sábado, 4 de diciembre de 2010

MADRID ESENCIAL 2010

ARANJUEZ, MON AMOUR

A las once de otro día tomábamos en Méndez Álvaro el autobús de Aranjuez. Y una hora más tarde estábamos ya en los Reales Sitios. Los amplios patios con arcadas y la monumental iglesia de San Antonio es lo primero que el visitante encuentra nada más empezar a buscar la ubicación del Palacio Real y del Jardín de la Isla.


En cuanto el visitante entra en la gran explanada, las cúpulas azules y el ladrillo rojo de la fachada le entran por los ojos. Pero el sonido del agua cercana es más poderoso y le obliga a tornear el palacio para acceder a un mundo de agua y estatuas, enmarcado por la magia caediza y ocre del otoño.

Magníficos mármoles de dioses y héroes mitológicos coronan puentes, balaustradas, fuentes. En un banco frío, bajo el otoño bello y tras la estatua de Hércules y sus vivos surtidores, escribo estas calientes impresiones de un mundo galante y festivo que ahora es un cadáver hermoso rodeado de jardines.


Nos esperan paseos matutinos, bajo un sol que apenas nos calienta, por senderos alfombrados de hojas muertas, laberintos vegetales, diosas blancas coronando cien fuentes, jardineros que arreglan los parterres… Una rosa cortada y el recuerdo musical del maestro Rodrigo serán nuestros compañeros.

En Aranjuez suena el agua incesantemente. El Tajo y los surtidores de las fuentes aúnan sus notas para formar sinfonías sin libreto y sin batuta. Y el otoño presta su telón de colores a la escena. Nuestros pasos son voces solitarias sobre las alfombras de hojas muertas que el viento frío ordena y desordena a su capricho.

Junto a los paseos románticos, el río, domado sabiamente por el hombre, se remansa mimoso al pie del Palacio Real. Ahí el tiempo no existe, se quedó un día bordando siglos de galanteos y jarrones chinos. Sólo los patos, nuevos amos del agua, se burlan de la presa y firman su constancia nadando sabiamente.



Sobre una piedra lisa, vertical y decidida, como la vida sin aristas, como la música del corazón, asoma la cabeza ciega del maestro Rodrigo. Su decisión es clara: mirar soñadoramente, con impulso y ahínco insobornables, a la cuna inmortal de la tierra, origen y final de la acción creadora.

Las almas de las rosas afilan su perfil sedoso y frágil con sutiles cuerdas de violín, entre mármoles de dioses y hojas muertas de otoño, entre risas de surtidores que el Tajo regala generoso y palabras de corazones enamorados. Sobre una piedra lisa, limpio transcurrir del tiempo, asoma la memoria impertérrita del músico.

Sinfonía impertérrita, brota de la piedra como una rosa de bronce la cabeza serena del maestro Rodrigo. Su silente mirada, a sol y a sombra, otoños y veranos, resucita amores olvidados, promesas que se hicieron y besos que se besaron. Richard Anthony les pone letra y voz entre las rosas y las fuentes de los jardines de Aranjuez.




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