en El señorito Octavio y en Tristán o el pesimismo. Se le suele achacar falta de dramatismo y exceso de sentimentalismo en algunas de sus novelas.
Leamos un fragmento extraído de su novela Marta y María:




“Marta se maravillaba sinceramente. No comprendía que un hombre tuviera que descender a estos oficios habiendo tantas mujeres en el mundo, y se informaba menudamente de las particularidades de la vida de colegio; cómo los trataban, qué comían, a qué hora se acostaban, quién les hacía las camas, les lavaba la ropa y se la planchaba; si los colchones eran duros o blandos, si bebían vino, cuántas veces a la semana les mudaban las toallas, etc., etc. Ricardo satisfacía a todas estas preguntas haciendo una relación circunstanciada de sus hábitos de colegial con la verbosidad del que tiene los recuerdos muy frescos y no le pesa traerlos a cuento. De las costumbres pasaba a las aventuras, narrando las que podían ser narradas delante de una niña, y entreteniéndose sobre todo a pintar con negras tintas las desdichas de la época de novatada y las crueldades que con ellos ejecutaban los antiguos. Les obligaban a pasar noches enteras haciendo pitillos de arena para que después salieses mejor hechos de tabaco; en el paseo nos les permitían levantarse del asiento de piedra que les habían señalado de antemano; les ponían en el cepo de campaña sin motivo alguno, aunque fuese después de comer, sólo por divertirse; los que eran más débiles solían vomitar o caer desmayados…
Marta le escuchaba con atención profunda, revelando con su semblante todas las fases de la indignación; tiraba cada vez con más fuerza de las sábanas y las doblaba atropelladamente sin apartar los ojos de los del narrador. De vez en cuando soltaba una exclamación: ‘¡Pero, Dios mío, eso es una atrocidad! ¡Esos hombres estaban locos! ¿Por qué no dabais parte al jefe de tales atrocidades?”








Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) nació en Valencia y desde muy joven se afilió al Partido Republicano. Fue abogado y periodista. En 1909 se retiró de la política y viajó por América del Sur (en Argentina se hizo colono aunque sin suerte). Tras volver a España, luchó en la primera Guerra Mundial y fue reconocido por el Gobierno francés con la Legión de Honor (fue precisamente durante el conflicto cuando escribió Los cuatro jinetes del Apocalipsis, novela que le haría mundialmente famoso). Asimismo en EEUU la Universidad de Washington le invistió Doctor “Honoris causa” y en Nueva York fue proclamado el autor europeo más leído y traducido. Después se entregó de nuevo a viajar por Europa y América. Al volver a España la Dictadura de Primo de Rivera lo exilió a Francia, donde murió.

Escribió libros de viajes y cuentos, alguno de los cuales de tema valenciano, como el caso de Sancha, donde una serpiente, al crecer en el abandono, estrangula a la persona que le había dado de comer en otro tiempo. He aquí un fragmento del mencionado relato:

“Sancha era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba. El mal bicho acudía a los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, le ofrecía un cuenco de leche. Después, en las horas de sol, el muchacho se fabricaba un caramillo cortando cañas en los carrizales y soplaba dulcemente, teniendo a sus pies al reptil que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si quisiera danzar al compás de los suaves silbidos. Otras veces el pastor se entretenía deshaciendo los anillos de Sancha, extendiéndola en línea recta sobre la arena, regocijándose al ver con qué nerviosos impulsos volvía a enroscarse.
Cuando, cansado de estos juegos, llevaba el rebaño al otro extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo o enroscándose a sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí como caída o muerta, y con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el vello de su cara con el silbido de su cara triangular.
Las gentes de la Albufera lo tenían por brujo y más de una mujer de las que tomaban leña en la Dehesa, al verle llegar con la Sancha en el cuello, hacían la señal de la cruz como si se presentase el demonio. Así comprendían todos cómo el pastor podía dormir en la selva sin miedo a los grandes reptiles que pululaban en la maleza. Sancha, que debía ser diablo, le guardaba de todo peligro.”

Pero fueron sus novelas las que le proporcionaron su máximo reconocimiento. Entre ellas destacan las de carácter regional, como Cañas y barro o La barraca, que retrata la vida campesina de un grupo de huertanos, de los cuales uno, el tío Barret, al no poder pagar el alquiler concertado, se enfrenta al dueño y lo mata. Con claros rasgos naturalistas, son de ambiente popular y se hacen eco de los conflictos sociales de la huerta o la Albufera valencianas.
En otras novelas, como La bodega o La catedral, plantea tesis relacionadas con algaradas anarquistas, problemas clericales o habla del mundo del hampa de Madrid. Éstas, como las anteriores, siguen teniendo rasgos naturalistas.
Hay otro grupo de novelas psicológicas, con reflexiones sobre la naturaleza humana y algún análisis del espectáculo taurino, tan enraizado en el alma española, como la titulada Sangre y arena.
Finalmente, y siguiendo la propia clasificación del autor, existen en su haber algunas novelas cosmopolitas y sobre la guerra europea, en las que muestra el influjo que causó la primera Guerra Mundial en el mundo de la economía o del arte. La más importante de todas ellas es Los cuatro jinetes del Apocalipsis, jinetes que hacen referencia a la guerra, la peste, el hambre y la muerte.


El estilo de Blasco Ibáñez a veces aparece sin pulir aunque son admirables sus descripciones de paisajes y su fuerza expresiva, sin olvidar su preferencia por los personajes socialmente marginados y el predominio de la acción narrativa sobre el análisis psicológico.
En el apartado Lecturas y actividades puede leerse un fragmento de su novela La barraca. Aquí se muestra un fragmento de la novela Cañas y barro:

“El muchacho, antes sólido y bien equilibrado, mostrábase inquieto y nervioso, lloraba a solas por cualquier cosa o se entregaba a expansiones infantiles; pero, a pesar de esto, era más feliz que nunca. Su antigua vida parecíale la existencia soñolienta de una bestia amarrada a la estaca, rumiando la comida o durmiendo, sin noción alguna de un más allá.
Ahora, el amor, por un lado, y, por otro, la primavera, parecían incubar en él un nuevo ser, y de la ruda cáscara del antiguo dependiente, con la inteligencia muerta y la voluntad atrofiada, surgía un hombre nuevo, en el cual despertábase el mismo romanticismo de su padre cuando era joven.
El mercado le atraía los domingos en las primeras horas de la mañana, e iba a lucir sus arreos entre los puestos de las floristas. Allí permanecía confundido en el grupo de curiosos que atisbaban las caras hermosas, y lo mismo abrían paso a las señoritas que volvían de misa con el devocionario en la mano que echaban piropos a las criadas emperejiladas que, doblándose al peso de las cestas, mecíanse entre la varonil barrera para comprar un mazo de flores.”





La condesa Emilia Pardo Bazán (1851-1921) nació en La Coruña. Se casó muy joven y se instaló en Madrid. Mujer de espíritu abierto e intelectual sobresaliente, fue consejera de Instrucción Pública y catedrática de la Universidad de Madrid. Viajó mucho por Europa. Dio conferencias políticas y culturales y defendió las doctrinas naturalistas a sabiendas de que iba a encontrar numerosos detractores. Murió sin haber conseguido el sillón de la Real Academia Española que tanto había deseado.

Cultivó la prosa en sus principales géneros:
.- Cuentos de temática diversa, entre los que sobresalen los Cuentos de Marineda. He aquí una muestra extraída del cuento titulado Por el arte:

“Mientras residí en la corte desempeñando mi modesto empleo de doce mil en las oficinas de Hacienda, pocas noches recuerdo haber faltado al paraíso del Teatro Real. La módica suma de una peseta cincuenta, sin contrapeso de gasto de guantes ni camisa planchada –porque en aquella penumbra discreta y bienhechora no se echan de ver ciertos detalles—me proporcionaba horas tan dulces, que las cuento entre las mejores de mi vida.
Durante el acto, inclinado sobre el antepecho o sobre el hombro del prójimo, con los ojos entornados, a fuer de dilettante cabal, me dejaba penetrar por el goce exquisito de la música, cuyas ondas me envolvían en una atmósfera encantada. Había óperas que eran para mí un continuo transporte: Hugonotes, Africana, Puritanos, Fausto, y, cuando fue refinándose mi inteligencia musical, El Profeta, Roberto, Don Juan y Lohengrin. Digo que cuando se fue refinando mi inteligencia, porque en los primeros tiempos era yo un porro, que disfrutaba de la música neciamente, a la buena de Dios, ignorando las sutiles e intrincadas razones en virtud de las cuales debía gustarme o disgustarme la ópera que estaba oyendo. Hasta confieso con rubor que empecé por encontrar sumamente agradables las partituras italianas, que preferí lo que se pega al oído, que fui admirador de Donizetti, amigo de Bellini, y aun me dejé cazar en las redes de Verdi. Pero no podía durar mucho mi insipiencia; en el paraíso me rodeaba de un claustro pleno de doctores que ponían cátedra gratis, pereciéndose por abrir los ojos y enseñar y convencer a todo bicho viviente.”

.- Ensayos, libros de viajes, monografías y crítica. Acaso el libro más importante de este grupo sea La cuestión palpitante, conjunto de artículos que trataban sobre el Naturalismo francés de Zola y su adaptación entre los escritores españoles del momento, defendiendo así la posibilidad de relacionar los postulados de aquel movimiento con los rasgos propios del realismo tradicional español de El Quijote, por ejemplo. Decía al respecto: "La novela ha dejado de ser mero entretenimiento, modo de engañar gratuitamente unas cuantas horas, ascendiendo a estudio social, psicológico, histórico, pero al cabo estudio."
.-Y, en especial, novelas, a las que aplica los postulados defendidos en el libro anterior, y entre las que sobresalen las que para muchos son sus obras maestras: Los pazos de Ulloa y La madre naturaleza.

En Los pazos de Ulloa la autora justifica la relación que existe entre el ambiente de tierras húmedas y verdes de Galicia y los tipos de sensualidad primaria y embrutecida de Sabel y Rita, pertenecientes a clases sociales diferentes, sensualidad que contrasta con la tímida sensibilidad de Julián, el sacerdote. El mundo rural gallego, con acertadas descripciones de su paisaje verde y húmedo al fondo, aparece crudamente retratado en escenas singulares como la de las luchas electorales entre los carlistas, la fiesta de Naya o, sin ir más lejos, en el desfile de tipos humanos de diverso cariz (Nucha, Julián, Isabel, don Pedro Moscoso, Perucho, Primitivo... Veamos una muestra:




"Estaba escrito que aquella mañana había de ser fecunda en extraordinarias sorpresas. En la capilla acostumbraba Perucho notar que se hablaba bajito, se andaba despacio, se contenía hasta la respiración: el menor desliz en tal materia solía costarle un severo regaño de don Julián; de modo que, sobreponiéndose al instinto y el hábito de azoramiento y trastorno, penetró en el sagrado lugar con actitud respetuosa. En él sucedía algo que le causó un asombro casi mayor que el de la catástrofe de su abuelo. Recostada en el altar se encontraba la señora de Moscoso, con un color como una muerta, los ojos cerrados, las cejas fruncidas, temblando con todo su cuerpo: frente a ella, el señorito vociferaba muy deprisa y en ademán amenazador, cosa que no entendió el niño, mientras el capellán, con las manos cruzadas y la fisonomía revelando un espanto y un dolor tales que nunca había visto Perucho en rostro humano expresión parecida, imploraba al señorito, a la señorita, al altar, a los santos..., y, de repente, renunciando a la súplica, se colocaba, encendido y con los ojos chispeantes, dando cara al marqués como desafiándole… Y Perucho comprendía a medias frases indignas, frases donde se desbordaba la cólera, el furor, la indignación, la ira, el insulto, y sin saber la causa de alboroto semejante, deducía que el señorito estaba atrozmente enfadado, que iba a pegar a la señorita, a matarla, quizá, a deshacer a dos Julián, a echar abajo los altares, a quemar tal vez la capilla…
El niño recordó entonces escenas análogas, pero cuyo teatro era la cocina de los Pazos, y las víctimas su madre y él; el señorito tenía entonces la misma cara, idéntico tono de voz. Y en medio de la confusión de su tierno cerebro, de los terrores que se reunían para aturdirlo, una idea, superior a todas, se levantó triunfante."

Emilia Pardo Bazán pinta en estas líneas de modo magistral el mundo interior de un niño, Perucho, sus miedos, sus inquietudes, sus asombros...; en resumen, sus emociones en un ambiente cerrado y amenazador.
La madre naturaleza, continuación de la anterior, pretende ser un canto a la vida de un hombre y una mujer jóvenes que se quieren y adoran sin saber que son hermanos, lo cual no deja de ser una triste elegía porque el amor que se profesan ambas personas representa la expiación de los vicios de su padre.

El estilo de la condesa de Pardo Bazán es, pese a la atmósfera naturalista que envuelve muchas de sus páginas, cálido y de trazo enérgico y vivo, algo atrevido para lo que se pensaba en aquellos tiempos que fuera propio de una mujer. Muchos le achacan abuso de intelectualismo y cierta morosidad en la narración. De cualquier modo, su prosa es casi siempre eficaz y varonil y en ocasiones aparece teñida de belleza y lirismo. Y frente al materialismo, la Condesa defiende el realismo de este modo: "Si es real cuanto tiene existencia verdadera y afectiva, el realismo en el arte nos ofrece una teoría más ancha, completa y perfecta que el naturalismo. Comprende y abarca lo natural y lo espiritual, el cuerpo y el alma y concilia y reduce a unidad la oposición del naturalismo y del idealismo racional."



Lecturas y actividades
Lee el siguiente fragmento de La barraca, de Blasco Ibáñez, y contesta las preguntas:





“El ruido lento y monótono que surgía entre los árboles era el de la escuela de don Joaquín, establecida en una barraca oculta por una fila de álamos. (...)
Era una barraca vieja, sin más luz que la de la puerta y la que se colaba por las grietas de la techumbre: las paredes de dudosa blancura, pues la señora maestra, mujer obesa que vivía pegada a su silleta de esparto, pasaba el día oyendo y admirando a su esposo; unos cuantos bancos, tres carteles de abecedarios mugrientos, rotos por las puntas, pegados al muro con pan mascado, y en el cuarto inmediato a la escuela unos muebles, pocos y viejos, que parecían haber corrido media España.
En toda la barraca no había más que un objeto nuevo: la luenga caña que el maestro tenía detrás de la puerta, y que renovaba cada dos días en el cañaveral vecino, y siendo una felicidad que el género resultase tan barato, pues se gastaba rápidamente sobre las duras y esquiladas testas de aquellos pequeños salvajes.
Libros, apenas si se veían tres en la escuela: una misma cartilla servía a todos. ¿Para qué más…? Allí imperaba el método moruno: canto y repetición, hasta meter las cosas con un continuo martilleo en las duras cabezas.
A causa de esto, desde la mañana hasta el anochecer, la vieja barraca soltaba por su puerta una melopea fastidiosa, de la que se burlaban todos los pájaros del contorno.
--Pa…dre…nuestro que…estás…en los cielos…
--Santa…María…
--Dos por dos…cuuuatro…
Y los gorriones, los pardillos y las calandrias, que huían de los chicos como del demonio cuando los veían en cuadrilla por los senderos, posábanse con la mayor confianza en los árboles inmediatos, y hasta se paseaban con sus saltadoras patitas frente a la puerta de la escuela, riéndose con escandalosos gorjeos de sus fieros enemigos al verlos enjaulados, bajo la amenaza de la caña, condenados a mirarlos de reojo, sin poder moverse y repitiendo un canto tan fastidioso y feo.
De vez en cuando enmudecía el coro y sonaba majestuosa la voz de don Joaquín soltando su chorro de sabiduría.
--¿Cuántas son las obras de misericordia…?
--Dos por siete, ¿cuántas son…?
Y rara vez quedaba contento de las contestaciones.
--Son ustedes unos bestias. Me oyen como si les hablase en griego. ¡Y pensar que les trato con toda la finura, como en un colegio de la ciudad, para que aprendan ustedes buenas formas y sepan hablar como las personas!”

a) Averigua las acepciones del término "barraca" y di cuál corresponde a la del fragmento. Construye una oración con cada una de las acepciones. ¿Qué otras casas regionales españolas conoces?
b) Resume el contenido del fragmento.
c) ¿Qué tipo de narrador es el que cuenta los hechos? Razona la respuesta.
d) ¿En cuántas partes puede dividirse el texto? Anota la idea principal de cada una de ellas.
e) Cita nombres de pájaros del texto y señala su relación con los chicos de la escuela.
f) Traza la etopeya del personaje central del fragmento y el retrato de su esposa.
g) Explica brevemente el método de enseñanza de don Joaquín.
h) Analiza el procedimiento que emplea el narrador para describir la barraca.
i) Comenta los rasgos naturalistas presentes en el fragmento.
j) Localiza alguna metáfora y personificación del texto. Cita algunas oraciones irónicas.


TEXTO COMENTADO
Fragmento de Los pazos de Ulloa, de Pardo Bazán.

"El cazador que venía delante representaba veintiocho o treinta años: alto y bien barbado, tenía el pescuezo y rostro quemado del sol, pero por venir despechugado y sombrero en mano, se advertía la blancura de la piel no expuesta a la intemperie, en la frente y en la tabla de pecho, cuyos diámetros indicaban complexión robusta, supuesto que confirmaba la isleta de vello rizoso que dividía ambas tetillas. Protegían sus piernas recias polainas de cuero, abrochadas con hebillaje hasta el muslo; sobre la ingle derecha flotaba la red de bramante de un repleto morral, y en el hombro izquierdo descansaba una escopeta moderna, de dos cañones. El segundo cazador parecía hombre de edad madura y condición baja, criado o colono: ni hebillas en las polainas, ni más morral que un saco de grosera estopa; el pelo cortado al rape; la escopeta de pistón, viejísima y atada con cuerdas; y en el rostro, afeitado y enjuto y de enérgicas facciones rectilíneas, una expresión de encubierta sagacidad, de astucia salvaje, más propia de un piel roja que de un europeo"


SITUACIÓN
El Naturalismo español (segunda mitad del siglo XIX) está representado, entre otros, por Emilia Pardo Bazán en dos de sus novelas: La madre naturaleza y Los pazos de Ulloa, a la que pertenece el fragmento. Que pinta el momento en que aparecen a la vista del narrador dos cazadores bien diferentes: uno joven, bien vestido, que parece ser el amo, y otro, de edad madura, de condición social inferior, posiblemente el criado.


CONTENIDO
Se trata de las prosopografías de dos cazadores (del segundo se añaden algunos rasgos psicológicos, con lo que se formaría su retrato), con sus correspondientes rasgos físicos, edad, condición social, vestimenta, aditamentos de caza... Tiene, pues, dos partes claras, señaladas por las frases "El cazador que venía delante..." y "El segundo cazador..." El primero es joven, apuesto, bien vestido y se trata del amo, mientras que el segundo es de edad madura, mal vestido, de condición social baja y es el criado. En la última línea se apuntan unos cuantos rasgos de su carácter: sagacidad, astucia salvaje...

ANÁLISIS
En orden riguroso (de arriba abajo), se citan los adjetivos descriptivos (algún epíteto: recias polainas, repleto morral, encubierta sagacidad) acompañando a sus correspondientes nombres anatómicos (pescuezo y rostro, pecho, piernas...) o referidos a los aderezos venatorios (polainas, hebillaje, morral, escopeta de dos cañones): positivos en el primer cazador (alto y bien barbado, pescuezo y rostro quemado del sol, despechugado, complexión robusta, vello rizoso, escopeta moderna...) y negativos en el segundo (condición baja, el pelo cortado al rape, escopeta viejísima y atada con cuerdas, astucia salvaje...); lo negativo se intensifica con anáforas del tipo "ni hebillas en las polainas, ni más morral que un saco" o con la comparación "más propia de un piel roja que de un europeo" (en contraposición con el primer cazador).

CONCLUSIÓN
El texto es un modelo de descripción naturalista por la cantidad de detalles que se apuntan propios de la observación que se da en este movimiento. Así como el orden en la exposición de los rasgos físicos y morales de los cazadores, contrapuestos en función de su categoría social.

jueves, 20 de enero de 2011

LOS LIBROS QUE HAY QUE LEER

El camino, de Delibes




En realidad, muchos son los libros de Miguel Delibes (1920-2010) que todo buen amante de la lengua castellana debe leer y releer. Son los casos de Las ratas, Las guerras de nuestros antepasados, La hoja roja, Cinco horas con mario o El hereje, por citar unas pocas. Pero sin duda la que siempre deja honda huella en el alma niña del lector es El camino.

Novela aparecida en 1950, cuenta en 21 capítulos la vida de un pueblo y las costumbres de sus habitantes desde el punto de vista de un niño, Daniel, el Mochuelo, que la noche antes de partir hacia la capital para hacerse un hombre de provecho y labrarse un camino en la vida, rememora su breve pero rica existencia en compañía de sus amigos Germán, el Tiñoso, y Roque, el Moñigo. El lector entrará como en su propia casa en un mundo congelado en el tiempo cuyos temas son los de siempre: la búsqueda de los padres de lo mejor para sus hijos, la amistad en la infancia y la primera adolescencia, las murmuraciones y sus efectos, el poder de la tierra donde uno ha nacido sobre él, lo prohibido en las aventuras infantiles, la impotencia de la voluntad humana ante determinados hechos, la vida de la aldea frente a la de la ciudad, el progreso, el amor, la religión, la muerte...

Y luego está el lenguaje, un lenguaje el de Delibes limpio, castizo y hondamente emotivo, que hace reflexionar a cada instante al lector.
He aquí el principio de la novela:


"Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así. Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de sus once años, lamentaba el curso de los acontecimientos, aunque lo acatara como una realidad inevitable y fatal. Después de todo, que su padre aspirara a hacer de él algo más que un quesero era un hecho que honraba a su padre. Pero por lo que a él afectaba...
Su padre entendía que esto era progreso; Daniel, el Mochuelo, no lo sabía exactamente. El que estudiase el Bachillerato en la ciudad pòdía ser, a la larga, efectivamente, un progreso. Ramón, el hijo del boticario, estudiaba ya para abogado en la ciudad, y cuando les visitaba, durante las vacaciones, venía empingorotado como un pavo real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las palabras que don José, el cura, que era un gran santo, pronunciara desde el púlpito. Si esto era progresar, el marcharse a la ciudad a iniciar el Bachillerato, constituía, sin duda, la base de este progreso.
Pero a Daniel, el Mochuelo, le bullían muchas dudas en la cabeza a este respecto. Él creía saber cuanto puede saber un hombre. Leía de corrido, escribía para entenderse y conocía y sabía aplicar las cuatro reglas. Bien mirado, pocas cosas más cabían en un cerebro normalmente desarrollado."



miércoles, 19 de enero de 2011

PROSAS DE ANTAÑO

Una aventura corriente


2. El manuscrito




Aquí se interrumpía para dar paso a dos páginas llenas de borrones que hacían ininteligible el texto. El profesor dejó el cuaderno para llamar al geriátrico por si había alguna novedad sobre su padre, y la cuidadora que se había puesto al teléfono le dijo que había pasado muy mala noche y que le habían tenido que aumentar la dosis del calmante. El profesor le recordó que, si algo le pasaba a su padre por culpa de los sedantes, se las verían con él. La cuidadora le pasó a la directora del geriátrico, la cual, visiblemente enfadada, le dijo que, si no estaba de acuerdo con las medidas que adoptaban en el centro, que ya podía ir pensando en sacar a su padre de la residencia. El profesor quedó en pasar por allí al final de la tarde. Y colgó. Se quedó preocupado con lo de su padre y ya no se atrevió a seguir leyendo el manuscrito. Cogió el coche y atravesó el pueblo para acercarse a la librería.
En lo que quedaba de mañana sólo entró un cliente que venía buscando un libro de poesía de Claudio Rodríguez y no pudo satisfacerle. Apuntó en la hoja de nuevos pedidos el título del libro, Poemas laterales, y luego se fue a comer al restaurante más cercano. Allí se encontró casualmente a una antigua novia de la Universidad (a decir verdad, tuvo varias que más bien fueron ligues) y al decirle que regentaba una librería a poca distancia de allí, la muchacha se empeñó en visitar la tienda y ver cómo vivía su antiguo novio. Resultó que la visita se convirtió en un polvo de los sonados. Y luego, si te he visto no me acuerdo. Eso era lo que él pensaba de los compromisos y las relaciones sentimentales.
Después volvió a colgar el letrero de Vuelvo dentro de quince minutos y se acercó al geriátrico, ubicado en la montaña al norte de la población. Por el camino pensó que era mejor hablar con buenos modales con la gente que cuidaba de su padre. Los precios en los últimos tiempos se habían puesto por las nubes y allí hasta ahora la cosa había ido bien. Además, en cuanto entró en la sala donde estaba el anciano y lo encontró como siempre, se tranquilizó y, aunque al despedirse de él le seguía pidiendo entre llantos que lo sacara de allí, con buenas formas se despidió de las cuidadoras.
De vuelta a la librería, pensó que la vida era una mierda y que lo único que queda de ella es lo que se escribe en los libros. Aún le dio tiempo de abrir otra caja y examinar su contenido antes de cerrar el establecimiento. Aguijoneado por el manuscrito, apenas pudo apreciar los que allí había: un centenar de novelas de autores ingleses y rusos del siglo XIX, la poesía completa de Neruda, veinte o treinta obras de teatro y muchísimos títulos de ensayistas españoles desde la Generación del 98 en adelante. Ya lo vería todo con mayor atención al día siguiente.
Ya en casa, se puso cómodo, cenó una receta baja en calorías y, tras la infusión nocturna a base de manzanilla, menta y un chorro de anís, se sentó en el sillón de la lectura con el manuscrito dispuesto a leer hasta que el sueño lo venciera. Tras las páginas emborronadas, el texto se abría también de modo brusco.


" ...Una música barroca, se extendía por la especie de vestíbulo en que nos encontrábamos, dos de cuyas paredes estaban forradas de cortinajes rojos y la del fondo aparecía cubierta por un gran cuadro de Velázquez con motivos culinarios. No hicimos más que entrar, cuando la puerta de la calle se cerró detrás de nosotros, y el cuadro de Velázquez, que no era otro que el de Cristo en casa de Marta, se abrió en dos partes dando paso a un original y amplísimo ascensor de paredes cubiertas por espejos y donde, para sorpresa de todos, podían caber tres veces más de los que íbamos. Sin despegarnos de la sorpresa que nos habíamos llevado al ver el detalle del cuadro, los cuatro visitantes entramos en tan curioso ascensor. Íbamos mudos y, a la luz generosa que se derramaba sobre nuestras cabezas desde el techo, pude ver mejor a mis compañeros de aventuras. Pero tampoco entonces reconocí a ninguno. Los hombres llevaban bigote y perilla de los tiempos de Cervantes, y la mujer, bellísima y exuberante, portaba un collar y arracadas de oro, así como un peinado que le recordó el de la Infanta María Luisa de Austria que había visto en un cuadro de Velázquez. Cuando el ascensor volvió a cerrar sus puertas y se puso en marcha, ante la expresión preocupada de mis compañeros, les pregunté a bocajarro::
--¿Alguien sabe quién es nuestro anfitrión, el tal Alfarache de la carta? Porque supongo que a todos nos ha mandado la misma nota, ¿no?
Uno de los hombres se encargó de darme una pista:
--¿Has olvidado que nuestro compañero Alfarache escribió la famosa tesis sobre la Gastronomía de los clásicos del Siglo de Oro?
Me quedé igual. En los espejos del ascensor descubrí algo que hasta entonces se me había pasado por alto. Tras nuestros reflejos se podían ver los interiores de varias cocinas y comedores que presentaban diversas mesas provistas de viandas y bebidas. La música, con toda seguridad de Cabezón, una pieza para tecla, arpa y vihuela, enmudeció de repente para dejar oír con claridad la voz de Alfarache, que parecía salir a la vez del fondo de aquellas singulares cocinas del otro lado de los espejos.
-- Sandra, ¿cuántos pescados y cuántos huevos hay en el cuadro del yerno de Pacheco?
La mujer contestó que cuatro pescados y dos huevos.
--Muy bien, Sandra. Y ahora te toca a ti, Contreras, leerme los papeles que has preparado sobre la comida en el Quijote.
Eché mano al bolsillo para buscarlos y no los encontré, y eso que estaba seguro de haberlos metido ahí.
Sonó una carcajada y luego la voz de Alfarache:
--Los encantadores de quienes se quejaba el pobre y loco hidalgo están hoy en mi casa para efectuar su magia sobre ti. ¿Quieres continuar la aventura?
Asentí, y acto seguido la voz me pidió que atravesara el espejo de mi derecha. La cara que se me puso debió de ser extraordinaria porque Alfarache me exigió fe y obediencia. Y antes de pensarlo, me vi en una estancia ahumada y llena de olores a guisos dispares. En el centro me esperaba una especie de espectro de hombre vestido a la antigua, con ropas transparentes y ademanes que se borraban en el aire con el propio movimiento, como una imagen virtual.
--Hola, Contreras—me dijo--. Soy Alfarache. En la mesa que tienes a tu izquierda tienes dispuestos los platos que se citan en la primera página del Quijote y sobre los que tú habías redactado un cuento. Come cuanto quieras. Lo vas a necesitar.
Dijo y desapareció.

martes, 18 de enero de 2011

LA COCINA DE SIEMPRE

Nuestra cocina vista por los extranjeros




En el número de febrero de La Familia, Revista del hogar, de la que ya he hablado en el blog, aparece una columna firmada por el inglés Richard Ford (1796-1858). Voy a entrasacar de ese texto algunas observaciones que considero interesantes.
En primer lugar, Ford afirma que "para ser un buen cocinero, cosa rara en España (¡qué raro que ya en tiempos de Ford no hubiera buenos cocineros en nuestro país!), es preciso, no sólo conocer el gusto del señor, sino ser capaz de sacar partido de cualquier cosa (¡sólo faltaría que el cocinero adoleciera de imaginación para extraer de cualquier producto sus mejores sabores y texturas!)."
Otra joya: "La ruina de los cocineros españoles es el afán que tienen de imitar a los extranjeros, de la misma manera que algunos de sus necios aristócratas destrozan su gloriosa lengua (¡menos mal que admira el idioma de Cervantes!), sustituyéndola con lo que ellos suponen excelente parisién."
Otra más: "Los destinos de las naciones dependen de su modo de alimentarse (entre otras cosas, digo yo), razón por la cual el general Foy atribuye todas las casuales victorias de los ingleses al ron y a la carne (lo de la carne puede entenderse, pero lo del ron... ¿iban cargadillos los soldados para no ver así el alcance del peligro de las batallas?, no lo creo; más bien son cosas de este viajero fantasioso).
Y en el colmo de los aciertos, leamos esta última joya: "Esto no hace más que aumentar nuestro gran respeto por el ponche y por el rosbif de la vieja Inglaterra, cosa que, dicho sea de paso, es muy difícil de conseguir en la Península, donde los toros se crían para la plaza y los bueyes para uncirlos, no para el asador (el pobre y famélico Ford no tuvo la suerte de encontrar en sus idas y venidas por España un buen rabo de toro con pochas o un filete de buey con aros de cebolla)". ¿Por dónde pasó Richard Ford y dónde tenía el olfato para no dar con un buen figón de los que ya en su tiempo existían en Zaragoza, Valencia, Barcelona, Bilbao, Sevilla o Madrid, y así darse el gusto de saborear un buen cocido, un arroz de mar y montaña o unas buenas postas de bacalao?
Ya digo, muy mala suerte tuvo con la cocina española este hispanista y viajero inglés.

lunes, 17 de enero de 2011

EL RELATO DEL MES

Las lechugas rellenas



Una portería la conformaban los palos del potro donde el señor Pepe, el herrero, ponía las herraduras a los caballos, y la otra un trozo de tapia de la huerta del Serranillo señalizada con dos montones de piedras al pie. Lo lógico era que muchas veces la pelota acabara al otro lado de la tapia entre los surcos de la huerta y el juego se paralizaba todo el rato que quisieran los hortelanos que faenaban entre las lechugas o las berzas.
Una vez, hartos sin duda de que la pelota fuera a interrumpir su trabajo para buscarla entre las hortalizas y lanzarla por encima de la tapia, la pelota no volvió a la plazuela. De nada sirvieron nuestros ruegos. El Serranillo y sus empleados habían decidido con buen criterio quedarse con la pelota. Pero para nosotros no existían buenos criterios si eran para robarnos el objeto de nuestros juegos. Así que también nosotros decidimos con buen criterio, precisamente porque era nuestro, vengarnos de la judiada de los hortelanos.
Recuerdo que las lechugas del Serranillo estaban en su sazón y un día u otro el amo mandaría arrancarlas de los surcos para llevarlas al mercado. Y una noche cuatro de los más amigos, provistos de sendos cestos y cubos de basura, atados con cuerdas a nuestras muñecas, escalamos la tapia por detrás del Comedor de Ancianos, que era el lugar más fácil para saltar a la huerta pues contaba con ladrillos y piedras apilados previamente; una vez encaramados en las bardas, tiramos de las cuerdas hasta hacernos con nuestras respectivas cargas para luego hacer la operación contraria, es decir, descolgar los cestos y los cubos de basura hasta los surcos. Allí escogimos un buen espacio de terreno y, puestos a lo largo de cuatro surcos, empezamos nuestra tarea. Que consistía en cuatro tiempos: uno, quitar a cada lechuga su cogollo; dos, echarlo en el cesto; tres, rellenar el hueco de basura, y cuatro, recomponer la lechuga lo mejor que pudiéramos para que no se notara nada anormal. Y a seguir avanzando surco adelante con la siguiente lechuga, y así hasta vaciar el cubo de basura y llenar el cesto de cogollos.
En cuanto dimos por terminada la operación “lechugas rellenas”, dejamos la huerta tan sigilosamente como antes, aunque esta vez nos servimos de los cubos, puestos boca abajo al pie de la tapia, para trepar hasta la barda; allí izamos los cestos y el resto puede imaginarse. Sí, en efecto, se nos olvidó recoger los cubos. Y como la noche se había alargado más de lo debido, nadie quería volver para recogerlos. Al final convencimos a uno para hacer el trabajo sucio a cambio de tres cuadernos de las Aventuras del FBI que le daríamos a la mañana siguiente en el Puentico cuando nos enseñara los cuatro cubos.
Aquella venganza valió la pena dado el gusto y la diversión que vivimos la tarde en que el Serranillo y sus hortelanos decidieron recoger las lechugas de su huerta y entre ellas las “lechugas rellenas”. Asomados a la tapia, esperábamos con ansiedad el gran momento.
Las muecas que pusieron cuando las arrancaron y vieron que el oloroso relleno caía sobre sus manos, junto con las maldiciones que brotaron de sus bocas al verse rebozados de tal guisa, fueron de las que no se olvidan fácilmente.

domingo, 16 de enero de 2011

MEMORIAS DE UN JUBILADO


Dos libros míos (y 2)


El segundo libro es una novela familiar y nostálgica, Una carta de amor bajo la lluvia, una personal visión de la vida en una capital de provincia de la posguerra, donde el mundo de la infancia y primera adolescencia está pintado con pinceladas realistas y ensoñadoras propias de un niño que fue testigo de una España franquista que luchaba por salir adelante entre el miedo y la pobreza. La novela consta de once capítulos, cuyos títulos son: El río, Llaves y boñigas, Dos montones de piedras, Silbidos de balas, Perros y gatos, El desván, El premio, La piedra Lupe, España Una, Una carta de amor bajo la lluvia y La muerte de Antolín.

En una entrada anterior incluí un fragmento perteneciente al primer capítulo de la novela, El río. Hoy copio el principio del segundo.



Llaves y boñigas

Tampoco era nada mi barrio sin los bautizos y los entierros, muestras inequívocas de las presencias inexorables de la vida y la muerte. En el entierro del señor Alfonso, presidido por el cura del barrio (paradojas de la vida y de la muerte) apareció, como era habitual en esos tristes acontecimientos Gabino, el inocente, que con su voz gangosa y frase proverbial parodiaba inconscientemente algún canto litúrgico con la que él con toda la mejor intención del mundo despedía al recién fallecido. Su frase era “Recuncojoniam a vibummmm veniteee adoreemus” o algo parecido. El inocente andaba medio corriendo, ligeramente encorvado, y vestía indefectiblemente un mono azul de color desvaído ya fuera verano o crudo invierno. Daba el pésame a todos cuantos encontraba a su paso sin mirarles a los ojos y profiriendo una palabra ininteligible desaparecía del duelo.
En el buen tiempo, vestido con su eterno mono azul, solíamos ver a Gabino en la orilla del río practicando su operación favorita. Arrodillado junto a los tajos que empleaban las mujeres para lavar la ropa, cogía con una mano un montón de guijarros pulidos por el agua y los dejaba caer sobre la palma de la otra mano. Y, mientras, soplaba a los cantos. Y así centenas de veces. Nosotros nos acercábamos con cuidado a unos metros, pero Gabino siempre notaba antes de tiempo nuestra presencia y salía trotando. No sé por qué nos tenía miedo a los chicos. Seguramente porque en nuestra constante inconsciencia sólo buscábamos divertirnos a costa de cualquier cosa que nos hiciera reír y ahí entraba hasta la desgracia ajena, supongo.
Los mayores nos decían que Gabino buscaba entre los guijarros del río duros de plata del rey Alfonso XIII porque, siempre según ellos, el padre del inocente se había encontrado una de esas monedas hacía mucho tiempo.
Junto con Gabino, era objeto de nuestras observaciones y seguimientos la tía Emiliana, una mujer que vivía sola en la calle del Sol, a espaldas de la iglesia. La pobre tenía el juicio trastocado desde que en la guerra que acababa de terminar hubiera muerto su marido. Desde entonces su vida diaria se había convertido en un rosario de acciones rituales de lo más misteriosas para nosotros. Una de ellas era arrojar a la calle desde el balcón de su casa nada más levantarse un cubo lleno de agua. La siguiente consistía en dejar una piedra detrás de la puerta de la escuela. Claro que enseguida desaparecía porque alguno de nosotros la escondía en otra parte. Hasta la vez que la tía Emiliana vio al interfecto coger su piedra. Sin mediar palabra, se fue hasta el chico y le arreó un sopapo de los que hacen época (Sopapo le llamamos desde entonces), le arrancó la piedra de las manos y la volvió a dejar detrás de la puerta. Finalmente, a la tía Emiliana le gustaba llevar siempre colgada al cuello una llave de hierro (según mi madre, esa llave perteneció a una casa que tenía el matrimonio en Villaralbo del Vino antes de que se declarara la guerra y que quizá en memoria de eso no se separaba de ella), llave que besaba hasta tres veces en la fuente mientras se llenaba su cántaro.
Pero lo que más nos hechizaba de la tía Emiliana (cosas de críos, sin duda), era seguirla hasta el pretil del río cuando las circunstancias empujaban a la buena mujer hasta la yerbera para aliviar sus más urgentes necesidades. Y mientras ella bajaba las escalerillas de hierro para arrimarse al pie del pretil, nosotros nos acercábamos por la carretera hasta el borde y allí nos asomábamos para verla. Aunque no veíamos absolutamente nada desde arriba porque la tía Emiliana se ponía los manteos por encima de la cabeza y todo el cuerpo quedaba oculto a nuestras curiosas miradas infantiles.

sábado, 15 de enero de 2011

MEMORIAS DE UN JUBILADO


Dos libros míos (1)

Ayer me llegaron con el olor a tinta reciente mis dos últimos libros hasta el presente. Uno de poesía, otro de prosa nostálgica. El primero, Hacia la luz, escrito en 2009, es una colección de poemas rescatados de libros que ya no están a la venta y de revistas y otras publicaciones. Es útil para conocer mi evolución poética desde aquel Cangilones de vida, de 1978, libro lleno de tantas inseguridades como buenos propósitos, hasta los poemas cibernéticos de 2009 aparecidos en el Centro de Estudios Poéticos, pasando por la plaqueta de 1997 con el poema Toro de la noche que editó el Premio de Poesía Taurina de Valencia y las tres colecciones que Cátedra Nova dio a conocer generosamente entre sus páginas.


Véanse unas breves muestras:


No importa la distancia ni el candado:
con nostalgia se vuelve al fiel camino
que nos lleva a la esencia del pasado.

*

Yo te aprendí tranquilo,
sin religión ni pruebas,
como aprendí a la vez el nido de la casa,
el escalón sonoro
o la sonrisa infinita de la madre.

*

En el campo la calma se hace noche.
y a través del ventano semiabierto
el trabajado buey en el establo
rumia paja y silencio.

*

Recorro la distancia que me aleja
de su boca entreabierta y deseada
y me dejo caer en el mar dulce
que velan sus pestañas.

*

Ser hombre es morir
asido a una cometa
y confiar en que Dios
sujete bien la cuerda.

*

Mi sombra con su sombra
pegadas a la arena:
voz y silencio de la luz que aguarda.
El tiempo es un reloj que sólo sueña
en el beso lineal de sus agujas,
en el beso total de nuestras sombras.

*

San Pedro de la Nave,
contigo sigo viendo
el tiempo que no pasa
y el paso de mi tiempo.

*

¿Adónde van las plumas que volaban
en las nubes benditas de los barrios?
¿Adónde van las tardes que vivimos,
la infancia y la aventura que soñamos?

*

Si quieres comprobar que tienes fuego,
llamaradas bravías en tus astas
y empuje de huracán entre tus huesos,
brama y rompe el silencio de la noche,
ataca el aire frío de la sierra
y castiga la tierra con tu peso;
que tiemble todo rl campo bajo el rayo
oscuro de tu piel, oh bestia bella.

*

De repente, entre viñas agotadas
apareció la muerte traicionera
en algunos cartuchos oxidados
y en la piel de una liebre casi tierra.

*
Timanfaya se duerme
en esta luna isleña donde el viento
y el mar se sobrecogen
a un palmo de sus cráteres abiertos.

*

¡Qué bien os va el carnaval
disfrazados de sotana:
en una mano el misal
y en la otra la guadaña!

*