Durante
el segundo y tercer años de mi estancia en la ciudad condal dio un
vuelco mi vida entre el amor y la muerte. El amor es una luz que
siempre anda encendida cerca de nosotros aunque no nos dé de lleno,
y cuando nos da, la vida se revoluciona. Eso me sucedió un
septiembre durante la fiesta de la Mercè.
Los amigos de Jíos y yo habíamos montado un guateque en la
casa de A, aprovechando que sus padres estaban de vacaciones.
Lo teníamos todo previsto: los cubatas, la música, el lugar del
baile, preferentemente el estudio, que sufrió una reestructuración
urgente, y el comedor de la casa, contiguo a aquél. Hasta las
chicas, aunque yo desconocía a algunas. Las dos últimas eran la
novia de mi amigo el pintor y una amiga suya que además era
compañera de trabajo.
Y a Virrey Amat fuimos a recogerlas. La amiga
y compañera de trabajo de la novia de mi amigo era morena, tenía
los ojos color aceituna y una melena que le llegaba a la mitad de la
espalda. Llevaba un vestido rosa y un collar de cuentas verdes que
hacían juego con sus ojos. Nos presentamos y los cuatro bajamos en
taxi hasta la casa. Al poco tiempo fueron llegando los demás y,
entre sorbo y sorbo, empezamos a bailar con la chica que mejor nos
iba. El guateque se desarrollaba según nuestros deseos, hasta que la
bebida empezó a surtir sus efectos. En un momento dado advertí que
uno de los chicos jugaba con las cuentas verdes del collar de la
amiga de la novia de mi amigo, actitud que vi que no le gustaba
demasiado. Fui hacia ella y le pedí que bailara conmigo para
ayudarla a deshacerse del moscardón que la agobiaba. Y ya no dejé
de bailar con ella. Me encontraba muy a gusto con la chica del collar de las cuentas verdes y había
notado que acompasábamos bien el movimiento de nuestros pies
siguiendo la música.
“No
puedo veros hoy, amigos míos,
porque
esta noche voy donde ella esté;
le
tengo que pedir
que
nuevamente vuelva a mí
porque
si no es así,
no
lo resistiréee.
No
vale la vida
sin
alguien a quien amar,
yyo no puedo vivir sin ella.
Y
si me veis volver
con
ganas de llorar,
os
ruego, amigos míos,
no
comentar.
Sonrisas
quiero ver
en
prueba de amistad porque
no
debe un hombre, no,
llorar
por un amor.
No
puedo veros hoy, amigos míos…” Etcétera.
El guateque duró hasta cuando debía durar. Cada uno se fue
por su sitio, y A y yo acompañamos a casa a su novia y a su
amiga. Ellos bajaron en Virrey Amat y nosotros seguimos hasta la
Plaza Ibiza, muy cerca de la cual vivía la joven que desde aquel día
se convirtió en la mujer de mi vida.
Mientras regresaba en metro a casa no dejé de pensar en sus
ojos verdes y en su negra melena. El primer poema que escribí
pensando en ella (ya no he dejado nunca de hacerlo y en la mayoría
de los poemarios que he escrito hasta hoy, junio del año del coronavirius, figuran
poemas dedicados a ella) me salió de un tirón durante aquella
noche, en la cama. En cuanto me levanté al día siguiente, lo copié
en una de mis libretas.
“En
tus ojos de esperanza
baila
la luz que yo espero,
baila
y me lleva encendido
hacia
un mundo de recuerdos,
a
otra paz que yo creía
hija
sólo de los sueños.
Y
me dejo transportar
por
la noche de tu pelo
sin
pensar que con el alba
debo
volver a mi cuerpo.
Tus
ojos y tu melena
vienen
gratos a mi encuentro
para
hacer nido de amor
en
las ramas de mi pecho.
Que
se queden ahí dormidos
sin
despertar de su sueño,
mientras
yo duermo contigo
y
sueño que no despierto.”
Aunque estos versos son bastante flojos, mientras los pensaba
en la cama en la plácida oscuridad de mi cuarto, estaba convencido
de que el amor era poesía y la poesía amor. Vamos, que si uno está
enamorado es capaz de escribir los versos más encendidos. Eso creía
yo entonces. Y aún sigo creyéndolo.
Al día siguiente, haciendo tiempo para ir a buscar a mi novia,
entré en Castells, una librería de la Ronda de la Universidad que
hoy, como muchas otras, ya no existe, y encontré un libro que
hablaba de Poesía. Era una edición de La poesía, de J. Pfeiffer,
de la colección de Breviarios del Fondo de Cultura Económica. Ya no
lo he dejado de consultar nunca desde aquel día. Lo aconsejo a todo
aquel que quiera saber cómo es la poesía desde dentro, más aún,
acercarse a la comprensión de lo poético, que es más concreto. Con
una Introducción tan breve como magnífica, donde se nos dice, entre
otras cosas, que “lo que ante todo suele buscarse en la poesía y
exigirse de ella son ideas y problemas; y en consecuencia, las gentes
se desentienden totalmente de si aquello que la poesía se propone y
pretende decir “existe” realmente en ella, si se ha transformado
o no en configuración verbal.” Tiene razón. En cuanto a mí,
nunca me ha interesado hablar de ideas y problemas en la poesía,
sino su transformación, la configuración verbal que adquieren
finalmente, es decir, el cómo se dice y en qué temple y estado de
ánimo se dice en el poema. Porque, como dice Pfeiffer, “la única actitud auténtica ante el arte (la
poesía en este caso, añado yo) es y será siempre una participación sentimental
y emotiva.” Claro que para lograr eso, es decir, llegar a la
esencia de las cosas, “debemos hacernos sencillos e ingenuos.” No
me cansaré de repetirlo: para llegar a acercarse a ser un poeta
auténtico no hay nada como actuar como un niño ante lo que nos
rodea y tener constantemente la capacidad de asombrarnos como si
fuera la primera vez que lo vemos.
En el trayecto hacia el principio del amor que me esperaba en
Virrey Amat, leí el apartado que Pfeiffer titula Configuración
verbal de la poesía, una especie de respuesta a la pregunta: “¿qué
indicios fundamentales nos revelan que una construcción verbal es
arte?” El ritmo y la melodía, la imagen y la metáfora, el temple
de ánimo y el estilo empleados en el lenguaje de la poesía tienen
mucho que ver. En comparación con el lenguaje normal que se utiliza
para la mera comunicación, ya sea coloquial ya sea culta y hasta
filosófica, el lenguaje de la poesía es intraducible. Intraducible
es la palabra mágica que Pfeiffer emplea para hacernos notar esa
diferencia. Y nos lo demuestra.
Finalmente, me licencié en Románicas, me casé y me hice profesor
de Lengua y Literatura, y a mis alumnos les transmití la mayor parte
de las enseñanzas que mis profesores me infundieron a mí, el gusto
por la lectura, aprender textos ejemplares, no sólo por su calidad
literaria sino también por los valores humanos que se desprenden de
ellos, entender la literatura en general y la poesía en particular
como una forma de ver la realidad que nos rodea, comprometidas ambas
siempre en mejorarla en sus aspectos más nobles, el buen gusto, el
respeto por la libertad y los derechos humanos, la responsabilidad y
la solidaridad en los momentos críticos de la vida del país, la
tolerancia de las ideas y creencias y el fomento de emociones y
sentimientos positivos.