domingo, 29 de enero de 2023

MIQUEL MARTÍ I POL EN CASTELLANO. Seis poemas de la Suite de Parlavà (I)

 


 Van a cumplirse ahora  trece años de la versión que hice al castellano de la poesía de Miquel Martí i Pol, con la intención de confeccionar una Antología esencial del poeta catalán que más me ha sabido decir del mundo de la poesía, sincera y auténticamente sentida. Y hace unos días me encontré con la Suite de Parlavà  que me alumbró el alma con tanta fuerza como lo hicieron entoces El poble, La fàbrica, Vint-i-set poemes en tres temps, Estimada Marta o L’àmbit de tots els àmbits. Y no he podido resistirme a la tentación de vertir al catellano algunos poemas de la Suite, como lo hice entonces de los libros mencionados del poeta de Roda de Ter.

 

 

SEIS POEMAS DE LA SUITE DE PARLAVÀ (1991)


1

Huiría de mí si no pudiera

recuperar mi tiempo y preguntarle,

volver al pasado como quien vuelve a casa

en que vivió, y al recorrerla encuentra,

lúcidamente sorprendido, las señales

de lo que es, y, contempládolas, las recupera.

Huiría de mí y me vería

desolado y melancólico, como si, náufrago

en un mar inmóvil, desfalleciera

sabedor de que ya nada me incita a vivir.






2
Este, acaso, es el lugar, y acaso tenga

la respuesta a todas las preguntas

el reloj que no da ninguna hora

y es un ojo siempre que todo lo ve.

Este, acaso, es el lugar, y la belleza,

acaso, es nada más la ausencia de deseo,

el vacío en que la voz se vuelve canto

y la luz penetra cada objeto

como un tul de misterio que no altera

la cadencia secreta de las cosas.



3
Juego sólo a vivir, pues tengo miedo

de romper este embrujo con cualquier

gesto insólito, con cualquier palabra

que no se adapte como otra piel


                                   a la piel suavísima del tiempo.

La tarde es un adagio. Muy solo

en el centro del gozo, escucho la remota

sinfonía del mar en la cáscara

de tu recuerdo que siempre me acompaña,

y sólo juego a vivir para no perderte.





domingo, 22 de enero de 2023

RELATOS DE AYER (I) EL SECRETO DEL DOCTOR CUERVO

     



      Samuel Linares nada pudo hacer para evitar que su cuerpo, al morir, fuera a parar a manos del doctor Cuervo, conocido anatomista zamorano. Por más que los familiares del gigante vigilaron su singular cadáver durante el trayecto existente entre Sanabria y la ría de Pontevedra, en cuyas aguas debía encontrar la sepultura que él había dispuesto por escrito, no lograron impedir que Teófilo Losantos, dueño de la funeraria
El buen retiro, contratado al efecto por el mencionado doctor, se apoderara con engaños de los restos mortales de Samuel Linares y que un año más tarde aparecieran expuestos como pieza singular en el recién inaugurado Museo Médico del doctor Cuervo.

Veinte años después del suceso, el doctor, acompañado del agente funerario, recorría los cuatro puntos cardinales de España contando cómo había logrado burlar, primero, a los parientes del difunto y, en segundo lugar, al aparato inflexible de la ley.

 


      Y ahora allí estaban, en un Organismo Sociocultural de la Mancha, ante un nutrido grupo de contertulios dispuestos a repetir su relato.

Eran los primeros minutos de relajación previos a la charla. El doctor se tocó el grano de la punta de la nariz , torció la cara en una mueca de contrariedad y dijo:

Va a llover.”

Los asistentes a la tertulia del Círculo sonrieron. El gerente del Círculo lo había presentado como una persona seria, disciplinada, ingeniosa, capaz en otro tiempo de haber logrado erigir el Museo Anatómico más importante de Castilla y León.

Y sin embargo, el aspecto del doctor Cuervo no respondía a las expectativas que el gerente del Círculo había sembrado en los contertulios. Debía de tener unos sesenta años. Su cara, regordeta y rubicunda, mostraba los síntomas de haber bebido más de la cuenta durante muchos años seguidos de su vida anterior y su nariz respingona, rematada en un soberbio grano siempre encendido con la luz de la precaución. Y en cuanto a su traje, algunos no dudaron en pensar que lo debía de haber adquirido en una ocasión de saldo porque de un momento a otro amenazaba devorar a su dueño de lo enorme que le caía.

En cambio, la persona que lo acompañaba daba la impresión de que se había tragado una espada. Tieso y fino, aparecía perfectamente embutido en un traje de luto y llevaba una corbata del color de la ceniza. Acentuaba el negro del traje su rostro alargado y blanco como el de un gusano de seda y el gris de su cabello, que hacía juego con la corbata. Respecto de sus manos, parecían de cera de colmena y brillaban a la luz de las lámparas del salón como si fueran las de un muerto.

A una indicación del Presidente del Círculo, los contertulios guardaron silencio y el doctor Cuervo tomó la palabra diciendo:

En realidad aquí la persona más importante es el caballero que me acompaña. Su nombre es Teófilo Losantos y durante mucho tiempo tuvo a su cargo una empresa funeraria. Ya desde bien niño ayudaba a su padre, cuyo negocio heredó, acicalando a los difuntos para que mostraran su aspecto más agradable durante el acostumbrado velatorio del cadáver. Él es el verdadero protagonista, y no yo, de la historia que hemos venido a contar aquí. Y digo más: él es la mano providencial que hizo posible mi sueño de poseer entre mis mejores piezas del Museo el cadáver del hombre más grande de la provincia. Por estos dos motivos creo que debe ser él quien narre los hechos tal y como ocurrieron.”

La voz del doctor, al contrario de su desastrado aspecto exterior, era suave, clara, bien timbrada, agradable en suma, así como los gestos de sus manos, que eran comedidos y ajustados al discurso. Salvo el de tocarse cada dos por tres el semáforo de la nariz. Aquel grano gordo y amarillo parecía ser el talismán que le ayudaba a encontrar las palabras adecuadas y construir de modo eficaz su exposición. Tal vez por eso, cuando acabó de hablar, se acarició la protuberancia nasal en señal de agradecimiento. Algunas sonrisas volvieron a aflorar en los labios de los contertulios. Sonrisas que se disiparon prontamente en cuanto el enterrador dejó oír su voz, una voz aflautada y aguda y salpicada de tanto en tanto por pequeños gallitos:


       “El doctor Cuervo es muy amable concediéndome el protagonismo de los hechos. Pero es a él a quien debe mi humilde persona la notoriedad que ha ido adquiriendo a lo largo de estos últimos meses, durante los cuales venimos contando la historia de Samuel el gigante, a quien el pueblo apodaba el Empalmao de Sanabria.

Antes de continuar con la historia –le interrumpió el doctor con un gesto que los contertulios entendieron como repetidamente ensayado--, ¿no le parece oportuno describir el marco circunstancial de la época, sobre todo, la malsana costumbre que tenían algunos de perturbar la paz de los muertos privándoles de sus últimas moradas para satisfacer el ansia insaciable de investigar de no pocos médicos anatomistas?”

Y como si ya supiera qué decir (y así era en realidad), el funerario retomó la palabra:

Sin duda el doctor Cuervo se refiere a los que en la época recibieron el sobrenombre de “los resucitadores”. “Los resucitadores” eran hombres sin escrúpulos, la mayoría bandidos y malhechores, que se dedicaban a robar cadáveres recién enterrados para vendérselos a ciertos médicos que, por poco dinero, podían seguir haciendo sus investigaciones, que no siempre eran meramente científicas. Hasta hubo un tiempo en que era frecuente el hecho de que varios de estos saqueadores de tumbas trabajaran para un mismo doctor. Conozco un caso en que, capturado por la policía uno de estos “resucitadores”, el médico que lo había contratado mantuvo a la esposa y a los hijos todo el tiempo que duró su encarcelamiento. Fue en esta misma época de profanaciones de tumbas cuando tuve la suerte de conocer al doctor Cuervo y cuando apareció en nuestras vidas Samuel Linares, el “empalmao de Sanabria.”

Hizo una nueva pausa, esta vez por decisión propia, para dar tiempo a típica pregunta que, llegado este momento del relato, solía surgir entre el público. Y en efecto, al cabo de unos segundos uno de los contertulios de la primera fila pidió la palabra para preguntar:

Entonces ¿cabe pensar que el doctor era uno de esos anatomistas que estaban dispuestos a dar o hacer lo que fuera por conseguir un muerto?”

 


      Casi siempre ésos venían a ser los términos de la pregunta, pregunta cuya exacta respuesta guardaba el funerario en su mente como un tahúr guarda un as en la manga. Así pues, sin inmutarse siquiera pero con los gallitos acostumbrados, contestó:

Por supuesto que no. El doctor Cuervo no era uno de esos médicos que con tal de hacerse con un cadáver eran capaces de todo, no. El doctor siempre se movió dentro de la más estricta legalidad. Si hay alguien aquí que podría haber infringido la ley ése sería yo—Hizo una pausa para observar las reacciones de la concurrencia y enseguida continuó:-- Pero ésa es otra cuestión Y ahora, si no van a hacerme más preguntas sobre el particular, me gustaría pasar al punto concreto de la historia del gigante.”

Hubo entre los contertulios murmullos de desaprobación, que el doctor intentó tranquilizar con las siguientes palabras:

Ahora que el tiempo ha pasado y las canas han serenado mi antiguo afán de investigar sobre la anatomía humana a riesgo de parecer un émulo de aquel otro doctor Frankenstein del mundo del celuloide, sí que les puedo decir una cosa: en el caso de Samuel Linares no actué del todo claramente y, mucho menos, con la ley en la mano, detalles que ahora prefiero silenciar y que tal vez exponga cuando mi compañero acabe su relato. De todos modos, vaya por delante mi más sincero arrepentimiento por si infligí a terceras personas algún tipo de daño, ya sea físico o moral.”

Todo parecía sumamente estudiado, ensayado mil veces: las palabras, la entonación de ciertas frases, las interrupciones... El afilado lacayo de la muerte dedicó al doctor una sonrisa helada, muy acorde con la circunstancia, y enfiló así su última intervención:


       “Cuando Samuel Linares supo que iba a morir, se puso en contacto con sus parientes de Pontevedra para que se encargaran de llevar su cuerpo hasta las aguas de la ría y allí le dieran honrosa sepultura. Les pagó bien para que vigilaran en todo momento el transporte de su cadáver hasta el mar y les recordó encarecidamente el hecho de que el doctor Cuervo había mostrado en diversas ocasiones el deseo de obtener su cuerpo para beneficio de la ciencia y haría lo imposible por conseguirlo. Fue entonces cuando el doctor recurrió a mis servicios y me ofreció una remuneración tan sustanciosa, que debía poner todo mi empeño en satisfacer adecuadamente su requerimiento. Lo primero que hice fue averiguar que los parientes de Samuel encargados de proteger sus restos mortales eran unos bebedores empedernidos, detalle que allanaría mucho las dificultades venideras pues el principal problema se había resuelto de la forma más fácil ya que los deudos del gigante habían recurrido a mi empresa para que efectuara el sepelio. El día que fijamos para llevar al difunto hasta la ría fue un día de agosto, y, como el viaje era largo y el calor apretaba, decidimos parar unas horas en una posada de las afueras de Verín para descansar y refrescarnos un poco. Para entonces yo ya había pagado una buena suma de dinero a un par de empleados de la fonda para que hicieran el trabajo que les había pedido. Así pues, llegados a la posada, dejamos el carromato que transportaba el ataúd a la puerta de la casa, y guardamos en el granero, cerrado con cadenas y candados pero con mis cómplices ocultos entre las balas de paja, el gigantesco féretro de Samuel.

Satisfechos los familiares con la seguridad que ofrecía el pajar, me acompañaron hasta la cantina. Allí, siguiendo su inveterada costumbre, se trasquilaron una docena de vasos de vino gallego y dos o tres raciones de pulpo picante cada uno, en tanto que en el granero mis cómplices cambiaban con toda la tranquilidad del mundo el contenido del ataúd por piedras y haces de paja debidamente colocados y envolvían el cadáver del gigante con dos grandes alfombras persas dispuestas al efecto.

 


     "Llegado el momento de reanudar la marcha, y ya disminuidos los rigores del calor, volvimos a cargar en el carromato el féretro supuestamente ocupado por el cadáver de Samuel y anduvimos unas cuantas leguas. Como los familiares del difunto iban adormilados por los vapores del vino, aproveché para pedirles que se quedaran echando la siesta a la sombra de una arboleda que había junto al camino mientras yo volvía a la posada a recoger unos papeles que había olvidado allí. No pusieron ninguna objeción, y yo, en uno de los caballos que tiraban del carruaje, regresé a la fonda para cerciorarme personalmente de que el cambio había sido efectuado según lo previsto. Así que, una vez comprobado que todo iba saliendo a pedir de boca, con la misma celeridad regresé a donde me esperaba la comitiva para seguir la marcha hasta la ría de Pontevedra, punto final del trayecto. Aún no era de noche cuando llegamos a la costa. Un barco pesquero nos esperaba allí y subimos a bordo el gigantesco ataúd lleno de piedras y paja. Los deudos de Samuel eligieron un lugar de la ría retirado de la orilla y, entre cánticos y oraciones fúnebres, echaron por la borda la caja de madera. Rápidamente desapareció de la superficie y se hundió sin un ruido. El entierro había terminado.”

Mientras tanto –añadió el doctor frotándose una vez más su semáforo nasal--, por la puerta trasera de mi casa, dos hombres forzudos, disfrazados de empleados de mudanzas, metían unas grandes alfombras persas enrolladas con el ansiado cuerpo de Samuel el Gigante dentro.”

Un contertulio de la primera fila, que hacía rato movía la cabeza de derecha a izquierda como negando algo que en el interior de su mente no encajaba, levantó la mano para intervenir en la charla. El Doctor le invitó con un gesto a que hiciera uso de la palabra.

Hay algo que no me cuadra en el relato que acabo de escuchar. Se lo voy a formular, querido doctor, por medio de una pregunta. ¿Cómo no se dio cuenta nadie de que el cadáver expuesto en su Museo era el de ese tal Samuel Linares?”

Se lo voy a contestar enseguida. Espero así aclarar cuantas dudas tenga usted y el resto de los presentes. En primer lugar, consideré prudente al principio dejar pasar un tiempo antes de mostrar en público el cuerpo del difunto. Y en segundo lugar, antes de decidirme a exponerlo, sometí a cirugía plástica su rostro en dos o tres detalles de manera que no fuera fácilmente reconocible. Está claro que esperé a que los familiares de Samuel desaparecieran de la comarca,. Un par de ellos lo hicieron incluso del todo porque una cirrosis hepática se encargó de ello. El resto se fue a vivir a Cataluña para encontrar trabajo seguro y duradero. Así pues, libre el camino, procedí a exponer el cuerpo de Samuel en mi Museo.”

Dijo y se frotó el semáforo de la nariz antes de concluir con la frase siguiente, que dejó a los circunstantes sumidos en una colectiva decepción:

Sin embargo, ya nada tiene excesiva importancia. Porque el contenido del Museo lo cedí hace unos años a una firma anatómica irlandesa de fama internacional y el edificio que ocupaba el Museo hoy es una Caja de Ahorros. Bromas del destino.”








jueves, 12 de enero de 2023

CUENCA CIERTA Y CUENCA SOÑADA

 

CUENCA CIERTA Y CUENCA SOÑADA


Con la llegada del nuevo año me ha dado por desempolvar ecos de aventuras viajeras realizadas ya hace algún tiempo. La primera, ésta que he titulado CUENCA CIERTA Y CUENCA SOÑADA por razones personales, la más importante de las cuales es que mucho antes de pisar estas tierras singulares de la España interior, yo ya me había hecho una idea acerca de ellas, ensoñada quizás, ante las cosas que de Cuenca me contaba una colega del departamento de Castellano que tuve la suerte de conocer en mi primer IES donde enseñé la asignatura que más quiero y para la que nací; esa compañera de fatigas docentes era una acérrima conquense llamada Milagros, y ella va dedicado lo que sigue, que, como se ve, vien encabezado a propósito por un soneto revelador del poeta de Cuenca Federico Muelas.

«Alzada en limpia sinrazón altiva
–pedestal de crepúsculos soñados–,
¿subes orgullos? ¿Bajas derrocados
sueños de un dios en celestial deriva?

¡Oh, tantálico esfuerzo en piedra viva!
¡Oh, aventura de cielos despeñados!
Cuenca, en volandas de celestes prados,
de peldaño en peldaño fugitiva.

Gallarda entraña de cristal que azores
en piedra guardan, mientras plisa el viento
de tu chopo el audaz escalofrío.

¡Cuenca, cristalizada en mis amores!
Hilván dorado al aire del lamento.
Cuenca, cierta y soñada, en cielo y río».

                                    






Cuenca en la lluvia:

¿quién se atreve a reír

mientras escucha


el llanto humilde

que abrillanta la pena

de los jardines.





I.

Llovía cuando salimos de casa. Era de noche cerrada.

Y ahora, dos horas más tarde, con la primera luz temblorosa del día,

el autobús que nos lleva

se abre paso hacia el sur entre neblinas.

El paisaje apenas tiene color.

Sólo el verde, bajo el gris difuminado de la niebla,

va despertando poco a poco.


Tras desayunar y estirar las piernas,

reemprendemos la marcha.

Vamos dirección a Valencia.

A ambos lados de la ruta, desde hace un buen rato,

nos acompañan, a un lado y a otro, extensos y verdes naranjales.

Sobre nuestras cabezas,

grandes y grises manchas de nubes

y escasos milagros de azul.

Leemos, para que el tiempo no se nos haga tan largo,

alguna información histórica,

artística y literaria relacionada con Cuenca.


Dos horas más tarde

el autobús abandona la dirección a Valencia

para tomar la de Madrid.

La escasa luz anterior

empieza a apagarse

ante las cada vez más espesas capas de nubes.

Vídeo en la pantalla del autobús.

Y enseguida,

para hacer caso a los pronósticos del tiempo,

la lluvia hace su aparición en el parabrisas del autobús.



Y sólo media hora más tarde diluvia.

Los viajeros nos hacemos lenguas de lo que está cayendo.

La película del autobús sigue su propio camino:

amores y descubrimientos.

Continuamos por la Autovía del Este dirección a Madrid.

La lluvia cesa y aparece el sol momentáneamente

como un intruso en el paisaje,

habitado ahora, a un lado y a otro, por extensos viñedos.

Esto es lo que tiene atravesar media España.

Lluvia, sol, naranjos, viñedos.

Cielo caprichoso, clima y cultivos variados.


La una del mediodía y vuelve a llover cuando vamos,

definitivamente, por la N. 320 dirección a Cuenca

mientras acaba la película felizmente.

Nueva visita de la lluvia

cuando recorremos las últimas curvas de la carretera.

Cuenca se palpa en todos los ánimos.

Sol de nuevo. Amplios espacios azules en el cielo.

Amplios pinares a ambos lados de la carretera mojada.



Según lo previsto, sobre las dos atravesamos Cuenca

por la carretera que bordea la hoz del Huécar.

Camino del Hotel, La Cueva del Fraile,

que se halla a escasa distancia de la ciudad,

estallan las primeras

exclamaciones de admiración entre los viajeros

ante la vista de las Casas Colgadas,

el Puente de San Pablo,

las colosales rocas calcáreas y otros detalles de Cuenca

que tendremos ocasión de ver con más detenimiento.

De momento la primera impresión:

Cuenca en volandas,

como dijo su poeta Federico Muelas.

 

La carretera que lleva al Hotel está llena de sorpresas:

Huertas junto al salvaje Huécar, cascadas increíbles,

Rocas voladizas al borde de la ruta,

pinos y… ansias de llegar.



 

 II.

El hotel donde nos alojamos fue un antiguo convento.

De él queda aún el patio con su pozo

y la galería adonde se asoman las puertas de las celdas,

el comedor en cuyas paredes cuelgan pinturas sacras,

las vigas de los techos, rincones de estudiado sosiego,

el ladrillo asceta y los sencillos aperos de labranza,

los trillos, los arados, los fuelles, las cerandas…

Nuestra celda es un trozo de silencio

Con vistas a la lluvia y al charol

De los rojos tejados

Y al perfume labriego del tomillo.



La primera tarde en la Cuenca más nueva

se ha pasado por agua.

Armados de paraguas y paciencia,

nos arrimamos al moderno Auditorio

y escuchamos la música que toca

en su oboe el músico de hierro de la lonja.

Bajo el óxido rojo de la estatua

suena maga la lluvia y el rumor

encajonado del Huécar.

 


 

Junto al puente, el convento de clausura

de la Concepción, el silencio del torno

Y la muda imprenta en lo alto de la escalera.

Lo demás, el vuelo de la piedra, el cielo oscuro

Y las petacas de resolí.



III.

Llueve. De la noche pasada bastará recordar

que dormimos en un antiguo convento:

la penitencia… románticas apariciones…

Bromas aparte, lo que nos espera hoy

sigue siendo cosa de encantamiento.


 

¡La Ciudad Encantada!

Desde alturas escalofriantes

el autobús nos permite hacer de pájaros

y admirar paisajes extraordinarios.

Altos farallones de piedra erosionada,

Abajo el río Júcar salido de madre

Y la ciudad de Cuenca como un lugar de cuento.


Estamos en el reino de la niebla.

El árbol y la piedra son los reyes.

Y en medio, la serpiente oscura de la carretera.

El autobús asciende, asciende…

Y de repente, la Ciudad Encantada.


Dos horas de recorrido por el mundo de la imaginación.

Nuestros únicos acompañantes, la niebla y la lluvia

y al final hasta unos cuantos copos de nieve.

Aquí, en la Ciudad Encantada, a 1500 metros de altura,

en plena Serranía de Cuenca, todo es posible.

La piedra calcárea, ciclópea y erosionada,

es la verdadera protagonista de la mañana.

Puentes, arcos, gargantas, barcos varados,

cabezas de persona, animales fantásticos,

caminos de cuento, jardines imposibles,

musgos, líquenes, tomillos...

y hasta algún pájaro despistado

que de pronto rompe este profundo y pétreo silencio

con un gorjeo que es sorpresa y llamada del más allá.



 

IV.

A mediodía, aún sin desencantarse del todo los viajeros,

son llevados por el autobús casi en volandas,

a ras de precipicios vertiginosos,

hacia otro encantamiento: la Ventana del Diablo.

A la derecha queda el nacimiento del río Cuervo.

Y por un tobogán de escalofrío

vamos recordando

el Paraíso anterior de la Ciudad Encantada

hacia los dominios del Diablo.

Pinos y más pinos,

rocas y más rocas abren paso al autobús

que en manos del conductor

convierte el mareo y el vértigo en aventura.

 

Desde la Ventana del Diablo,

en contra de lo que pudiera esperarse,

admiramos un nuevo paraíso:

un Paisaje de alturas silenciosas y violetas,

vuelos de lluvias y nieblas.

Desde los arcos de piedra de la Ventana

del Diablo los ojos se emocionan tanto como el corazón.

Abajo, muy abajo, entre paredes de roca,

taludes de pinares enriquecidos por las lluvias,

baja formidable, retorciéndose en olas y en espumas,

el valiente Júcar.


 

V.

Ya en carretera plana, de vuelta a la Cueva del Fraile,

nos saluda momentáneamente el sol,

en otra tregua de la lluvia.


La única, la verdadera tregua la disfrutamos ahora,

las ocho de la tarde,

cuando estamos de nuevo en nuestra celda de convento,

intentando asimilar las emociones vividas en Cuenca,

en el casco antiguo de la ciudad de Federico Muelas,

sosegando la miranda en la galería del patio

que, acostados en la cama, vemos a través del ventanal.

Las tejas, las chimeneas, el cielo calmado…




VI.

La tarde, entre lluvia y lluvia, nos ha regalado.

alegría en el tren que nos llevó al Castillo,

la zona más alta de la ciudad en volandas

En el recorrido,

historia, arte, folclore...

Y la Casa Azul y San Felipe Neri

y el Ayuntamiento con sus tres arcos

y la Catedral y San Pedro…

 

Alegría que culminó en el Mirador del Castillo,

donde, bajo la lluvia ,

como un personaje sacado de una leyenda,

nos esperaba el guía artístico

 para desvelarmos secretos y misterios

del casco antiguo.


En el Mirador, bajo la lluvia,

recortado por unas vistas impresionantes,

El Sagrado Corazón del otro lado

de la hoz del Huécar, sobre los farallones

donde anidan los buitres leonados,

nos habla de la hoz del río abajo,

del Puente de San Pablo que en la altura

su hierro hipotecado salva abismos

entre el Parador Nacional, ayer convento,

y las Casas Colgadas y el gemido

de la Sirena en noches destempladas,

 


Nos habla de la historia y la leyenda

que conserva como oro en paño Cuenca,

tesoros de arquivoltas y retablos,

de amores y batallas, almenas y sillares

de esta parte más alta

que como proa de barco gigantesco

avanza en mares de vientos y celajes.


No nos damos sosiego

y entre abrir y cerrar de paraguas

por escalinatas, callejas, pasadizos

desfila ante nosotros la historia de esta Cuenca

que parece soñada en ocasiones.

Los templos, los museos, los palacios…

Los personajes que tejen a la vez

amores, guerras, muertes y milagros.

Desde San Pedro a La Merced

desenrosca su vida antigua Cuenca.

En medio del camino, la belleza

y la ruina de la Catedral,

las vaquillas de San Mateo,

la Torre de Mangana

que marca la hora que le da la gana

y los tiros de la plaza señalados

en la vieja piedra de las portadas,

sin que falte el alajú y el resolí

para cerrar con buen sabor el recorrido.




VII.

Cuenca en volandas que soñó el poeta,

misteriosa y monumental,

casi pájaro, casi ciprés, casi cielo…

Cuenca volada sobre piedra herida

de viento, agua y hielo…

Pensamos mientras el autobús nos lleva

de vuelta a nuestra Cueva del Fraile

y vemos, desde la carretera que sigue al Huécar,

las casas asomadas al abismo.

 

Repaso la emoción de la Plaza de la Merced

donde Tirso de Molina vivió un tiempo,

y las huellas de la guerra estropeando

 

la paz del Seminario,

el eco antiguo del barrio judío

que estuvo en estos lares,

la Torre de Mangana, luz en medio

de las sombras de la calle…

 

Ya  está cerca la Cueva del Fraile,

las huertas, la cascada,

la roca que vuela sobre la carretera.

Y damos un descanso a la mirada.


Pero aún resuena bajo nuestros pies

el alto puente de hierro de San Pablo

mientras buscábamos el lugar adecuado

para inmortalizar en nuestra cámara

las góticas Casas Colgadas.

Aquí llevo la cámara, abrazada.

¡Cuánto amor, cuánta admiración,

cuánto desvelo esperan en la galería callada

de la memoria de esta máquina!

Instantáneas y recuerdos

de momentos contemplados

por la atónita mirada.

 

Mañana, pasado un tiempo,

cuando volvamos a ver

estos paisajes, monumentos,

esquinas de calles y piedras extasiadas,

volverán a nosotros retazos de vida

vividos estos días en la Ciudad del Vuelo.



 

y VIII.

Los últimos días de todos los viajes

se parecen en la tristeza

que representan todas las despedidas.

Pero también reflejan

la satisfacción de conservar 

como en un tesoro de recuerdos

cada segundo vivido intensamente

en el tiempo que duró el viaje,

siempre un paréntesis

de sorpresas y aventuras

ajenas a la rutina de la vida cotidiana.

 

Y mientras el autobús nos devuelve a nuestra vida,

más significación adquiere este mágico paréntesis.