lunes, 25 de abril de 2022

PARA ALIVIAR LAS QUEJAS DE FRANCISCO DE QUEVEDO


SONETOS Y COPLAS

 

I

A González de Salas hay que darle

En la jeta por intruso y atrevido

por haber destrozado y malherido

los versos de Quevedo. Hay que nombrarle

 

taimado salteador de letra extraña

por haber ultrajado al gran poeta

que quiso adivinar, sin ser profeta,

por qué andurriales iba a verse España.

 

Con gran razón se queja el buen Quevedo

de no resucitar y con su pluma

poder tildar a Salas de ladrón.

 

Si pudiera, con solamente un credo

lo envolvería con su escueta bruma

lanzándolo al olvido sin perdón.

 

 


II

Nada pudo a sus límpidos sonetos,

sin embargo, nublar la sal de Salas,

pues, lejos de abatirse, son aún balas

de luz entre sombríos mamotretos.

 

Nos hablan del amor como es ahora,

una lucha entre el hielo y la candela,

una herida que duele y que consuela,

un poder que la misma muerte añora.

 


Nos hablan de la muerte y el dolor,

del tiempo y de la patria como un hombre

que sufriera como uno de nosotros.

 

Y aprendemos con ellos que el honor

es hijo del trabajo y el buen nombre

que, tras vivir, dejamos en los otros.

 

 

.

III

También entró en los romances

de don Francisco aquel fiera

dicho González de Salas,

volador con ala ajena.

 

Entró a saco y sin cuartel

sin que Quevedo lograra,

noble ceniza en su tumba,

detener tanta matanza.

 

Aun así, sus octosílabos

saben batirse ellos solos

contra manos tan osadas

y pensamientos tan cortos.

 


Por si así no fuera, quiero

poner mi grano de arena

para alzar en desagravio

un epitafio al poeta.

 

“Tu vida fue más bien pobre,

pero nunca te adeudaste.

no fuiste nunca envidioso,

y a la envidia fustigaste.

 

Se ha de envidiar solamente

una vida sin prejuicios,

la prudencia de los viejos,

la inocencia de los niños.

 


Pese a las burlas y chanzas

que desplegaste a placer,

consagraste tres emblemas:

patria, religión y rey.

 

Odiabas a muerte el ocio

como al peor enemigo:

polilla de las virtudes,

feria de todos los vicios.

 

Galante con las  mujeres,

decías que el que no adora

el corazón femenino

no ve de Dios su gran obra.

 

Fuiste de buena estatura,

ojos vivos, frente fiel

que no ocultaron tu tacha:

cojo y lisiado de pies.

 

Moriste siendo otro Séneca

y legaste tus palabras:

por dentro fuego de herida,

por fuera hielo de espada.

 


Y tus retratos: bigotes,

perillas, lentes y cruz

de Santiago sobre el pecho.

y en mi memoria, tu luz.”

 


 

viernes, 8 de abril de 2022

ESPAÑA EN SEMANA SANTA ( y IV)


Hoy es Viernes de Dolores y en toda España se acepta que la Semana Santa ha comenzado.

Y nosotros continuamos relatando la historia de Lisardo y Crstóbal, los inseparables compañeros que ven cómo sus vidas pueden sufrir algún cambio por amor. En su viaje por media España, llegan a Zamora para juntarse con  Demetrio, a quien consideran un verdadero amigo.

 

Cuestión de suerte

Lisardo y Cristóbal por fin habían encontrado un tren por la noche. Una suerte loca.

--Demetrio nos espera por la mañana en la estación de Zamora—dijo el segundo tras consultar el wasap del zamorano--. Se ha comprometido a guiarnos en la procesión que sale de madrugada. Dice que con suerte asistiremos al Alto de las Tres Cruces.

--Y eso ¿en qué consiste?

--No lo sé, me ha dicho que lo veremos sobre la marcha.

--Pues, como siempre, a la aventura.

--Sí, pero ahora, con este traqueteo suave del tren, nos dormiremos tranquilamente. Y mañana será otro día.

Y durmiendo hicieron la mayor parte del viaje.

A Zamora llegaron nada más empezar la mañana del Viernes Santo. Los árboles y las casas del paisaje mostraban por fin, tras dejar atrás las borrosas figuras de la noche, sus verdaderos colores bajo la luz del nuevo día. Cuando se apearon los dos amigos del tren, descubrieron tras la puerta del vestíbulo de la estación a Demetrio, que les hacía un gesto de bienvenida con la mano mientras una sonrisa franca iluminaba su cara.

Se saludaron abrazándose. Luego Cristóbal dijo que iba al lavabo y se ausentó un momento. Antes de entrar, cogió el móvil y consultó restaurantes de la ciudad y disponibilidad de mesas para comer ese día. Localizó el que mejor le pareció y reservó mesa para tres. Al poco rato se reunía con sus amigos.

--Tenemos suerte—dijo Demetrio--, la procesión  de Jesús Nazareno lleva parada en las Tres Cruces un buen rato. Aún podremos probar las famosas sopas de ajo que los costaleros y la gente que acude a verlos suele comer durante el alto que hace ahí la procesión. Salió de San Juan de Puerta Nueva, junto a la Plaza Mayor, a las cinco de la madrugada y tras recorrer las calles más importantes de Zamora se detiene aquí para que los costaleros recuperen fuerzas con las típicas sopas de ajo zamoranas antes de hacer la reverencia de sus respectivos pasos ante el de la Soledad.


 

--Nos vendrán bien—dijo Lisardo--. Aún no hemos desayunado.

--Contad con ello—dijo Demetrio--. Ya he hablado con un amigo costalero de la Caída para que nos tenga preparadas tres cacerolas con sopas de ajo con el recordatorio de la Semana Santa de este año impreso en la panza.

--Estupendo—dijo Cristóbal--. No sabemos cómo agradecerte tanto como estás haciendo por nosotros.

--Sólo hay una manera: comiendo con gana las sopas y alegrándoos de cuanto viváis… Supongo que os quedaréis tu amigo y tú en mi casa hasta que acabe la Semana Santa, ¿no?

--No queremos abusar, Demetrio. Nos conformamos con hoy y mañana.

--¿Y el Domingo de Resurrección? ¿Os vais a perder el Dos y pingada?

--¿Qué es eso?—preguntó interesado Lisardo.

--Un plato típico zamorano. Si os quedáis, además de averiguarlo os chuparéis los dedos de gusto al saborearlo.

Lisardo miró a Cristóbal y éste se encogió de hombros mientras decía:

--Si nos lo pintas tan bien, no tenemos más remedio que quedarnos.

Habían llegado a las Tres Cruces. El espectáculo era total. Los pasos mostraban las faldas levantadas y los costaleros, cofrades y visitantes reían de buena gana mezclados en una misma multitud mientras tomaban su cazuelita de sopas de ajo ante la mirada fija y un tanto ecléctica que les dedicaban desde arriba las imágenes.

--Vamos a la Caída, que está a una cincuentena de metros de aquí.

Los tres amigos sortearon los centenares de personas que se mezclaban amigablemente al pie de los pasos como si la Semana Santa hubiera dejado de existir durante un momento y llegaron al pie del paso mencionado. Lisardo se fijó en el consternado rostro de Jesús que, bajo el peso de la cruz, había caído de rodillas en tierra, y en el rostro del niño que delante del caído sonreía portando al hombro el mazo y en una cesta los clavos. Las palabras de Demetrio le recordaron que no había desayunado aún.

--Aquí está Daniel, mi amigo el costalero, con las tres cazuelitas preparadas. Hola, Daniel.

--Habéis tardado—dijo el aludido--, un poco más y las coméis frías.

--Los dos amigos de los que te he hablado—dijo Demetrio a modo de presentación.

Y les saludó. Luego pidió a un compañero las tres cazuelitas y se las entregó.

--Tenéis suerte—dijo--. Aún están calientes y diciendo “comedme”. Que aproveche.

Y allí comieron las sopas con gusto y las regaron con vino de la bota que Daniel les entregó. Y charlaron sobre platos típicos de la Semana Santa zamorana, de procesiones y de Ramón Álvarez, de cuyas manos habían salido, además de las figuras del paso a cuyo pie se encontraban, otras de la misma cofradía, como la Verónica, el grupo de la Crucifixión o la Soledad, ante cuya imagen de un momento a otro todos los demás pasos harían la reverencia.


 

En ese momento sonaron los sones destemplados del tambor y la trompeta del Merlú, y la movilización de público, costaleros y cofrades en pocos minutos puso en marcha de nuevo la procesión. Demetrio cogió a los dos amigos y los sacó del maremágnum.

--Ya hemos vivido lo mejor de la procesión—dijo--. Ahora bajemos a casa. Tengo el coche aparcado cerca de aquí. Y dentro de un par de horas volvemos a la Plaza Mayor; aún tendremos tiempo, antes de que los pasos se recojan en el Museo de Semana Santa, de oír la famosa Marcha de Thalberg que todos los zamoranos tarareamos desde muy niños y de tomar unas tapas y unos tintos en los bares de la calle de los Herreros.

Y mientras tomaban la última tapa y el último tinto en el alegre vía crucis de bares de la calle de los Herreros y Demetrio se disponía a pagar la ronda, Cristóbal se adelantó.

--Ésta la pago yo y la comida también te la pagamos nosotros, ¿verdad, Lisardo?

--Por supuesto y ya hemos pensado dónde comer.

--Vosotros mandáis. No quiero que os enfadéis por el condumio. Pero la tarde es mía, ¿eh?

Los dos amigos asintieron. Luego fueron al parador de los Condes de Alba y Aliste a comer. Entre plato y plato, Demetrio les preguntó cómo habían logrado encontrar mesa en un sitio así, y Lisardo le contestó que Cristóbal la había reservado por teléfono nada más llegar a la estación de Zamora.

--Como os decía, esta tarde dispongo yo.

--¿Qué propones?—preguntó Cristóbal.

--Como es demasiado precipitado viajar ahora a Bercianos a ver la procesión de las mortajas, os propongo a uno de vosotros, sólo a uno, eso sí, porque sólo me he podido hacer con un hábito, desfilar en la procesión del Santo Entierro. Yo, que lo he hecho en alguna ocasión, sé que es una experiencia única. Ver Zamora a través de los ojales de una caperuza no tiene comparación…

--Que lo haga Lisardo—dijo Cristóbal mirando a su amigo.

--Sí que me gustaría.

--Pues ya está decidido.

Al salir del Parador, algo achispado por el vino, Demetrio les señaló la estatua de Viriato, que se levanta en el centro de la plaza sobre una gran roca.

--Mirad al terror de los romanos. Desde aquí no se ve bien lo que de niños le veíamos desde el lado derecho.

--¿Qué es?—preguntó curioso Cristóbal.

--¿Veis la lanza que empuña con una mano? Pues del lado que os digo parece…

Y se rió como un crío sin acabar la frase.

Los dos amigos también rieron sin saber de qué.


 

Aproximadamente una hora más tarde Lisardo esperaba vestido de terciopelo negro con el resto de los cofrades a la puerta del Museo de Semana Santa a que el Barandales empezara a voltear las campanas que llevaba atadas a sus muñecas para dar principio al desfile del Santo Entierro. Desfilaría en la fila derecha muy cerca del paso que da nombre a la cofradía, una urna de madera que contenía el cuerpo muerto de Jesús, imagen al parecer inspirada en un hombre ahogado en el Duero y esculpida por Aurelio de la Iglesia. Había quedado con Cristóbal y Demetrio en dejar la procesión a su llegada a la Catedral, donde hace estación, para tomarse juntos según la tradición una aceitada y una copita de anís. Debía esperar con la cabeza descubierta a que los dos amigos dieran con él en el atrio de la Catedral.

Durante el recorrido, absorto ante tantas sensaciones, se olvidó de la cita de tal modo que, cuando el desfile se deshizo, no recordaba las palabras de Demetrio y, dejándose arrastrar por la multitud de familiares que habían acudido a acompañar a los suyos, empezó a caminar hacia los cercanos jardines del Castillo. Hasta que, en medio de las voces que todo el mundo daba, reconoció la de Cristóbal, que lo estaba llamando angustiosamente. Se quitó la caperuza y giró la cabeza en dirección a la voz de su amigo. A codazos logró recorrer unos metros hacia Cristóbal mientras gritaba sudoroso “¡Aquí, aquí!”

--¿Qué te ha pasado?—le dijo preocupado su amigo.

--No lo sé. He perdido la noción de dónde estaba.

Entonces reparó en Demetrio y en la bella mujer que lo acompañaba. Demetrio se acercó y le palmeó en la espalda.

--Ya ha pasado todo. Mira, te presento a Julia, mi vecina.

Lisardo sonrió. Y la mujer, tras darle un beso en la cara, sonrió también, mientras decía:

--Marca desfilar en el Santo Entierro. Es lo que pasa. Pero marca para bien.

--Anda, vamos a un sitio tranquilo—dijo Demetrio esgrimiendo una bolsa que llevaba en la mano--. Y celebrémoslo con lo que traigo aquí. Es obsequio de Julia.

Julia volvió a sonreír a Lisardo, que de pronto, mientras le devolvía la sonrisa, sintió latir su corazón de un modo diferente.

 


 

El amor para variar

Aquella noche Lisardo no pegó ojo pensando en Julia, la vecina de Demetrio. No podía olvidar su forma de sonreírle. Y sobre todo la conversación que mantuvo con ella cuando, de vuelta a casa, la mujer invitó a los tres a tomar una copa de un licor que conservaba desde hacía muchos años, de cuando aún vivía con su ex, aficionado más de la cuenta al alcohol. Recordaba confusamente la excusa que pusieron Demetrio y Cristóbal para declinar la invitación de Julia y claramente cómo, de forma casi milagrosa, se encontraron solos ella y él, sentados a la camilla de su comedor, hablando de todo y de nada como si se conocieran de toda la vida. Julia le contó, además de cómo y por qué cortó con Juan, su ex (el alcohol y el maltrato físico cada vez que se emborrachaba fueron los detonantes), cosas de su juventud, de cuando vivía en el vecino barrio de Cabañales, de su grupo de amigos y amigas, de sus aficiones, la principal de las cuales era el baile (cuando vivía con su ex, iban todos los domingos a bailar al café Lisboa), y sobre todo de su amor a la Semana Santa de su querida ciudad. Lisardo apenas habló de él; le gustaba oír la voz de Julia, que hablaba y hablaba con una franqueza casi infantil de mil cosas a la vez. Cuando tocó el tema de la Semana Santa, le dijo:

--Mi ex desfilaba en varias cofradías, en la del Silencio, en la del Yacente… curiosamente el hábito que tú has vestido hoy del Santo Entierro era suyo. Cuando me lo pidió prestado Demetrio, me encantó la idea de sacarlo del baúl, de airearlo de nuevo. Y has sido precisamente tú quien se lo ha puesto.

--A lo mejor es una señal—dijo Lisardo sin pensar detenidamente en ello. Julia le sonrió de aquel modo que lo desarmaba. Por eso cambió de tercio como para salir del atolladero en que se había metido:-- ¿Y tú, Julia? ¿No sales en ninguna procesión?

--En dos. Ayer por la mañana salí con las damas de la Virgen de la Esperanza de la iglesia las Dueñas, de Cabañales. Y mañana por la tarde saldré acompañando a la Soledad.

--¿Mañana? Pues iré a verte pasar. ¿Dónde quieres que me ponga?

Sonrió nuevamente.

--¿No vas a acompañar a Demetrio y a tu amigo?

--Por una vez que vaya solo… y para verte… Pero antes, ¿por qué no nos vamos a comer por ahí, a algún sitio que tú conozcas?

--¿Los dos solos? ¿Tú y yo?

--Sí. Así podremos charlar más y podré conocerte mejor.

Julia le miró fijamente, ahora sin sonreír, seria, pero igualmente hermosa.

--¿No te estarás…?

--Creo que sí. ¿Eso es malo?

--No, al contrario… es muy bueno. Siempre que realmente te lo dicte el corazón.

--¿Y tú?


--Creo que también.

Lisardo estaba recordando con delectación las últimas palabras de Julia, sílaba a sílaba, cuando oyó a Cristóbal hablar con Demetrio. Éste le preguntaba por él.

--Aún no se ha levantado. Anoche debió de venir de madrugada de casa de Julia.

--Déjalo que descanse. Desayunaremos nosotros porque el desayuno ya está listo, que él se haga luego lo que quiera.

Lisardo se tiró de la cama y salió al pasillo.

--Esperadme un par de minutos, que enseguida me pongo con vosotros a la mesa.

Al poco rato desayunaban los tres charlando de lo que quedaba por ver de la Semana Santa. Demetrio dijo:

--Hoy podemos ir a comer a los Saltos. Conozco un restaurante…

--Yo ya he quedado con Julia—interrumpió Lisardo.

--Mejor, que se venga con nosotros.

--Es que ya ha reservado una mesa para dos en un restaurante de la Avenida.

Demetrio y Cristóbal se miraron un instante con complicidad. Demetrio se limitó a decir:

--¡Ah, vamos! Lo que vosotros queréis es…

--Nosotros no queremos nada—replicó Lisardo en un tono de voz que no gustó nada a Cristóbal.

--No te pongas así, hombre—le dijo éste intentando esbozar una sonrisa--. Ya otras veces nos hemos visto alguno de los dos en esa misma circunstancia y luego no ha pasado nada. Recuerda lo que acaba de pasar en Baeza.

Lisardo se quedó mudo y serio unos segundos.

--¿Es que ahora es distinto?—insistió Cristóbal verdaderamente interesado.

--Puede ser.

Cristóbal guardó silencio y Demetrio tomó la palabra.

--¿Por qué no dejamos que las cosas sucedan con naturalidad? Hoy coméis juntos Julia y tú. De acuerdo. Pero después ¿queréis que nos veamos los cuatro para…?

--Ella sale después en la procesión de la Soledad.

--¡Coño! Es verdad. Se me había olvidado. Julia es dama de la Soledad desde que era una niña. Bueno, pues podemos ir los tres a verla pasar por Santa Clara, por ejemplo. ¿Qué os parece?

--A mí me parece bien—dijo Cristóbal--. ¿Y a ti, Lisardo?

Éste quedó pensativo unos segundos y luego se limitó a encogerse de hombros.

--¿Por qué no acabamos de desayunar?--dijo Demetrio para salir del paso--. Hasta la tarde hay tiempo.

A media mañana Demetrio se fue al cementerio a hacer una visita a la tumba de su mujer, fallecida hacía unos años, y Cristóbal se ofreció a acompañarle, sobre todo para evitar la extraña circunstancia promovida por el repentino mutismo en que parecía haberse sumido su amigo Lisardo.

--No sé qué mosca le ha picado—dijo Cristóbal en el camino del camposanto.

--Yo sí. El amor. Se ha enamorado de Julia.

--¿A sus años? Va a cumplir cuarenta. Esa es una edad en que un hombre ya no se enamora.

--No hay una edad para enamorarse. Y una mujer hermosa y convincente como Julia es capaz de romper todas las estadísticas.

--Espero que no sea con Lisardo. Lo conozco desde siempre y no creo que cambie su modo de pensar hasta ese extremo de la noche a la mañana.

--Sea como dices.


 

Y a la vez que entraban los dos por la puerta enrejada del camposanto, Lisardo salía de la casa de Demetrio para reunirse con Julia, con la que momentos antes había quedado por teléfono en subir a la ciudad y dar un paseo por los jardines del Castillo antes de ir a comer al restaurante de la Avenida. Durante la comida estuvieron muy animados y de vez en cuando se miraban a los ojos y se cogían las manos como dos tortolitos. A media tarde volvieron a casa de Julia y allí permanecieron hasta la hora de salir hacia la procesión de la Soledad, cuando ya era noche cerrada.

Aproximadamente a la hora en que la Virgen favorita de Ramón Álvarez salía de San Juan toda vestida de luto, con los ojos puestos en tierra y las manos cogidas a la altura del pecho, Demetrio y Cristóbal buscaban un sitio en lo alto de San Torcuato para esperar el paso de la procesión y el de las damas que la acompañaban. El primero dijo, una vez apostados los dos a la puerta del Bazar Jota:

--Julia viene en este lado, como siempre. Verás, ataviada con ropa negra, un velo de igual color en la cabeza y una vela con tulipa en la mano. Como otra soledad.

--Bueno, ahora no tan sola-- sentenció Cristóbal con una sonrisa.

--Es verdad. No han dado señales de vida en todo el día.

--Nunca lo había visto así. Otras veces la cosa acabó arreglándose. Pero ahora es diferente. Creo que esta vez va en serio. Y lo que más temo es que nuestra amistad se vaya al garete.

--Esperemos que no. Sin embargo, mi experiencia me dice que, cuando entre dos amigos aparece firme la figura de una mujer, esa amistad queda tambaleando. Pero, como digo, esperemos que no sea así. Os aprecio de verdad y no quisiera que esta Semana Santa signifique para vosotros una experiencia dolorosa.

--Si al menos para Lisardo no lo fuera, quiero decir que si su amor por Julia le da la felicidad que merece y le lleva a formar una familia, la cosa no sería tan mala.

--Déjalo ya, Cristóbal, que ahí suena la música que anuncia el desfile de la Soledad. Y otra cosa: no adelantemos acontecimientos.


 

El Dos y pingada… y una escapada

Al final Demetrio y Cristóbal no fueron a ver desfilar a la Soledad; no querían tener jaleos con Lisardo y Julia, y prefirieron ir a tomar unas tapas y unos tintos a los bares de la calle Sacramento, cerca de donde tenía el taller el escultor Ramón Abrantes. En uno de ellos, ya de retirada, cuando Zamora se había recogido tras la procesión de la Soledad, encontraron al artista acompañado de su mujer probando el pulpo gallego con moje picante en un extremo de la barra. Apenas había parroquianos en el bar, y Abrantes, al verlos entrar, les llamó para invitarles a una de aquellas tapas que tienen gran predicamento entre los entendidos. Les presentó a su mujer y, tras saborear un nuevo trozo de pulpo cocido, pregunto por su amigo.

--Esto le gustaría—añadió.

--Estará acompañando a Julia—contestó Demetrio.

--¿Julia? ¿La ex de Juan, el periodista? Buena compañía. Esa mujer le quita el hipo a cualquiera.

El escultor se dio cuenta tarde de que junto a él permanecía su mujer y, sonriendo, arregló el trance.

--Exceptuándote a ti, cariño.

--Ya—dijo la aludida--. Menos mal que te conozco.

--¿Qué os parece el pulpo?—dijo Abrantes para salir del atolladero.

--Muy bueno—dijo Cristóbal--. Muy bueno. Como todo lo que tenéis en Zamora.

--Y aún te falta por probar el Dos y pingada y una tajada.

--Eso suena maravillosamente bien.

--Pues sabe mucho mejor.

--¿Qué es?

--Que te lo explique Demetrio. Que es un gran entendido en todas esas cosas de gastronomía.

--Es el plato típico del Domingo de Resurrección. El Dos hace referencia a un par de huevos fritos, la pingada al trozo de hogaza de pan para mojar y la tajada a las magras de cerdo, jamón curado especialmente que enriquecen el plato. No hay zamorano que se precie ni visitante de la ciudad en el Domingo de Resurrección que no almuerce con ellos.

--Pues eso. Que mañana podemos quedar los … los seis, incluyo por supuesto a vuestro amigo y a Julia, aquí mismo una vez acabe la procesión…

--Me gustaría muchísimo—dijo Cristóbal.

--Se lo diremos a Lisardo y a Julia—dijo Demetrio.

--Pues aquí quedamos a media mañana los que seamos—dijo Abrantes--. Yo tengo que recogerme ya. Ando últimamente algo más cansado que de costumbre.

--Le tengo dicho que tiene que ir al médico—dijo su mujer--, pero él nada, ni caso.

--Médicos, médicos… Sólo saben encontrarte enfermedades.

--¡Hombre!, si las tienes, ¿qué va a hacer?

--Hasta mañana, amigos. No hay nada que con un buen sueño no se arregle—dijo finalmente Abrantes antes de coger a su mujer por la cintura y echar a caminar hacia la salida del bar.

Al cabo de un rato Demetrio y Cristóbal hicieron lo mismo tras dar el último trago a sus vasos de vino.