sábado, 30 de abril de 2011
Memorias de un jubilado
viernes, 29 de abril de 2011
Una novela del siglo XVIII
Los turbios negocios del señor Dalmau
Debo empezar diciendo que en casa de los Dalmau i Grau tuve de todo, pero no la felicidad. Seguramente mi temperamento y mis genes, contrarios a los de la poderosa familia que me acogió, me lo impidieron. Además hubo algunos detalles que me apartaron de seguir formando parte legítima de ella. El primero de ellos y más importante fue una conversación que oí desde mi cuarto un día que no acudí a las clases de la Universidad. Era un día de crudo invierno que preferí quedarme bien abrigado en mi cama leyendo algunos pasajes del Satiricón, en especial los relatos que se cuentan entre sí ciertos comensales invitados al banquete de Trimalción. Me hallaba leyendo el de la matrona de Éfeso, aquella que se pasaba las noches en el panteón de su marido, recientemente muerto, del que en vida había estado profundamente enamorada, hasta que apareció el soldado que vigilaba cerca de allí los reos que habían sido colgados para que nadie se llevase ninguno, cuando entraron en el salón contiguo mi padre adoptivo y uno de sus mejores amigos el industrial textil de Sabadell el señor Casamitjana, al que reconocí en seguida por su recia y alta voz. El señor Casamitjana era un hombre engreído y basto, que sazonaba su conversación con tacos y chistes verdes, pero católico a machamartillo y aficionado a la caza como el señor Dalmau. Siempre se le oía llegar a casa cuando, tras dejar la calesa en el portal, entraba dando voces en ella y soltando una de sus gracias. Más de una vez mi padre adoptivo y él me llevaron a cazar con ellos a un lugar agreste y desabrigado situado al norte de Barcelona y al que todo el mundo llamaba la Guineueta porque era abundante en guineus o zorros. Allí, a decir verdad, me aburría soberanamente mientras esperaba oculto tras una mata a que mi padre adoptivo o el señor Casamitjana me gritaran que acababan de darle a un zorro para que saliera de mi escondite a buscarlo. Aunque nunca di con ninguno, pese a que uno y otro cazador juraban haber herido alguno. Después de cada una de aquellas frustradas cacerías, yo me sentía peor que un perro. Hasta que una vez en que, tras la jornada de caza sin caza, volvíamos a Barcelona en la calesa de mi padre adoptivo, se le ocurrió al industrial textil comentar que aunque yo era hijo adoptivo, sabía obedecer sin rechistar y comportarme como si realmente hubiera nacido en el seno de una familia tan ilustre y distinguida como las de los Dalmau i Grau. Se me ocurrió decirle que no hacía falta ser bien nacido ni hijo de buena familia para ser respetuoso y saber comportarse en sociedad y que, por el contrario, podía darse el caso de que personas descendientes de familias de alcurnia se comportaran sin ninguna clase y educación. Recuerdo que mi padre adoptivo, en vez de estar de acuerdo conmigo y así reconocerlo en aquel momento ante su amigo, me dedicó una mirada de reprobación tan elocuente que me dejó avergonzado delante del industrial, quien, sonriendo, dijo irónicamente a su amigo:
--Se ve que lo mandas a buenos colegios y que aprende en seguida nuestras cosas.
Odiaba al señor Casamitjana con todas mis fuerzas y no llegaba a entender la conducta hacia mí del señor Dalmau. Con el tiempo comprendí que había sido la señora Grau la que había decidido adoptarme y que él sólo se había dejado guiar por el deseo de su esposa y, sobre todo, por su falsa ética cristiana. Y que todos aquellos esfuerzos que había hecho por llevarme a conocer in situ las costumbres y festejos barceloneses cuando yo tenía doce o trece años, se debía exclusivamente a quedar bien delante de sus amistades, para que éstas comprobaran que había educado correctamente a su hijo adoptivo.
El caso es que aquella mañana de invierno que me quedé en casa leyendo el Satiricón les oí hablar de mí de la manera más indigna que dos personas pueden hacerlo de una tercera. En un momento dado el industrial le preguntó a mi padre adoptivo cómo le iban las cosas de la vida y del negocio familiar y éste le contestó:
--Bien, un poco liadas con el impago de algunos clientes, la adquisición de un cuadro primerizo de Viladomat, un bodegón con naranjas, la compra de tres nuevos libros de ese hereje de Diderot que acaba de efectuar mi mujer y la matrícula universitaria del muchacho.
Casamitjana intervino:
--Reconoce que tener en tu casa a alguien que no es de tu misma sangre, alimentarlo, vestirlo y pagar sus estudios como si fuera un hijo tuyo debe resultarte excesivamente molesto.
Lo que contestó mi padre adoptivo me llenó de indignación:
--Todo fue un capricho de mi mujer. Ya sabes cómo es ella. Además, tras la muerte de nuestro hijo, cogió aquella horrible enfermedad que la dejó estéril y la arrastró a una depresión de caballo.
Casamitjana intervino:
--Ya me acuerdo. Entonces fue cuando empezó a frecuentar aquellas lecturas francesas de dudosa reputación.
Dalmau:
--Pues como te decía, la depresión la llevó a querer tener por todos los medios un nuevo hijo. Y tras enterarse de la existencia del Orfanato de la calle de la Canuda, un día triste y gris parecido al de hoy, me arrastró hasta allí para adoptar un niño.
Casamitjana:
--Pero qué niño. Podíais haber escogido uno más guapo y lozano que el esmirriado que os trajisteis a casa.
Dalmau:
--A mi mujer le gustó él y no otro. Estaba el chico a un lado, solitario, y leyendo además. Esa estampa de niño aplicado en la lectura y retirado del bullicio escandaloso de los demás críos, le hizo inclinarse por él. La otra cara de la realidad, la fealdad y la tos del chiquillo, no le importaron lo más mínimo. Y yo, por no contrariarla y porque quería que se curase y así vivir con más tranquilidad dedicado a mis negocios, acepté resignado. No pude hacer otra cosa.
Después sacaron a relación el asunto de la relación con mujeres fuera del matrimonio y lo que escuché de labios de uno y otro, especialmente del señor Dalmau, me llenó de asco y repugnancia. Casamitjana hablaba de una mujer pelirroja que saltaba en la cama como un pez escurridizo cuando hacían el amor, y mi padre adoptivo, tras acompañar de buena gana las risotadas de su amigote, dijo:
--Creo que voy a cambiar de vaina; mi espada no entra a gusto en la que tiene. ¿Recuerdas la morena de los ojos tristes y las nalgas alegres? Esa debe de ser de las que hacen olvidar todas las penas, pese a la tristeza de sus grandes ojos. La próxima vez que volvamos cambiaré de luchadora.
Siguieron hablando un rato más antes de irse de nuevo a alguno de sus asuntos comunes, y yo me quedé pálido como la muerte sin saber qué pensar, hasta que un ataque de tos vino a ponerme en mi sitio. Medio aliviado, me tiré de la cama y dejé el libro en el mueble librería de mi madre adoptiva, por quien siempre y desde aquel día sentí una especie de ternura que nunca había experimentado hasta entonces. Luego me arreglé para salir a la calle mientras empezaba a pensar de qué modo podía vengarme de aquel hipócrita que hasta el momento había fingido ser mi nuevo padre y esposo ejemplar.
Pero no se me ocurría nada y el tiempo pasaba y mi repulsión hacia el señor Dalmau avanzaba a pasos agigantados. Pensé alguna vez irme de casa sin más, pero aquello no encajaba con el nuevo sentimiento que había nacido en mí respecto a mi madre adoptiva porque sin duda la dejaría ahogándose en un mar de tristeza. Y por otra parte, ¿adónde iría yo que más valiese? ¿Qué haría? ¿De qué iba a vivir? Tenía, eso sí, la confianza, confidencialidad y promesa de ayuda de mi compañero de estudios Albert Comte, hijo de un rico comerciante de vinos de Vilafranca del Penedés, que disponía de un piso pequeño de la calle Fonollar y más de una vez me había dicho que si en algún caso extremo necesitaba pasar unos días en su piso, no tenía más que decírselo. Pero aún era pronto para dar ese paso. Y así, ganando en fingimientos y disimulos al señor Dalmau, seguí haciendo vida normal de familia, y unas veces le acompañaba a él y a su chabacano amigo el industrial de Sabadell en aquellas jornadas de frustrante cacería al campo de La Guineueta y otras veces acompañaba a la señora Grau a las tiendas de la Rambla o en sus visitas a otras mujeres que, como ella, eran aficionadas a la lectura y a las reuniones sociales, entre las cuales había una que era muy hermosa, viuda y rica, a la que llamaban las demás en petit comité la “Viuda Entretenida”. Esta mujer parecía sentir por mí un cariño y afecto especiales a juzgar por el modo como me miraba y escuchaba cuando en ocasiones, muy contadas, me había atrevido a hacer oír mi voz en medio del coro de las mujeres. Ya volveré a ella en este relato.
Las salidas con los hombres, a diferencia de las de mi madre adoptiva, eran, ya lo he dicho, ejemplos palmarios de aburrimiento y hastío. Pero hubo una vez en que, para sorpresa mía, el escenario de la salida de mi padre adoptivo y el industrial Casamitjana cambió drásticamente y es que en aquella ocasión me llevaron en la calesa familiar hasta Horta, una zona residencial donde los nobles y los ricos hacendados barceloneses poseían palacetes montados con todo lujo. En uno de estos residía un hombre muy singular llamado Esquerra o Esquerda, que vestía con elegancia, hablaba muy correctamente el catalán y el castellano y poseía, además de una colección de ranas impresionante, cuadros barrocos de vírgenes y santos de incalculable valor y una biblioteca extraordinaria. A todo esto se añadía una educación esmeradísima y una generosidad digna de encomio. Conmigo estuvo de lo más atento y me dejó examinar a mis anchas algunos ejemplares de su colección de ranas, en especial las autómatas que, tras darles cuerda, movían por separado los ojos, la cabeza y las patas y daban graciosos saltos de casi una vara de longitud. Fue durante esa visita al curioso Esquerra o Esquerda donde di con la manera de vengarme de mi padre adoptivo.
Después de merendar, el amo de la casa se excusó un momento para ir a la biblioteca, ocasión que Casamitjana y mi padre adoptivo aprovecharon para criticar la forma de vestir de su anfitrión y su empleo casi constante del catalán para hablar de sus cosas. Poco duró la crítica, que no era más que envidia, de uno y otro porque el amo de la casa apareció de vuelta trayendo un libro negro con incrustaciones de piedras preciosas y láminas de plata y oro en las cubiertas.
--Antes de iros, debo agradecer vuestra visita como se merece -- dijo a mi padre adoptivo mientras le entregaba el libro negro--, y el favor que me vas a hacer al entregarle esta Biblia especial a don Matías.
Luego titubeó unos instantes y añadió:
--Lleva pidiéndomela mucho tiempo.
El señor Dalmau le agradeció también la confianza que ponía en él y momentos después caminábamos hacia la salida del palacete. Antes de despedirnos definitivamente del señor Esquerra o Esquerda, éste puso una mano en el hombro de mi padre adoptivo, le miró fijamente y le dijo:
--Ten bien presente lo que te voy a decir. Cuida del libro. Si su aspecto exterior vale mucho, su interior es de capital importancia.
Creí al instante que se refería lógicamente a su contenido, principalmente el del Antiguo y Nuevo Testamento. Pero más tarde, mientras volvíamos a la ciudad en la calesa y vi cómo apretaba el libro mi padre adoptivo, recordé la forma casi misteriosa que había adoptado el señor Esquerra para recomendarle que cuidara de él, aquella mano en el hombro, aquella mirada intensa…
Cuando llegamos a la ciudad ya la alumbraban sus más de tres mil quinqués de aceite protegidos por vistosos o aunque mugrientos faroles. Y ya llevaba en mi mente forjada la idea de vengarme de mi padre adoptivo y romper amarras con aquella familia, pese a que a la vez en mi corazón nacía una mezcla de dolor y compasión por la señora Grau.
Aquella misma noche me levanté sigilosamente y me dirigí al escritorio de mi padre adoptivo, encima de cuya mesa había dejado la misteriosa Biblia. Tal como había sospechado, el libro negro con incrustaciones de piedras preciosas y láminas de plata y oro en sus cubiertas ocultaba en su interior mucho más que el Antiguo y Nuevo Testamento. Entre sus páginas había una lista de las personas de la ciudad tildadas de conspirar contra la Iglesia y el Rey. Dejé todo como estaba y en el mismo sitio que antes y volví a mi cama, donde empecé a rumiar los pasos que daría al día siguiente… y los otros que le seguirían.
Tantearía en primer lugar la posibilidad de que el amigo Comte siguiera dispuesto a dejarme pasar unos días en su piso, hasta que encontrara un medio de vida suficiente para alimentarme y poder pagarme un alojamiento propio. Una vez conseguido esto, pasaría al siguiente paso, que era robar el libro negro con la lista de conspiradores dirigida al cura de Santa Ana (lo que hiciera con la lista ya lo decidiría sobre la marcha), y dejar para siempre la casa de los Dalmau i Grau, si bien antes le dejaría a mi madre adoptiva una carta explicándole los motivos de mi marcha y mi eterno agradecimiento por las atenciones que había tenido siempre conmigo.
jueves, 28 de abril de 2011
Fotografías que hablan
La vida está hecha de esperas. La mayoría de las veces esas esperas tienen un desenlace feliz, como el que sigue al momento de hacer la foto. Un paseo por el pueblo donde descansas y te refugias, una compañía agradable y el mar siempre presente. Quizá sea la barca el elemento más claro para indicar actividad, movimiento, viaje, regreso, peso a estar varada en la arena de la playa. Pero en la foto es algo más. Es complemento de reposo, de ensoñación. Y la mujer, causa y efecto de todos los reposos, de todas las ensoñaciones. De un momento a otro se incorporará para unirse al destino de otra persona, seguir paseando hacia Minerva, la diosa de la sabiduría. Y es que en buena compañía los conocimientos se hacen más asequibles al ser humano. Por eso la espera, en ocasiones, es símbolo de novedad, conocimiento, sabiduría.
miércoles, 27 de abril de 2011
De vista, de oídas, de leídas
Hoy se hará entrega del prestigioso premio literario a una de las escritoras vivas con más y mejor trayectoria literaria. Ana María Matute (Barcelona, 1926) se dio a conocer al publicar varios cuentos en el semanario Destino, una verdadera promesa que se hizo realidad al clasificarse con muy alta nota en el Premio Nadal de 1947 con Los Abel cuando sólo contaba diecinueve años de edad, y diez años más tarde al conseguir dicho galardón con Primera memoria, una de las novelas que más me gustan de Ana María Matute. Y en medio, en 1954) logró el otro gran premio de narrativa española, el Planeta, con Pequeño teatro. En su larga vida como escritora no ha dejado de recibir distinciones y reconocimientos. Y ahora, como colofón a su entrega a la escritura bella recibe el más grande de todos, el Cervantes. Felicitaciones sinceras. Se lo merece esta gran conocedora del mundo de los niños (ella misma siempre se ha considerado una niña que crece inexorablemente) y poseedora de un lenguaje que linda con la poesía. La ternura y la belleza de su lenguaje siempre será recordado por quienes la leemos sin condiciones. Aún recuerdo cuando en su casa me regaló un montón de volúmenes suyos y me firmó con lágrimas en los ojos Los niños tontos. Tengo delante el libro y su firma inconfundible formada de líneas verticales (la N y las M) y cruces (las T). Su amistad desinteresada siempre irá conmigo, como su amor por los niños alegres en un mundo triste.
Una muestra de su estilo
"El hijo de la lavandera
domingo, 24 de abril de 2011
Los libros que hay que leer
sábado, 23 de abril de 2011
Una novela del siglo XVIII
Luego, de camino al domicilio de mi contacto de Madrid, pasé por la taberna del Indiano, llamada así porque su dueño había estado un tiempo buscando fortuna allende los mares. Éste, el Indiano, era un tipo que no se metía con nadie ni hacía preguntas inoportunas. Al contrario, se le conocía por su hospitalidad y discreción, y solía tratar a sus clientes con sumo respeto y franqueza, como si los conociera de toda la vida. Aunque, eso sí, prefería guardar silencio sobre los años pasados en las Indias, de modo que a los pocos que se atrevían a preguntarle por qué, habiendo estado en tierras americanas, al alcance de tantas riquezas y tesoros, sólo había podido comprarse una taberna, les contestaba sonriendo:
--Yo no tuve tanta suerte como otros, un Amat o un Xifré.
La cuestión es que el Indiano me permitió dejar mis cosas en un cuarto que tenía anejo a la taberna y me fió el desayuno, un chocolate espeso y caliente acompañado de unos bizcochos.
Me eché de nuevo a la calle y, al paso que me permitían mis torpes piernas, atravesé un dédalo de pequeñas y estrechas callejuelas camino de la casa de mi contacto de Madrid. Por un momento, dada la urgencia que me movía, olvidé el contratiempo que me esperaba al entrar en la inhóspita calle donde vivía mi contacto. Todo el mundo llama a esa curiosa calle la de Las moscas porque nada más embocarla un aluvión de esos malditos dípteros salen al encuentro del recién llegado para darle la bienvenida no de muy buen modo como puede deducirse. Y es que allí se acumulan una cantidad excesiva de tiendas de comestibles que exhiben al aire toneles de arenques, bacalaos colgados en las fachadas, embutidos de todas clases, sacos de legumbres y cientos de alimentos parecidos que atraen a las moscas como una cosa mala. Y si atravesar la nube de moscas sin vomitar el chocolate del desayuno me costó lo mío, entrar en el portal donde vive mi contacto madrileño fue como hacer una visita al infierno de todos los malos olores, incluyendo los orines y excrementos animales y humanos. Pero lo peor me esperaba al entrar en su vivienda, cuya puerta estaba arrancada de sus jambas, producto sin duda de una desmesurada violencia. Y es que mi contacto de Madrid, un hombre grueso y grande como un roble, aparecía caído en el suelo al lado de la mesa de su escritorio. Tenía un charco de sangre bajo su cabeza y los ojos abiertos en un gesto de sorpresa infinita. Estaba muerto. No le toqué. Eché una ojeada en torno al cuarto y descubrí sobre una silla situada en un rincón una pila de ejemplares del Diario. Me hice con ellos y, dedicándole una última mirada de conmiseración a Ortega, que así se llamaba mi contacto madrileño, dejé el edificio todo lo deprisa que me permitió mi atrotinado cuerpo, no fuera que me topara con algún miembro de la policía y me hiciera cargar con el muerto. Y yo ya tenía demasiado con mis propios problemas.
Volví sobre mis pasos y, tras dar un rodeo, desemboqué en la Plaza del Teatro. Allí me llamó la atención un grupo de gente arremolinada a la puerta del Ateneo. Instintivamente apreté contra mi cuerpo los ejemplares del Diario y me acerqué. Leí en el tablón de anuncios que el profesor Cabré iba a leer un discurso sobre nuestro siglo y sus principales directrices; así que para aliviar un poco el cansancio de mis piernas, entré a escucharle un rato. Lo encontré muy envejecido y leía con retranca y afanosamente sus papeles; además, de vez en cuando, levantaba sus ojos de ellos y abría la boca de forma llamativa para coger aire. Pese a estar en la primera fila y mirarme varias veces, no me reconoció, y eso fue cosa que me hizo confirmarme en la idea de que el profesor estaba tan viejo y decrépito como yo. Comprendí en seguida que su discurso no estaba bien articulado y, mientras de vez en cuando se limitaba a citar a Voltaire y a Diderot sin venir muy a cuento, nos largó un pesado rollo sobre los adelantos científicos, geográficos y económicos, intentando sazonarlo con un montón de nombres mezclados, entre los que aparecieron los de Galvani, Franklin, Jenner, Lavoisier, Guyton, Cook, Behring, Quesnay o Herschell, por mencionar los que ahora recuerdo. Yo esperaba la sagacidad del profesor de otros tiempos al afrontar los problemas de lo que algunos han dado en llamar la Ilustración, palabra tan empleada por unos y otros de modo muchas veces contradictorio, pero que entre nosotros, los del pueblo llano, no había tenido mucha aceptación.
En un número del Diario de hace unos años recogí las sabias palabras de Cabré. Decía que esa corriente entre filosófica y existencial, más francesa que española, nos había traído muchas cosas buenas. Entre ellas, la lucha contra el analfabetismo con la creación de escuelas primarias, la fundación de Academias e Instituciones culturales, la facilitación del comercio, la abertura de caminos y el levantamiento de puentes, la construcción de magníficos edificios públicos, el cultivo de las ciencias naturales, las matemáticas, la historia o la arqueología. Pero también la Ilustración nos había traído otras cosas no tan buenas, como cierto intelectualismo de tendencias racionalistas, un anticlericalismo furibundo y rabioso, la relajación de las costumbres, un pietismo sentimental, un barniz de erudición y aires de modernidad sospechosa. Y en cuanto a la literatura, todo se subordina a la corrección y a la utilidad didáctica; y así, al teatro le falta la fuerza dramática que tenía en siglos anteriores en un Lope o un Calderón, y a la poesía la matización espontánea y auténtica de los sentimientos del poeta, tal como se venía haciendo en épocas precedentes, en personalidades tan interesantes como Quevedo, Góngora o el mismo Fénix de los Ingenios. Recuerdo las palabras del profesor con las que yo cerraba aquella reseña: “Dios es suplantado por la Naturaleza y las creencias por la Razón, la Providencia por las leyes físicas y la moral cristiana por la ética laica.”
Al profesor Cabré lo había conocido unos cuantos años atrás, concretamente en la Asociación de Teatro de la Universidad de la que yo formaba parte. En aquella ocasión el profesor dictó una soberbia e inteligente conferencia sobre la literatura española del siglo y a mí me tocó cerrar el acto con unas palabras de agradecimiento al profesor, aunque en aquella ocasión yo estaba pasando unos momentos muy delicados. Fue entonces, lo recuerdo bien, cuando el ilustrado madrileño, que me había contratado para colaborar en el Diario, me propuso divulgar las obras de los autores que yo considerara fundamentales dentro del panorama poético, ensayístico y teatral del momento.
Ya era tarde cuando, tras recoger mis pertenencias de la taberna del Indiano, entraba con más miedo que otra cosa en mi piso del Raval. Encendí la lámpara con miedo de descubrir allí dentro la huella violenta de los sicarios de don Matías, el cura de Santa Ana. Pero para mi alivio, todo estaba como yo lo había dejado en las primeras horas de la mañana cuando abandoné el piso. Bueno, todo no. Porque alguien había dejado sobre mi mesa de escritorio una nota que no dejaba lugar a dudas:
A TU AMIGUITO EL BOLA DE SEBO YA LE HEMOS PAGADO COMO SE MERECÍA SUS MALOS SERVICIOS A NUESTRA RELIGIÓN. SI TÚ NO DESAPARECES PARA SIEMPRE DE BARCELONA Y DEJAS DE SEGUIR SU EJEMPLO, ACABARÁS DEL MISMO MODO. NO HABRÁ MÁS ADVERTENCIAS.
De repente me puse a temblar de pies a cabeza como un atacado de alferecía, y un acceso de tos me puso al borde la muerte. Cuando desapareció la tos casi del todo, mi cerebro seguía sin razonar claramente. Aún así, intenté pensar en lo que podía hacer para no acabar como Ortega. Fue inútil: no se me ocurría ninguna salida ni ninguna solución. Sin poder pegar ojo y en espera de otra cosa más productiva, me dediqué a echar una ojeada a los números del Diario que me había traído de casa de Ortega creyendo que así el miedo que tenía me iba a desaparecer. Debo reconocer, sin embargo, que parte de los temblores que padecía se me aliviaron releyendo las reseñas y artículos que yo había escrito para el Diario en otro tiempo mejor. Allí estaban mis aportaciones a una especie de costumbrismo que hasta entonces no había visto en lo que se escribía en la época, aportaciones que habían gustado al ilustrado madrileño que había contratado mis servicios de corresponsal del Diario en Barcelona. Viejas tradiciones y leyendas recogidas a pie de calle en mi constante deambular por el Raval barcelonés y sus alrededores y de boca de sus propios habitantes. La bajada de la calle por donde la mártir Eulalia había rodado metida en un tonel, la torre de Canaletas donde estuvo preso el colega cronista Felíu de la Peña, acusado de conspirar contra Felipe V a favor del archiduque Carlos, la calle de la Rosa, llamada así no porque oliera bien como la flor del rosal, sino porque vivía en ella una mujer de nombre Rosa, que en otro tiempo se había dedicado a vender su cuerpo, pero que, llegado el caso, fue capaz de salvar a dos niños cercados por el fuego en la casa de al lado, el viejo convento de San Agustín que fue derruido para contribuir con sus piedras a la construcción de la indeseada Ciudadela, la destrucción de parte del barrio de la Ribera y el alojamiento de que fueron objeto sus moradores en la recién construida Barcelonesa, el caso de un tal Ramón Marquet que fue ahogado en el mar por orden del rey Pedro III como castigo por haber asesinado a un caballero, y un largo etcétera que me entretuvieron gran parte de la noche. Aún así, los temblores no se me fueron del todo hasta que, al abrir uno de los últimos ejemplares de la pila, encontré dentro de él una llave y una carta escrita de puño y letra por Ortega, dirigida ex profeso a mi persona. Cuando acabé de leerla, tenía lágrimas en los ojos y en el corazón todo el agradecimiento del mundo dirigido al que acababa de morir a manos de aquellos salvajes. Me decía en la nota que si aquellas líneas llegaban a mis manos era porque él estaba muerto, pero que aún así, quería ayudarme. Y pasaba a contarme qué podía hacer con la llave que me había dejado allí. Era de un piso de cuya existencia nadie tenía noticia, salvo el casero, una persona digna de confianza, y ahora yo. A él podía mudarme para escapar de las acechanzas del cura de Santa Ana en espera de mejores tiempos. Concluía la carta avisándome de que allí escondía una prueba que inculpaba a don Matías de unos oscuros tejemanejes habidos en otro tiempo con una mujer, prueba que podía utilizar en caso de verme irremediablemente perdido, y me citaba el lugar exacto donde estaba oculto ese documento, vital para mí. Finalmente, me deseaba todo tipo de suerte. Volví a agradecer con todo mi corazón el gesto que acababa de tener conmigo aquel buen hombre, del que hasta el momento consideraba un simple contacto para mis negocios de Madrid y que a partir de entonces empecé a tenerlo como mi mayor benefactor, hecha la salvedad del señor Dalmau, el que fuera mi padre adoptivo hasta mi mayoría de edad.
viernes, 22 de abril de 2011
Memorias de un jubilado
¿Y a mí? ¿Qué detalles me gustaban de las procesiones de Semana Santa? Había muchos que para la gente mayor pasaban inadvertidos. Uno de ellos era oír tocar a la banda de cornetas y tambores de la Cruz Roja, cuyos sones inconfundibles siguen resonando en el desván de mi memoria. Otro detalle era el Barandales, un hombre que abría ciertas procesiones, en especial la de las tardes del Jueves y Viernes Santo, armado de dos grandes campanas atadas a sus muñecas y a las que volteaba cuando la procesión se movía, haciéndolas casi hablar, por no decir cantar. Aún recuerdo los versos que los chicos recitábamos sin parar a su paso y que de algún modo imitaba el ritmo de sus campanas:
--Tío Barandales, dales, dales…
También me emocionaban las sombras de los cofrades que, los propios cirios que llevaban en sus manos, proyectaban sobre las fachadas de las estrechas calles de la ciudad, por donde desfilaba la procesión en un silencio que hasta daba miedo. Me daban miedo en noches cuyo silencio sólo era roto por el rozar de las cruces de los penitentes en el suelo empedrado, las cadenas de los pies descalzos o las toses de algún acatarrado.
Me daban miedo los serios cofrades que pasaban rozando las aceras y lanzaban hacia nosotros sus miradas frías y penetrantes a través de las rendijas de paño de sus caperuzas. Alguna noche de esas, tras la procesión y una vez metido en la cama, soñaba con esos ojos fríos y penetrantes de los encapuchados y me mantenía desvelado hasta bien entrada la madrugada. Pero aún así, me sentía profundamente atraído por los cofrades que se vestían así para acompañar al Cristo muerto por las calles empinadas, pedregosas y estrechas de mi querida ciudad de la infancia.
Menos mal que todos esos miedos que me infundían los encapuchados eran briznas de hierba al lado del sentimiento que me embargaba cuando veía a Marta desfilar en la procesión de la Soledad los Sábados Santos, recogidamente bella con su tulipa y su cirio encendido, caminando al lado de la Virgen más sola de toda la Semana Santa, vestida de negro, con la mirada baja y habitada de lágrimas y sus manos recogidas sobre el pecho.
jueves, 21 de abril de 2011
FOTOGRAFÍAS QUE HABLAN
La rana es un juego ancestral. Lo usaban los antiguos reyes en sus jardines de climas benignos para esparcimiento del cuerpo y del espíritu. Para mí, coleccionador de ranas de todo tipo, el juego tiene un significado diferente. En mi juventud, a la sombra de una parra y en días estivales, compartía con mis amigos un porrón de cerveza mientras ejercitaba mi habilidad y puntería con las piezas circulares de hierro que debían colarse por la boca abierta de la rana de hierro que da nombre al juego desde una distancia considerable. Ahora en mi edad de abuelo y jubilado rememoro aquellos días lejanos y vuelvo a ellos, especialmente cuando mi nieto mayor me imita aunque haciendo la tierna trampa que su edad le permite. Juega con su abuelo a hacer sonar el vientre de la rana o el molinillo que gira delante del cuerpo del batracio al menor contacto con las fichas. El presente y el pasado juegan juntos. La eternidad se cumple.
martes, 19 de abril de 2011
Una novela del siglo XVIII
Hasta sus libros, que ocupaban librerías diferentes, eran de lo más dispares. La señora coleccionaba obras emblemáticas de Voltaire y Rouseau, entre las que no faltaban las Cartas inglesas, del primero, que, según decía ella, en el momento de aparecer causaron tan gran escándalo que su autor tuvo que exiliarse en Cirey, cerca de Lorena, protegido por su amiga madame de Chatelet; cuando mi madre hablaba de Voltaire se le iluminaban aquellos ojos azules como el cielo y aumentaba la elegancia de sus ademanes. Ni el Cándido, la obra maestra del francés, donde plantea el problema del Mal en el mundo y concluye con un cántico al trabajo y al progreso, parte que a ella le gustaba más citar y a mí leer, le producía tanta alegría. De Rouseau poseía, entre otras, El contrato social, una obra curiosa en el cual el ciudadano, por medio de un pacto social, dona sus derechos al Estado, que a cambio le asegura la igualdad social y la libertad política, porque la libertad individual queda sometida al bien común; y por supuesto el Emilio, o tratado de la educación, que es un colección de las ideas del autor y donde explica la teoría de una educación ideal para que la sociedad no corrompa al hombre, que es bueno por naturaleza. A la señora Grau le hubiera gustado que yo pudiera disfrutar de una educación así, pero las ideas de su marido parecían levantar una barrera infranqueable entre sus deseos y la realidad. En su librería había además varios clásicos tenidos por la Iglesia como altamente peligrosos, entre los que se hallaban El asno de oro o La metamorfosis de Apuleyo, las poesías de Safo, algunas comedias de Aristófanes o el Satiricón de Petronio, libro que en más de una ocasión curioseé antes de que mis padres adoptivos me inscribieran en la Universidad y aun bastante tiempo después, hasta casi mi independencia. Y una traducción catalana de Las Heroidas de Ovidio, hecha por el poeta barcelonés Agustí Eura. Sin contar con los libros más liberales de nuestra literatura, entre los que se contaban, si no recuerdo mal, el Libro de Buen Amor, La Celestina, La Dorotea o Guzmán de Alfarache, y de la literatura francesa, Gargantúa y Pantagruel o La princesa de Clèves, y hasta de la inglesa, con títulos tan significativos como Love in Excess, Moll Flanders, Una modesta proposición, Pamela, Tom Jones, Fanny Hill o Memorias de una cortesana, por citar las obras que yo más frecuenté.
El señor Dalmau era partidario de leer, mejor tener, obras de contenido más limpio y respetuoso para no tener nada que ver con la Inquisición, y desde luego más nacionales que extranjeras. Sin embargo, en su librería estaban, todo hay que decirlo, los libros que una persona culta que se precie debe leer. Aunque yo nunca lo vi entregado a tan gustosa y provechosa actividad. Allí encontré obras de reconocido valor universal que también leí con verdadera delectación. Por citar algunos títulos de los que a mí me llamaron más la atención, el señor Dalmau guardaba con mimo en aquel mueble torneado del salón una edición cuidadísima del Quijote realizada en las linotipias del impresor barcelonés Martín Gelabert, acompañado de un hermosísimo ejemplar del Tirant lo Blanc y buenas ediciones del Lazarillo de Tormes, Las mil y una noches, el Libro de mi vida de Teresa de Jesús, Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, tomos de poesías de Manrique, Garcilaso de la Vega, fray Luis de León y San Juan de la Cruz, así como varias comedias de Lope de Vega y Calderón de la Barca, como El caballero de Olmedo, La estrella de Sevilla o Fuenteovejuna, entre otras del primero, y El alcalde de Zalamea, La vida es sueño o La devoción de la cruz, del segundo; y algunas tragedias de Shakespeare, sin olvidar Hamlet, Macbeth o Romeo y Julieta, de cuya lectura me enamoré tanto que la releía sin parar hasta aprender algunos pasajes de la tragedia. Y en la mesita de noche siempre tenía mi padre adoptivo La imitación de Cristo, de Kempis. La cuestión es que de las dos colecciones de libros me servía a mis anchas cuantas veces quise.
En cuanto al cumplimiento de la familia Dalmau i Grau de los deberes del buen cristiano, ambos consortes se ponían de acuerdo, al menos delante de mí, para acudir, juntos y bien avenidos, al menos aparentemente, a las novenas, rosarios, misas y cuantos oficios sagrados tuvieran lugar. Unas veces íbamos a la Catedral, otras a Nuestra Señora del Pino y la mayoría de ocasiones a la iglesia de Santa Ana, cuyo párroco don Matías Huertas era amigo personal del señor Dalmau, quien, después de cada oficio, solía acudir a la sacristía para cambiar unas palabras con el cura. Don Matías era aburridísimo y excesivamente barroco en sus sermones, y en más de una ocasión oí decir a mi madre adoptiva refiriéndose a ellos, que don Matías tenía más de fray Gerundio que de fray Prudencio. Luego comprendí lo que quería decir con eso.
Una de las actividades que más me gustaban era la de acudir al teatro o a la ópera con ellos, en especial con mi madre adoptiva. Con el teatro (íbamos sobre todo a ver comedias porque, según decía la señora Grau, para sufrir la vida es un manantial de sufrimientos y nunca cesa de traérnoslos, y la risa, cuyos paréntesis suelen ser breves, nos alarga la vida), con el teatro, decía, me reía mucho y con la ópera enriquecía mi corazón y mis oídos a la vez. Nunca olvidaré, pese al cambio que ha experimentado mi vida por las circunstancias que ya contaré, los buenos momentos que pasé con mis padres adoptivos, especialmente con la señora Grau, cuya memoria siempre llevaré en mi corazón.
Cualquiera que lea estas líneas se preguntará asombrado cómo, tras ir a vivir a un lugar como aquel y formar parte de una familia tan ilustre como la de los Dalmau i Grau, un verdadero privilegio que muy pocos podían disfrutar, he acabado malviviendo en este humilde rincón del Raval barcelonés. Sin embargo, eso es mucho adelantar.
lunes, 18 de abril de 2011
Versos de antaño
domingo, 17 de abril de 2011
Memorias de un jubilado
sábado, 16 de abril de 2011
Fotografías que hablan
Los trigos, es tradicional, son los que mejor conocen a las amapolas. Crecen y mueren entre ellas. De ahí que no sepan vivir sin esta dama que aunque viene con la primavera y viste de rojo, siempre tiene el corazón de luto. Pensando en ello, dejé escrito hace mucho tiempo este haikú:
¡Las amapolas!
¿Por qué lloran los trigos
lágrimas rojas?
Pero la amapola que da título a esta entrada no tiene nada que ver con los oleajes amarillos de nuestras mieses. Es la amapola que en los primeros días de abril aparece de milagro en las orillas de los caminos para dar su tembloroso color rojo a los yerbajos que las lluvias parieron en las cunetas. Es la amapola que, como la de la fotografía, alumbra la soledad del prado, junto con otras flores amarillas. Una gota de sangre sobre un vestido de oro y esmeralda.
viernes, 15 de abril de 2011
Versos de antaño
jueves, 14 de abril de 2011
Los libros que hay que leer
miércoles, 13 de abril de 2011
Memorias de un jubilado
Recuerdo que mi madre solía poner las fuentes de las pastas bajo el baúl de la sala en espera de las ocasiones para degustarlos. Una de esas ocasiones era la del Martes Santo por la noche, momento en que la procesión del Jesús Nazareno y la Virgen de la Esperanza cruzaba el Puente. Entonces se reflejaba en el río un mundo de luces misteriosas que portaban por un lado los cofrades y por otro los faroles de los pasos de la Virgen y el Nazareno.
La procesión se detenía en el cruce frente a la plazuela unos minutos para despedirse los hermanos de ambas cofradías con sus respectivos pasos: Jesús seguía su camino hacia la iglesia de San Frontis y la Esperanza hacia la iglesia del barrio. Y cuando el silencio ocupaba el sitio que habían tenido las cornetas y los tambores de la Cruz Roja, y los templos con sus sendas imágenes habían cerrado sus puertas, aparecía en casa Demetrio, el amigo de mi padre, vestido con su hábito de cofrade de Jesús Nazareno y la caperuza doblada en un brazo. Era el momento de tomar una aceitada acompañada con un vasito de anís. La reunión duraba hasta que Demetrio decía que era tarde y tenía que irse a casa, en Pinilla, donde le esperaba su familia para tomar otra copa y otro dulce, como era costumbre. " (Perros y gatos, páginas 107 y siguientes)
martes, 12 de abril de 2011
Una novela del siglo XVIII
Me extrañó siempre mucho ver aquella clara muestra de ignorancia supersticiosa en una casa de señores tan distinguidos y al parecer tan liberales, hasta que un día me enteré de que la idea de retratar así al único hijo que habían tenido los señores Dalmau i Grau había sido de la abuela paterna, una señora que tenía más de aldeana que de señora y que había vivido toda su vida en un pueblo de Lérida junto a los Pirineos. En aquel pueblo alejado de las rutas civilizadas existían las leyendas y tradiciones más supersticiosas de toda España. Allí se creía, por ejemplo, que una mujer podía convertirse en bruja sin necesidad de pactar con el diablo; sólo le bastaba con desnudarse completamente y frotarse contra un matorral espinoso para adquirir la forma y dones de una bruja. Dejaba la ropa oculta en cualquier sitio y, sin pérdida de tiempo, se lanzaba a sus terribles aventuras nocturnas. Cuando regresaba, volvía a frotarse contra el matorral y recuperaba su condición de mujer normal y corriente. Esta superstición me recordaba siempre el hecho que se cuenta en el Satiricón de aquel soldado que, en vez de brujo, se convierte en lobo, tras desnudarse de sus ropas. Además de poder convertirse las mujeres en brujas tan fácilmente, en el pueblo de la madre del señor Dalmau había sanadores que podían curar cualquier enfermedad, por dañina que fuera, recitando oraciones que tenían más de fórmulas mágicas que de plegarias sagradas. Por ejemplo, para curar la fiebre, el curandero, ayudado de excesivos aspavientos, rezaba la siguiente oración:
“Jesús ha nacido.
Jesús ha muerto.
Jesús ha resucitado.
Que esta fiebre sea curada
en cuanto diga estas palabras.”
Para curar cualquier mal servía al parecer la siguiente fórmula:
“Cruz bella,
cruz santa,
cruz digna.
Protegedme del espíritu maligno del mal lobo,
del mal de la ira
y del mal cristiano. Amén.”
En cuanto a la costumbre de curar las enfermedades infantiles, se echaba mano de cualquier práctica, por irrisoria que fuera. Valga el ejemplo siguiente referido al hecho de curar la hernia de los niños por medio de lo que allí llamaban la encina sagrada. La víspera de San Juan la gente se dirigía al campo para escoger una encina, en cuyo tronco, a golpes de hacha, practicaban los miembros de la familia del niño enfermo un hueco lo suficientemente ancho como para que cupiese por él el niño herniado. Cuando llegaba la hora mágica de las hogueras de San Juan, la familia llevaba al enfermo hasta la encina y, tras desnudarlo y envolverlo en una faja de lino, esperaba a que sonara la primera campanada de medianoche. Entonces, la mujer más anciana de la familia, casi siempre una de las abuelas, a ser posible la paterna, introducía al niño por el hueco de la encina y decía en voz alta:
--Roto te lo doy.
Al otro lado de la abertura esperaba al niño su padre, mientras, también en voz alta, contestaba:
--Curado te lo tomo.
La operación debía repetirse tres veces seguidas mientras el resto de la familia rezaban al unísono:
“San Juan Bautista,
apóstol y evangelista;
por la virtud que Dios te ha dado,
cura al niño herniado.”
Así que no era tan raro encontrar en la casa de mis nuevos padres un retrato con tal muestra de superchería y superstición. A mí la superstición, cualquier tipo de superstición, me parece propia del vulgo inculto e ignorante; por eso, aunque me gusta leer y tratar con absoluta libertad las diversas manifestaciones que tiene, siguiendo lo que cualquier persona con juicio y con estudios, las rechazo de plano y no porque siga los dictados de la Iglesia, sino porque creer en la superstición es formar parte del público más lerdo e ignorante. En esto, debo reconocerlo, estaré siempre de acuerdo con el fraile benedictino Jerónimo Feijoo, una autoridad en la materia, el cual siempre trabaja por restablecer la verdad, impugnar el error y dar la batalla definitiva a las supersticiones. Es lógico que como católico que es, acate el dogma y cualquier dictado que le venga de Roma, pero entiende que el mejor modo de hacerlo es poniendo la razón frente a cualquier prejuicio, la educación y la enseñanza populares frente a la ignorancia y la investigación, el estudio y el progreso de las ciencias frente a los continuos errores de la falsa ciencia que corre hoy en día por doquier como una mala cosa.
No se puede decir que fuera muy feliz en el hogar de los Dalmau i Grau, pero allí tenía los bienes materiales y las atenciones humanas que necesita un huérfano para no ver la vida como un peligro constante. Porque los Dalmau i Grau, todo hay que decirlo, se tomaron muy en serio lo de mi adopción y mis posteriores educación y enseñanza, mi cuidado y mi salud, si bien lo enfermizo de mi constitución física, aunque recorrieron las consultas de los médicos más renombrados de Barcelona, no lograron superar nunca, debido, según les manifestó algún facultativo, a la terquedad de la genética. Pero, ya digo, todo lo demás lo hicieron mirando mi bienestar y mi educación. Y así, aprovechaban cualquier ocasión para iniciarme en la vida tradicional de Barcelona, de sus leyendas y costumbres. Por ejemplo, recuerdo que en verano, cuando llegaba la fiesta de San Pedro, íbamos los tres hasta el Paseo Nuevo para visitar, como hacían muchos barceloneses, la fuente de Hércules. Decían que, mirando fijamente al fondo del estanque, podía verse una barquita de vela gobernada por San Pedro que pescaba ayudado de un fanal. Yo, pese a las insistencias del señor Dalmau de que mirase fijamente al fondo del agua y mi afán por obedecerle, no lograba ver nada allí. Lo mismo que la señora Grau, que siempre acababa diciendo que eso eran cosas del pueblo supersticioso y concluía citando la otra leyenda que corría sobre el apóstol pescador, y era que en la medianoche de su festividad, cuando empezaba la verbena, la figura de piedra del santo que había en la puerta de la iglesia de su nombre se levantaba de la piedra donde estaba sentado, se rascaba la cabeza, daba una vuelta a su cojín de piedra y volvía a sentarse para permanecer inmóvil el resto del año.
En Navidad visitábamos algunas iglesias para admirar los pesebres en los que había hermosas figuras de tamaño natural esculpidas por el famoso imaginero barcelonés Ramón Amadeu, de cuyas prodigiosas manos habían salido nada más y nada menos que la Virgen, el San José y el Niño en la cuna del belén que tenían en casa y que les había costado una fortuna. Sin embargo, las fiestas de Nadal me ponían muy triste porque no hacía más que recordar a mis padres y a mi hermanita Eulalia, quienes adquirían en mi corazón más presencia que nunca en tan familiares fiestas. Sólo lograba despejar aquella insoportable melancolía a mediados de enero, cuando llegaba la fiesta de San Antonio Abad. Entonces mis padres adoptivos me llevaban a la iglesia de su nombre a ver salir la comitiva de los Tres Tombs. Hacían la delicia de mis ojos los hábiles jinetes que, montando caballos ricamente enjaezados, abrían la marcha. Luego desfilaban, en graciosa mezcolanza, siempre acompañados de sus dueños, eso sí, una interminable recua de animales formada por mulos, burros, perros, gatos, todos lujosamente adornados con cintas y vistosos accesorios. Tres vueltas, como indicaba su nombre en catalán (tombs), daba la comitiva por las calles vecinas a la iglesia. Y allí permanecíamos los tres hasta que se recogía la procesión y volvíamos a casa en medio de las explicaciones didácticas del señor Dalmau y la suave ironía de la señora Grau sobre las manifestaciones populares.