lunes, 30 de septiembre de 2013

LA LEYENDA DE WASHINGTON IRVING (y 4)


 
 
3.
 
El verano llegó, Dalgoruky volvió a Madrid y, en cuanto a Washington Irving, como el calor se volvió insoportable, pasó a habitar las habitaciones de los subterráneos del Palacio. Apenas salía de ellas, ocupado como estaba en reordenar los cuentos que formarían el libro sobre La Alhambra,  y sólo lo hacía cuando el sol se había puesto para bañarse en la alberca del Palacio.

Maduraron las granadas de la colina y las viñas de sus laderas dieron su fruto. El otoño trajo las lluvias y la exposición de Lucas Lanjarón, cuyos cuadros lucieron durante un tiempo en las paredes de la mejor galería de Granada. Entre las obras, al óleo sobre lienzo, llamaron especialmente la atención de los asistentes los retratos del escritor norteamericano, de la señora Antonia y de la bellísima Aurora. 

A la inauguración no asistió Irving porque antes de acabar el verano recibió la noticia de que había sido nombrado secretario de la embajada americana en Londres y allí tuvo que acudir para desempeñar el puesto designado. Sin embargo, mandó una carta al pintor deseándole todo tipo de éxitos y dinero suficiente para pagarle el dibujo de la bella gitana.

A vuelta de correo, Lanjarón agradeció las palabras del escritor y no sólo le mandó el cuadro al óleo de la muchacha (prefirió quedarse con el retrato hecho a lápiz porque le traía muy buenos recuerdos), sino el retrato del mismo Irving, como muestra de reconocimiento y amistad y en recuerdo de los días pasados juntos en Granada.

 

4.

Pasó el tiempo y entre el pintor y el escritor dejó de haber comunicación postal. Lanjarón recorrió media España exponiendo la obra de La Alhambrajunto con otra que fue componiendo allá donde iba; en Toledo, un cura viejo delante de una ermita con restos árabes en su fachada, y un rapazuelo pescando junto a un trozo de puente atravesado en medio del Tajo; en Segovia, dos jóvenes ataviadas con traje regional bajo un arco del Acueducto romano; y en Madrid, un mendigo envuelto en una manta a los pies de la Puerta de Alcalá. Y en estas exposiciones, como echaba de menos el cuadro de Aurora, incluyó el retrato a lápiz de la bella gitana, que se convirtió, para su satisfacción y orgullo, en el centro de todas las atenciones.

Al cabo de unos años regresó a Granada a su fonda de siempre. Y es lo que tiene el azar. No había pasado una semana de hallarse hospedado, cuando le llegó un ejemplar de Cuentos de La Alhambra. La sorpresa que se llevó fue enorme. Y lo primero que buscó fue la leyenda de Aurora la muda. Incomprensiblemente, y aunque repasó el índice una docena de veces, el cuento que le había referido a Irving y que éste le había prometido incluir en el libro no aparecía por ningún lado. Allí estaban la aventura del albañil, la leyenda del astrólogo árabe, la de las tres hermosas princesas, la del legado del moro, la de la Rosa de la Alhambra, la de las discretas estatuas y las que de sobra conoce todo buen lector del libro; pero de Aurora, la hermosa gitana que había quedado muda tras revelar a sus padres el secreto del tesoro de Boabdil, ni rastro. Un tanto decepcionado, el pintor pensó que alguna razón especial debía haber para que Washington Irving, faltando a su promesa, hubiera decidido no incluir en su libro esa leyenda.

Era un día lluvioso en que era imposible salir a tomar apuntes. De ahí que, resignado, y con el recuerdo del buen amigo escritor muy presente, se dispuso a leer el libro. Y otra vez el azar jugó un papel importante, y fue que al pasar las hojas cayó de ellas al suelo un papel doblado, escrito en su interior. Era una breve nota firmada por el propio Washington Irving dirigida a él.

“Mi querido amigo español:

Espero que sepa perdonarme, una vez se haya atrevido a hojear el modesto librito que le mando, el no haber incluido en él la leyenda de Aurora, del mismo modo que tampoco le menciono a usted en el libro como hago con nuestros comunes amigos Mateo Jiménez, la chiquilla y servicial Dolores o la buena de la Tía Antonia, entre otros. Y la razón es muy simple. Usted es una persona aparte, un genio pictórico cuya personalidad es tan señera que no necesita la tinta de imprenta para perdurar. Siempre lo llevaré en el corazón y más desde el día en que tuvo la feliz idea de enviarme la hermosa pintura de Aurora, la persona que más me evoca en este mundo el recuerdo de mi prometida Matilda, que me acompaña siempre con los ojos grandes y negros que me miran desde el cuadro que domina la pared de mi despacho. Y respecto de la leyenda de Aurora la muda, tampoco he creído necesario incluirla en el libro, pues a diferencia de las otras que pertenecen plenamente a La Alhambra, la de la bella y misteriosa gitana me pertenece sólo a mí y, con el permiso de usted, llevaré siempre conmigo en el fondo del alma, y no en las páginas de un libro, a la vista de todos los lectores. Gracias de nuevo por haber aparecido en mi vida en un momento tan importante de ella.

Y no descarto volver un día a España, a Granada, para darle un fuerte abrazo. Hasta la vista, amigo.”

miércoles, 25 de septiembre de 2013

LA LEYENDA DE WASHINGTON IRVING (3)


Irving dejó de hablar unos segundos para tomar otro trago de aquel excelente vino de Málaga que a las claras estaba haciendo sus inequívocos efectos en el escritor norteamericano. Con la lengua totalmente suelta y la razón sin el reflexivo freno propio de las cabezas despejadas y sobrias, reanudó su charla.

--De vuelta a América, mi ex..., mi vida no cambió mucho, ni la tomé demasiado en serio. La vida so... social me atraía más que nunca y le daba... y a ella dedicaba todo el tiempo de que disponía. Junto con algunos de mis hermanos y unos cuantos amigos hici..., fundamos una revista que nos reportó cierto éx...xito y contribuyó a que yo empezara a sentir vocación por la escritu... por la literatura. Fue justo cuando emprendí hacer una pra...parodia cómica de la guía de Nueva York. El resultado fue un libro titulado...eso... Una historia de Nueva York. El éxi... el triunfo fue abrumador y yo tenía sólo veintiséis años. Y ahora viene... espere... lo que yo quería decirle. Ese éxito que había obtenido se nubló de repente con la muerte de mi prometida Matilda. ¿A que esta fa..., este aspecto que tengo de soltero empedernido nunca le habría hecho pensar en algo seme... en algo así? Sí, mi querido amigo, yo también conocí un amor de esos que... que han nacido para durar toda una vida. Mi no... mi prometida era una joven muy bella, de ojos grandes y negros, como la joven de su pin... de su dibujo. Y de la noche a la mañana desapareció de mi vida sin dejar rastro. De ahí mi... mi fuer... mi insistencia en saber algo más de esa Aurora, de esa hermosa chi...gitana que usted ha tenido la suerte de eternizar en un magnífico dibujo y que tanto se pa... se parece a mi querida Matilda.

Irving guardó silencio presa de un enorme abatimiento.

Lanjarón no sabía qué hacer para consolarlo. Bebió otro trago de vino y se limitó a decir:

--Siento no poder decirle más de lo que le he dicho. Y no se puede imaginar siquiera cómo me gustaría a mí también saber más de esa chica.

--Pues hay que buscarla—dijo de repente decidido el escritor--, y cuanto antes empecemos a averiguar su paradero antes daremos con ella. ¿No le parece?

En aquel estado en que se encontraba Irving era muy difícil darle una contestación que pudiera satisfacerle o al menos tuviera visos de acercarse a ello.

--¿No es mejor que esperemos—dijo por toda respuesta-- a que llegue el nuevo día para hacerlo?

--No hay tiempo que perder. Mateo, que se conoce Granada como la palma de su mano, nos ayudará a encontrarla. Vamos.

Y se levantó decidido a dejar la habitación, pero dio un traspiés y fue a dar contra un baúl que estaba al lado de la puerta. Lanjarón le ayudó a recuperar la vertical y luego lo acompañó de nuevo hasta la silla que había ocupado anteriormente. El escritor mostraba el semblante pálido y sudoroso y respiraba afanosamente.

--Espérese aquí unos segundos mientras voy a buscar a Mateo—dijo el pintor.

Y salió de la habitación a un pasillo largo. Mientras lo recorría para desembocar en el patio de la fiesta flamenca, iban llegando a él más claras y altas las palmas y las voces que jaleaban al cantaor, así como las notas desgarradas de una guitarra.

Mateo, que a todo esto no perdía de vista la puerta del pasillo por si veía aparecer de un momento a otro a Washinton Irving en busca de ayuda, al ver a Lanjarón solo, salió a su encuentro preocupado.

--¿Le ocurre algo al escritor?

--Nada que no tenga remedio. Sólo está un poco cargado de vino de Málaga. Le espera en una habitación.

El señor Lorca acudió a ver qué pasaba y Lanjarón se lo explicó.

--Acompáñenme—les dijo--. Sé por dónde sacar al americano sin que nadie lo vea en ese estado.

Y entró en el pasillo seguido de Jiménez. El pintor iba a imitarlos cuando descubrió al fondo del tablao dos figuras que pareció reconocer al punto y que le hicieron latir violentamente el corazón: Aurora, vestida de bailarina, y el joven de las patillas y la guitarra en bandolera.

--¡Vayan ustedes!—exclamó--. Yo tengo que hacer algo aquí. Luego nos vemos.

Los otros siguieron su camino sin prestarle mucha atención y él se dirigió, dando un rodeo para que nadie notara su presencia, hacia la puerta por donde acababan de desaparecer aquellas dos personas. Pero cuando llegó a la puerta no encontró rastro de ellas. Se hallaba en una habitación normal y corriente de tantas como aquella casa parecía poseer. Volvió sobre sus pasos un tanto desconcertado para reunirse con Irving y Mateo, pero al único que encontró fue al señor Lorca, que al verlo le dijo:

--El escritor está mal. Mateo se lo ha llevado a La Alhambra por la puerta de atrás. El vino no hace falta que lo pague. Es un obsequio de la casa.




Lanjarón se lo agradeció y aprovechó la generosidad del dueño de la casa para preguntarle por la gente que cantaba, jaleaba, tocaba la guitarra y daba palmas en la fiesta flamenca del patio.

--Son gitanos del Sacromonte. Cada dos por tres los contrato para que alegren a los extranjeros que visitan nuestra ciudad.

--Me ha parecido ver entre ellos a una joven muy bella de grandes ojos negros que…

--Como no sea Aurora la muda…

--Aurora, sí.

--Pues es raro porque esta noche no ha podido venir.

--Me ha parecido verla entrar en la habitación que hay a un lado del tablao, acompañada de un que lleva una guitarra en bandolera.

--Es su novio. Pero ya le digo que hoy no han venido ni Aurora ni él.

Lanjarón achacó al vino aquella alucinación; pese a eso, insistió:

--Esa joven ¿es muda de nacimiento?

--No, claro que no. Todo sucedió de un modo increíble. ¿Quiere que le cuente la historia?

El pintor asintió. El dueño le hizo pasar a la habitación más cercana para estar más tranquilo y, una vez sentados, comenzó así su charla:

--Fue durante una visita que antaño hizo su familia a la Torre de Comares. En un momento en que sus padres se distrajeron, un hombre con turbante y chilaba se acercó a la joven y le dijo que, si quería ver el tesoro de Boabdil, él sabía una puerta secreta por la que acceder a la cueva donde se guardaban montañas de oro y plata y joyas y piedras preciosas que habían pertenecido al rey moro y su acaudalada corte. La chica, sorprendida ante tan extraña invitación, al punto contestó que no y buscó enseguida a sus padres para contarles lo que el hombre ataviado de moro le acababa de decir. Los padres lo buscaron y, al no verlo por ninguna parte, achacaron las palabras de la chica a su carácter inclinado a la fantasía y la ensoñación. Pero al día siguiente, después de una noche de no poder pegar ojo por lo que le había dicho el musulmán, Aurora acudió sola a la Torre de Comares sin duda empujada por la curiosidad, como sabe rasgo fundamental de las mujeres. Y al cabo de un rato de estar allí, el árabe se le acercó y le dijo: “Deduzco por tu presencia que estás decidida a ver el tesoro de Boabdil.” Y como ella asintiera, añadió: “Entonces ven mañana a medianoche cuando la campana de la Torre de la Vela dé las doce campanadas.” Así lo hizo Aurora, y nada más entrar en la Torre de Comares, el moro salió a su encuentro y la invitó a que la siguiera hasta la esquina oriental de la Torre. Allí desaparecieron los dos a través del muro como si éste fuera de agua. Una escalera descendente de piedra excavada al otro lado los condujo durante mucho tiempo hasta una gran gruta que había debajo de los cimientos de la construcción. Docenas de lámparas iluminaban como si fuera de día aquella caprichosa oquedad rocosa, donde destacaban dos montañas brillantes de objetos de oro y plata, y diamantes y piedras preciosas de todas clases. Aurora no podía creerse lo que sus grandes ojos negros le mostraban. El musulmán le dijo: “He aquí el tesoro de Boabdil. Escoge lo que quieras y adórnate el cuerpo con él. Será tuyo para siempre con una sola condición: que no digas a nadie lo que aquí has visto. Ni siquiera a tus seres más queridos.” Aurora, obedeciendo la invitación del moro, se acercó a una de aquellas montañas brillantes, eligió un collar de oro con incrustaciones  de esmeraldas y se lo puso al cuello. De vuelta a la escalera de piedra, el musulmán le volvió a decir: “Recuerda que no debes decir a nadie lo que aquí has visto si no quieres que la maldición de Boabdil caiga sobre ti.” Pero a Aurora le faltó tiempo para contar a sus padres, que eran muy pobres y a los que el conocimiento del lugar del tesoro podía convertir es sumamente ricos de la noche a la mañana, lo que había presenciado en la gruta subterránea de la Torre de Comares. Y no bien hubo acabado de hablar, cuando el rico collar que llevaba puesto se convirtió en una serpiente que, tras apretar fuertemente sus anillos entorno al cuello de la joven, se arrojó al suelo para desaparecer rápidamente por una de las múltiples resquebrajaduras que tenían las paredes de la humilde casa en que vivían. Quiso gritar, pero no pudo: se había quedado muda. Y hasta hoy.

Emocionado por la leyenda, el pintor le dio las gracias por todo al señor Lorca y se retiró a su posada. El día había sido bastante agotador y necesitaba dormir un rato. Minutos más tarde antes de caer en brazos de Morfeo planeó acercarse, ya con la mañana avanzada, a La Alhambra para hacer una visita a Washington Irving, a quien seguramente le gustaría oír la leyenda de Aurora la muda.

A media mañana entraba en el Palacio Real. El sol empezaba a apretar. La señora Antonia le salió al encuentro y se adelantó a su pregunta.

--Si busca al señor Irvin, no está.

--¿Se ha recuperado?

--Gracias a Dios. Mi sobrina me ha contado que llegó medio muerto.

--Son los efectos de una simple borrachera, señora Antonia. Con dormir unas horas basta. ¿Y ahora dónde está?

--Ha ido con ese señor ruso de endiablado nombre y con Mateo a las ruinas que usted mencionó ayer a buscar a una persona.

--Pero ese Mateo ¿no es un hombre casado y con hijos?

--Con siete nada menos. Pero no hace más que decir que necesita el dinero para darles de comer y el señor Irvin le paga bien sus servicios. Dice que le ha prometido una buena cantidad a cambio de las leyendas que le ha contado de La Alhambra, con las que el escritor piensa hacer un libro que publicará muy pronto.

--Les esperaré aquí, si a usted no le importa.

--Claro. De nuevo Lorenzo va a apretar hoy de lo lindo. ¿Le digo a Dolores que le traiga una limonada?

--Con el botijo me conformo.

Mientras duró la espera, Lanjarón dibujó a la tía Antonia sentada en una silla de anea y con botijo en el regazo. Cuando hubo terminado, se lo enseñó. Al verlo, la buena mujer, le dio un beso.

--Es usted un genio, hijo. ¿Lo convertirá en cuadro para su exposición?

--Estaré encantado de ello.

--¿Piensa dibujar también al señor Irvin?

--Si lo consiente, claro que sí.

Al poco rato aparecieron el escritor y sus acompañantes, y al ver el primero el dibujo de la señora Antonia, alabó la labor del pintor. Éste se lo agradeció  y acto seguido le preguntó si su búsqueda en las ruinas había obtenido resultado positivo. Irving le respondió decepcionado que ninguno.

--¿Ha venido a hablar conmigo de ello?—añadió.

--De algún modo, sí.

--Pues hagamos una cosa. Me ausento unos instantes a refrescarme un poco y enseguida me reúno con usted en esta misma estancia.

Y mientras desaparecían el príncipe ruso y el escritor por un lado, y Mateo Jiménez por otro, la tía Antonia pidió a su sobrina que preparara un refrigerio para dos personas.

Poco más tarde se hallaban los dos sentados a una mesa de mármol cubierta de frutas y limonada hablando de la bella joven gitana. Lanjarón le contó la leyenda que a su vez le había referido el señor Lorca sobre Aurora la muda, y el escritor quedó profundamente impresionado.

--Bellísima historia—dijo--. La incluiré en mi libro de los cuentos de La Alhambra. Deeste modo eternizaré a Aurora, que tanto me recuerda a mi querida Matilda.

lunes, 23 de septiembre de 2013

LA LEYENDA DE WASHINGTON IRVING (2)


2.

 
 
Washington Irving, acompañado del príncipe ruso Dalgoruky y de Mateo Jiménez, regresó al Palacio cuando el sol enrojecía las cabezas apuntadas de los cipreses y la parte más alta de la Torre de Comares, lugar desde el que Lanjarón extasiaba su vista con los magníficos alrededores. Éste les oyó hablar durante unos segundos y dedujo que, tras asearse, se reunirían con los demás en la plazoleta de los Aljibes para iniciar la tertulia anunciada. Sin separarse de su cartapacio, descendió del cielo a la tierra por escaleras llenas de sombras y misterios sintiendo en su alma la voz de sus antiguos moradores.

Acompañado de la tía Antonia, que esperaba el momento adecuado para presentarlo a Irving, Lucas observó cómo Dolores preparaba en el patio la mesa y las sillas con abundancia de vino y limonada y algunas cosas para picar. Al poco tiempo aparecieron en escena un viejo soldado a medio vestir con su raído uniforme militar y cojeando visiblemente de su pierna derecha, y Mateo, con su inveterada capa marrón. Presentado el pintor a los recién llegados, se puso a hablar con ellos de las hermosas vistas que acababa de disfrutar desde la  Torre de Comares. Mateo intervino rápido.

--¿Desde la Torre de Comares? Pues ha de saber que entre sus muros tuvo lugar un hecho escalofriante relacionado con una bella mora que fue encerrada por su antiguo marido por fijar sus grandes ojos negros en un caballero cristiano. Y allí la dejó olvidada su cruel esposo tras ser tomada La Alhambra por el ejército de los Reyes Católicos.

Lanjarón le escuchaba atento, pero de repente su interlocutor cambió de tema.

--Sí, las vistas desde la Torre son muy sugerentes, mire donde se mire. ¿Se ha fijado en el valle del Darro? ¿El río que se desliza manso bajo puentes abovedados entre huertos y cármenes floridos? Algunos de esos blancos cármenes que destacan aquí y allá entre las arboledas y las viñas fueron en su tiempo retiros campestres para los moros que buscaban refresco en sus jardines. Y el río Darro fue famoso por sus arenas auríferas…

El artista se alegró enormemente de que justo entonces hicieran acto de presencia el escritor norteamericano y el príncipe ruso. Y más cuando la tía Antonia, tras presentarle a los recién llegados, los sentó junto a él al otro lado de donde estaba Mateo. Detalle que agradeció inmensamente. Minutos más tarde, el vino y la limonada empezaban a rodar por las gargantas de los presentes y a fluir entre ellos las conversaciones más variadas. Hasta que Irving, recordando algo, le preguntó a Lanjarón:

--Me dijo antes que usted era pintor, ¿verdad?

--Así es.

--¿Sería muy atrevido por mi parte pedirle que me muestre alguno de sus dibujos?

--Todo lo contrario, señor. Aunque mis bocetos son muy modestos, considero un honor enseñárselos.

Y abrió el cartapacio sobre la mesa, quedando a la vista el primero de los dibujos que había realizado aquella misma mañana. El escritor no quiso contemplar más. La simple visión del rostro sereno y misterioso de Aurora le llenaron con tanta vehemencia el alma de emociones y recuerdos, que se llevó la mano a la cabeza, frunció sus labios en un gesto inconfundible de tristeza y, sintiéndose enfermo de repente, se excusó ante todos para retirarse a sus aposentos.

La tía Antonia pidió a su sobrina que siguiera al señor Irving hasta sus habitaciones para ver si necesitaba algún tónico o remedio casero que pudiera aliviarlo momentáneamente. Después se dirigió a los circunstantes, que se habían quedado asimismo sorprendidos y apenados por la reacción del escritor norteamericano.

--Comprederán, señores, que hoy la tertulia no se celebre.

Lanjarón, profundamente afectado, echó una última ojeada al retrato de Aurora antes de cerrar el cartapacio y se despidió de la tía Antonia.

--Siento lo del señor Irving—dijo--. Mañana me pasaré por aquí para interesarme por su salud. Y a usted, gracias por sus atenciones, señora Antonia. Si necesita alguna cosa, ya sabe dónde me hospedo.

Y hacia allí se encaminó cuando las primeras sombras de la noche empezaban a extender su silencioso palio sobre la colina de La Alhambra.

A solas en su cuarto, tendido sobre la cama y la mirada fija en el techo, le dio por pensar en lo ocurrido a Washington Irving con el dibujo de Aurora. Enseguida sus pensamientos se centraron exclusivamente en la bella joven. También en él había dejado profunda impresión. ¿Quién era realmente? ¿Qué secreto escondía? Tenía que volverla a ver y hablar con ella. Al día siguiente se levantaría con el alba y subiría a la colina de La Alhambra para intentar dar de nuevo con la hermosa gitana.

No bajó a cenar y, agotado por las emociones del día, apagó el velón de aceite dispuesto a dormir de un tirón si antes el pensamiento de Aurora no se lo impedía, tal como se imaginaba.

Hacía rato que estaba así, intentando conciliar el sueño, cuando sonaron los golpes de unos nudillos en la puerta de su habitación. Medio incorporado, preguntó quién era. El posadero, desde el otro lado de la puerta, le dijo que un señor distinguido, con aires de preocupación, le estaba esperando abajo.

--¿Quién es ese caballero?

--No lo ha dicho. Sólo dice que desea hablar con usted de un asunto muy especial.

--¿Viene solo?

--No. Le acompaña un hombre mal vestido.

--Dígale que enseguida bajo.

Lanjarón, sospechando quién era el caballero que quería hablar con él con tanta urgencia, se tiró de la cama, se vistió lo más deprisa que pudo y bajó al zaguán de la posada. Tal como se había imaginado, allí le esperaba Washington Irving, acompañado, ¿cómo no?, de Mateo Jiménez.

Tras saludar a ambos, preguntó al escritor cómo se encontraba.

Éste, sin cambiar el gesto de seriedad de su rostro, pálido como el papel, orlado por sus espesas patillas y melena oscura, le contestó:

--Eso no importa ahora. ¿Podríamos hablar en un lugar más tranquilo? Mateo dice que conoce uno en el Albaicín más que apropiado. Se ha prestado a acompañarnos hasta allí. ¿Podría hacerme ese favor?

Lanjarón, acostumbrado a estas aventuras nocturnas, aceptó gustosamente y, minutos más tarde, iban los tres subidos en una calesa que trepaba las cuestas del Albaicín tirada por un caballo. El trayecto duró poco. El coche se paró delante de una casa, de la que salían voces de ánimo, cantos, palmas y rasgueos de guitarras.

--Aquí es—dijo Mateo dirigiéndose a Irving--. Conozco muy bien al dueño y les atenderá como a reyes.

Bajaron los tres del coche y Mateo llamó a la puerta, a la vez que el coche reemprendía su marcha y doblaba la esquina próxima unas varas más arriba.

Una luna redonda como el brocal de un pozo iluminado derramaba su misteriosa luz fría sobre la ciudad y a duras penas alcanzaba el pavimento del Albaicín, cuando el dueño de la casa les abría al fin la puerta. Tras saludar a Mateo y luego a sus acompañantes, llegaron a un patio donde se celebraba una ruidosa fiesta flamenca.

Allí se quedó Mateo, mientras el señor Lorca, que así se llamaba el dueño del establecimiento, llevaba al escritor y al pintor hasta una habitación tranquila y solitaria, adonde no llegaba el bullicio de la fiesta.

--Aquí nadie les molestará—dijo--. ¿Desean tomar alguna cosa?

--Sí—dijo el escritor--. Tráiganos abundante vino de Málaga.

Se sentaron a una mesa de pino y el señor Lorca fue a buscar lo requerido. Entonces Irving miró fijamente a Lanjarón y dijo:

--Empecemos, si no le importa.

--Adelante.

--Es esa joven del dibujo, la de los ojos negros. Me gustaría saber dónde la ha conocido, de dónde viene, si vive o no aquí en Granada. Dígame por favor todo lo que sepa de ella. Y perdone que se lo pida así, tan de sorpresa y de modo tan urgente.

--No tiene por qué excusarse. A mí también me ha impresionado la misteriosa belleza de esa mujer.

--No me ha impresionado su belleza.

--¿Entonces?

--Le confesaré algo, mi querido amigo. Los rasgos que usted ha plasmado en el papel, esos ojos grandes, negros, llenos de melancolía, el contorno del rostro de esa joven que usted ha dibujado, el hoyuelo de la barbilla…, todos esos rasgos me recuerdan los de una persona que yo conocí hace ya algún tiempo, y…

La llegada del dueño del local con una gran jarra y dos vasos y un platito con pasas y nueces interrumpió las palabras del escritor, que guardó silencio al instante como picado por una serpiente venenosa. Los dos hombres esperaron a que aquél desapareciera de nuevo cerrando la puerta  tras sí para reanudar su conversación. Antes Irving llenó de vino los dos vasos, alzó el suyo para brindar y tras chocarlo ligeramente con el de Lanjarón, dijo:

--Por nuestro encuentro y por …esa joven de su dibujo.

Y se echó al coleto un largo trago de vino. Su acompañante bebió también y dejó el vaso sobre la mesa. No así el escritor, que volvió a beber hasta acabar el vaso y a llenarlo de nuevo para seguir bebiendo. Luego dejó el vaso ante él y con ojos ligeramente achispados miró al artista como al amigo de quien espera sabrosas confidencias.

--Insisssto—dijo con lengua torpe--. ¿Qué sabe de la… de esa gi… de esa joven?

--Temo que mi respuesta no le ayude mucho.

--Prue… póngame a prueba.

--Sólo sé que se llama Aurora y que está viviendo unos días en compañía de unos gitanos. Precisamente me encontré con ellos la pasada mañana en las ruinas que hay junto al camino del Generalife. Después de posar todos sus miembros para mí, me despedí de ellos. Eso es todo lo que puedo decirle.

Un tanto decepcionado, Irving bebió de nuevo y volvió a llenarse el vaso. Sus ojos azules, soñadores habitualmente, empezaban a mostrar el inconfundible brillo de la ebriedad, y su mirada se perdía indecisa.

--Una gitana…--balbució--, y de nombre Aurora… No puede ser. Entonces, ¿debido a qué impulso…, debido a qué.. fuerza sobrenatural, al ver su dibu…, su retrato, me ha venido…, he recordado el ros…, la cara de una persona muy querida para mí?

Y bebió de nuevo. Luego su mirada erró vacilante por entre las cuatro paredes de la estancia sin fijarla en ningún sitio. Lanjarón, mientras se llevaba el vaso a los labios, contemplaba con tristeza el cambio de ánimo que el escritor había experimentado en tan poco tiempo.

--Perdóneme ahora a mí por hacerle esta pregunta: ¿a quién, si puede saberse, le recuerda la joven de mi dibujo?

Washinton Irving se pasó la punta de la lengua por los labios, apoyó la cabeza sobre una mano para fijar la mirada en Lanjarón y, con voz entrecortada a medias por la emoción de los recuerdos y por los efectos del vino, dijo:

--Deje que...que le cuente algo de mí. Desde siempre... desde niño fui... he sido siempre un... un soñador, más atento a la lectura de libros...de libros de viajes y a las velas... veleidades de la fantasía y la ... y la imaginación que... que al estudio metódico y concienzudo. Con decirle que...que este mi carácter solitario y soñador, junto... unido a mi gusto por la música y el teatro, hizo que mi padre, que... que nunca me llegó a comprender, me llamara el filo... el filósofo, se lo digo todo. Filósofo, fíjese.  Menos mal que siempre me sen... me sentí apoyado por mi querida madre, que tenía un carácter muy parecido al mío. Además gocé del cariño de mis hermanos, de ellos aprendí a contar con... con la familia para resolver cualquier problema que tuviera alguno de... de nosotros. ¿Por dónde iba?... Veo que voy a perder el hilo de la historia que quiero contarle... Sí, ahora sé qué le... qué le tenía que decir. Perdone que dé un rodeo antes de centrarme. A los  quin... a los dieciséis años di por terminada mi forma... mi formación escolar y como disyun... como alternativa a ingresar en la universidad, esco... me decanté por el estudio de leyes; pero no, no.. por aquí no llego a ningún sitio. Quiero... le quiero decir que... que seguí siendo un mal estudiante y ja... y  nunca me llegó a gustar la abogacía. Aún así, empecé a trabajar de oficial de... juzgado, en una oficina y a traba... a colaborar con un hermano mío en el periódico que acababa de fundar. No sé si entiende usted por dónde voy y... y adónde quiero llegar. Pero el caso es que, por entonces caí enfermo, y mi familia, preocupada por este motivo, se esfor... hizo un gran esfuerzo económico y me envió a Europa para ver si en el viejo continente hacía... me curaba. Conocí a gente famosa, frecuenté el teatro, la... y la ópera, acudí a museos y galerías de arte, estu... aprendí lenguas y observé la naturaleza y a los hombres y, en especial, a ellas... a las mujeres.

viernes, 20 de septiembre de 2013

LA LEYENDA DE WASHINGTON IRVING (1)

Doy entrada a una novela histórica (Goethe decía que este tipo de género narrativo ni es novela ni es historia; ¿tendrá razón? No me extrañaría. De todos modos aquí va la primera entrega.), cuyo título es el de la entrada.


 
 
1.
Era una tarde de mayo de 1829 en que Lucas Lanjarón recogía sus bártulos de dibujo para regresar a la fonda después de un día lleno de emociones, y en su cartapacio llevaba  la prueba fehaciente de ello.
Como cada día había subido muy temprano a la colina de La Alhambra para capturar algunos rincones que hasta el momento no había descubierto o que simplemente no había sabido ver. Y ocurrió que al pasar por unas viejas ruinas situadas al borde del camino que conduce al Generalife, le salió al encuentro una familia de gitanos compuesta por un hombre mayor, posiblemente el patriarca, una madre con dos niños pequeños, un apuesto muchacho con enormes patillas y una guitarra en bandolera y, cerrando el grupo, una joven de sorprendente belleza. Nada más ver al pintor, el hombre mayor, que llevaba una vara de mimbre en la mano, se dirigió a él de este modo:
—Buenos días, señor artista. Si usted lo desea nos prestamos gustosamente a que nos dibuje en sus papeles.
Lanjarón, sorprendido por la súbita aparición del grupo, se quitó el sombrero para saludar al hombre y, tras agradecerle su generoso ofrecimiento, se fijó en la bellísima joven de grandes ojos negros que cerraba el grupo. El patriarca, que advirtió enseguida la admiración que la muchacha había despertado en el pintor, siguió diciendo:
—Ya veo que la belleza de mi sobrina le ha impresionado vivamente. Se llama Aurora y, si quiere empezar sus apuntes por ella, no hay ningún inconveniente.
El pintor, encantado con la idea, pasó por alto al resto de los componentes del grupo que para cualquier mediano observador habrían servido para bosquejar igualmente motivos costumbristas, como la indumentaria del propio patriarca gitano, el aspecto primitivo y alegre de los churumbeles o la seriedad de la ropa negra con que vestía de los pies a la cabeza la madre  de los pequeños, sin olvidar el temple del joven de las grandes patillas y guitarra en bandolera que no perdía de vista a Aurora.
Y así dijo:
—De acuerdo, buen hombre; siguiendo su consejo, comenzaré por ella.
Y dicho y hecho. Rogó a la joven que se apoyara sobre un pedazo de muro que poseía milagrosamente entero un ajimez y, mientras el resto del grupo se acercaba para contemplar el trabajo del pintor, éste tomó por asiento una gran piedra, abrió sobre sus rodillas el cartapacio con el material de dibujo e, impulsado por el afán de aprisionar en el papel la extraordinaria mirada de Aurora, empezó a trazar las primeras líneas.
La joven no pestañeaba y, con los ojos puestos en las torres de La Alhambra, esperó pacientemente a que el artista acabara de retratarla.
Mientras Lanjarón progresaba en su dibujo, los dos churumbeles reían sin parar viendo cómo el pintor iba copiando fielmente en el papel el cabello de Aurora, oscuro como el azabache, la frente amplia, las cejas finamente perfiladas, los grandes y negros ojos sombreados por largas pestañas, la nariz pequeña, los gordezuelos labios, el hoyuelo de la barbilla, el contorno almendrado de la cara… Y reían, reían sin parar exclamando entre risa y risa:
—¡Es ella! ¡Es ella!
Pero el joven de las largas patillas y la guitarra en bandolera ni siquiera sonreía; al contrario, fruncía el ceño y apretaba los puños con rabia viendo que aquel osado artista era capaz de robar con un simple lápiz el rostro de Aurora y encerrarlo en los estrechos márgenes de un papel. Mientras que, por su lado, la madre de los pequeños y el patriarca, sumidos los labios en un gesto de admiración, movían de arriba abajo la cabeza aprobando el trabajo de Lanjarón.
—¡Cómo se parece!—exclamaba él.
—¡Sólo le falta hablar!—exclamaba ella.
Más de hora y media le llevó a Lanjarón retratar a bella gitana, Acabado por fin el retrato, se lo enseñó a la joven, que esbozó una sonrisa al verse reflejada con tanta fidelidad en el papel, pero no dijo nada: se limitó a retirarse del muro para acabar mirando con aquellos ojos suyos profundos, tristes, un punto elevado de la fortaleza árabe.
Después el pintor hizo un alto en su trabajo y repartió con los gitanos las viandas que llevaba en la mochila. El grupo se arrimó a la sombra de una higuera y empezó a comer sin decir palabra, mientras Lanjarón, sentado sobre la misma piedra que le había servido de lugar de trabajo, daba cuenta de su ración sin perder de vista a Aurora, que se dedicaba a regalar su parte a los dos gitanillos.
Cuando el artista vio que los demás habían acabado de comer, les pidió que posaran para él en la postura en la que cada cual se sintiera más a gusto. Mientras los dibujaba, el patriarca acabó de contarle otros datos de la familia que lo conmovieron vivamente. En resumen, le dijo que él había sido en otro tiempo el jefe de un clan gitano de la Alpujarra granadina diezmado por luchas fratricidas, a resultas de las cuales sólo quedaban de él los seis miembros que allí había. Lanjarón se quedó con ganas de saber algo más de Aurora, quien, todo el tiempo que duró la tarea de retratar a sus parientes, no había apartado un segundo su melancólica mirada de las torres más altas de La Alhambra.
A mediodía dio por terminados los retratos de los gitanos y, dándoles las gracias por su amabilidad y paciencia, se despidió de ellos para enfilar el camino del Palacio Real. Antes de entrar se giró para verlos una vez más, pero se quedó con las ganas porque habían desaparecido en las ruinas donde le habían salido al encuentro.
La tía Antonia, que era la mujer que se cuidaba del Palacio, una señora mayor, vivaracha y atenta, nada más verlo aparecer, se dirigió a él con un botijo de agua rezumante en la mano.
—Dele un trago, Lanjarón, que hoy Lorenzo pica más que de costumbre. Y eso que todavía es mayo. ¿Qué hará cuando llegue el verano?
El artista dejó a sus pies el cartapacio y cogió agradecido el botijo que le ofrecía la mujer, lo levantó a una altura prudente y dejó durante unos segundos que un chorro cristalino y frío cayera impetuoso en su boca entre leves salpicaduras que refrescaron igualmente parte de su rostro.
Después se lo devolvió con un gesto de satisfacción mientras se secaba los labios con el revés de la mano.
—Gracias, señora Antonia. Está deliciosa.
—Es que como el agua de La Alhambrano hay ninguna. Ya lo sabe. ¿Ha dibujado mucho esta mañana?
—Alguna cosa.
—¿Me la enseña?
—Claro.
—Pero antes pasemos dentro para que pueda reposar un rato.
La siguió al interior.
—¿Alguna novedad? –preguntó el artista.
—Se me olvidaba. ¡Vaya cabeza tengo! Cada día peor. La vejez es lo que tiene. Te va quitando todo lo que de joven te dio. Antes tenía una memoria extraordinaria y ahora se me olvida hasta lo que acabo de hacer. Perdone, ¿qué me había preguntado?
—Que si hay alguna novedad en el Palacio.
—Una muy grande, sí, señor. Hoy ha llegado un escritor norteamericano que se llama Irvin o algo así. El señor Serna, ya sabe el gobernador de todo esto, le ha ofrecido algunas estancias del Palacio para que se instale a su capricho en ellas.
—Debe de ser Washington Irving, que días atrás, según los periódicos, andaba por Sevilla en busca de documentación para los libros que anda escribiendo ahora.
—Pues ese mismo Irvin, sí.
—¡Menuda noticia! Me gustaría muchísimo conocerlo y cambiar con él unas palabras. ¿Dónde está ahora?
—Ha ido a visitar el Generalife. Le acompaña un señor de nombre raro…, no me pregunte cuál. Dalcuri o algo parecido. Va con ellos ese pesado de Mateo, que se ha empeñado en hacerles de guía. Pero veamos esos dibujos, señor Lanjarón.
Cuando la tía Antonia vio el retrato de Aurora, no pudo menos de sorprenderse.
—¡Qué guapa es! ¿Quién es?
—Una gitana que con parte de su familia se me ha aparecido esta mañana en las ruinas que hay al borde del camino del Generalife.
—¿Una familia dice? ¿En las ruinas? No recuerdo que viva ninguna familia gitana ahí. Deben ir de paso. Pero esta muchacha es guapa de por sí. Estos ojos grandes, negros, con esta mirada tan triste. Buen retrato para su exposición. ¿Cuándo será?
—En otoño. Si todo va según mis previsiones. Volviendo al escritor, al señor Irving, ¿qué habitaciones ocupa?
—Las que dan a la plaza de los Aljibes. Mi sobrina Dolores, que  hace de criada, ha puesto todo su empeño en que se encuentre en ellas a su completa comodidad.
—¿Conoce el plan que el escritor ha preparado para hoy?
—No mucho; sólo que para esta tarde tiene previsto celebrar una tertulia en el patio de los Aljibes con algún mutilado del ejército, ese Dalcuri o como se llame y, claro está, con Mateo Jiménez, que no se despega del señor Irvin ni un momento.
—Pero el tal Mateo ¿no es ese vagabundo de capa oscura y harapos sin cuento que anda a la que salta sacando unas monedas a todo aquel que venga a visitar a La Alhambra?
—El mismo que viste y calza. Pero sabe un montón de cuentos y leyendas que tienen que ver con la historia de Boabdil y los moros y cristianos que poblaron estas paredes hace siglos. Sin ir más lejos esta mañana cuando el escritor norteamericano cruzaba la puerta de la Justicia, camino del Palacio, se le ha acercado Mateo y, sin que se lo pidiese, se ha puesto a contarle la leyenda de la llave y la mano que figuran esculpidas en el arco. Más tarde, cuando Dolores le estaba arreglando una de las habitaciones, el escritor se lo ha comentado, y mi sobrina le ha dicho en seguida que no hay nadie que conozca mejor los misterios y secretos de La Alhambra que él y que si quiere saber cosas de aparecidos, crímenes, amores ocultos y tesoros escondidos, no tiene más que pedírselo a Mateo.
 
 

domingo, 15 de septiembre de 2013

DE QUEVEDO A VELÁZQUEZ


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 





Dejando para el final de mi epístola la contestación a lo que me pide vuestra merced en la suya, debo antes referirme a dos nombres que me ha recordado en ella y que corresponden también a dos personajes de difícil memoria para mí, el derrochador de la patria el conde-duque de Olivares y el poeta de la noche Luis de Góngora, que asimismo atentó alevosamente contra la poesía castellana.

El primero, Gaspar de Guzmán, contrariando a la etimología de su apellido (“buen hombre”), mientras estuvo de valido de nuestro rey Felipe IV (otro que tal baila), se dedicó a vaciar las arcas del Reino, olvidándose del españolito de a pie, consumido por el trabajo y los impuestos. A él, en un momento en que sólo quedaba el esqueleto de aquella España imperial (ahora ya sólo falta enterrarlo), le dediqué los tercetos que siguen:

“Señor Excelentísimo, mi llanto
ya no consiente márgenes ni orillas;
inundación será la de mi canto.

Ya sumergirse miro mis mejillas
la vista por dos urnas derramada
sobre las aras de las dos Castillas.

Yace aquella virtud desaliñada
que fue, si rica menos, más temida,
en vanidad y en sueños sepultada.”

El segundo, ese capellán narigudo llamado Góngora, fue mi peor enemigo en la vida de las letras y en la vida en general. Me ponía a bajarme de un burro cada vez que oía a alguien cerca de él pronunciar mi nombre. Decía de mí, entre otras lindezas, que era un acérrimo mal hablado y un enfermizo perseguidor del clero, y que de tanto hablar de la muerte olía a podrido. Y debe saber vuestra merced yo nunca he sido manco, digo mudo, en esto de escribir versos; así que ni corto ni perezoso, le contesté con un soneto burlándome de su enorme nariz; en el primero de sus tercetos digo:
 
“Érase un espolón de una galera,
érase una pirámide de Egipto;
las doce tribus de narices era.”

Y con otro soneto me mofé claramente de su nocturna forma de escribir:
 
“Quien quisiere ser culto en sólo un día,
la jeri aprenderá gonza siguiente:
fulgores, arrogar, joven, presiente,
candor, construye, métrica armonía…” etcétera.

Y ahora vayamos a ese Pacheco que vuestra merced menciona en la suya. Se trata de Luis Pacheco de Narváez, que llegó a ser maestro mayor de esgrima de Felipe IV y fue muy popular en Madrid en las dos primeras décadas de nuestro siglo; era demasiado estricto con las reglas de la espada, y en cierta ocasión, tras la aparición de su obra Cien conclusiones sobre las armas, se charlaba acerca de su contenido. Y como yo no estaba de acuerdo con la afirmación que se hacía en ella de que un determinado lance era imparable y no tenía por lo tanto posibilidad de respuesta, le dije que era falsa y me ofrecí a demostrárselo allí mismo. La concurrencia nos invitó a que probásemos con las armas en la mano quién tenía la razón, y Pacheco se mostró remiso a cruzar su espada conmigo arguyendo que la ciencia que emanaba del libro era del todo incontestable y que allí habían ido para hablar y no para usar la espada. Parecía que todo iba a acabar de ese modo, y yo mismo me convencí de que acaso fuera mejor así, pues ya había quedado clara mi victoria sin necesidad de desenvainar las espadas. Pero la insistencia de los presentes hizo que los dos acabáramos echando mano de ellas. El lance terminó inmediatamente con un golpe de mi espada en el sombrero del maestro, lanzándoselo al suelo y dejándole en ridículo en la reunión.

No me lo perdonó nunca, de modo que, si hasta ese momento yo había sido uno de los mejores esgrimistas de la Corte en labios del acreditado Pacheco, a partir de ese momento me convertí en el peor espadachín de Madrid por obra y gracia suya. No le hice caso y le dediqué el siguiente pareado:

“Sin espada en el cinto el gran Pacheco,

que una vaina sin fruto está más hueco.”

Vanitas vanitatis.

Sin embargo, no acabó todo ahí. Pues para que vuestra merced quede enterada, Pacheco fue uno de los que me denunció a la Inquisición por mis escritos irreverentes y blasfemos. En eso se parecía a Góngora.

Casi olvido el motivo de esta carta, y es preguntarle sobre los cuadros que pintó vuestra merced en Sevilla, antes de efectuar su primer viaje a Madrid. Si se dedicó a pintar preferentemente temas religiosos o profanos, que duda tengo de ello.

Finalmente, y antes de despedirme, debo recordarle que también a mí me retrató vuestra merced, y con el hábito de Santiago, del que me siento tan orgulloso.

viernes, 13 de septiembre de 2013

FRANCISCO BRINES

 
 
En la entrada anterior hablaba de presentar libros como una actividad gozosa de mi vida. Siguiendo hoy con las MEMORIAS DE UN JUBILADO, debo referirme al poeta cuyo nombre da título a la entrada presente. Francisco Brines tiene que ver mucho con mi resurrección profesional y poética. A mediados de los noventa, dejé de trabajar como profesor en el Colegio donde había prestado mis servicios durante veintiocho años. Fue un hecho traumático entonces (hoy, con las perspectivas que me da el tiempo transcurrido desde entonces, he visto que, gracias a Dios, el dejar aquel Colegio fue para bien, como se verá en estas líneas); fue un hecho traumático entonces porque a mis cincuenta y pocos años me vi de la noche a la mañana abandonado e inútil, sin futuro profesional y sin ganas de salir adelante. Por fortuna,  mi familia, que siempre ha estado y sigue estando a mi lado, me apoyó y dio luz en momentos tan difíciles y oscuros.
Fueron efectivamente un par de años para olvidar. Probé de abrir con un compañero que había sufrido la misma circunstancia que yo una asesoría pedagógica para alumnos con problemas de aprendizaje. Todo con tal de permanecer unido a la profesión de enseñar por la que siento tanta devoción como por la poesía. Y aunque duró poco, me sirvió para mantener el ánimo levantado. Por otra parte, la poesía me hacía sentirme vivo y me refugiaba en ella como en las alas que sostienen el vuelo de los pájaros. A finales del 96 ya no tenía ni la asesoría pedagógica y, para tener viva y fundamentada la esperanza, me apunté a las listas de suplencias de profesores de secundaria, a la vez que empezaba a preparar las oposiciones que tendrían lugar el año próximo.
Todo estaba, pues, en el aire, cuando irrumpió en mi vida el año de mi resurrección, 1997. Y una noche de enero del año recién comenzado, de madrugada, sonó el teléfono. Estábamos en la cama y mi mujer descolgó el aparato. Cambió unas palabras con la persona que llamaba y luego me dijo:
--Es de parte de Francisco Brines.
Medio dormido, escuché su voz elegante y bien timbrada sin poder creer lo que estaba diciéndome. En resumidas cuentas, me dijo que había ganado el premio de poesía taurina de Valencia (recordé vagamente que hacía un tiempo había mandado a esa ciudad un poemario sobre el toro en sus diversas facetas, artística, histórica, mítica y de fiesta nacional, para participar en un premio). Añadió el poeta que debía escoger un poema del libro porque las bases del premio decían que sólo se premiaba un poema. Y le di el titulo de uno de ellos. Luego me volvió a dar la enhorabuena y me dijo que en unos día el secretario del premio se pondría en contacto conmigo para concertar el viaje a Valencia y la fecha de entrega del galardón, y allí nos conoceríamos. Nervioso y emocionado, le di las gracias.
Esa noche no pegué ojo, pero fui el más feliz de los hombres.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

MEMORIAS DE UN JUBILADO

Presentar libros

Una de las actividades que más me confortan es presentar libros de amigos. Y he presentado algunos a lo largo de estos últimos años. La pena  es que algunos de esos amigos se fueron y no pueden compartir conmigo este bello recuerdo; son los casos de José Antonio Espejo, a quien tuve el orgullo de dar a conocer su hermosísimo libro Cantos del guerrero vencido, ganador del Viernes Culturales de la primera época, en el Ateneo de Cerdanyola; Vicente Rincón, de quien el grupo Azor y yo en su nombre, hicimos una semblanza de su vida y su obra en el Real Círculo Artístico de Barcelona;  Antonio Matea, de quien presenté con emoción en distintas ocasiones poemarios suyos, como Sonetos en gris mayor (Premio Diputación de Albacete), y a su marcha, me correspondió el honor de hablar de su auténtica manera de concebir la poesía y recité en la Sala Granados de Cerdanyola una muestra representativa de su poética; José Carreta, su amigo, y miembro como él y como yo del jurado del Premio mencionado, y autor de emotivos libros como La voz que me habla; o el poeta maestro de poetas José Jurado Morales, al que el grupo que nos habíamos formado en su tertulia Azor alrededor de su magisterio, rendimos sincero homenaje en el Real Círculo Artístico barcelonés.
Entre los amigos, gracias a Dios vivos todavía, alguno de cuyos libros he tenido la gran satisfacción de presentar, se encuentran los siguientes: Encarna Fontanet, de poesía profunda e intimista, con libros bellísimos como Peramo o Ante el tercer peldaño, del que he hablado en este mismo blog; Visi Beato, ganadora de Viernes Culturales con un libro directo y comprometido con el tiempo y la vida, Las líneas esenciales; Milagros Martín, autora de una poesía delicada y amante de la naturaleza y las costumbres cotidianas de la casa y la familia, entre cuyos poemarios destacan Hablo con mi amigo el mar o Descubriendo mi tiempo; Amparo Cervantes, de trazado clásico y temas universales como el amor o la muerte en sus versos, y con alguna incursión feliz en la prosa (Silencio Amarillo es una buena muestra).
Ya más cerca en el tiempo, me hizo mucha ilusión presentar en el Ateneo barcelonés El imperio de las luces, soberbio poemario de mi colega Ambrosio Gallego, poeta como la copa de un pino.
Y el siguiente será, Dios mediante, el próximo mes de octubre en el mismo lugar. Le toca el turno al libro Francisco Brines, entre el canto y la elegía, del también colega y amigo Antonio Machín Romero, un estudio crítico, que aún late caliente entre mis manos (acaba de salir este mismo año de 2013) y del que daré cuenta más adelante en este blog.

martes, 10 de septiembre de 2013

FOTOGRAFÍAS QUE HABLAN


Sol de piedra
 
En la Vila, junto al faro, entre sol y sombra, yace este sol de piedra. Siempre lo había visto en mis paseos por los altos del pueblo marinero como algo que la memoria dejó a un lado para hacerlo cosa inútil, rayos apagados de un fuego irrepetible, radios inmóviles de una rueda constante. Hasta hoy, que resucita en misterio, molienda de otro tiempo. Así nace un poema, en lo más oscuro de una intuición personal, íntima, que forma parte de la soledad individual del poeta. Sólo falta la palabra justa que encienda la emoción.

sábado, 7 de septiembre de 2013

EL POEMA DEL MES


Ramallets
 

 
Con su marcha el portero ya es un mito,
mucho más que aquel cromo de mi infancia
que ocupó la ventana gris de un álbum
junto a la de Kubala.
 
El Barça de la historia está de luto,
las líneas de la cal y las jugadas
grabadas sobre el césped desde entonces,
suenan hoy en el alma
 
de los barcelonistas. ¡Ramallets,
Ramallets, Ramallets! gritan las gradas
mientras baja su cuerpo al gran descanso,
donde nace la fama.
 
Y allá en la fiel ribera de mi río,
donde no mueren las tardes recordadas,
veintidós infancias frente a frente
repiten sus hazañas.
 
Y Ramallets, el guardameta eterno,
puesto en pie sobre la hierba cálida,
sigue haciendo, bajo el sol o la lluvia,
sus paradas de magia.

viernes, 6 de septiembre de 2013

EL RELATO DEL MES


 EL SUEÑO DE ALMANZOR





Una noche en Granada dormía tranquilo en su palacio el caudillo Almanzor, dueño y señor de un gran poderío en gran parte de las tierras de España y terror de los monarcas que aún seguían gobernando en sus reinos. De pronto una pesadilla lo despertó temblando y con el sudor regándole gran parte de su cuerpo. Se tiró sobresaltado del lecho y se acercó a la ventana de su dormitorio, que daba a la exuberante vega granadina, para tomar aire. Al cabo de unos segundos se tranquilizó pensando que, siendo Almanzor y dominando como dominaba gran parte de España, no tenía nada que temer. Pero cuando iba a girarse para regresar al lecho, descubrió en lo alto del cielo azul oscuro de la noche que las estrellas que llenaban el firmamento, se separaban velozmente para dejar paso a la imagen de una bella señora que portaba en su regazo un niño tocado con una corona de oro. La visión le turbó de tal manera que ya no puso conciliar el sueño en toda la noche. Cuando llegó la luz del nuevo día se tiró del lecho dispuesto a entregarse a sus tareas de gobierno y así olvidarse de la preocupación que había sembrado en su alma la vista de la señora con el niño de la corona de oro. Sin embargo, a las pocas horas del día se presentaron en la sala del trono dos mensajeros que venían de tierras ocupadas por los cristianos para anunciarle que la reina Elvira de León, regente de Alfonso V, muy niño todavía, se había aliado con el Conde de Castilla y con Sancho el Mayor de Navarra para asestarle el golpe definitivo que acabaría con su imperio. Almanzor ya no se recuperó jamás de su pesimismo, que le duró hasta el día en que se enfrentó con sus ejércitos a los de Castilla, León y Navarra en Catalañazor (Soria), donde el propio Almanzor halló la muerte y a partir de entonces el imperio moro empezó a perder terreno ante el avance implacable de los monarcas cristianos.