sábado, 22 de agosto de 2020

EL AÑO DE GALDÓS (I)




Ahora que  hace unos días en casa releíamos Fortunata y Jacinta, y sobre la novela y sus tres principales personajes, Fortunata, Jacinta y Juanito Santa Cruz, hablábamos apasionadamente, caigo en la cuenta de que, así como a Delibes (se cumple este año el centenario de su nacimiento) le he dedicado unas cuantas entradas en mi blog para recordarlo, voy a hacer lo mismo con Galdós porque en este año 2020 se cumple también el centenario de su muerte.





De Galdós y sus lecturas guardo hermosos recuerdos, casi todos referidos a mi vida como docente, aunque también hay recuerdos que me llevan a mi adolescencia y vida de estudiante, cuando descubrí La sombra, un relato fantástico inspirado en otros escritores de mi preferencia entonces, entre otros, Hoffmann y  Poe, pero también en Cervantes (de su novela El extremeño celoso, extrajo Gldós el nombre del protagonista) y, sobre todo, de los cuentos de bruja que leyó en su infancia.

El doctor Anselmo es una especie de Fausto español, cuyos celos le atormentan tanto que se materializan en una sombra que lo persigue a todas partes. Pero eso es un pretexto para hablarnos de misterios, mitología, arte y aventuras fantásticas.
He aquí algunos datos sobre la vida del doctor Anselmo:
“Vivía de cierta módica pensión que le daban no sabemos dónde, y de los cuartejos que había realizado vendiendo los últimos restos de su fortuna. Parecía, en resumen, uno de esos eremitas de la ciencia, que se aniquilan víctimas de su celo, y se espiritualizan, perdiendo poco a poco hasta la vulgar corteza de hombres corrientes, y haciéndose unos majaderos que sirven para pocas cosas útiles, y entre ellas para hacer reír a los desocupados. Su hábito, su temperamento, su personalidad era la narración. Cuando contaba algo, era él, era el doctor Anselmo en su genuina forma y exacta expresión. Sus narraciones eran por lo general parecidas a las sobrenaturales y fabulosas empresas de la caballería andante, si bien teniendo por principal fundamento sucesos de la vida actual, que él elevaba a lo maravilloso con el vuelo de su fantasía. Al contar estas cosas, siempre referentes a algún pasaje de su vida, ponía en juego los más caprichosos recursos de la retórica y un copioso caudal de retazos eruditos que desembuchaba aquí y allí con gran desenfado. Su estilo no carecía de arte, siendo por lo general difuso, vivo y pintoresco.”


También leí en mi época de estudiante algunas novelas sentimentales y costumbristas, la más importante de las cuales es Misericordia, de la que guardo un  recuerdo entrañable, centrado en la señá Benigna (Benina o Nina), el prototipo femenino de la caridad cristiana. De ella dice Galdós:
“Respondía al nombre de la señá Benina y era la más callada y humilde de la cominidad, si así puede decirse; bien criada, modosa y con todas las trazas de perfecta sumisión a la divina voluntad. Jamás importunaba a los parroquianos que entraban o salían; en los repartos, aun siendo leoninos, nunca formuló protesta, no se la vio siguiendo de cerca ni de lejos la bandera turbulenta y demagógica de la Burlada. Con todas y con todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido; trataba con miramiento a la Casiana, con respeto al Cojo, y únicamente se permitía trato confianzudo, aunque sin salirse de los términos de la decencia, con el ciego llamado Almudena (todos estos nombres mencionados son de personas que iban a pedir como la Benina), del cual, por el pronto, no diré más sino que es árabe (…). Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante. (…) Eran sus manos como de lavandera, y aún conservaban hánitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida en la frente; sobre ella, pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergenio y la expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesto de líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en penitencia. Faltábale sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podría creerse que hacía las veces de ésta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más arriba del entrecejo.”

Y un par de Episodios Nacionales, Trafalgar y Zaragoza, cuyo protagonista es Gabriel Araceli (personaje ficticio), un muchacho gaditano, huérfano para más señas, que cuenta en primera persona y desde su peculiar punto de vista lo que sucede en torno suyo y en ocasiones muy cerca de él. De un momento del sitio de Zaragoza dice:
“Los franceses nos abrasaron con un fuego espantoso, porque, viendo que el reducto se deshacía pedazo a pedazo, cobraron ánimo, llegando al borde mismo del foso. Era locura tratar de tapar aquel hueco formidable, y, hacerlo a pecho descubierto, era ofrecer víctimas sin fin al furioso enemigo. Abalanzáronse muchos con sacos de lana y paletas de tierra, y más de la mitad quedaron yertos en el sitio. Cesó el fuego de cañón, porque parecía innecesario; hubo un momento de pánico indefinible: se nos caían los fusiles de las manos; nos vimos destrozados, deshechos, aniquilados por la lluvia de disparos que parecían incendiar el aire, y nos olvidamos del honor, de la muerte gloriosa, de la patria y de la Virgen del Pilar, cuyo nombre decoraba la puerta del baluarte inconquistable. La confusión más espantosa reinó en nuestras filas. Rebajado de improviso el nivel moral de nuestras almas, todos los que no habíamos caído deseamos unánimemente la vida, y, saltando por encima de los heridos y pisoteando los cadáveres, huimos hacia el puente, abandonando aquel horrible sepulcro antes que se cerrara, enterrándonos a todos.” 



Pero fue en mi etapa de profesor de Literatura donde me interesé más por la figura del escritor canario y su obra centrada preferentemente en el Madrid decimonónico, si bien en mi libro La lengua diaria ya había incluido en uno de sus capítulos un fragmento de Trafalgar como punto de partida para estudiar los diversos aspectos de la lengua, lectura oral y comprensiva, vocabulario y expresión escrita. Éste:
“Por todos lados descubríamos navíos dispersos, la mayor parte ingleses, no sin grandes averías y procurando todos alcanzar la costa para refugiarse. También los mismos españoles y franceses, unos desarbolados, otros remolcados por algún barco enemigo. Marcial reconoció en uno de éstos al “San Ildefonso”. Vimos flotando en el agua multitud de restos y despojos, como masteleros, cofas, lanchas rotas, escotillas, trozos de balconaje, portas, y, por último, avistamos dos infelices marineros que, mal embarcados en un gran palo, eran llevados por las olas, y habrían perecido si los ingleses no corrieran al instante a darles auxilio. Traídos a bordo del “Trinidad”, volvieron a la vida, que recobrada después de sentirse en los brazos de la muerte, equivale a nacer de nuevo.
“El día pasó entre agonías y esperanzas; ya nos parecía que era indispensable el trasbordo a un buque inglés para salvarnos, ya creíamos posible conservar el nuestro.”

En resumidas cuentas, Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria,1843- Madrid, 1920), como persona fue liberal y amante de su país, y como novelista intentó reformar lo que no le agradaba de lo que sucedía a su alrededor, suponiendo que el conocimiento de los problemas y el planteamiento de los mismos por escrito podría ayudar a solucionarlos. Y empezó su labor en el pasado más reciente, escribiendo los citados Episodios Nacionales, comenzando con la batalla naval de Trafalgar (1805) , en que España y Francia se aliaron para luchar contra Inglaterra, y acabándololos aproximadamente setenta años más tarde, coincidiendo con la Restauración de la monarquía borbónica.
Aí pues, ese Madrid decimonónico está presente ya en muchos Episodios Nacionales ( El 19 de marzo y el 2 de mayo, El equipaje del rey José, La estafeta romántica, Prim, España trágica…) y en gran parte de sus novelas ( Miau, Fortunata y Jacinta, La desheredada, Misericordia, Nazarín, las novelas que tienen de referencia la figura de Torquemada…)
Tal vez sea Fortunata y Jacinta la novela de Madrid. La capital de España, como centro y resumen del vivir español, fue el escenario elegido por Galdós para hablar de las diversas clases sociales que conviven en ella, desde la aristocracia venida a menos hasta los mendigos y gente de mal vivir, sin olvidar a los clérigos, a los burgueses adinerados, a los funcionarios que aparentar tener lo que no tienen, a los comerciantes que malviven con sus pequeñas tiendas o los que sobreviven de un escaso jornal…, todos obligados a cumplir las leyes sociales (recordemos, a propósito, lo que Fortunata, verdadera protagonista de la novela, perteneciente al pueblo madrileño, tantas veces viéndose obligado a vivir marginado, tiene que hacer antes de morir: entregar a su hijo al matrimonio Santa Cruz, formado por Jacinta (de los Arnáiz) y Juanito (de los Santa Cruz), pertenecientes a sendas familias de la burguesía adinerada.

Me gusta destacar siempre un par de fragmentos de la novela que se refieren sendos personajes de cierta edad donde Galdós, instalado en su provecta vejez, se retrata a sí mismo. Uno es Evaristo González Feijóo que aconseja varias veces a Fortunata a que se vaya a vivir con su marido Maximiliano e intente vivir tranquila y pendiente de los asuntos de su casa y su familia,  sin pensar en el calavera de Juanito, que sólo puede traerle desgracias.
“Era un hombre de edad, solterón, y vivía desahogadamente de sus rentas. Era el único individuo de la tertulia que no tenía trampas ni apuros de dinero. Hacía gala de ser tolerante con el amor. Por eso no se quiso casar. No olvidemos que Feijóo vivía en dichosa soledad, bien servido por criados fieles, dueño absoluto de su casan y de su tiempo, no privándose de nada que le gustase, y teniendo todos los deseos cumplidos al filo mismo de su santísima voluntad.”
El otro personaje es Plácido Estupiñá, empleado de los Arnáiz y ejemplo del pequeño comerciante, que parecía ser un frecuente asiduo de las tertulias que tenían lugar en muchas tiendas de Madrid y con cuya presencia se animaban las conversaciones. Y cuando dejó de trabajar para Arnáiz para montar su propia tienda de bayetas y paños en la Plaza Mayor, “su tertulia fue la más dicharachera de todo el barrio.” La cosa es que Galdós, al referirse al Estupiñá de las tertulias de antaño, dice de él:
“En 1871 conocí a este hombre que fundaba su vanidad en haber visto toda la historia de España en el presente siglo. Había venido al mundo en 1803 y se llamaba hermano de fecha de Mesonero Romanos, por haber nacido, como éste, el 19 de julio del citado año. Una sola frase suya probará su inmenso saber en esa historia viva que se aprende con los ojos: --Vi a José Primero como le estoy viendo a usted ahora. Y parecía que se relamía de gusto cuando le preguntaban: --¿Vio usted al duque de Angulema, a lord Wllington…? –Pues ya lo creo—su contestación era siempre la misma--: Como le estoy viendo a usted.”


martes, 4 de agosto de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. La Barcelona de ayer (1)





Hace unos días volví a Barcelona y experimenté una sensación de tristeza al ver el cambio desfavorable que ha dado su aspecto exterior (muy moderno y todo lo que se quiera, pero falto de alegría y humanidad) y la forma de vivir de muchos de sus habitantes, un tanto depreocupada y sólo atenta a sus intereses personales en perjuicido de la buena convivencia de la comunidad en general, y no sólo me refiero a la influencia que ha causado en ella la pandemia del coronavirus, que sigue dejando su terrible huella. 

A consecuencia de todo ello, no he podido evitar que aflore en mí la nostalgia de la Barcelona de ayer, cuando un verano como éste hace ya más de cincuenta años, empezamos aquí una nueva vida llena de ilusiones y proyectos. Notalgia que expongo en forma de pequeñas instantáneas vitales.



La estación de Francia
Una de las primeras cosas que vi al llegar a Barcelona fue la estación de Francia y su alta luz de cien razas viviendo con sus lenguas  y exóticas historias. Yo acababa de dejar en la esquina del pasado mi página vivida de ciudad provinciana, y abría a la aventura del mestizaje libre y sin fronteras mis ansias de aprender pese al cansancio nocturno de los casi mil kilómetros que me separaban de la primera almendra de la vida, ya en las lindes de la verdad adulta y sus celadas.
Los cuatro viajeros de entonces alucinábamos ante la imparable cascada de habla y etnia junto al tren, en aquella estación de puertas libres. Eso fue lo primero: la preclara, libre apertura hacia verdades vivas.



El sitio de la casa 
El sitio de la casa, luminoso, abierto, cosmopolita y brujo, junto al canto del agua de Montjuic y su esmeralda subiendo hacia el Castillo. (Al alcance de la mano, todo un mundo reciente esperándome.) El piso en alto, tibio el aire en los balcones y la luz en el alma del ser que ya aprendía sin libros y sin sueños. (Casi olvido las huertas y los nidos de aquel otro que vive en mi interior, siempre alumbrando.)
Y también aprendía de los míos: cinco hermanos ardiendo en sueños..., y los padres  haciendo lo posible por que se cumplieran. Versos hablan con gratitud de aquellos manantiales de esperanza.
El mar
Pero también del mar en Can Tunis, al pie del Cementerio de Montjuic,  el agua alegre  brillando en nuestros cuerpos. Era verano y ya estaba dispuesta la amistad a saludarme pronto. Allí, en la orilla, compartiendo la espuma de las horas, los primeros amigos catalanes me hablaron de museos, de caminos futuros por los barrios con solera donde el vino se casa con el arte. Yo, a cambio, les daría humo de versos,  y, todos, saciaríamos bohemias ingenuas de endiosada juventud.


Nombres
Sus nombres quedan ya sembrados, vivos, en mis surcos diarios. Versos hablan  del estudio del amigo pintor donde tejíamos nuestros sueños artísticos; sus lienzos regían nuestras charlas; yo leía mis versos becquerianos; lo demás era fruto del vino y la esperanza.
La juventud podía con los ebrios retornos por la calle del Romano, en torno a cuya estatua solíamos librar batallas de sueños, versos, y galerías de arte.
Y el tranvía, sin dejar de soñar con la gloria,  nos iba transportando por la noche como Ulises camino de sus Ítacas.
Atrás quedaban versos y dibujos sembrados en la frágil servilleta, entre el olor a vino peleón y el humo del cigarro, como un guiño que la diosa bohemia nos brindaba.



Brillos de diamante
Nombres, vivos nombres que ahora traen momentos de amistad, que a la mirada prosaica del presente me torturan con la nostalgia inútil. Pero entonces..., entonces eran brillos de diamante en nuestras manos. Petritxol, Canuda, los Baños Viejos..., mundos donde abrían  sus puertas al amor y al arte cuerpos y almas tocadas por un don común,  por un año de gracia, aquel primero en que aprendí el misterio de Barcino, arrimando el oído al corazón, a los barrios de las tentaciones del cuerpo y del arte.
Pintábamos de día en caballete con el mar a los pies y el cielo azul temblando entre las velas de los muelles.
Y por las noches abríamos las salas de Baco con las llaves más gozosas. Entre vaso y vaso abríamos ventanas  a las musas, mientras uno perdía lápices en Cristos agonizantes y mujeres desnudas, otro buscaba sus minotauros, un tercero soñaba con París, una flotaba en nubes de Picasso y el amigo pintor la dibujaba con pinceles  impregnados del óleo eterno del corazón.

 
El refugio
Las inocentes ebriedades duraban lo que duraba el fiel arrobamiento. Luego volvíamos al recinto de los Beatles y volvíamos a caer en toboganes de amor y de magia.
En el estudio  pasábamos el tiempo hablando de Dios, del arte, del amor y el erotismo y de poemas mientras el mundo se multiplicaba en andamios y las palomas pintaban las estatuas con sus grises de fuego. En el refugio tocábamos las teclas de las musas y planeábamos híbridas visitas a museos y tabernas. Recuerdo todo eso con pasión.


El Mercadillo de los libros
Como también recuerdo el generoso horizonte del Mercadillo de San Antonio. Libros esperando la suerte de las manos que saben teclearlos con caricias de inaciable estudiante y de poeta.
El amigo pintor me acompañaba las mañanas de domingo por búsquedas y encuentros. Libros de magia, de poesía, de arte. Libros que un día sirvieron de escondite a secretos bélicos y a conjuras esotéricas. Libros que fueron cuajando bibliotecas y sueños...  Libros que acabaron siendo testigos de una época y que ahora me obligan a esbozar, entre los labios,  arabescos de gris melancolía cuando hojeo sus bosques de poemas, sus cálidas ventanas de pinturas, de rostros, de paisajes, de esperanzas.


Aquel 64
Aquel 64 del inicio fue también la aventura de las aulas, de las asignaturas serias, hondas,  de los sabios doctores que supieron sembrar en mí los dones del trabajo bien hecho, la lectura, la enseñanza... Martí de Riquer, Blecua , Castro Calvo..., compromisos de rigor y de entrega hacia el estudio...
Y nuevos compañeros, y otras rutas: la Avenida de la Luz y el cariñena, y el bulevar lujoso donde quiso Gaudí poner la almendra de sus sueños en casas temblorosas, casi tartas de piedra, invitaciones para que Dios bajase a ver si eran reales o plagios rebeldes de su excelsa magia.
Aquel 64 del inicio la sabia luz de la Universidad alumbró los desvanes de mi cerebro.


La ciudad en invierno
Y si era la ciudad en el verano un diamante brindado a quien osara entrar en su recinto misterioso  con los cinco sentidos en alerta, en invierno se convertía en una dama que ofrecía sus encantos sin fin bajo la lluvia  y el olor de alquitrán y los sonidos perdidos de la noche, a quien quisiera poner en el tablero su ventura, sus virtudes de amante sin prejuicios.
Los amigos cogíamos el metro y, mineros del arte, un día amábamos la piedad de Pedralbes, y al siguiente, deseábamos a las mujeres que ardían en los cuadros que Picasso en Montcada dejó vírgenes para aliviar miradas encendidas...
Era todo la fiebre de la edad,  que lo mismo encendía nuestra sangre joven que alzaba el corazón del alma a los altares.


Sitges
O nos daba de pronto por cambiar  de horizonte y, locos, nos subíamos al tren del litoral. Y, como a dioses en la orilla del mar, la luz de Sitges nos ungía de gracia, de arte y de poemas, tras rendir pleitesía a la pintura de Rusiñol en Cau Ferrat.
Comíamos entonces  bocadillos de esperanza y bebíamos el vino de la gloria mientras quemaba  los ojos la alegría de formar parte ya del arte fiel que no recibe nada y lo da todo.
Hay fotos que dan fe de aquellos días,  y humos de cigarros y papeles habitados de esbozos y poemas, y cuadros que ya cuelgan para siempre en las salas eternas del olvido.