Hoy es Viernes de Dolores y en toda España se acepta que la Semana Santa ha comenzado.
Y nosotros continuamos relatando la historia de Lisardo y Crstóbal, los inseparables compañeros que ven cómo sus vidas pueden sufrir algún cambio por amor. En su viaje por media España, llegan a Zamora para juntarse con Demetrio, a quien consideran un verdadero amigo.
Cuestión de suerte
Lisardo y Cristóbal por fin habían encontrado un tren por la noche. Una suerte loca.
--Demetrio nos espera por la mañana en la estación de Zamora—dijo el segundo tras consultar el wasap del zamorano--. Se ha
comprometido a guiarnos en la procesión que sale de madrugada. Dice
que con suerte asistiremos al Alto de las Tres Cruces.
--Y eso ¿en qué consiste?
--No lo sé, me ha dicho que lo veremos sobre la marcha.
--Pues, como siempre, a la aventura.
--Sí, pero ahora, con este traqueteo suave del tren, nos dormiremos
tranquilamente. Y mañana será otro día.
Y durmiendo hicieron la mayor parte del viaje.
A Zamora llegaron nada más empezar la mañana del Viernes Santo. Los
árboles y las casas del paisaje mostraban por fin, tras dejar atrás
las borrosas figuras de la noche, sus verdaderos colores bajo la luz
del nuevo día. Cuando se apearon los dos amigos del tren,
descubrieron tras la puerta del vestíbulo de la estación a
Demetrio, que les hacía un gesto de bienvenida con la mano mientras
una sonrisa franca iluminaba su cara.
Se saludaron abrazándose. Luego Cristóbal dijo que iba al lavabo y
se ausentó un momento. Antes de entrar, cogió el móvil y consultó
restaurantes de la ciudad y disponibilidad de mesas para comer ese
día. Localizó el que mejor le pareció y reservó mesa para tres.
Al poco rato se reunía con sus amigos.
--Tenemos suerte—dijo Demetrio--, la procesión de Jesús Nazareno lleva parada en las Tres Cruces un
buen rato. Aún podremos probar las famosas sopas de ajo que los
costaleros y la gente que acude a verlos suele comer durante el alto
que hace ahí la procesión. Salió de San Juan de Puerta Nueva,
junto a la Plaza Mayor, a las cinco de la madrugada y tras recorrer
las calles más importantes de Zamora se detiene aquí para que los
costaleros recuperen fuerzas con las típicas sopas de ajo zamoranas
antes de hacer la reverencia de sus respectivos pasos ante el de la
Soledad.
--Nos vendrán bien—dijo Lisardo--. Aún no hemos desayunado.
--Contad con ello—dijo Demetrio--. Ya he hablado con un amigo
costalero de la Caída para que nos tenga preparadas tres cacerolas
con sopas de ajo con el recordatorio de la Semana Santa de este año
impreso en la panza.
--Estupendo—dijo Cristóbal--. No sabemos cómo agradecerte tanto
como estás haciendo por nosotros.
--Sólo hay una manera: comiendo con gana las sopas y alegrándoos de
cuanto viváis… Supongo que os quedaréis tu amigo y tú en mi casa
hasta que acabe la Semana Santa, ¿no?
--No queremos abusar, Demetrio. Nos conformamos con hoy y mañana.
--¿Y el Domingo de Resurrección? ¿Os vais a perder el Dos y
pingada?
--¿Qué es eso?—preguntó interesado Lisardo.
--Un plato típico zamorano. Si os quedáis, además de averiguarlo
os chuparéis los dedos de gusto al saborearlo.
Lisardo miró a Cristóbal y éste se encogió de hombros mientras
decía:
--Si nos lo pintas tan bien, no tenemos más remedio que quedarnos.
Habían llegado a las Tres Cruces. El espectáculo era total. Los
pasos mostraban las faldas levantadas y los costaleros, cofrades y
visitantes reían de buena gana mezclados en una misma multitud
mientras tomaban su cazuelita de sopas de ajo ante la mirada fija y
un tanto ecléctica que les dedicaban desde arriba las imágenes.
--Vamos a la Caída, que está a una cincuentena de metros de aquí.
Los tres amigos sortearon los centenares de personas que se mezclaban
amigablemente al pie de los pasos como si la Semana Santa hubiera
dejado de existir durante un momento y llegaron al pie del paso
mencionado. Lisardo se fijó en el consternado rostro de Jesús que,
bajo el peso de la cruz, había caído de rodillas en tierra, y en el
rostro del niño que delante del caído sonreía portando al hombro
el mazo y en una cesta los clavos. Las palabras de Demetrio le
recordaron que no había desayunado aún.
--Aquí está Daniel, mi amigo el costalero, con las tres cazuelitas
preparadas. Hola, Daniel.
--Habéis tardado—dijo el aludido--, un poco más y las coméis
frías.
--Los dos amigos de los que te he hablado—dijo Demetrio a modo de
presentación.
Y les saludó. Luego pidió a un compañero las tres cazuelitas y se
las entregó.
--Tenéis suerte—dijo--. Aún están calientes y diciendo
“comedme”. Que aproveche.
Y allí comieron las sopas con gusto y las regaron con vino de la
bota que Daniel les entregó. Y charlaron sobre platos típicos de la
Semana Santa zamorana, de procesiones y de Ramón Álvarez, de cuyas
manos habían salido, además de las figuras del paso a cuyo pie se
encontraban, otras de la misma cofradía, como la Verónica, el grupo
de la Crucifixión o la Soledad, ante cuya imagen de un momento a
otro todos los demás pasos harían la reverencia.
En ese momento sonaron los sones destemplados del tambor y la
trompeta del Merlú, y la movilización de público, costaleros y
cofrades en pocos minutos puso en marcha de nuevo la procesión.
Demetrio cogió a los dos amigos y los sacó del maremágnum.
--Ya hemos vivido lo mejor de la procesión—dijo--. Ahora bajemos a
casa. Tengo el coche aparcado cerca de aquí. Y dentro de un par de
horas volvemos a la Plaza Mayor; aún tendremos tiempo, antes de que
los pasos se recojan en el Museo de Semana Santa, de oír la famosa
Marcha de Thalberg que todos los zamoranos tarareamos desde muy niños
y de tomar unas tapas y unos tintos en los bares de la calle de los
Herreros.
Y mientras tomaban la última tapa y el último tinto en el alegre
vía crucis de bares de la calle de los Herreros y Demetrio se
disponía a pagar la ronda, Cristóbal se adelantó.
--Ésta la pago yo y la comida también te la pagamos nosotros,
¿verdad, Lisardo?
--Por supuesto y ya hemos pensado dónde comer.
--Vosotros mandáis. No quiero que os enfadéis por el condumio. Pero
la tarde es mía, ¿eh?
Los dos amigos asintieron. Luego fueron al parador de los Condes de
Alba y Aliste a comer. Entre plato y plato, Demetrio les preguntó
cómo habían logrado encontrar mesa en un sitio así, y Lisardo le
contestó que Cristóbal la había reservado por teléfono nada más
llegar a la estación de Zamora.
--Como os decía, esta tarde dispongo yo.
--¿Qué propones?—preguntó Cristóbal.
--Como es demasiado precipitado viajar ahora a Bercianos a ver la
procesión de las mortajas, os propongo a uno de vosotros, sólo a
uno, eso sí, porque sólo me he podido hacer con un hábito,
desfilar en la procesión del Santo Entierro. Yo, que lo he hecho en
alguna ocasión, sé que es una experiencia única. Ver Zamora a
través de los ojales de una caperuza no tiene comparación…
--Que lo haga Lisardo—dijo Cristóbal mirando a su amigo.
--Sí que me gustaría.
--Pues ya está decidido.
Al salir del Parador, algo achispado por el vino, Demetrio les señaló
la estatua de Viriato, que se levanta en el centro de la plaza sobre
una gran roca.
--Mirad al terror de los romanos. Desde aquí no se ve bien lo que de
niños le veíamos desde el lado derecho.
--¿Qué es?—preguntó curioso Cristóbal.
--¿Veis la lanza que empuña con una mano? Pues del lado que os digo
parece…
Y se rió como un crío sin acabar la frase.
Los dos amigos también rieron sin saber de qué.
Aproximadamente una hora más tarde Lisardo esperaba vestido de
terciopelo negro con el resto de los cofrades a la puerta del Museo
de Semana Santa a que el Barandales empezara a voltear las campanas
que llevaba atadas a sus muñecas para dar principio al desfile del
Santo Entierro. Desfilaría en la fila derecha muy cerca del paso que
da nombre a la cofradía, una urna de madera que contenía el cuerpo
muerto de Jesús, imagen al parecer inspirada en un hombre ahogado en
el Duero y esculpida por Aurelio de la Iglesia. Había quedado con
Cristóbal y Demetrio en dejar la procesión a su llegada a la
Catedral, donde hace estación, para tomarse juntos según la
tradición una aceitada y una copita de anís. Debía esperar con la
cabeza descubierta a que los dos amigos dieran con él en el atrio de
la Catedral.
Durante el recorrido, absorto ante tantas sensaciones, se olvidó de
la cita de tal modo que, cuando el desfile se deshizo, no recordaba
las palabras de Demetrio y, dejándose arrastrar por la multitud de
familiares que habían acudido a acompañar a los suyos, empezó a
caminar hacia los cercanos jardines del Castillo. Hasta que, en medio
de las voces que todo el mundo daba, reconoció la de Cristóbal, que
lo estaba llamando angustiosamente. Se quitó la caperuza y giró la
cabeza en dirección a la voz de su amigo. A codazos logró recorrer
unos metros hacia Cristóbal mientras gritaba sudoroso “¡Aquí,
aquí!”
--¿Qué te ha pasado?—le dijo preocupado su amigo.
--No lo sé. He perdido la noción de dónde estaba.
Entonces reparó en Demetrio y en la bella mujer que lo acompañaba.
Demetrio se acercó y le palmeó en la espalda.
--Ya ha pasado todo. Mira, te presento a Julia, mi vecina.
Lisardo sonrió. Y la mujer, tras darle un beso en la cara, sonrió
también, mientras decía:
--Marca desfilar en el Santo Entierro. Es lo que pasa. Pero marca
para bien.
--Anda, vamos a un sitio tranquilo—dijo Demetrio esgrimiendo una
bolsa que llevaba en la mano--. Y celebrémoslo con lo que traigo
aquí. Es obsequio de Julia.
Julia volvió a sonreír a Lisardo, que de pronto, mientras le
devolvía la sonrisa, sintió latir su corazón de un modo diferente.
El amor para variar
Aquella noche Lisardo no pegó ojo pensando en Julia, la vecina de
Demetrio. No podía olvidar su forma de sonreírle. Y sobre todo la
conversación que mantuvo con ella cuando, de vuelta a casa, la mujer
invitó a los tres a tomar una copa de un licor que conservaba desde
hacía muchos años, de cuando aún vivía con su ex, aficionado más
de la cuenta al alcohol. Recordaba confusamente la excusa que
pusieron Demetrio y Cristóbal para declinar la invitación de Julia
y claramente cómo, de forma casi milagrosa, se encontraron solos
ella y él, sentados a la camilla de su comedor, hablando de todo y
de nada como si se conocieran de toda la vida. Julia le contó,
además de cómo y por qué cortó con Juan, su ex (el alcohol y el
maltrato físico cada vez que se emborrachaba fueron los detonantes),
cosas de su juventud, de cuando vivía en el vecino barrio de
Cabañales, de su grupo de amigos y amigas, de sus aficiones, la
principal de las cuales era el baile (cuando vivía con su ex, iban
todos los domingos a bailar al café Lisboa), y sobre todo de su amor
a la Semana Santa de su querida ciudad. Lisardo apenas habló de él;
le gustaba oír la voz de Julia, que hablaba y hablaba con una
franqueza casi infantil de mil cosas a la vez. Cuando tocó el tema
de la Semana Santa, le dijo:
--Mi ex desfilaba en varias cofradías, en la del Silencio, en la del
Yacente… curiosamente el hábito que tú has vestido hoy del Santo
Entierro era suyo. Cuando me lo pidió prestado Demetrio, me encantó
la idea de sacarlo del baúl, de airearlo de nuevo. Y has sido
precisamente tú quien se lo ha puesto.
--A lo mejor es una señal—dijo Lisardo sin pensar detenidamente en
ello. Julia le sonrió de aquel modo que lo desarmaba. Por eso cambió
de tercio como para salir del atolladero en que se había metido:--
¿Y tú, Julia? ¿No sales en ninguna procesión?
--En dos. Ayer por la mañana salí con las damas de la Virgen de la
Esperanza de la iglesia las Dueñas, de Cabañales. Y mañana por la
tarde saldré acompañando a la Soledad.
--¿Mañana? Pues iré a verte pasar. ¿Dónde quieres que me ponga?
Sonrió nuevamente.
--¿No vas a acompañar a Demetrio y a tu amigo?
--Por una vez que vaya solo… y para verte… Pero antes, ¿por qué
no nos vamos a comer por ahí, a algún sitio que tú conozcas?
--¿Los dos solos? ¿Tú y yo?
--Sí. Así podremos charlar más y podré conocerte mejor.
Julia le miró fijamente, ahora sin sonreír, seria, pero igualmente
hermosa.
--¿No te estarás…?
--Creo que sí. ¿Eso es malo?
--No, al contrario… es muy bueno. Siempre que realmente te lo dicte
el corazón.
--¿Y tú?
--Creo que también.
Lisardo estaba recordando con delectación las últimas palabras de
Julia, sílaba a sílaba, cuando oyó a Cristóbal hablar con
Demetrio. Éste le preguntaba por él.
--Aún no se ha levantado. Anoche debió de venir de madrugada de
casa de Julia.
--Déjalo que descanse. Desayunaremos nosotros porque el desayuno ya
está listo, que él se haga luego lo que quiera.
Lisardo se tiró de la cama y salió al pasillo.
--Esperadme un par de minutos, que enseguida me pongo con vosotros a
la mesa.
Al poco rato desayunaban los tres charlando de lo que quedaba por ver
de la Semana Santa. Demetrio dijo:
--Hoy podemos ir a comer a los Saltos. Conozco un restaurante…
--Yo ya he quedado con Julia—interrumpió Lisardo.
--Mejor, que se venga con nosotros.
--Es que ya ha reservado una mesa para dos en un restaurante de la
Avenida.
Demetrio y Cristóbal se miraron un instante con complicidad.
Demetrio se limitó a decir:
--¡Ah, vamos! Lo que vosotros queréis es…
--Nosotros no queremos nada—replicó Lisardo en un tono de voz que
no gustó nada a Cristóbal.
--No te pongas así, hombre—le dijo éste intentando esbozar una
sonrisa--. Ya otras veces nos hemos visto alguno de los dos en esa
misma circunstancia y luego no ha pasado nada. Recuerda lo que acaba
de pasar en Baeza.
Lisardo se quedó mudo y serio unos segundos.
--¿Es que ahora es distinto?—insistió Cristóbal verdaderamente
interesado.
--Puede ser.
Cristóbal guardó silencio y Demetrio tomó la palabra.
--¿Por qué no dejamos que las cosas sucedan con naturalidad? Hoy
coméis juntos Julia y tú. De acuerdo. Pero después ¿queréis que
nos veamos los cuatro para…?
--Ella sale después en la procesión de la Soledad.
--¡Coño! Es verdad. Se me había olvidado. Julia es dama de la
Soledad desde que era una niña. Bueno, pues podemos ir los tres a
verla pasar por Santa Clara, por ejemplo. ¿Qué os parece?
--A mí me parece bien—dijo Cristóbal--. ¿Y a ti, Lisardo?
Éste quedó pensativo unos segundos y luego se limitó a encogerse
de hombros.
--¿Por qué no acabamos de desayunar?--dijo Demetrio para salir del
paso--. Hasta la tarde hay tiempo.
A media mañana Demetrio se fue al cementerio a hacer una visita a la
tumba de su mujer, fallecida hacía unos años, y Cristóbal se
ofreció a acompañarle, sobre todo para evitar la extraña
circunstancia promovida por el repentino mutismo en que parecía
haberse sumido su amigo Lisardo.
--No sé qué mosca le ha picado—dijo Cristóbal en el camino del
camposanto.
--Yo sí. El amor. Se ha enamorado de Julia.
--¿A sus años? Va a cumplir cuarenta. Esa es una edad en que un
hombre ya no se enamora.
--No hay una edad para enamorarse. Y una mujer hermosa y convincente como Julia es capaz de romper todas
las estadísticas.
--Espero que no sea con Lisardo. Lo conozco desde siempre y no creo
que cambie su modo de pensar hasta ese extremo de la noche a la
mañana.
--Sea como dices.
Y a la vez que entraban los dos por la puerta enrejada del
camposanto, Lisardo salía de la casa de Demetrio para reunirse con
Julia, con la que momentos antes había quedado por teléfono en
subir a la ciudad y dar un paseo por los jardines del Castillo antes
de ir a comer al restaurante de la Avenida. Durante la comida
estuvieron muy animados y de vez en cuando se miraban a los ojos y se
cogían las manos como dos tortolitos. A media tarde volvieron a casa
de Julia y allí permanecieron hasta la hora de salir hacia la
procesión de la Soledad, cuando ya era noche cerrada.
Aproximadamente a la hora en que la Virgen favorita de Ramón Álvarez
salía de San Juan toda vestida de luto, con los ojos puestos en
tierra y las manos cogidas a la altura del pecho, Demetrio y
Cristóbal buscaban un sitio en lo alto de San Torcuato para esperar
el paso de la procesión y el de las damas que la acompañaban. El
primero dijo, una vez apostados los dos a la puerta del Bazar Jota:
--Julia viene en este lado, como siempre. Verás, ataviada con ropa
negra, un velo de igual color en la cabeza y una vela con tulipa en
la mano. Como otra soledad.
--Bueno, ahora no tan sola-- sentenció Cristóbal con una sonrisa.
--Es verdad. No han dado señales de vida en todo el día.
--Nunca lo había visto así. Otras veces la cosa acabó
arreglándose. Pero ahora es diferente. Creo que esta vez va en
serio. Y lo que más temo es que nuestra amistad se vaya al garete.
--Esperemos que no. Sin embargo, mi experiencia me dice que, cuando
entre dos amigos aparece firme la figura de una mujer, esa amistad
queda tambaleando. Pero, como digo, esperemos que no sea así. Os
aprecio de verdad y no quisiera que esta Semana Santa signifique para
vosotros una experiencia dolorosa.
--Si al menos para Lisardo no lo fuera, quiero decir que si su amor
por Julia le da la felicidad que merece y le lleva a formar una
familia, la cosa no sería tan mala.
--Déjalo ya, Cristóbal, que ahí suena la música que anuncia el
desfile de la Soledad. Y otra cosa: no adelantemos acontecimientos.
El Dos y pingada… y una escapada
Al final Demetrio y Cristóbal no fueron a ver desfilar a la Soledad;
no querían tener jaleos con Lisardo y Julia, y prefirieron ir a
tomar unas tapas y unos tintos a los bares de la calle Sacramento,
cerca de donde tenía el taller el escultor Ramón Abrantes. En uno
de ellos, ya de retirada, cuando Zamora se había recogido tras la
procesión de la Soledad, encontraron al artista acompañado de su
mujer probando el pulpo gallego con moje picante en un extremo de la
barra. Apenas había parroquianos en el bar, y Abrantes, al verlos
entrar, les llamó para invitarles a una de aquellas tapas que tienen
gran predicamento entre los entendidos. Les presentó a su mujer y,
tras saborear un nuevo trozo de pulpo cocido, pregunto por su amigo.
--Esto le gustaría—añadió.
--Estará acompañando a Julia—contestó Demetrio.
--¿Julia? ¿La ex de Juan, el periodista? Buena compañía. Esa
mujer le quita el hipo a cualquiera.
El escultor se dio cuenta tarde de que junto a él permanecía su
mujer y, sonriendo, arregló el trance.
--Exceptuándote a ti, cariño.
--Ya—dijo la aludida--. Menos mal que te conozco.
--¿Qué os parece el pulpo?—dijo Abrantes para salir del
atolladero.
--Muy bueno—dijo Cristóbal--. Muy bueno. Como todo lo que tenéis
en Zamora.
--Y aún te falta por probar el Dos y pingada y una tajada.
--Eso suena maravillosamente bien.
--Pues sabe mucho mejor.
--¿Qué es?
--Que te lo explique Demetrio. Que es un gran entendido en todas esas
cosas de gastronomía.
--Es el plato típico del Domingo de Resurrección. El Dos hace
referencia a un par de huevos fritos, la pingada al trozo de hogaza
de pan para mojar y la tajada a las magras de cerdo, jamón curado
especialmente que enriquecen el plato. No hay zamorano que se precie
ni visitante de la ciudad en el Domingo de Resurrección que no
almuerce con ellos.
--Pues eso. Que mañana podemos quedar los … los seis, incluyo por
supuesto a vuestro amigo y a Julia, aquí mismo una vez acabe la
procesión…
--Me gustaría muchísimo—dijo Cristóbal.
--Se lo diremos a Lisardo y a Julia—dijo Demetrio.
--Pues aquí quedamos a media mañana los que seamos—dijo
Abrantes--. Yo tengo que recogerme ya. Ando últimamente algo más
cansado que de costumbre.
--Le tengo dicho que tiene que ir al médico—dijo su mujer--, pero
él nada, ni caso.
--Médicos, médicos… Sólo saben encontrarte enfermedades.
--¡Hombre!, si las tienes, ¿qué va a hacer?
--Hasta mañana, amigos. No hay nada que con un buen sueño no se
arregle—dijo finalmente Abrantes antes de coger a su mujer por la
cintura y echar a caminar hacia la salida del bar.
Al cabo de un rato Demetrio y Cristóbal hicieron lo mismo tras dar
el último trago a sus vasos de vino.