martes, 13 de mayo de 2014

MEMORIAS DE UN JUBILADO Recuerdo de Mercedes Salisachs




El pasado jueves, 8 de mayo, fallecía la novelista catalana Mercedes Salisachs (había nacido en Barcelona en 1916), de la que guardo un recuerdo muy entrañable pues fue ella quien me entregó el trofeo del Premio de Poesía Don Balón en 1987 en el marco incomparable del Ritz barcelonés y en una ceremonia conducida por el también prestigioso periodista Luis del Olmo; formaban parte del jurado entre otros Manuel Alcántara, Pedro Ruiz y Joan Manuel Serrat, con quienes años después yo mismo formaría parte del jurado encargado de seleccionar los poemas que concurrieron a las convocatorias sucesivas del Premio.
Volviendo al recuerdo que conservo de aquella noche tan importante para mí, me viene a la memoria la exquisita figura de Mercedes Salisachs, bella, menuda y risueña,  de ojos vivarachos y gestos comedidos, entregándome el premio y escuchando atenta minutos más tarde el poema ganador, Dioses contra la derrota, que recité emocionado y hecho un manojo de nervios por aquel micrófono que utilizaba con su maestría habitual Luis del Olmo y ante el numeroso público que ocupaba el salón del hotel. Nunca olvidaré la mirada viva y abierta de Mecedes Salisachs ni sus pequeñas y pulidas manos entregándome aquel pesado trofeo compuesto de una base de mármol rosa y un monolito de metal blanco con un ramo de laurel y un libro pegados a él. Y más ahora, sabiendo que la novelista se ha ido para siempre.
Por ello me siento doblemente obligado a dedicarle este recuerdo cariñoso y unas palabras celebrando su trayectoria como escritora. Sus novelas, redactadas al uso tradicional, sin querer destacar con ello ningún aspecto negativo, sino todo lo contrario, teniendo en cuenta lo que se escribe hoy en día bajo los disfraces de modernidad y experimentación narrativas, merecieron importantes reconocimientos en su día, sobre todo, Una mujer llega al pueblo, Premio Ciudad de Barcelona en 1956, Adagio confidencial, finalista del Planeta en 1973, La gangrena, que obtuvo el galardón dos años más tarde, o El volumen de la ausencia, Premio Ateneo de Sevilla en 1983.
La lectura de esta última me anuncia el principio de la inmensidad que tendrá a partir de hoy la ausencia de Mercedes Salisachs en el mundo de las letras. La narración (en primera persona cuando habla la protagonista Ida Sierra, en tercera cuando lo hace el narrador omnisciente) gira en torno a la figura del pintor Juan Arenal, con el que Ida mantuvo una relación amorosa en el pasado. En cuatro horas y media de una tarde de agosto, desde las 16, en que asiste Ida a la última consulta médica con el doctor Barquireno, hasta las 20’30, en que la mujer, sabedora de lo poco que le queda de vida, entra en el piso del desaparecido Juan Arenal como para despedirse del mundo y afrontar la eternidad, transcurre el tiempo actual de la protagonista contado por el narrador omnisciente, al lado del otro tiempo pretérito y recordado por medio de constantes flashback por el personaje principal narrador, que en primera persona reproduce su vida de casada, de madre y de amante; la primera en compañía de Daniel, un hombre 15 años mayor que ella, en un piso de la calle de Aribau amueblado por Soledad, su suegra; la segunda, como madre de tres hijos cada cual más diferente, Andrea, Rodolfo y Jacobo; y la tercera, su aventura amorosa con Juan Arenal, pintor exiliado que regresa a España tras los primeros síntomas de normalidad política en tiempos de Franco. A través del primer tiempo, el presente y actual de la novela, asistimos al momento, ya presentido por Ida Sierra, en que el doctor Barquireno le da los resultados de los múltiples análisis y pruebas que la paciente se ha hecho a prescripción suya: padece un cáncer en el cerebro tan adelantado que en cuatro meses a lo sumo le causará la muerte, y a los siguientes en que la enferma afronta su destino con resignación. Mientras que, a través del segundo tiempo, muchísimo más extenso pues abarca la mayor parte de la vida de la protagonista, asistimos como testigos de primer orden a la evolución de su propia existencia al lado de la de otros personajes que se mueven en el círculo más cercano a ella: Daniel, un marido egoísta y autoritario, Soledad, una suegra falsa e igualmente dictatorial, Andrea, una hija absorbente y conflictiva y Juan un amante que, aunque la hizo feliz durante un tiempo, no supo entenderla totalmente y tras su muerte la deja en una soledad difícil de sobrellevar. Pese a todo eso, en su fuero interno Ida Sierra sigue esperando que algo o alguien cambie su existencia. “En el fondo, dice, vivir es sentirse esperado. Y esperar. Y ocupar horas, lugares, recuerdos. Saberse único para un alguien que también consideramos único.” Pues para la protagonista la esperanza, junto con la amistad, forman los dos pilares de la vida. No en balde define así a la amistad: “Río de lealtades que, para fluir, no precisa el estímulo de la juventud, ni se interrumpe por los surcos del rostro ni pide cuentas a las energías físicas.” La amistad la cifra Ida en su amiga Mónica Portela, que sabe ser su confidente discreto respecto a su relación con Juan por un lado y por otro le pone en contacto con el doctor privado para que le proporcione un diagnóstico de su enfermedad diferente del que le había dado la Seguridad Social.
El estilo de la novela, pese a ser tradicional y buscar ante todo la claridad expresiva, tan importante para mantener al lector de su parte, muestra a veces rasgos propios de la narrativa más actual, como el empleo de la citada primera persona del protagonista narrador, o de la segunda para convertir a Juan Arenal en receptor de sus principales confidencias, sin olvidar el llamado monólogo interior desde que en 1962 abusara tanto de él Martín Santos, por citar uno de nuestros novelistas más conocidos, en su Tiempo de silencio, con el que, por cierto, aunque salvando las diferencias, Mercedes Salisachs guarda algunos parecidos, especialmente el tono pesimista general de la novela, las situaciones médicas y patógenas con desenlaces negativos, el empleo de la primera persona narrativa o el tratamiento temporal, entre otros. He aquí un ejemplo del citado monólogo interior: “Papá se muere y mamá va a quedarse muy sola los bolsillos de Rodolfo han vuelto a descoserse y Daniel sigue cobrando lo mismo mañana tendré que madrugar para coserlos Soledad es envidiosa no se parece a mamá ¿por qué sólo envejecen los buenos? Andrea no me ayuda y podría hacerlo ¿qué será de mamá cuando papá muera?...”
Posiblemente, volveré en otra ocasión a hablar de la producción narrativa, enormemente interesante, de Mercedes Salisachs. De momento, me siento orgulloso de haberle dedicado las anteriores líneas.

jueves, 8 de mayo de 2014

DICCIONARIO PERSONAL DE ZAMORA Águedas, Ajo, Alba y Aliste, Alcañices



ÁGUEDAS, Las
Una vez al año, por febrero, las mujeres zamoranas asumen el gobierno del mundo en medio de la fiesta, corros, cantos y bailes, donde son las protagonistas.
Se encomiendan a Santa Águeda, la mártir de los senos cortados, con misas y oraciones, y la Santa las viste con los trajes regionales que duermen todo el año en el baúl con alcanfor para que los luzcan con orgullo en su fiesta y, sobre todo, les da alas para volar más altas que ninguna otra criatura del Señor, incluidas las cigüeñas, que ya por estas fechas de febrero adornan blanquinegras el cielo azul de Zamora.
Claudio Rodríguez, nuestro máximo poeta, dijo en El baile de las Águedas:
“Óyeme tú, que ahora
pasas al lado mío y un momento,
sin darte cuenta, miras a lo alto
y a tu corazón baja
el baile eterno de Águedas del mundo,
óyeme tú, que sabes
que se acaba la fiesta y no la puedes
guardar en casa como un limpio apero,
y se te va, y ya nunca…,
tú, que pisas la tierra
y aprietas tu pareja, y bailas, bailas.”




AJO zamorano
Al arte culinario de Zamora le faltaría uno de sus duendes principales si no contara en sus platos más conocidos con un diente de ajo, el ajo que en la Feria de San Pedro luce en soberbias ristras al lado de otros frutos de la tierra, cerámica y aperos de labranza. Ahí están el ajo arriero tan presente en la merluza o en el imprescindible y omnipresente bacalao, las suculentas sopas de ajo que los portadores de los pasos de la madrugada del Viernes Santo consumen en el Alto de las Tres Cruces para reponer fuerzas, o el ajo sin más que acompaña a tantos guisos zamoranos.
El dramaturgo Ricardo de la Vega dijo:
“Siete virtudes
tienen las sopas
quitan el hambre,
y dan sed poca.
Hacen dormir
y digerir.
Nunca enfadan
y siempre agradan.
Y crían la cara
colorada.”





ALBA y Aliste, Palacio de los Condes de
En mi infancia era el Hospicio y muchas veces motivo para poner a prueba mis habilidades de futbolista, pues de camino del Puente que me llevaba a mi barrio, tuve que devolver en más de una ocasión la pelota de los hospicianos que en un lance del juego había ido a parar a la Cuesta de Alfonso XII, por donde yo bajaba en ese momento. Una pelota que, por otra parte, dejaba en evidencia los paupérrimos años de la posguerra, pues la mayoría de las veces estaba construida de trapos, remiendos y gomas de neumático de coche, para botar más.
Ahora el antiguo Palacio de los Condes de Alba y Aliste ha recuperado su origen, aun superándolo con creces ya que se ha convertido en Parador Nacional. Situado estratégicamente en el mismo centro histórico de la ciudad, frente al Hospital de la Encarnación y vecino del monumento a Viriato, tiene la suerte de ser testigo de las principales procesiones de la Semana Santa zamorana, especialmente la del Yacente, de la noche del Jueves Santo en que los cofrades, vestidos con hábito de estameña blanca, entonan delante del Palacio su solemne Miserere.

ALCAÑICES
Es la capital de la emblemática comarca de Aliste, situada al noroeste de la provincia y haciendo frontera con Portugal. En tiempos medievales fue dominada por los Templarios, aquellos hombres mitad monjes mitad guerreros que defendían hasta morir los Santos Lugares. Aún quedan reliquias de la Orden del Temple en la comarca y, concretamente, en Alcañices aún puede verse la Torre del Reloj de su castillo templario.  otro pueblo de entrañable recuerdo para mí, Fornillos de Aliste, donde de pequeño viví momentos muy felices junto a mis vecinos Eulalia y Julio, maestros de profesión y hospitalarios de corazón, si bien el recuerdo más poderoso fue el de la visita que me hizo mi padre durante una ruta en bicicleta por los embalses. También hay que recordar a Bercianos de Aliste por su Cristo articulado que durante el Viernes Santo los vecinos del lugar se acercan a la iglesia donde está crucificado para, una vez desclavarlo de la cruz, llevarlo a enterrar al campo.

Luis Cortés dijo en su obra Mi libro de Zamora:
“Señalemos que bien anteriormente los Templarios fueron señores de Alcañices como aún señalaremos que posteriores señores de esta villa lograron hacerla cabeza de un marquesado que ha dejado su nombre en nuestra historia. ¡Tiempos mejores serían sin duda aquellos en que por Aliste había aún bosques con venados o en que los Templarios encontraban algo a su conveniencia en tales pagos de carrapitos y jarales.”

Y en otro lugar del mismo libro:
“Vamos a asistir al alucinante entierro de Cristo, en la tarde del Viernes, entre fantasmales cofrades de blancas vestiduras, que no otra cosa son que los sudarios con que entregarán su cuerpo a la tierra áspera y dura, que han arañado a diario durante su peregrinar humano, para extraer de ella su humilde yantar. Permitidme desertar por una vez la conmemoración ciudadana para vivir el Viernes Santo aldeano de Bercianos de Aliste, nombre oficial de lo que vecinos y aledaños llaman Bercianos del Camino o la Ribera, allí donde casi terminan Zamora y España, hacia la banda portuguesa de poniente.”