martes, 30 de abril de 2013

IMPRESIONES MALLORQUINAS (2)


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Sentados entre sol y sombra en el Paseo del Born de Palma, vemos pasar, subir y bajar gentes de la más diversa índole.
Pasa un grupo de alumnos que vimos hace poco ojear libros delante del Ayuntamiento, y se llevan de nosotros el recuerdo de cuando éramos adolescentes y nos comprábamos en tal día como hoy, ella un libro para mí y yo una rosa para ella.
Pasa un grupo de jubilados que portan bolsas con ensaimadas para llevárselas a los suyos de vuelta del viaje, y nos recuerdan lo que nosotros somos: una pareja de jubilados. Y sonreímos por no hacer otra cosa.
Y finalmente hay otra gente que no pasa, que no sube ni baja, que tiene por vivienda un banco del paseo y duerme en una sábana de cartón de embalaje, bajo un techo de árboles con polen. Y ni siquiera sonreímos. Preferimos levantarnos y pasear lo que queda de tarde y abrir bien los ojos para no perder nada de esta belleza viva que nos regala Palma.
Eso es lo que nos llevaremos.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Las posidonias:
esqueletos de mar
que siempre esperan.
 
 

 

sábado, 27 de abril de 2013

IMPRESIONES MALLORQUINAS (1)

                    Sueña la isla
                    en este trozo breve
                    de mar y viento.
 
 

                  
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
                    ¿Sobre una pata
                    avestruces bailando?
                    ¡Son parasoles!
 
El cisne se veía
venir nadando en sueños;
el blanco de sus plumas
era nieve encendida
sobre la piel del agua.
Y nosotros, robados
seres del otro mundo.
El estanque de esmeralda
donde el milagro ardía
era lo único real
de la tarde de Palma.
El tiempo se perdía entre las sombras
de los arcos de Atarazanas.
Y nosotros, extasiados,
sin poder volver al nuestro.
 
 
 
 

domingo, 21 de abril de 2013

EL RELATO DEL MES


EL COLILLAS

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Antes de ser el Colillas, Luis Delgado no había sido tan delgado como su apellido, había tenido, como es lógico, unos padres que lo querían, una mujer que lo engañaba y una casa llena de humo. Todo fue desapareciendo en su vida, menos la casa. Primero fueron los padres tras un accidente mortal de circulación, los cuales, sin embargo, le legaron una fortuna que le sirvió para vivir holgadamente sin dar un palo al agua el resto de su vida. Con parte de la herencia se compró una casa a las afueras y allí vivió vegetando y contemplando el paisaje desde la ventana de su dormitorio, situado en la planta superior de la vivienda. Semejante actividad le vació de alicientes el alma y el cuerpo; al aburrimiento del alma no pudo combatirlo con nada, pero al del cuerpo lo hizo con el tabaco. Por aquel entonces, una mujer del pueblo empezó a tirarle los tejos más motivada por el dinero que por  amor hacia él. Aceptó vivir con él rodeada del humo y el fétido olor del tabaco esperando que algún día se decidiera a casarse con ella, pero el fumador sólo aceptaba casarse con las cajetillas de tabaco que compraba. Aún así, permaneció en la casa compartiendo con él el mismo techo aunque no el mismo lecho pues, para darle celos y el último empujón que necesitaba para llevarla al altar, solía acostarse precisamente con el estanquero que le vendía el tabaco. Sin embargo, esa acción, como en casi todos los casos, resultó contraproducente pues, a los pocos días de enterarse, Luis, la puso de patitas en la calle y empezó a comprar el tabaco en la ciudad. Hasta que me conoció a mí, que según él, soy su mejor amigo porque no me meto con su costumbre de fumar a todas horas y le dejo hacer su vida, aunque le llamo simpáticamente el Colillas y le recuerdo a menudo que es realmente un hombre lo más parecido a un cigarrillo con piernas: seco, blanco, largo…; y sólo le faltaba dormir sobre un cenicero.

El que hablaba así de Luis Delgado era su mejor amigo Cándido Guerra, cuyo nombre encerraba veladamente una gran contradicción con su persona: lo de Cándido le pegaba perfectamente; en cambio, lo de Guerra era casi un insulto, porque Cándido era incapaz de hacer daño a nadie, ni a sí mismo siquiera porque, a diferencia de su íntimo amigo, en toda su vida jamás se había llevado a los labios un cigarrillo encendido. Solía decir a propósito Cándido que el humo del tabaco que se traga el fumador era como un ser infernal que primero martiriza su garganta y luego pulveriza sus bronquios. A la garganta la convierte en una caña seca sin música y sin voz, y a los bronquios en chimeneas sin tiro.

Cándido era bondadosísimo, casi inocente absoluto, de tal manera que, por no molestar en las tertulias de los sábados por la tarde, apenas abría la boca si no era para decir dos palabras de aprobación tras la intervención de algún contertulio. Sin embargo, cuando salía a relucir en la reunión el recuerdo de Luis Delgado, el Colillas, todos nos callábamos de repente como congelados por la varita mágica de un brujo porque sabíamos que Cándido Guerra iba a tomar la palabra. Y es que sabíamos que Cándido conocía cosas del Colillas que ni siquiera habían pasado por nuestra imaginación, como las que nos contó en una de aquellas tertulias tras pedir la palabra del modo tan tímido que tenía de hacerlo.

--Nada más levantarse el Colillas—dijo--, se entregaba decidido a un rito escandalosamente humeante. Eso lo podía hacer porque, dada su soltería impenitente, no había nada que se lo impidiera y la casa donde fumaba, digo vivía, era grande, fría y destartalada. El rito consistía en lo siguiente: encendía su primer cigarrillo en el dormitorio, situado en lo más alto de la casa, le daba dos chupadas y lo dejaba humeando en el cenicero de vidrio que siempre aguardaba insomne en el repecho de la ventana; prendía el segundo cigarrillo en el arranque la escalera que llevaba a la planta baja, lugar donde se hallaban el comedor, el lavabo y la cocina; lo prendía, le daba dos chupadas y lo dejaba humeando en el cenicero de metal que reposaba en lo alto de la barandilla; bajaba a la cocina y allí encendía el tercer cigarrillo, le daba igualmente dos chupadas y lo dejaba humeando en el cenicero de roca de la mesa, que aguardaba impertérrito para cumplir con su cometido; se preparaba un ligero desayuno de café con leche, que enseguida tomaba. Hasta aquí la primera parte del rito humeante. Porque enseguida, sin darse un segundo de respiro, le aplicaba al cigarrillo de la mesa de la cocina dos nuevas chupadas y lo volvía a dejar sobre el cenicero. Subía la escalera y, al llegar a lo alto, daba otras dos chupadas al cigarrillo que seguía humeando en el cenicero colocado allí y lo volvía a dejar como en ocasiones anteriores para dirigirse al dormitorio donde le esperaba el primer cigarrillo; le daba dos chupadas nuevas y lo volvía a dejar en el cenicero del alféizar de la ventana. Así repetía la operación las veces que hicieran falta hasta que sólo quedaban sobre los tres ceniceros las colillas apagadas de los tres cigarrillos. Recitaba cuatro versos que tiempo atrás había escrito dedicados al cenicero (porque habéis de saber que el Colillas tenía trazas de poeta, al menos de buen versificador; ya sé que no es lo mismo, pero para el caso sirve), recitaba, digo, los cuatro versos siguientes:

“Tu trabajo es muy sencillo:
de vidrio, metal o roca,
tú recoges en tu boca
la muerte del cigarrillo.”

Y a continuación recogía las tres colillas y las guardaba en un cajón del mueble del comedor junto a las colillas anteriores, abundantes restos del rito mañanero. Ante mi extrañeza, me decía Luis que recogía las colillas para tiempos de vacas flacas, tiempos que, desgraciadamente, a la postre llegaron. Entonces Luis, ya consumido y falto de fuerzas y vida, empezó a recurrir a esas colillas (de ahí el mote con que se le conoce) para, ayudado de aquellos librillos de fumar que la estanquera le fiaba como a buen cliente que había sido durante lustros, prepararse nuevos cigarrillos con que seguir el rito humeante de cada mañana.

Cándido Guerra se tomaba un respiro antes de concluir su intervención:

--Pero, como todos sabéis, pocos cigarrillos lió el Colillas. Una mañana empezó a salir humo de su casa y un vecino, alarmado, llamó a la policía. Cuando los agentes llegaron, ya era demasiado tarde. Toda la casa ardía en llamas y, tras lograr a duras penas abrirse paso entre las llamas para acceder al dormitorio, encontraron a Luis calcinado, humeando como uno de sus  cigarrillos sobre la cama. No tuvieron que investigar mucho para dictaminar que el fuego se había propagado por la casa a partir del cigarrillo que, a medio consumir, reposaba a un lado del hombre que, sin duda había encontrado la muerte sin enterarse.

viernes, 19 de abril de 2013

EL POEMA DEL MES


EN EL FONDO AÑORAMOS OTRO ABRIL
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Salir a ver el mundo y comprobar
las pálidas monedas del olvido,
las olas de la edad.
Y poco a poco ver cómo madura
el árbol con sus sombras más humanas,
aun sabiendo que dentro, por la savia,
boga la muerte hacia su puerto.
 
Como la fruta
bajo la ley del tiempo y de la espera,
como el vino sujeto a los rigores
y disciplina de la fiel barrica.

La dura vigilancia, las condenas
que nos suben al cielo
o nos sepultan en el barro.
 
Celebrar la madurez,
crecer  en la madera
como una yedra fiel. ¡Oh, sacramento
del vino, que nos salva!
Y entregarse a la boca de la vida
como a su surco se da el grano.
 
Nos alza el sol del día como a un fruto
pendiente de su rama. Todavía
seguimos un día más entre el asfalto
comido de remiendos y la cúpula
del cielo salpicada de humo y polvo.
 
Peinémonos las canas del olvido
y mintamos al mar donde aún estamos
sufriendo de oleaje. El corazón
nos late todavía en su desván
de dudas y temores. Aún podemos
alegrarnos el alma con masajes
                                               de esperanza y caricias de los nietos.
 
En el fondo añoramos otro abril
al mojarnos los labios de cerveza.

lunes, 15 de abril de 2013

MIS POETAS José Ángel Buesa


 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
A José Ángel Buesa, poeta cubano nacido en 1910, lo descubrí como a algunos otros en el Mercadillo de los Libros de San Antonio, recién llegado a Barcelona en 1964. Ya sé que es algo tarde para descubrir a un poeta tan grande como Buesa, pero como dice el refrán “Nunca es tarde si la dicha es buena”, y la dicha de contarlo entre uno de mis poetas sigue viva en mí.

Lo que me gusta de José Ángel Buesa es su gran parecido con mi siempre admirado Gustavo Adolfo Bécquer, que en realidad lo debía haber colocado en primer lugar en esta colección si mi intención hubiera sido hacer una galería de poetas por orden de afinidades y admiraciones. Pero no ha sido ese el criterio que pienso seguir aquí. Mejor dicho, aquí no pienso seguir ningún criterio, salvo el espontáneo que la memoria me vaya dictando.

 Decía que Buesa tiene para mí un gran parecido con Bécquer. Su sentimentalidad, su sencillez a la vez que una fuerza especial para expresar el amor, su actitud confesional y un gran conocimiento de la esencia de la poesía, que para mí se cifra en la belleza, la imaginación, la musicalidad y la emoción. Y un poco de ingenio.

Un ejemplo palpable de las afirmaciones anteriores lo constituye sin duda la

 

CANCIÓN PARA LA ESPOSA AJENA

 
Tal vez guardes mis libros en alguna gaveta,
sin que nadie descubra cuál relata tu historia,
pues serán simplemente los versos de un poeta
tras de arrancar la página de la dedicatoria…

 
Y pasarán los años…Pero acaso algún día,
o acaso alguna noche que estés sola en tu lecho,
abrirás la gaveta  --como una rebeldía
y leerás mi libro—tal vez como un desprecio.

 
Y brotará el perfume de una ilusión suprema
sobre tu desencanto de esposa abandonada.
Y entonces con orgullo, marcarás un poema…
y guardarás mi libro debajo de la almohada.

 

 

sábado, 13 de abril de 2013

CUENCA CIERTA Y SOÑADA (y 3)


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
En cuanto a la tarde,
No nos ha dado tregua para el descanso.
La única tregua la disfrutamos ahora,
a las ocho de la tarde,
cuando estamos de nuevo en nuestra celda de convento,
intentando asimilar las emociones vividas en Cuenca,
en el casco antiguo de la ciudad de Federico Muelas,
sosegando la miranda en la galería del patio con pozo
que a través de la ventana vemos tumbados en la cama.
Las tejas, las chimeneas, el cielo calmado…

La tarde, entre lluvia y lluvia, nos ha deparado de todo.
Alegría casi infantil
en el trenecillo que nos lleva al Castillo,
la zona más alta de la ciudad en volandas,
mientras nos informa sobre datos históricos, artísticos,
folclóricos de Cuenca
pese a nuestros cánticos y cuchufletas
durante el recorrido:
la Casa Azul, San Felipe Neri,
los Tres Arcos del Ayuntamiento,
la Catedral, San Pedro…
Alegría que culmina en el Mirador del Castillo,
donde, bajo la lluvia ,
como un ser sacado de leyenda,
nos esperaba el guía artístico
que nos va a desvelar los secretos
del casco antiguo.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
En el Mirador, bajo la lluvia,
recortado por unas vistas impresionantes,
El Sagrado Corazón del otro lado
de la hoz del Huécar, sobre los farallones
donde anidan los buitres leonados,
nos habla de la hoz del río abajo,
del Puente de San Pablo que en la altura
su hierro hipotecado salva abismos
entre el Parador Nacional, ayer convento,
y las Casas Colgadas y el gemido
de la Sirena en noches destempladas,
Nos habla de la historia y la leyenda
que conserva como oro en paño Cuenca,
tesoros de arquivoltas y retablos,
de amores y batallas, almenas y sillares
de esta parte más alta
que como proa de barco gigantesco
avanza en mares de vientos y celajes.
 
No nos damos sosiego
y entre abrir y cerrar de paraguas
por escalinatas, callejas, pasadizos
desfila ante nosotros la historia de esta Cuenca
que parece soñada en ocasiones.
Los templos, los museos, los palacios…
Los personajes que tejen a la vez
amores, guerras, muertes y milagros.
Desde San Pedro a La Merced
desenrosca su vida antigua Cuenca.
En medio del camino, la belleza
y la ruina de la Catedral,
las vaquillas de San Mateo,
la Torre de Mangana
que marca la hora que le da la gana
y los tiros de la plaza señalados
en la vieja piedra de las portadas,
sin que falte el alajú y el resolí
para cerrar con buen sabor el recorrido.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Cuenca en volandas que soñó el poeta,
misteriosa y monumental,
casi pájaro, casi ciprés, casi cielo…
Cuenca volada sobre piedra herida
de viento, agua y hielo…
Pensamos mientras el autobús nos lleva
de vuelta a nuestra Cueva del Fraile
y vemos desde la carretera que sigue al Huécar
las casas asomadas al abismo.
 
Repaso la emoción de la Plaza de la Merced
donde pasó un tiempo Tirso de Molina,
los tiros de la guerra estropeando
la paz de la fachada del Seminario,
el eco antiguo del barrio judío
que estuvo en estos lares,
la Torre de Mangana, luz en medio
de las sombras de la calle…
Está cerca la Cueva del Fraile,
las huertas, la cascada,
la roca que vuela sobre la carretera.
Y descanso la mente.

Pero aún resuena bajo nuestros pies
el alto puente de hierro de San Pablo
mientras buscábamos el lugar adecuado
para inmortalizar en nuestra cámara
las góticas Casas Colgadas de Cuenca.
Aquí llevo la cámara, abrazada.
¡Cuánto amor, cuánta admiración,
cuánto desvelo esperan en la galería callada
de la memoria de esta cámara de fotos!
Recuerdos e instantáneas
de momentos contemplados
por la atónita mirada.
Mañana, dentro de un tiempo,
cuando volvamos a ver
esas instantáneas visuales,
paisajes, monumentos,
esquinas de calles y piedras extasiadas,
volverán a nosotros retazos de vida
vividos estos días en la Ciudad del Vuelo.


Tercer día
 
Los últimos días de todos los viajes
se parecen en la tristeza
que representan todas las despedidas.
Pero también se parecen
en la satisfacción que da
el hecho de conservar como en un tesoro de recuerdos
cada segundo vivido intensamente
en el tiempo que duró el viaje,
viaje que siempre es un paréntesis
de sorpresas y aventuras
ajenas a la rutina de la vida cotidiana.
Y mientras el autobús nos devuelve a ella,
más significación adquiere este mágico paréntesis.

jueves, 11 de abril de 2013

CUENCA CIERTA Y SOÑADA (2)


Segundo día











Llueve. De la noche pasada bastará recordar
Que dormimos en un antiguo convento:
La penitencia… románticas apariciones…
Bromas aparte, lo que nos espera hoy
Sigue siendo cosa de encantamiento.
¡La Ciudad Encantada!
Desde alturas escalofriantes
El autobús nos permite hacer de pájaros
Y admirar paisajes extraordinarios,
Altos farallones de piedra erosionada,
Abajo el río Júcar salido de madre
 Y la ciudad de Cuenca como un lugar de cuento.
 
Estamos en el reino de la niebla.
El árbol y la piedra son los reyes.
Y en medio, la serpiente oscura de la carretera.
El autobús asciende, asciende…
Y de repente, la Ciudad Encantada.
 
Dos horas de recorrido por el mundo de la imaginación.
Nuestros únicos acompañantes, la niebla y la lluvia
…y al final hasta unos cuantos copos de nieve.
Aquí, en la Ciudad Encantada, a 1500 metrosde altura,
En plena Serranía de Cuenca, todo es posible.
La piedra calcárea, ciclópea y erosionada,
Es la verdadera protagonista de la mañana.
Puentes, arcos, gargantas, barcos varados,
cabezas de persona, animales fantásticos,
caminos de cuento, jardines imposibles,
musgos, líquenes, tomillos
y hasta algún pájaro despistado
que de pronto rompe este profundo y pétreo silencio
con un gorjeo que es sorpresa y llamada del más allá.

 
 













A mediodía, aún sin desencantarse del todo los viajeros,
Son llevados por el autobús casi en volandas,
A ras de precipicios vertiginosos,
Hacia otro encantamiento: la Ventana del Diablo.
A la derecha queda el nacimiento del río Cuervo.
Y por un tobogán de escalofrío
Vamos recordando
el Paraíso anterior de la Ciudad Encantada
Hacia los dominios del Diablo.
Pinos y más pinos,
rocas y más rocas abren paso al autobús
Que en manos del chófer
convierte el mareo y el vértigo en aventura.

Desde la Ventana del Diablo,
En contra de lo que pudiera esperarse,
Admiramos un nuevo paraíso:
Un Paisaje de alturas silenciosas y violetas,
Vuelos de lluvias y nieblas.
Desde los arcos de piedra de la Ventana
Los ojos se emocionan tanto como el corazón.
Abajo, muy abajo, entre paredes de roca,
Taludes de pinares y verdes enriquecidos por las lluvias,
Baja formidable, retorciéndose en olas y en espumas,
El valiente Júcar.
Ya en carretera plana, de vuelta a la Cueva del Fraile,
Nos saluda momentáneamente el sol,
En otra tregua de la lluvia.

 

lunes, 8 de abril de 2013

CUENCA CIERTA Y SOÑADA (1)

«Alzada en limpia sinrazón altiva
–pedestal de crepúsculos soñados–,
¿subes orgullos? ¿Bajas derrocados
sueños de un dios en celestial deriva?


¡Oh, tantálico esfuerzo en piedra viva!
¡Oh, aventura de cielos despeñados!
Cuenca, en volandas de celestes prados,
de peldaño en peldaño fugitiva.


Gallarda entraña de cristal que azores
en piedra guardan, mientras plisa el viento
de tu chopo el audaz escalofrío.


¡Cuenca, cristalizada en mis amores!
Hilván dorado al aire del lamento.
Cuenca, cierta y soñada, en cielo y río».

                        Federico Muelas




Cuenca en la lluvia:
¿quién se atreve a reír
mientras escucha

el llanto humilde
que abrillanta la pena
de los jardines?
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Primer día
 
Llovía cuando salimos de casa. Era de noche cerrada.
Y ahora, dos horas más tarde, con dudosa luz de día,
el autobús que nos lleva
se abre paso hacia el sur entre neblinas.
El paisaje apenas tiene color.
Sólo el verde, bajo el gris difuminado de la niebla,
va despertando poco a poco.
 
Tras desayunar y estirar las piernas,
reemprendemos la marcha.
Vamos dirección a Valencia.
A ambos lados de la ruta, desde hace un buen rato,
nos siguen extensos y verdes naranjales.
Sobre nuestras cabezas,
grandes y grises manchas de nubes
y escasos retazos de azul.
Leemos, para que el tiempo no se nos haga tan largo,
alguna información histórica,
artística y literaria sobre Cuenca.
 
Dos horas más tarde
el autobús abandona la dirección a Valencia
Para tomar la de Madrid.
La escasa luz anterior
empieza a apagarse
ante las cada vez más espesas capas de nubes.
Vídeo en la pantalla del autobús.
Y enseguida,
para hacer caso a los pronósticos del tiempo,
la lluvia hace su aparición en el parabrisas del autobús.
 
Y sólo media hora más tarde diluvia.
Los viajeros nos hacemos lenguas de lo que está cayendo.
La película sigue su propio camino:
amores y descubrimientos.
Seguimos por la Autovía del Este dirección a Madrid.
La lluvia cesa y aparece el sol momentáneamente
como un intruso en el paisaje,
habitado ahora, a un lado y a otro, por extensos viñedos.
Esto es lo que tiene atravesar media España.
Lluvia, sol, naranjos, viñedos.
Cielo caprichoso, clima y cultivos variados.
 
La una y vuelve a llover cuando vamos
Por la N. 320 dirección a Cuenca
y acaba la película felizmente.
Nueva visita de la lluvia
Cuando recorremos las últimas curvas de la carretera.
Cuenca se palpa en todos los ánimos.
Sol de nuevo. Amplios espacios azules en el cielo.
Amplios pinares a ambos lados de la carretera mojada.
 
Según lo previsto, sobre las dos atravesamos Cuenca
por la carretera que bordea la hoz del Huécar.
Camino del Hotel, La Cueva del Fraile,
que se halla a escasa distancia de la ciudad,
estallan las primeras
exclamaciones de admiración entre los viajeros
ante la vista de las Casas Colgadas,
el Puente de San Pablo,
las colosales rocas calcáreas y otros detalles de Cuenca
que tendremos ocasión de ver con más detenimiento.
De momento la primera impresión:
Cuenca en volandas,
como dijo su poeta Federico Muelas.
La carretera que lleva al Hotel está llena de sorpresas:
huertas junto al salvaje Huécar, cascadas increíbles,
rocas voladizas al borde de la ruta,
pinos y… ansias de llegar.
El hotel donde nos alojamos fue un antiguo convento.
De él queda aún el patio con su pozo
y la galería adonde se asoman las puertas de las celdas,
el comedor en cuyas paredes cuelgan pinturas sacras,
las vigas de los techos, rincones de estudiado sosiego,
el ladrillo asceta y los sencillos aperos de labranza,
los trillos, los arados, los fuelles, las cerandas…
Nuestra celda es un trozo de silencio
con vistas a la lluvia y al charol
de los rojos tejados
y al perfume labriego del tomillo.
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La primera tarde en la Cuenca más nueva
se ha pasado por agua.
Armados de paraguas y paciencia,
nos arrimamos al moderno Auditorio
y escuchamos la música que toca
en su oboe el músico de hierro de la lonja.
Bajo el óxido rojo de la estatua
suena maga la lluvia y el rumor
encajonado del Huécar.
Junto al puente, el convento de clausura
de la Concepción, el silencio del torno
y la muda imprenta en lo alto de la escalera.
Lo demás, el vuelo de la piedra, el cielo oscuro
y las petacas de resolí.