martes, 23 de junio de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (VIII)


Durante el segundo y tercer años de mi estancia en la ciudad condal dio un vuelco mi vida entre el amor y la muerte. El amor es una luz que siempre anda encendida cerca de nosotros aunque no nos dé de lleno, y cuando nos da, la vida se revoluciona. Eso me sucedió un septiembre durante la fiesta de la Mercè.
Los amigos de Jíos y yo habíamos montado un guateque en la casa de A, aprovechando que sus padres estaban de vacaciones. Lo teníamos todo previsto: los cubatas, la música, el lugar del baile, preferentemente el estudio, que sufrió una reestructuración urgente, y el comedor de la casa, contiguo a aquél. Hasta las chicas, aunque yo desconocía a algunas. Las dos últimas eran la novia de mi amigo el pintor y una amiga suya que además era compañera de trabajo. 


Y a Virrey Amat fuimos a recogerlas. La amiga y compañera de trabajo de la novia de mi amigo era morena, tenía los ojos color aceituna y una melena que le llegaba a la mitad de la espalda. Llevaba un vestido rosa y un collar de cuentas verdes que hacían juego con sus ojos. Nos presentamos y los cuatro bajamos en taxi hasta la casa. Al poco tiempo fueron llegando los demás y, entre sorbo y sorbo, empezamos a bailar con la chica que mejor nos iba. El guateque se desarrollaba según nuestros deseos, hasta que la bebida empezó a surtir sus efectos. En un momento dado advertí que uno de los chicos jugaba con las cuentas verdes del collar de la amiga de la novia de mi amigo, actitud que vi que no le gustaba demasiado. Fui hacia ella y le pedí que bailara conmigo para ayudarla a deshacerse del moscardón que la agobiaba. Y ya no dejé de bailar con ella. Me encontraba muy a gusto con la chica del collar de las cuentas verdes y había notado que acompasábamos bien el movimiento de nuestros pies siguiendo la música.

No puedo veros hoy, amigos míos,
porque esta noche voy donde ella esté;
le tengo que pedir
que nuevamente vuelva a mí
porque si no es así,
no lo resistiréee.
No vale la vida
sin alguien a quien amar,
  yyo no puedo vivir sin ella.
Y si me veis volver
con ganas de llorar,
os ruego, amigos míos,
no comentar.
Sonrisas quiero ver
en prueba de amistad porque
no debe un hombre, no,
llorar por un amor.
No puedo veros hoy, amigos míos…” Etcétera.
El guateque duró hasta cuando debía durar. Cada uno se fue por su sitio, y A y yo acompañamos a casa a su novia y a su amiga. Ellos bajaron en Virrey Amat y nosotros seguimos hasta la Plaza Ibiza, muy cerca de la cual vivía la joven que desde aquel día se convirtió en la mujer de mi vida.
Mientras regresaba en metro a casa no dejé de pensar en sus ojos verdes y en su negra melena. El primer poema que escribí pensando en ella (ya no he dejado nunca de hacerlo y en la mayoría de los poemarios que he escrito hasta hoy, junio del año del coronavirius, figuran poemas dedicados a ella) me salió de un tirón durante aquella noche, en la cama. En cuanto me levanté al día siguiente, lo copié en una de mis libretas.


En tus ojos de esperanza
baila la luz que yo espero,
baila y me lleva encendido
hacia un mundo de recuerdos,
a otra paz que yo creía
hija sólo de los sueños.
Y me dejo transportar
por la noche de tu pelo
sin pensar que con el alba
debo volver a mi cuerpo.
Tus ojos y tu melena
vienen gratos a mi encuentro
para hacer nido de amor
en las ramas de mi pecho.
Que se queden ahí dormidos
sin despertar de su sueño,
mientras yo duermo contigo
y sueño que no despierto.”
Aunque estos versos son bastante flojos, mientras los pensaba en la cama en la plácida oscuridad de mi cuarto, estaba convencido de que el amor era poesía y la poesía amor. Vamos, que si uno está enamorado es capaz de escribir los versos más encendidos. Eso creía yo entonces. Y aún sigo creyéndolo.
Al día siguiente, haciendo tiempo para ir a buscar a mi novia, entré en Castells, una librería de la Ronda de la Universidad que hoy, como muchas otras, ya no existe, y encontré un libro que hablaba de Poesía. Era una edición de La poesía, de J. Pfeiffer, de la colección de Breviarios del Fondo de Cultura Económica. Ya no lo he dejado de consultar nunca desde aquel día. Lo aconsejo a todo aquel que quiera saber cómo es la poesía desde dentro, más aún, acercarse a la comprensión de lo poético, que es más concreto. Con una Introducción tan breve como magnífica, donde se nos dice, entre otras cosas, que “lo que ante todo suele buscarse en la poesía y exigirse de ella son ideas y problemas; y en consecuencia, las gentes se desentienden totalmente de si aquello que la poesía se propone y pretende decir “existe” realmente en ella, si se ha transformado o no en configuración verbal.” Tiene razón. En cuanto a mí, nunca me ha interesado hablar de ideas y problemas en la poesía, sino su transformación, la configuración verbal que adquieren finalmente, es decir, el cómo se dice y en qué temple y estado de ánimo se dice en el poema. Porque, como dice Pfeiffer, “la única actitud auténtica ante el arte (la poesía en este caso, añado yo) es y será siempre una participación sentimental y emotiva.” Claro que para lograr eso, es decir, llegar a la esencia de las cosas, “debemos hacernos sencillos e ingenuos.” No me cansaré de repetirlo: para llegar a acercarse a ser un poeta auténtico no hay nada como actuar como un niño ante lo que nos rodea y tener constantemente la capacidad de asombrarnos como si fuera la primera vez que lo vemos.


En el trayecto hacia el principio del amor que me esperaba en Virrey Amat, leí el apartado que Pfeiffer titula Configuración verbal de la poesía, una especie de respuesta a la pregunta: “¿qué indicios fundamentales nos revelan que una construcción verbal es arte?” El ritmo y la melodía, la imagen y la metáfora, el temple de ánimo y el estilo empleados en el lenguaje de la poesía tienen mucho que ver. En comparación con el lenguaje normal que se utiliza para la mera comunicación, ya sea coloquial ya sea culta y hasta filosófica, el lenguaje de la poesía es intraducible. Intraducible es la palabra mágica que Pfeiffer emplea para hacernos notar esa diferencia. Y nos lo demuestra.
Finalmente, me licencié en Románicas, me casé y me hice profesor de Lengua y Literatura, y a mis alumnos les transmití la mayor parte de las enseñanzas que mis profesores me infundieron a mí, el gusto por la lectura, aprender textos ejemplares, no sólo por su calidad literaria sino también por los valores humanos que se desprenden de ellos, entender la literatura en general y la poesía en particular como una forma de ver la realidad que nos rodea, comprometidas ambas siempre en mejorarla en sus aspectos más nobles, el buen gusto, el respeto por la libertad y los derechos humanos, la responsabilidad y la solidaridad en los momentos críticos de la vida del país, la tolerancia de las ideas y creencias y el fomento de emociones y sentimientos positivos.







domingo, 14 de junio de 2020

EL AÑO DE DELIBES (V)

LOS PÁJAROS DE DELIBES

Hemos visto en los tres artículos anteriores referidos al Año de Delibes pasar por el cielo de sus párrafos pájaros diversos. Por ejemplo, en Un año de mi vida (1972) aparecen muchísimas codornices (302 codornices, según la nota del 14 de septiembre de 1971, había cobrado la cuadrilla de cazadores a la que pertenecía el escritor en quince tardes). Y sólo en El camino (1950) hemos conocido a tres amigos, Daniel, el Mochuelo (apodado así porque precisamente sus amigos decían de él que fijaba mucho sus ojos en las cosas, vamos como un mochuelo, para entendernos), Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso (llamado de esta forma porque de pequeño le pegaron la tiña los pájaros que criaba su padre en casa), tres amigos entre cuyas numerosas conversaciones destacaban las que tenían que ver con los pájaros.

Pues bien, un día que discutían sobre el canto que oían los tres, Germán negó que se tratara de un jilguero, como aseguraban sus amigos, sino de un arrendajo, y, mientras porfiaban, vieron aparecer una culebra de agua que llevaba un pececillo en la boca; ahí se acabó la discusión porque inmediatamente empezaron a apilar piedras para bombardear a la culebra (un tonto de agua, la llamaban los tres amigos), y entonces fue cuando Germán resbaló con tan mala fortuna que cayó al río y se golpeó mortalmente la cabeza contra una roca. Posteriormente, causaría estupor entre los asistentes a su entierro, el hallazgo de un pájaro en su féretro, concretamente un tordo que Daniel había matado de camino a la casa de su amigo y depositado en su honor junto al cadáver.

En otra ocasión del libro, el padre de Daniel trae a casa un mochuelo gigante o Gran Duque y el niño lo cuida con esmero esperando ansioso la llegada del día de la caza del milano que su padre le había prometido. Y llegado éste, Daniel vive una de sus más grandes aventuras, en la que, además de presenciar la caza del milano, recibe accidentalmente en su piel un perdigonazo del cazador, obteniendo así una hermosa cicatriz de la que alardear siempre delante de sus amigos.

A propósito de los pájaros, el propio Delibes habla así de su presencia en sus libros en la nota que dirige a los lectores en Tres pájaros de cuenta (Miñón, Valladolid, 1982): “Habréis observado que los pájaros, bestezuelas por las que siento una especial predilección, se erigen a menudo en personajes de mis libros. Diario de un cazador está lleno de perdices, codornices, patos, tórtolas y palomas. Viejas historias de Castilla la Vieja, de avutardas, grajos y abejarucos. El gran duque es pieza esencial de El camino como la picaza lo es de La hoja roja. Las águilas, los cernícalos y los camachuelos forman el entorno del pequeño Nini en Las ratas… Finalmente, en mis dos últimas novelas, El disputado voto del señor Cayo y Los santos inocentes, intervienen también tres pájaros que juegan papeles fundamentales: el cuco y las grajillas en la primera, y éstas y el cárabo en la segunda. De los tres me he servido para componer el libro que ahora tenéis entre manos, no un libro de cuentos ni de historias inventadas, sino un libro de historias auténticas, vividas por mí y de las cuales son aquellos pájaros verdaderos protagonistas. Espero que su lectura no os deje indiferentes, antes bien sirva para acrecentar vuestro amor y vuestro interés por la Naturaleza.”

El cuento titulado La grajilla comienza del modo siguiente: Al llamar a la grajilla, al cuco y al cárabo pájaros de cuenta no quiero decir que sean malos. No hay pájaros buenos ni malos. Las aves actúan por instinto, obedecen a las leyes naturales, aunque, a los ojos de los hombres, algunas de sus acciones puedan parecer buenas y otras reprobables. Por ejemplo, el comportamiento de los tres protagonistas de este libro ofrece aspectos positivos y negativos. La grajilla, pongo por caso, roba la fruta de los árboles, especialmente de ciruelos y cerezos, pero, al mismo tiempo, nos libra de insectos perjudiciales y de carroña. El cuco, en la época de cría, deposita sus huevos en los nidos de otros pájaros más pequeños que él para que se los empollen, pero, en compensación, destruye orugas y arañas peligrosas para el hombre. Finalmente, el cárabo puede eliminar algún pinzón que otro, o cualquier otro pajarito que le molesta o le apetece, pero, a cambio, limpia el campo de ratas, ratones, topillos y otros roedores perjudiciales.
“A los tres les conocí siendo niño -aunque al cuco, que es un pájaro encubridizo, sólo de oídas-, cuando mi padre, que era un hombre maduro, serio y circunspecto, se volvía niño también, en contacto con la naturaleza, y nos enseñaba a distinguir el cuervo de la urraca, la perdiz de la codorniz, la alondra de la calandria y la paloma de la tórtola. Mi padre, ferviente enamorado del campo, conocía sus pequeños secretos, y el más remoto recuerdo que guardo de él es cazando grillos en una cuneta, haciéndoles cosquillas con una pajita larga y fina que introducía en la hura y movía con paciente tenacidad. A veces cazaba media docena y los guardaba bajo el sombrero, de forma que al regresar a casa, entre dos luces, armaban un alegre concierto sobre su calva, sin que a él, que en casa anteponía el silencio a todas las demás cosas, parecieran molestarle.
Así habla Delibes de su amado cárabo:
"A veces, en la soledad de nuestro refugio de Sedano, cuando el grito o la risotada del cárabo quiebran el silencio de la noche, nos preguntamos qué habrá sido de nuestro amigo, aquel pájaro afable, confiado y charlatán, con cara de viejecita escéptica, que sostenía nuestra mirada y soportaba los destellos de los flashes con la gracia y la naturalidad de una empingorotada estrella de cine".
“De las aves que conozco, el cárabo es –aparte la gaviota reidora– la única que tiene la propiedad de reírse: una carcajada descarada, sarcástica, un poco lúgubre, un ‘juuuj-ju-juuuuuj’ agudo y siniestro que le pone a uno los pelos de punta. Parece ser que estas risotadas del cárabo están relacionadas con el celo y la procreación, ya que, después de la puesta, su canto se dulcifica y, aunque se siguen produciendo, no es tan fácil escuchar aquellas carcajadas. El cárabo es rapaz de noche, hábil cazador, cabezón, ligero y, a diferencia de otras aves nocturnas, como el búho o el autillo, desorejado, con un cráneo redondeado y liso. Color castaño moteado, pico curvo amarillo-verdoso, y con unos discos grises o rojizos alrededor de los ojos que le dan la apariencia de una viejecita con gafas, escéptica y cogitabunda, el cárabo no tiene las pupilas amarillas como el resto de las rapaces nocturnas, sino marrones oscuras o negras. Semejante a un pequeño tronco de árbol debido a su plumaje mimético, al cárabo, cuando se inmoviliza de día en el interior del bosque, es difícil distinguirlo, parece una rama más. Pero, en ocasiones, las pequeñas avecillas lo descubren y, entonces, se arma entorno suyo una algarabía de mil demonios, con pitidos y silbidos de todos los matices, atemorizados intentos de agresión, etcétera. Pero el cárabo suele permanecer impasible, indiferente, como si la cosa no fuera con él. La tropa menuda del bosque siente hacia el cárabo una suerte de fascinación, mezcla de odio y pánico, fascinación semejante a la que experimentan las águilas y los córvidos hacia el búho gigante o gran duque, de la que se vale arteramente el hombre para cazarlos."

sábado, 6 de junio de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (VII)

   

Además de la colección Laurel, descubrí otras en el Mercadillo de San Antonio. Una de ellas se llamaba Los poetas. Si la primera era obra de la editorial Bruguera de Barcelona, la segunda había visto la luz en Madrid muchísimos años antes, a finales de los años 20, y presentaba mejor calidad que aquélla. Cada número, dedicado a un poeta español, venía prologado por un especialista. Los diez primeros ejemplares recogen sendas obras de otros tantos autores, entre los que destacan Campoamor (dos números), Espronceda (otros dos), Quevedo, Villaespesa, Nicolás Fernández de Moratín, Adelardo López de Ayala y Fray Luis de León.
  Otra colección de poesía había visto la luz en la editorial Fama de Barcelona, la cual abrió generosamente mi horizonte lírico con títulos dedicados a Víctor Hugo, a los poetas Lakistas (Wordsworth, Coleridge y Southey), Paul Verlaine, Omar Kheyyam o Rabindanat Tagore, sin contar con los ejemplares dedicados a clásicos españoles, desde Bécquer a Gonzalo de Berceo, pasando por Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Quevedo o Zorrilla. Todos eran ediciones bastante cuidadas, prologadas también por críticos conocidos como Luis Guarner, Ramón Sangenís o José María Espinás, que se encargaban, además, de seleccionar los poemas. Guardo recuerdos imborrables de algunos de estos ejemplares, especialmente del titulado Poesía Lakista. Los poemas sentidos, naturales y cotidianos de William
Wordsworth (1770-1850) me llegaron enseguida. Los narcisos, El cielo después de la tormenta, Escrito en marzo, Atardecer en la playa o A una alondra son algunos de los títulos más memorables. La última composición dice:


Eterno trovador, peregrino del cielo;
¿desprecias esta tierra donde el pesar abunda?
¿O mientras se remontan tus alas cielo arriba
permanecen en tierra, cubiertos de rocío,
tu corazón y tu ojo posados en el nido?
¡Ese nido en que puedes entrar cuando deseas!
¡Esas alas que tiemblan! ¡Esa música dulce!
Dejad al ruiseñor en su sombrío bosque;
tú tienes el dominio de la gloriosa luz,
de donde tú derramas sobre el mundo cascadas
de armonía creada por tu divino instinto,
prototipo del sabio que asciende y nunca vaga,
fiel siempre a las dos cosas: el cielo y el hogar.”
     
      En fin, que el primer año de mi estancia en Barcelona no pudo ser más fructífero y aleccionador en todos los sentidos. Además disponía de unas libretas dietarios que mis hermanos mayor y mediano me proporcionaban de la Banca donde trabajaban. En ellas podía expresar cuanto se me ocurría, ya fuera en forma de verso o prosa, cuentos, artículos, alguna novela y, sobre todo, poemas, muchos poemas que luego se quedaron dormidos entre sus páginas junto a las marcas marrones de recortes de periódico que allí guardaba también. Los títulos de aquellos escritos eran bastante elocuentes: Oraciones al que hizo mi memoria, La voz desde un principio, Negrura de conciencias, Notas al “Sentimiento trágico de la vida” de Unamuno, La vuelta de Dios, Días oscuros… Por otra parte, me gustaba encabezar los escritos con citas de escritores, entre los cuales destacaba Lamartine, uno de los últimos poetas que descubrí.

Dios es sólo una palabra para dar al mundo una razón de ser.”
Tu mano, ¡oh, Dios!, alivia el peso de mis dolores.”
Me causó tan grata impresión el poeta francés que llené gran parte de una de aquellas libretas dietarios con poemas dedicados a temas de Lamartine, poemas que precisamente agrupé bajo un título del mismo poeta, Meditaciones, y que como en su caso, unos eran religiosos y otros íntimos. Aunque no son nada del otro mundo, para que se vea la traza que yo tenía entonces, me atrevo, ¡horror!, a incluir un poema de cada tipo.
1.
Creo que para encontrar a Dios,
basta mirar al cielo estrellado
a la orilla del mar
una noche de verano.
Y si además tenemos
una mujer hermosa a nuestro lado,
Dios desciende del cielo
para cogernos la mano.”
2.
El tiempo escapa de nosotros
como agua entre los dedos.
Aun antes de darnos cuenta
nos convertimos en viejos;
el vigor y la vida
se marchan lejos
y poco a poco la muerte
anida en nuestros cuerpos.
Apenas logramos detener
el ingrato y raudo tiempo
con los hilos invisibles
de los buenos recuerdos.”
    
     




     Lamartine siempre ha significado mucho para mí. De él aprendí, entre otras cosas, que todo buen poema debe contener, al menos, una idea para la inteligencia, un sentimiento para el corazón, una imagen para la vista y una música para el oído.

    En el resto de páginas de esa misma libreta dietario me dediqué a comentar Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez (aquel Cayín de la infancia), libro que ya había leído unas cuantas veces. Don de la ebriedad es un largo poema dividido en cantos que exaltan la naturaleza, las cosas cotidianas que rodean al poeta, que consideraba que la poesía, escribir poesía, era un don, una especie de borrachera divina, un entusiamo especial, la inspiración, en resumen (¡qué cerca están los románticos y algunos poetas franceses del XIX, sobre todo, Verlaine o Rimbaud, con quien Claudio guardaba tantas afinidades!).
   Leí algunos años más tarde las palabras que sobre el libro pronunció su autor en una entrevista, en el sentido de que el poeta mira a su alrededor con ojos inocentes y asombrados e intenta hacerlo presente en el poema trascendiéndolo, dándole nueva vida como si realmente fuera un mundo creado por él. Eso es lo que me ha gustado siempre del poder de la poesía: Transformar el mundo, crearlo de nuevo.
   

   Don de la ebriedad, a lo largo de sus tres partes, culmina con la unión del poeta con la naturaleza y las cosas que lo rodean a diario en una comunión armónica. Desde los magníficos endecasílabos con que se inicia el Libro Primero
Siempre la claridad viene del cielo;
es un don: no se hala entre las cosas
sino muy por encima, y las ocupa
haciendo de ello vida y labor propias.
Así amanece el día; así la noche
cierra el gran aposento de sus sombras.
Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda
los contiene en su amor? ¡Si ya nos llega
y es pronto aún, ya llega a la redonda
a la manera de los vuelos tuyos
y se cierne, y se aleja y, aún remota,
nada hay tan claro como sus impulsos!
Oh claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.
Como yo, como todo lo que espera.
Si tú la luz te la has llevado toda,
¿cómo voy a esperar nada del alba?
Y, sin embargo—esto es un don--, mi boca
Espera, y mi alma espera, y tú me esperas,
Ebria persecución, claridad sola
Mortal como el abrazo de las hoces,
Pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.”
Toda una lección de teoría poética, de cómo viene la poesía hasta el poeta, desde arriba, desde la pura claridad.
Oh claridad sedienta de una forma,
de una materia para deslumbrarla
quemándose a sí misma al cumplir su obra.”
La poesía es
Ebria persecución, claridad sola
mortal como el abrazo de las hoces,
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja.”
Desde estos magníficos endecasílabos, medidos con la respiración y el caminar del propio poeta, donde habla de la poesía como un don, hasta la comunión íntima con la naturaleza y las cosas de los últimos versos, existe todo un proceso sabiamente trazado por el poeta. Al final del Libro Primero leemos:
Como si nunca hubiera sido mía,
dad al aire mi voz y que en el aire
sea de todos y la sepan todos
igual que una mañana o una tarde.
Ni a la rama tan sólo abril acude
ni el agua espera sólo el estiaje.
¿Quién podría decir que es suyo el viento,
suya la luz, el canto de las aves
en el que esplende la estación, más cuando
llega la noche y en los chopos arde
tan peligrosamente retenida?
¡Que todo acabe aquí, que todo acabe
de una vez para siempre! La flor vive
tan bella porque vive poco tiempo
y, sin embargo, cómo se da, unánime,
dejando de ser flor y convirtiéndose
en ímpetu de entrega. Invierno, aunque
no esté detrás la primavera, saca
fuera de mí lo mío y hazme parte,
inútil polen que se pierde en tierra
pero ha sido de todos y de nadie.” Etcétera.
   Y si esto fuera poco, nada más comenzar el Libro Segundo, que Claudio Rodríguez titula Canto del despertar, encabezado nada más ni nada menos que por una cita de San Juan de la Cruz (ya es hora de decir que la lectura de los poetas místicos españoles estuvo muy presente a la hora de la creación de este magnífico libro, a juicio de Aleixandre, insuperable), nada más comenzar el Libro Segundo nos encontramos con estos esclarecedores versos:
El primer surco de hoy será mi cuerpo.
Cuando la luz impulsa desde arriba
despierta los oráculos del sueño
y me camina, y antes que al paisaje
va dándome figura. Así otra nueva
mañana. Así otra vez y antes que nadie,
aún que la brisa menos decidera,
sintiéndome vivir, solo, a luz limpia.
Pero algún gesto hago, alguna vara
mágica tengo porque, ved, de pronto
los seres amanecen, me señalan.
Soy inocente. ¡Cómo se une todo
y en simples movimientos hasta el límite,
sí, para mi castigo: la soltura
del álamo a cualquier mirada! Puertas
con vellones de nieblas por dinteles
se abren allí, pasando aquella cima.
¿Qué más sencillo que ese cabeceo
de los sembrados? ¿Qué más persuasivo
que el heno al germinar? No toco nada.” Etcétera.

“El primer surco de hoy será mi cuerpo” es precisamente la inscripción que figura en la tumba del poeta, que se halla en el cementerio zamorano, y ante la que fui a rendirle homenaje durante uno de mis retornos a la ciudad del alma.
¿Qué más sencillo que ese cabeceo
de los sembrados? ¿Qué más persuasivo
que el heno al germinar?”
Pues el final del libro en que el poeta se lamenta de que acabe su don, su ebriedad, su gozo inmenso de ser poeta tras haber cantado la unión de su alma con todos los elementos naturales que lo rodean y haber descubierto que el poder de la palabra los ha transformado en eternos.
Cómo veo los árboles ahora.
No con hojas caedizas, no con ramas
sujetas a la voz del crecimiento.
Y hasta a la brisa que los quema a ráfagas
no la siento como algo de la tierra
ni del cielo tampoco, sino falta
de ese dolor de vida con destino.
Y a los campos, al mar, a las montañas,
muy por encima de su clara forma
los veo. ¿Qué me han hecho en la mirada?
¿Es que voy a morir? Decidme, ¿cómo
veis a los hombres, a sus obras, almas
inmortales? Sí, ebrio estoy, sin duda.
La mañana no es tal, es una amplia
llanura sin combate, casi eterna,
casi desconocida porque en cada
lugar donde antes era sombra el tiempo,
ahora la luz espera ser creada.” Etcétera.
Y a los campos, al mar, a las montañas,
muy por encima de su clara forma
los veo.”
   He aquí el milagro de ese don que posee el poeta, la fuerza que tiene la poesía sobre todas las cosas, que con su claridad, claridad que viene del cielo (recordemos que así empezaba el libro) las ocupa y les da vida propia.
  Magnífico libro que yo leía sin parar, y aún hoy leo de vez en cuando. Entonces yo releía unos cuantos endecasílabos que previamente había subrayado, y anotaba en mi libreta cuanto se me ocurría sobre ellos. A veces eran palabras sueltas referidas a la luz, decenas de ellas:
.-puros sustantivos: claridad, día, alba, luces, albor, sol, mañana, resplandores, estrella, esplendor, fuego…
.-adjetivos: claro, deslumbrado, clara, claroluciente, brillante…
.-verbos: quemándose, calentando, amanece, esplende, arde, aclarándolo…
A veces me salía un remedo de poema inspirado en ellas.
El sol detiene el agua en las azudas
y generoso la convierte en oro
entre las esmeraldas de los juncos
y la nieve movida de la espuma,
antes de liberarla hacia la aceña
convertida de nuevo en campesina.”


La luz me sigue amante en el pinar
y me besa en las manos cuando abarco
un haz de piñas viejas para alzarlas
del sendero cuajado de inocencias
y guardarlas atento en mi fardel.
La luz me sigue fiel hasta la puerta,
y, al abrirla, su beso generoso
tras mis pasos en el zaguán se cuela.
Me da pena cerrar los cuarterones
y dejar que se enfríe entre las sombras
el fuego de la luz que era mi amante.”