viernes, 19 de febrero de 2016

TEATRO PARA PENSAR. INVERNADERO, DE HAROLD PINTER

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Invernadero, traducida por Eduardo Mendoza, dirigida por Mario Gas e interpretada en sus principales papeles por Gonzalo Castro, Tristán Ulloa y Jorge Usón, es espiritualmente considerada (sólo es una forma de decirlo porque la obra no es nada espiritual; al contrario, muestra en su significado global un frío y brutal distanciamiento respecto a todo cuanto tenga que ver con la ética), es una crítica a la burda e insensible burocracia de una institución medio asilo medio sanatorio, cuyos profesionales, representados principalmente por su director Root (Gonzalo Castro), el ayudante de éste, Gibbs (Tristán Ulloa) y el enfermero jefe Lush (Jorge Usón), hablan de los pacientes como si fueran simples números (por ejemplo, del 6457, que acaba de morir, o el 6459, que acaba de traer un niño al mundo). Evidentemente esta forma cruel de tratar a los pacientes sufre insatisfactorio castigo (la muerte de casi todos los profesionales del Invernadero), y digo insatisfactorio porque quien lleva a cabo ese drástico castigo, Gibbs, es tan culpable como todos los demás.

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Dejando a un lado el hecho de que puntos esenciales de la trama suceden fuera de la escena, asunto siempre discutible, y que el argumento de Invernadero me resulta en muchas ocasiones totalmente inverosímil (¿acaso eso forma parte del teatro del absurdo del que Pinter tiene mucho que decir?), lo que más me satisfizo de la representación fue la parte física de la misma: la música (la sinfónica de alto volumen para velar el rodar y el giro de los escenarios, la música propia de Navidad, tiempo en que transcurre la acción teatral), las grabaciones y los impactantes gritos y lamentos de los pacientes, que se dejan oír en momentos clave de la obra, el vestuario, el atrezzo, el mobiliario (tan funcionales como necesarios: trajes de los profesionales, batas de trabajo, uniformes de subalternos como el de Tubbs, Javivi Gil Valle, tan adecuado y diferenciador, la tarta que oculta el micrófono, los cuchillos, los cables y demás elementos del equipo de la sesión de electroshock al que someten Gibbs y la señorita Cutts (Isabelle Stoffel) a empleado sin futuro Lamb (Carlos Martos), el escenario giratorio y los fundidos y la luminotecnia de que se sirve (linternas la mayoría de veces) para efectuar sus constates cambios (diversos despachos, sala de electroshock, escalera de caracol, ventanales traslúcidos, puertas…). Y la interpretación, soberbia en sus tres principales actores, Castro, Ulloa y Usón, y con solvencia en los casos de Javivi y Martos; la única interpretación que a mi juicio, está a un nivel inferior es la de Stoffel (señorita Cutts), a quien, pese al convincente despliegue de sus arrumacos y demás artes propias de su sexo ante Root y Gibbs (y también ante Lamb), le falta algo de convicción y mucho de voz teatral. Caso aparte es el del último actor en salir a escena, Ricardo Moya (Loob), cuya función es escuchar la versión que da en la última escena Gibbs del horrible desenlace de Invernadero. Con sólo 7 actores Pinter, y en este caso Mario Gas llevan a cabo un trabajo excepcional: pintar con acidez e insensible distanciamiento la corrupción, el cinismo y la inhumanidad con que por un lado los profesionales gestionan el funcionamiento del asilo-sanatorio y por otro tratan a sus pacientes.

domingo, 7 de febrero de 2016

EL ÚLTIMO CLAUDIO RODRÍGUEZ



 

               “Sigo creyendo, como durante el primer día, que mi poesía nace de la ebriedad y de la aventura controlada."  Claudio Rodríguez
              “Toda obra es una aventura, y un día descubrimos que la aventura no tiene fin.”  Marcel Arland

 
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      La palabra “aventura” en la prosa y el verso de Claudio Rodríguez


Claudio Rodríguez (Zamora, 1934—Madrid, 1999) en una entrevista de 1994 adelantaba que estaba escribiendo un extenso poema sobre la vejez para un libro que se titularía Aventura.  El último poemario publicado hasta esa fecha era Casi una leyenda (1991), que cerraba con broche de oro la aventura de su creación iniciada en aquel deslumbrador Don de la ebriedad, de 1954. Pues bien, ese libro último en que estaba trabajando ha quedado inconcluso porque la muerte se lo impidió en 1999. Y ahora, marzo de 2005, nos encontramos una edición facsimilar de Aventura que recoge los pormenores de su trabajo de corrección y pulimento hasta justo el momento de su muerte. Resultado, once poemas sin terminar. Aunque cabe señalar que los que presenta el autor de la edición, L. García Jambrina, como últimas versiones logran dar la impresión de bastante terminados. Impresión, digo, porque nunca sabremos qué apuntes, añadidos, supresiones o cambios habría seguido haciendo Claudio Rodríguez. Lo que sí sabemos es que él nunca se daba por satisfecho de su tarea de creación y siempre seguía corrigiendo sus poemas aunque estuvieran editados y fijados definitivamente en su Poesía Completa (1953-1991). Prueba de ello es que en La voz de Claudio Rodríguez, edición de la Residencia de Estudiantes, Madrid, 2004, que incluye un CD con la voz del poeta, se asiste a algunos cambios que, si no son sustanciales, sí prueban la inquietud de Claudio Rodríguez por pulir constantemente sus poemas. Me refiero a los cambios efectuados en Casi una leyenda, poemario sin duda coetáneo y muy afín respecto de bastantes poemas de Aventura por las apreciaciones que se irá haciendo a lo largo de este estudio. Las modificaciones referidas aparecen en “La mañana del búho”, “Nuevo día” y “Manuscrito de una respiración”, del que llega a decir expresamente en la grabación citada que es “el último poema que he escrito”. (Adelanto que estos tres poemas de Casi una leyenda y algún otro como “Nocturno de la casa ida”, son clave para entender la redacción de muchos poemas de Aventura.)

Así pues, estamos hasta cierto punto de acuerdo con García Jambrina en que la edición facsimilar de Aventura, “no es una nueva obra del poeta, sino un documento único”. Lo de ser un documento único es obvio: ante la vista se tiene el duro y silencioso trabajo de creación de un poeta extraordinario que ve que el tiempo se le acaba y no va a poder terminar la labor que ha comenzado. Los manuscritos y los mecanoscritos que aparecen en esta edición facsimilar (lástima que no haya fechas que nos indiquen su momento de redacción) son la prueba fehaciente de que un poeta que lucha con las palabras, los pensamientos y las emociones para intentar concluir la labor espiritual y artística que más ama, es poeta hasta el mismo momento de morir.  También es evidente que no es una nueva obra completa y terminada de Claudio Rodríguez, y ello, no sólo por el detalle del hueco dejado por Claudio Rodríguez en su carpeta entre el penúltimo y último de los once poemas para añadir otros en un futuro imposible, como se nos dice en la Introducción a Aventura, sino también porque no se ajusta al cuerpo de los otros libros (19 poemas en Don de la ebriedad, 26 en Conjuros, 35 en Alianza y condena, 30 en El vuelo de la celebración y 19 en Casi una leyenda), ni al cuidado con que estructuraba sus libros (cosa que nos parece obvia igualmente). Pero esto no es lo importante. Lo que interesa aquí es explicar el último Claudio Rodríguez, el poeta que se desprende del aroma de estos once poemas que él pensaba, junto con otros, reunir bajo el título de Aventura.

Aunque la palabra “aventura” es muy familiar en la poesía anterior de Claudio Rodríguez, es evidente que el poeta la tenía muy asociada a su propio modo de vivir y su forma de concebir no sólo la poesía, que es vida también, sino además su forma de crear y tejer la forma material del poema. De ahí que la veamos repetida en las entrevistas que el poeta concedió y en sus comentarios y trabajos en prosa, sobre todo, los recogidos en La otra palabra, edición de Fernando Yubero. Ya en la introducción a sus cuatro primeros libros titulada “A manera de un comentario”, a propósito de su segundo libro Conjuros  (1958),  dice: “...De lo que se trata es de la aventura. La poesía es aventura –cultura-. Aventura o leyenda, como la vida misma.” La aventura, pues, hermana a la poesía con la vida ya desde el primer momento creador de Claudio Rodríguez. En 1992 ve la luz el texto con que ingresó el poeta en la Academia Española, titulado “Poesía como participación: hacia Miguel Hernández”. Pues bien, hablando del proceso creador, Claudio Rodríguez afirma que el poeta “quisiera extrañarse, identificarse con el objeto de su contemplación para renacer en él, para reconocerse en él. Se entrega y huye, se pierde y se encuentra a la vez, como renovado en el proceso poético, en la aventura de la visión, de la inspiración armoniosa. Lo cual no quiere decir irracionalidad, sino todo lo contrario: invención, en el sentido etimológico de descubrimiento, sorpresa”. Palabras que repite al año siguiente en el ensayo “Unidad y variedad en la obra de Jorge Guillén”, al referirse al modo como el autor de Cántico (1923) se comporta en su proceso creador, que, a grandes rasgos, es el suyo propio. Y más adelante, al hablar de la “locura armoniosa” del poema integrado, seguro y fresco (“Armoniosa locura” se titula precisamente un breve artículo  que el poeta publicó en ABC en 1991 y que está dedicado a uno de sus grandes mentores, Rimbaud), afirma que “el poeta ha de ensimismarse y ofrecerse, vuelvo a decir, en la aventura y en la efusión de la verdad interior.” Curiosamente data  también de 1992 el ensayo que titula “José Hierro” a secas, y en él vuelve a citar la palabra “aventura” cuando afirma que la poesía del poeta cántabro es un arte habitado de espacio y tiempo y concluye: “De aquí la plasticidad y la musicalidad de las imágenes y la aventura hacia el ritmo esencial con la emoción personal, con la posible experimentación de nuevas e inventadas identidades, asimilaciones, traspasadas por las circunstancias íntimas singulares y también comunes que se ensamblan y dan un temple de totalidad a su poesía.” Esta aventura, o búsqueda del ritmo esencial enlazado con los sentimientos, es un postulado importante en la poesía de Claudio Rodríguez.  Abundando en el tema, en  otra parte del citado “A manera de un comentario” leemos: “La poesía es aventura –cultura--. Aventura o leyenda, como la vida misma.” Notemos la equivalencia que hace aquí: Aventura o leyenda.  Ahí está, para confirmarlo, el último libro publicado en vida del poeta: Casi una leyenda. La poesía y la vida, pues, son para él aventura y leyenda.
 
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Y ahora las dos preguntas que me vienen rondando desde hace un tiempo: ¿Y si el último Claudio Rodríguez fuera el de Casi una leyenda? ¿Y si la mayoría de los poemas de Aventura, por no decir los once que se nos presentan en su edición facsimilar, fueran poemas coetáneos suyos, desechados en un principio del cuerpo del libro publicado? No hay fechación de estos últimos poemas. Ésa es la lástima. Además, son sólo dos preguntas. ¿Arriesgadas? Puede, pero los poetas solemos hacer eso algunas veces: no incluir en el libro publicado ciertos poemas, por razones varias y luego, arrepentidos, los pulimos porque los queremos y deseamos darles luz como a los otros. ¿Es esto lo que quiso hacer Claudio Rodríguez y la muerte no le dio el tiempo suficiente para ello? No lo sabremos nunca. Sigamos.

Nos ha salido ya la palabra “contemplación” al hablar del proceso creador del poeta, pero quiero insistir una vez más en ello porque lo creo importante para entender el razonamiento que sigo. No en vano se titula un ensayo aparecido en ABC en 1987 “Hacia la contemplación poética”, en el  cual aparecen estrechamente relacionadas las palabras “contemplación” y “aventura” cuando el poeta afirma que la transfiguración acaba siendo configuración en el proceso creador. Y añade: “La relación entre las múltiples huellas de las cosas y su secreto tienden hacia un momento vigilante en el cual se han de establecer, sin fugacidad. Es la aventura de la contemplación hecha acto.” Concluyo esta primera parte sin perder de vista mi  cometido. Y lo hago refiriéndome a la entrevista que Claudio Rodríguez mantuvo en 1971 con Federico Campbell. Preguntado en primer lugar el poeta si separaba su vida personal de su dedicación poética, contestó que “La poesía es una aventura lingüística y por tanto nace alrededor de la experiencia.” A continuación el entrevistador le preguntó si los temas seguían siendo los mismos, a lo que Claudio Rodríguez respondió que sí y que “lo importante es la aventura del lenguaje y el pensamiento a través de la palabra”. Y añadió: “Se trata de cómo las palabras van creando no sólo el pensamiento sino la emoción y la contemplación sensorial.” Es decir, la aventura de la búsqueda de las palabras para crear las ideas, los sentimientos y la contemplación de los sentidos, sobre todo, el de la mirada, la mirada del poeta que “ya es configuradora.” Interrogado, finalmente, si tenía una poética definida, respondió que no y concluyó afirmando que “la poesía es un misterio y una aventura. Si uno parte a priori de una serie de dogmas, el poema falla siempre. (...) El poema es como un camino inexplorado.”

Es decir, ya desde sus inicios, la vida y la poesía y el acto de crear son para el poeta una especie de aventura, con todas las acepciones del diccionario, desde “suceso o lance extraño”, hasta “casualidad, contingencia”, pasando por “empresa de resultado incierto o que presenta riesgos”. Y así debe ser porque el riesgo siempre está presente en la elaboración del poema, como en el transcurrir de la existencia.

Y esto ocurre en la prosa, que es una especie de explicación que hace Claudio Rodríguez de sus textos poéticos, alumbramiento de muchas de sus composiciones aparentemente claras. Veamos lo que ocurre en el verso. Aquí también está presente la palabra “aventura” con todas esas significaciones apuntadas. Ya en su primer libro, Don de la ebriedad, podemos verla en el IV poema del Libro Tercero: “...La aventura / ha servido de poco. Sin mí el cerco, / el río, actor de la más vieja música”, con el sentido de que el riesgo de la busca de la poesía ha sido inútil. Sigue ajena a las preocupaciones y desasosiegos del poeta. También hay bastantes muestras en el tercero y cuarto de sus libros. Pero es en los versos de Casi una leyenda y Aventura, los del último Claudio Rodríguez, donde esta palabra adquiere acepciones relacionadas con lo sagrado y misterioso de la creación poética.
 
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Dejaremos los ejemplos de Aventura para el siguiente apartado y concluyamos éste refiriéndonos de modo breve a los casos de Casi una leyenda. En el poema “Calle sin nombre” el poeta quiere ver la cara de su juventud perdida antes de que se vaya en la calle de su infancia, “transparente y callada / junto al asombro de su intimidad / (...) con pudor desvalido, / asomada en silencio y aventura”. Aquí con valor de revelación, de visión salvadora. En “La mañana del búho” leemos sobre esta revelación aducida  (“esta mañana que me va acercando / al capitel y al nido”) lo que opina el poeta de su oficio en plena ebriedad, una “ciencia de erosión pulida, / de quietud de ola en vilo, de aventura / que entra y sale a la vez...” En esta ocasión la palabra significa busca, acecho, peligro, lucha y contradicción. En cambio, en “Nocturno de la casa ida” el poeta se encuentra en el momento más alto de la creación, todo es luz en medio de la noche del poema. Y exclama : “Ahora que estoy mirando el cielo verdadero / aquí, a la vuelta / de esta calle, ¿qué pasa? / ¡Si se me cae encima como entonces / y lo que era infinito y aventura / y la velocidad de la inocencia...”  Finalmente, en “El robo” insiste en el esfuerzo y la busca sin descanso que exige cada hallazgo poético, que es como el botín de un robo. Y se echa en cara el no haber acertado con las palabras justas. Exactamente dice: “y no has sabido lo que se presiente: / la aventura en secreto, la destreza / de tanta duda.”

Aventura, contemplación, revelación, deslumbramiento (a veces,  alguna forma del verbo deslumbrar) son, pues, términos muy empleados por Claudio Rodríguez. Y, ya que los reúno, vuelvo a la idea de que la mayoría de los poemas de Aventura, que emplean dichos vocablos como sinónimos de momento esencial en la creación poética, como veremos en el segundo apartado de este estudio, podrían ser coetáneos de Casi una leyenda. Es muy significativo el hecho de que muchos poemas de esta última colección mencionen alguno de ellos (a veces más de uno). He aquí los ejemplos, siguiendo el orden del libro, de “Calle sin nombre” (aventura), “Revelación de la sombra” (revelación y deslumbramiento), “La mañana del búho” ( aventura y contemplación), “Nocturno de la casa ida” (aventura y deslumbra), “Nuevo día” (contemplación), “Manuscrito de una respiración” (aventura y revelación), “El robo” (aventura), “Con los cinco pinares” (deslumbramiento), “Balada de un treinta de enero” (deslumbramiento), “Los almendros de Marialba” (deslumbramiento), “El cristalero azul” (deslumbramiento) y “Secreta” (revelación).

 
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       Los poemas de AVENTURA


En este segundo apartado me propongo, con el riesgo que ello conlleva, comentar los once poemas del volumen, respetando el orden que se observa en la edición facsimilar de García Jambrina.

El primero, “Un deslumbramiento”, está compuesto de endecasílabos, heptasílabos y pentasílabos blancos. El tema es el de la revelación poética en el momento del proceso creador ( recurrente en los libros de Claudio Rodríguez y, sobre todo, en el último editado en vida del poeta, Casi una leyenda). Ya en los versos de  “La mañana del búho” encontramos coincidencias con los que inician el que nos ocupa: “¡Si lo que veo es lo invisible, es pura / iluminación, / es el origen del presentimiento!”  Y así, en “Un deslumbramiento” leemos: “¡Si ahora me llega lo que no esperaba / muy dentro de la luz cuando hay secreto / de la maduración, la elevación, /un temblor sin sentido.” Ese temblor sin sentido (que es “certidumbre del alma”)  es la revelación, es la entrega de la esencia de la poesía, ceguera o misterio nuevo. Al poeta le sucede como al búho, que queda deslumbrado y no ve aunque la luz sea completa y la mañana haya llegado ya porque ese no es su mundo habitual. En ese momento de revelación, de deslumbramiento, el poeta se hace la pregunta: “¿Es que algo va a venir?” ¿El escurridizo río de la poesía ha tomado cauce en las palabras del poeta? Claudio Rodríguez nos tiene muy acostumbrados a este tipo de preguntas. Recordemos al respecto la pregunta del poema VIII del Libro Tercero de Don de la ebriedad: ”¿Es que voy a vivir” ¿Tan pronto acaba/ la ebriedad?”  Es, pues, el poema que nos ocupa un canto a la revelación que a veces visita al poeta  en el momento duro, de acecho, de robo, de búsqueda, de aventura, de laborar la forma, de conjuntar la emoción, el ritmo y el lenguaje de poema necesarios y casi siempre insuficientes para encerrar el aliento poético que vive en la realidad exterior e interior del poeta.  Aquí es el ojo observador el punto de partida, “la vendimia y la cúpula / de la mirada” . ¿Y dónde y cuándo sucedió el trance? El poema es explícito en este caso. En Medinaceli, mientras la lluvia de mayo lava la mañana. Ese es el sitio y ese es el momento. “Ahora ya todo o nunca”, afirma el poeta, como en otros poemas para confirmarnos la elevación y provisionalidad del hallazgo poético, que sólo se da en el poeta justo en el instante en que tiene lugar el don de la ebriedad.

“Coro en marzo” se titula el segundo poema de Aventura. Sabemos que marzo es un mes preferido por  Claudio Rodríguez, como enero o noviembre; y “coro”, una palabra que lo transporta a la infancia, a la música y canciones de sus juegos y a los corros infantiles donde la vida no cambia y la  edad se hace eterna, como la poesía cuando el poeta logra dar con su río profundo y misterioso para encerrarlo en el lenguaje del ritmo y la emoción. Compuesto el poema por versos heptasílabos y endecasílabos y algunos pentasílabos, como el anterior, el poeta nos confiesa en él que, al llegar este mes de resurrección y de madera nueva “que alumbra y hiere en el primer verdor / y da como aleteo / de olor a infancia”, oye la voz de los primeros años de su vida y pregunta qué se ha hecho de ellos. Entonces canta lo que ha perdido, que en realidad queda salvado con el poema, y “la brisa de la meditación” se renueva dentro del canto. Todo el cuerpo suena como “si fuera verdadero y nuevo”. El coro de marzo lo convierte en semilla, en resina que da “aventura y fruto”.  El poema suena más íntimo, “muy de río”, es ya una “promesa cierta”. La creación, que es siempre una cacería, una búsqueda dolorosa, se convierte aquí en una “alegría que aclara” lo escondido. Y lo pasajero, lo que cambia, lo que va a la destrucción, en el poema se convierte en lo que realmente se ama, tal vez una “germinación futura”, palabras con que concluye el poema.
 
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La tercera composición de Aventura se titula  “Sensación de simiente”. “Simiente” o “semilla” son palabras clave en la poesía de este poeta zamorano, y el hecho de darse como semilla o simiente es un motivo que ya encontramos en su primer libro. Nada más meternos en este otro río de endecasílabos, heptasílabos y apenas un par de pentasílabos, volvemos a encontrarnos con el momento de revelación que el poeta experimenta en el acto de crear. “La revelación que es nacimiento”, leemos en el tercer verso. Sin embargo, nada resulta fácil en esta sagrada tarea; al contrario, hay que esperar al dolor, hay que herir para encontrar la fuente de la poesía. Luego, tras la búsqueda laboriosa, cuando el propio cuerpo haya perdido la sensación de estar presente, se abrirá  “el misterio fecundo”. Que aunque no se oiga, está ahí, “en el origen, / en el destino...” Ha valido la pena el acecho, el oficio, la espera del poeta para que la poesía se convierta en entrega, “llaga abierta en el aire”, (...) “semilla que redime”. Así, en la noche solitaria y laboriosa, en la penumbra de la creación poética, vendrá al fin a entregarse la claridad inocente de la poesía. “Hay un presentimiento entre agua y sol”, asegura el poeta, “porque algo no ha venido todavía”, pero que llegará. Por eso, y así termina el poema, nos asegura el poeta que “aunque ya sea tarde”, nunca es tarde para la poesía pero sí para la vida, “hay que salir, hay que salir al mar”, enfrentarse al peligro, al riesgo, a la aventura de los hallazgos poéticos. O a la aventura de la vida sujeta al inevitable desenlace de la muerte.

Este “hay que salir al mar”, a la aventura que resulta ser la creación poética, o a la aventura de la existencia amenazada siempre por la luz inevitable de la muerte, lo veremos repetido, curiosamente, al final también del cuarto poema titulado, “Meditación a la deriva”, el más extenso de la colección, todo él escrito con endecasílabos del mejor Claudio Rodríguez. El viento del Oeste, símbolo de la vejez, de la proximidad de la muerte ( de ese lado siempre viene lo peor), con su presencia templada, sin maduración, misterio, recuerdo o perfidia, trae al poeta “nueva salud”, y es que la salud a la que se refiere es el fervor propio de la labor creativa, “el oficio y el placer”, la revelación a que en estos últimos poemas nos viene acostumbrando, esa misteriosa visión que no es certidumbre, sino “palpitación que suena lejos de los sentidos”, en resumen, la mágica alegría que no tiene que ser entendida necesariamente por el.poeta. Este es el núcleo de la meditación que parece ir  a la deriva por el mar del poema. Pero sabemos que no es así, que siempre la aventura de crear no es una aventura dejada al azar, sino, como siempre nos ha dicho Claudio Rodríguez, una aventura controlada. Control es lo que hay siempre, atención dolorosa e infatigable en el acto de crear para que el poema no se separe completamente del poeta. Y aun así muchas veces la poesía resulta inefable. Sigamos con el poema. Ahora le toca al creador saber qué quiere, cómo puede hablar, qué lenguaje de emoción debe emplear. Esta es “la ilusión de la contemplación”, del asombro, de la imaginación, de “la intuición / muy por encima del conocimiento”. La verdad no importa, ni la realidad, y tampoco hay que saber si la vida es vida. Aquí no podemos evitar recordar ciertos ecos del poema “Secreta”, de Casi una leyenda, donde dice: “Y ya no puedo ni vivir tu vida, / y ya no puedo ni vivir mi vida”. Sólo hay revelación. El echar de menos la infancia y su Zamora natal con “aquel frío transparente” y los juegos y las canciones y las fórmulas mágicas que recitaba de niño: “Abre la cama / y dame la medalla”, que volverá a citar al final del poema junto con la evocación de la niñez, “aquel bien, aquel fervor en alba”. Ya en “Cosecha eterna”, de Conjuros, habíamos leído: “Mucho cuidado: / quien pisa raya pisará medalla” (eco, a su vez, de aquel canto infantil que decía: “El que pisa raya, / pisa medalla. / El que pisa cruz, / pisa la cabeza / del Niño Jesús”). La poesía está tras la puerta mientras suena la melodía de los pensamientos. La poesía “es maldición en sombra y gracia, / temblando de aventura”, de emoción. La mala cara, la cara apagada, la cara de ayer ya no sirven para acechar el fruto de la poesía. Y la meditación va a la deriva, como el destino. Todo es revelación en el momento en que el viento del Oeste está totalmente templado. Hasta aquí la primera parte del poema. Pausa necesaria para que el cristal se rompa y la harina de la oración desaparezca. Y de repente, el milagro, el secreto, lo sagrado. “Ahora la vida es vida”. La vida del poema es vida. Y añade: “Y llega la aventura, la obra, como en danza / desnuda”. En esta fase de la creación el poeta se encuentra ya en condiciones de tocar y oír el invisible y callado mundo de la poesía. “Ya no hay contemplación sino aventura, / quietud y riesgo”. Es la hora de entregarse y cantar. “El pensamiento se hace canto / porque es amor”. La labor de creación es, pues, un acto de entrega y amor; de soledad, de recogimiento, de dolor incluso, pero siempre de entrega y amor. “Ahora hay castigo y delicadeza”, dice el poeta. Pero es “una emoción que salva”. De nuevo pensamos en “Secreta”: “Ahora se salva lo que se ha perdido / con sacrificio del amor”. La poesía hace mejor al creador y lo salva de su hombredad sencilla y pasajera, habida cuenta de que, como dice el poeta, “la oración hace al hombre”. Y llegamos a los dos últimos versos: “Antes de que huya el viento del Oeste / hay que salir, hay que salir al mar”, que ya leímos en la conclusión de “Sensación de simiente”. Mientras haya tiempo de crear, hay que salir al mar (Hierro, otro poeta de la línea afín a Claudio Rodríguez, decía: “hay que salir al aire”), hay que arriesgarse en la aventura del poema, que nunca muere una vez acabado, aunque el creador se haya ido. Puede que este poema, donde hemos visto que Claudio Rodríguez emplea sabiamente tres veces la palabra aventura, sea el mejor de la colección porque en él configura mejor que en ningún otro la idea de que la labor de creación poética es una aventura arriesgada donde la verdadera llave se halla siempre en la contemplación, la revelación, el asombro. Esto unido a la afirmación de que, si la meditación y los pensamientos que acompañan al poeta no son canto, no serán nada en el futuro poema.
 
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A continuación nos encontramos con dos composiciones que cantan sendos motivos y variaciones del mar Cantábrico: “Marea en Zarautz” y “Galerna en Guetaria”. En el primero, poema donde los endecasílabos, heptasílabos y pentasílabos habituales se combinan con alejandrinos, nos encontramos ante una pleamar misteriosa que es “espacio del alma” o “el no querido amor”, pretexto para reprochar el poeta al mar la llamada que le hace  cuando con él ha perdido ya su juventud. Y lo hace en octubre, entrado ya el otoño (aquí octubre y otoño son parejos de la situación vital del poeta), aunque el contraste es bien claro, pues la llamada del mar tiene lugar “desde este monte de ladera fértil” Y así, muestras de la fauna y flora líricas de Claudio Rodríguez salen a relucir en los versos siguientes: “El abeto y el roble, el zorzal y la liebre, / el castaño, el laurel, / el tordo pardo, el búho, los hayedos en bruma...” Pero todo es una evocación de lo perdido junto con la propia juventud. Por lo tanto, la llamada del mar es inútil. “¿A qué me llamas si ya no hay destino?” Eso sucede mientras la marea está alta. Luego el reflujo se lleva la visión. El mar es testigo de la vida y la creación lírica del poeta, pero un testigo olvidadizo que se va sin irse nunca del todo. Como el acto de escribir. El mar es como la creación del poema, como la poesía misma, que nunca abandona del todo al poeta, que va de vuelo con él, “sin rendición, con bienaventuranza” (explícito, el lexema de “aventura”). El mar, como la creación poética, avanza y retrocede “entre suplicio y fiesta”. Y cuando acaba el poema, y la lucha con el lenguaje cesa al fin, el mar queda “preso y libre en el canto”. El poema es una suma misteriosa e inefable de los dos elementos en discordia y en beso permanente: Uno, que es el trabajo agotador de busca y caza de la palabra justa, trabajo solitario y doloroso. Dos, que es el poema acabado (¿), el canto. O como se dice al final del poema presente: “La cruz. La lira”.

En otros momentos Claudio Rodríguez ha cantado el mar y algunos lectores han querido ver una estrecha relación entre, por ejemplo, “Espuma”, poema que pertenece a su libro Alianza y condena y estos dos de Aventura que estoy comentando. Personalmente los encuentro muy diferentes, porque si tanto “Marea en Zarautz” como “Galerna en Guetaria”, son cantos de vejez, del último Claudio Rodríguez, “Espuma” es un canto de juventud donde se compara la pujanza del mar (“ ..Y es en ella / donde rompe la muerte, en su madeja / donde el mar cobra ser...) con la del hombre ( “... como en la cima / de su pasión el hombre es hombre, fuera / de otros negocios: en su leche viva”). Es más, el poeta se entrega con suma delectación a la contemplación del mar de ese momento. Por eso concluye “Espuma” diciendo: “...allí me ahogo / muy silenciosamente, con entera / aceptación, ileso, renovado / en las espumas imperecederas.”

“Galerna en Guetaria” va más allá todavía de las connotaciones melancólicas de “Marea en Zarautz”. Una clara tristeza inunda el lenguaje empleado en esta silva libre. Constatamos una velada despedida del poeta en los primeros versos: “Cuando buscaba la serenidad / a estas alturas de la vida, desde / las viejas aventuras del espíritu,/ sus mareas en lo hondo, de repente / llega este viento duro del Noroeste ...” Llega la tormenta. Es el momento del desconcierto, del deslumbramiento, de la revelación, con el significado de descubrimiento o manifestación de una verdad escondida. Ya hemos visto en otras ocasiones que éste es el momento más importante en la creación del poema. El poeta cae en la cuenta de que todo lo vivido hasta entonces está ocurriendo “como si fuera la primera vez”; su infancia aparece recién amanecida, “la ropa tendida por las calles / ofrecida y lavada para siempre” (recurrente símbolo de la niñez en toda la poesía anterior de Claudio Rodríguez, desde aquel primer Don de la ebriedad y que en  Conjuros hasta aparece un poema titulado “A mi ropa tendida”). Y en cada detalle contempla rastros familiares, “emoción de casa”. Cuanto tiene delante de sí, arena, gaviotas, torre de defensa, calabozos... le llevan al “agua de la fuente”, al origen que provoca “...canto / y niñez” El milagro ha llegado. El poeta, inmerso en el misterio del poema, bebe y canta con los hombres del mar. Acaso el destino es volver a lo originario, a la infancia, donde es posible todo, ahora que el viento duro del Noroeste de la vejez ha convertido la vida del poeta “en flor de historia viva”. Y que esperen “las branquias del diablo” y que no sea más que una mirada “ su mirada en la torre”.
 
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Y llegamos al poema que más aliento romántico ( en el sentido de expresión arrebatada) posee de la colección, “El canto de Los”. Significativamente lleva una brevísima cita de William Blake (1757-1827), poeta entre visionario y místico al que leyó y tradujo con admiración Claudio Rodríguez y que es autor de un poema con el mismo título) : “But Los dispersd the clouds...” Y entonces Los dispersó las nubes... (estas nubes son las que ocultan la claridad de la poesía). Es sabido que William Blake y Claudio Rodríguez comparten la idea de que el poeta tiene un don especial y que necesita ese don o inspiración para crear el poema. Pues bien, la composición que nos ocupa (una combinación de versos pentasílabos, heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos) empieza haciendo una referencia a la edad y a la situación vital del poeta: “Están llegando / la última vendimia y el comienzo / de la forja”... (...) / “Y ahora ando con pies cojos cuando antes / eran ágiles...”. Pero, tras dejar claro que la vejez empieza a agobiarle, el poeta afirma que sigue encontrando el cauce del canto porque sigue teniendo el don del bardo, que es recibir la revelación en medio de la meditación y el trabajo, el oficio doloroso y exhaustivo de la creación poética: “el buril, el crisol, / el recocido, fundición, vaciado / del metal, y en el fuego / una revelación dentro del hierro / que se depura y se abre.” La realidad adquiere en la contemplación artística del poeta “temblor de armonía” y le ayuda a escuchar “las campanas con un son de infancia”. Y es que el oficio de poeta es un “hondo oficio sagrado”. La intuición poética le hace oler la flor de viña mucho antes del reposo invernal. Asiste milagrosamente al aliento del alma de las cosas, de la fauna y la flora que está ahí siempre, en el mundo íntimo del poeta, “el vuelo a ala abierta / de la alondra y el mirlo / en la viña recién amanecida”.  La expresión poética, encendida por la contemplación activa, se serena un momento para dar paso de nuevo a la voz que nos parece de Los: “Llego de Luza”. Pero Claudio Rodríguez es Los, el dios que infunde el don de la inspiración en los poetas. Luza es una ciudad maldita “donde no juegan niños, / las casas secas, las ventanas solas / y las calles sin fe y sin aventura.” No hay emoción ni sorpresa ni destino. Y el poeta (o Los), cuando llega el otoño y la luz se asombra en lo oscuro, “en vivo / fruto”, se pone a cantar al amor de la lumbre. Porque el poema es un canto de esperanza en medio de la desolación que rodea al poeta, aunque él sabe de antemano que el canto será inútil. Aún así, se entrega al canto porque el destino del poeta es cantar. “¡Qué blancura infinita!”, exclama. Y aunque echa de menos la primavera, su primavera, las palabras le salen solas, “como respiración” (¡qué cerca está su primer libro, Don de la ebriedad y, sobre todo, qué presente el poema “Manuscrito de una respiración”, de Casi una leyenda!. El canto fluye libre y luminoso, “Mi canto es como agua / ciega de llama donde nunca hay muerte / porque él es muerte.” (Esa “agua ciega de llama” la habíamos leído ya en “Nocturno de la casa ida”: “...qué agua / ciega de llama / con transparencia y transfiguración...”.) Insisto en la idea de que muchos poemas de Aventura son coetáneos de Casi una leyenda.) El poema se cierra con versos imponentes, de despedida y de invitación a pasar al otro lado de la muerte o al otro lado de la realidad, donde espera la poesía siempre. Ya queda dicho: el canto otorga eternidad al que canta, al poeta, y también  al que lee ese canto. Dice al respecto: “Pero yo os convido / al vino de tiniebla, a abrir la puerta / de bronce, de hojas grandes, por la que se entra al día / donde ya no hay ayer.”

El poema siguiente, que lleva por título “A veces”,  canta “el manantial del arrepentimiento”, coetáneo sin duda de “Revelación de la sombra”, poema que pertenece como ya hemos dicho a Casi una leyenda, y con el que guarda afinidades tan evidentes como las que cito: “cercada ahora por la luz de puesta”, “con ansiedad de entrega”, “si yo pudiera darte la creencia”, “junto al recuerdo ya en decrepitud”, “¿y dónde la caricia de tu arrepentimiento?”, “y la vida que enseña (...) / su verdad misteriosa”...). En “A veces” el arrepentimiento nace también “con desventura y gracia, a la intemperie”, en medio de la inocencia, o “una sorpresa viva” que convierte un momento en la vida entera. Es un momento, sin embargo, sin dueño (“este momento que no será mío / ni de nadie”), pero milagroso para el acto de creación: “la melodía y la alegría suave / del tacto de castaña en el invierno...”. La distancia y la cercanía entonces se confunden en el pensamiento, en la meditación del canto. Pero el pensamiento no es lo que se ama. Ojalá fuera, desea el poeta. Porque ¿de qué sirve recordar la infancia o la juventud en que la luz  “no era de puesta nunca / y la vida era vida y no sabía / porque no había nada que saber / sino el temblor del alma sin sentido”? Estamos de nuevo ante la revelación poética tan recurrente en la obra de Claudio Rodríguez y que habíamos leído de forma especial en “Meditación a la deriva”, sin duda uno de los mejores poemas de Aventura. El temblor del alma sin sentido, al modo místico, “temblor de manantial algunas veces”, contemplación activa propia del acto creador, “de soledad y entrega”, entrega recíproca de la visión poética y del poeta, momento milagroso de delirio y de perdón, justo cuando “el cuerpo se alza y lava y cura”. Los endecasílabos que conforman el poema saben al mejor Claudio Rodríguez, aunque ahora sea el último Claudio Rodríguez el que leemos, “cuando ahora oscurece y se va el día” (así reza, precisamente, el ultimo verso del poema).

“Y ya no hay viento ni siquiera aire” es el título del que le sigue, poema breve (alrededor de veinte versos) relacionado sin duda con la idea que sugieren los últimos versos de “Revelación de la sombra”. No nos cansaremos de repetir la importancia que, junto con otros, posee este poema para comprender la poesía del último Claudio Rodríguez. En esos versos canta la deuda que siempre tuvo respecto de la poesía. “¿Pero qué te he hecho / si a ti te debo todo lo que tengo? / Vete con tu inocencia estremecida / volando a ciegas, cierta, / más joven que la luz. Aire en mi aire.” Y ahora, en “Y ya no hay viento ni siquiera aire”, el poeta vive el día que ya no le pertenece, entre esperanza y peligro (aspectos que encierra la acepción más generalizada de “aventura”), la revelación poética, según la cual se está inmerso en “la alegría que no tiene tiempo”, mientras el cuerpo está sin destino, “sin adiós como ola en cúpula / en los pliegues de sábanas sin muerte.” Es el momento milagroso de los hallazgos, el de ver por fin “los tallos del enebro” y de escuchar “una música / noche adentro muy mía que se abre / y nunca llega.” ¿Se va a entregar por fin la inefable y misteriosa poesía en manos del lenguaje emocionado y rítmico, siempre insuficiente, del poeta? De ahí las preguntas angustiosas: “Cuándo. Cuándo. ¿Ahora?” Los dos últimos versos nos devuelven al origen: “Y ya no hay viento ni siquiera aire. / La lluvia, un pensamiento generoso.”

“Sorpresa” es el título del penúltimo poema de Aventura. Sorpresa que es sinónimo de aventura por lo que tiene ésta de inesperado y contingente, pero también de revelación, de manifestación de alguna verdad oculta, tal y como estamos viendo que sucede en varios poemas de la colección, cuando recoge el poeta el momento milagroso de hallar la claridad sin sombra de la poesía. De repente, en el oficio sagrado del poeta la sensación deja de ser alegre para convertirse en dolor “que desfigura el rostro” mientras el alma “se va de vacío”. Así comienza el poema, que sigue la tónica de otros en su combinación de endecasílabos y heptasílabos y, sobre todo, en el motivo principal de que el pensamiento se hace canto en el momento de la revelación. El poeta formula un deseo que ya hemos leído en otras partes de su obra: “Si yo supiera lo que nunca es mío”. Es la poesía, que se ofrece y huye a la vez, lo que busca aún en su vejez el poeta. Porque le da aliento y esperanza, mientras ve que la existencia humana, sujeta a tiempo y enfermedades, se le está escapando poco a poco. Esa vida que le da la poesía, escribir poesía, buscar lo sagrado y milagroso que tiene aquella mientras se elabora el poema, lo ve lucir en las cosas de siempre, en las más cercanas, “en plaza y vena, / tan cercana y remota al mismo tiempo.” Eso es lo que llama el poeta “la ilusión de la contemplación / siempre en renuevo, primavera y cúpula.” La perennidad de la poesía y la belleza que se esconde en ella, por encima de la temporalidad, renovándose siempre. Es cuando la memoria le da compañía y motivo para volver al origen. Entonces llega un momento en la creación del poema en que no se acierta a diferenciar entre verdad y fantasía. Y experimenta sensaciones que de tan inmediatas se convierten en bellezas intemporales. “Las espigas de abril, y con qué gracia, / con qué donaire y qué delicadeza / maduran, tiemblan, tan remediadoras.” No podía faltar la flora de niveles ultraterrenos en la poesía de Claudio Rodríguez, la flora (que otras veces es fauna) que salva y remedia al poeta cuando el tiempo se le escapa. Son al respecto elocuentes los últimos versos: “¿Dónde la amanecida, / el caballo alazán en las riberas / del río, y los tejados / sin aquellas palomas?” ¿Dónde queda ahora aquel refugio que significaron para él la infancia, la fuerza y la juventud, la visión de la ciudad natal?
 
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Y llegamos al poema que cierra la colección, “Cuando la vejez”. En realidad, todo el conjunto de Aventura podría decirse que es un canto a la vejez, canto que viene fluyendo hasta desembocar en este último (no en balde el poema llevó, según sus borradores, el título de “Oda a la vejez”, sin duda siguiendo los pasos de otras composiciones suyas, como “Oda a la niñez” y “Oda a la hospitalidad”, de Alianza y condena). Se trata de una composición de endecasílabos y heptasílabos, como la mayoría de los poemas de la colección, donde el poeta comienza formulándose la pregunta retórica según la cual ahora que los años pesan y está lejana la ilusión que lo movía al principio de su río vital está más clara que nunca la vida, tan clara que “no puede / decirse, ni siquiera / mirarla a media luz”. Nos encontramos de nuevo con la revelación que ya habíamos visto en poemas fundamentales de Casi una leyenda, como los ya citados “La mañana del búho” o “Revelación de la sombra” y en la inmensa mayoría de los que forman Aventura, que parece el tema principal de la colección, junto con el de la vejez y el del pensamiento hecho canto en el momento de la revelación. Revelación que aquí es “la verdad de la mañana / sin edad, sin destino”, en contraste con el caminar viejo y lento del poeta y los achaques del cuerpo propios de la edad. Ahora el deslumbramiento, la contemplación activa, que siempre es posible si se sigue teniendo el don de la ebriedad poética, contrasta con el echar de menos los días y la casa de la infancia. Las preguntas no se hacen esperar. “¿Dónde la infancia y dónde el mediodía?” Porque detrás de todo se halla la “revelación de la inocencia”. El poema avanza por las sombras de la creación hacia la luz de aquella ebriedad  que tiene el poeta a pesar de que la vejez lo vaya expulsando y despidiendo de la vida externa. En contraste, la vida interna de la poesía va por otros caminos más luminosos, aunque vaya a oscuras, para regalar al poeta “un amor nuevo”. Después ya puede llegar la muerte, “el desamparo azul”, aquel cristalero azul de Don de la ebriedad que volvemos a ver en Casi una leyenda, principio y fin del círculo poético (editado) de Claudio Rodríguez. El poema se cierra con la estremecedora pregunta, tan reiterada por el poeta: “¿Y qué promesa / ahora?” Ya no hay tiempo de nuevas esperanzas ni nuevas promesas.

 

3. Una pregunta y una respuesta

La poesía se vale por sí misma y sigue existiendo al margen del poeta, que se quedó sin poder pulir estos versos, añadir otros, estructurar el nuevo libro en el que estaba tan ilusionado, una aventura que ahora queda temblando, como con miedo, en una edición facsimilar, huérfana de manos y mente e inspiración poética (la revelación de que tanto habla Claudio Rodríguez) para convertirse en verdadero libro.

De cualquier modo, esta muestra casi definitiva de once poemas representa, como decíamos al principio, el último Claudio Rodríguez, relacionado, no podía ser de otro modo, con el de Don de la ebriedad, motor y alma de toda su obra, pero, sobre todo, con muchos poemas de Casi una leyenda, de los que hemos ido hablando a lo largo de este estudio y que ya quedaron citados en la página 8 de este estudio. Es como si en la vejez y en la amenaza inminente de la muerte, el poeta quisiera cerrar su producción poética hilvanando su aventura de creador con el hilo de la revelación, el deslumbramiento, la inspiración poética al modo de Dylan Thomas o William Blake, convencido de que sólo el refugio de la infancia y la inocencia pueden salvar la labor del hombre (en este caso la de crear poesía) y por ende su paso único e intransferible por la vida.

Quisiera terminar formulando una pregunta: ¿Sería conveniente dar a conocer, editar estos versos de Aventura? Sinceramente creo que no. Es mejor dejarlos como están y si he entrado en el análisis y comentario de los once poemas que aparecen como “casi” definitivos en la edición facsimilar de García Jambrina, confieso que lo he hecho con la admiración que siempre he sentido por mi paisano, pero sobre todo con el respeto y miedo que representa entrar en un mundo íntimo y secreto, como es el de una obra poética no terminada. Me ha movido exclusivamente el deseo de constatar que este Claudio Rodríguez de ahora es el Claudio Rodríguez de siempre.

 
BIBLIOGRAFÍA

Claudio Rodríguez, Aventura, Ed. Facsímil de I. García Jambrina. Tropismos. Salamanca, 2005.
Claudio Rodríguez, La otra palabra. Escritos en prosa, Edición de Fernando Yubero, Tusquets editores, Barcelona, 2004.

Claudio Rodríguez, Poesía Completa (1953-1991), Tusquets editores, Barcelona, 2001.