jueves, 27 de marzo de 2008

Más microrrelatos

Sueños
Tenía el alma llena de serrín y le costaba acertar con su cuerpo de soledad y misterio. Se dio una vuelta por el jardín de la esperanza y encontró el magno sendero de la fantasía. Al fin su cuerpo se llenó de serrín y el alma recuperó su soledad y misterio. Así consiguió realizar sus sueños.

La palabra nunca pronunciada
Sabía que existía una palabra nunca pronunciada y que si lograba dar con ella podría librarse de la muerte. Siempre vivió feliz mientras la buscaba. La palabra nunca pronunciada le estaba esperando al otro lado.

Las escaleras
A veces las escaleras juegan malas pasadas, y él que creía estar subiendo al cielo, lo que estaba haciendo era bajar al infierno.


El lector distraído
El lector distraído siempre leía el mismo libro abriéndolo cada día por una página diferente. Se creía que haciéndolo así nunca moriría y su vida sería como la del libro. Así vivió hasta los noventa años. Hasta que su cabeza, algo turbada ya, olvidó un día dónde había dejado el libro.

El que vivía del cuento
Cuando, muy serio, les dijo a sus circunstantes que vivía del cuento, lo miraron de arriba abajo con cierta intención; pero antes de que le dijeran lo que estaban pensando, les aclaró que lo de vivir del cuento se refería a que se ganaba la vida yendo por las bibliotecas y escuelas contando cuentos a los niños.


Memorias de infancia
Contaba con tanta convicción y realidad las cosas que le habían ocurrido de niño que cuando acabó de escribir sus memorias de infancia, el cuerpo de adulto que tenía, viejo, cansado y encorvado, adquirió la firmeza, la salud y la agilidad que había tenido de niño.


Una añagaza del destino
No se atrevía a salir de casa porque una enfermedad horrible le había llenado de pequeños cráteres el rostro y los ojos de molestas legañas. Sólo salía de noche para echar la basura al contenedor. Una noche, recién acabados los Carnavales, encontró al pie del contenedor una caja con algunos restos de la fiesta y, entre ellos, una máscara de goma casi en perfecto estado. Jugando ante el espejo de su casa, se la puso, advirtiendo al instante que la goma de la máscara se le pegaba a la piel como si fuera la verdadera. Hasta la apariencia y el color de la máscara había adoptado los propios de su piel. Creyó que estaba soñando y se pellizcó. Y le dolió el pellizco. No muy convencido, sin embargo, se acostó temiendo que a la mañana siguiente el asunto de la máscara sólo hubiera sido una añagaza del destino. Con la llegada del nuevo día se levantó y corrió hacia el lavabo para verse la cara en el espejo. La tenía normal. Entonces cayó en la cuenta de que lo que había soñado era que una horrible enfermedad le había afeado la cara y los ojos.



El libro más caro del mundo
El libro más caro del mundo era una edición barata del Quijote que al abrirlo era un estuche que contenía doce diamantes perfectos y dos talones bancarios de 1 millón de euros. Fue un libro sin importancia hasta que un día el sobrino del dueño de la casa lo sacó de su estantería para encender la chimenea del salón por el frío de aquel insoportable invierno.

martes, 18 de marzo de 2008

Poema desesperado

En Lisboa los mendigos
Saben más de lluvia que la noche
Perdida por las cuestas del Chiado,
Saben más de pan negro que las palomas
Que ensucian la mañana de la plaza
De Figueira, saben más de naufragios
Que la tumba vacía de Camoens en los Jerónimos,
Saben más de todo lo que cae por las cloacas
Que los barrenderos del Ayuntamiento,
Que tienen ojos de búho y comen sombras
Vivientes de la noche.
Los mendigos de Lisboa,
Tan solos como la música que tocan en las esquinas,
Tan solos como los perros que los acompañan
Como amigos impertérritos,
Son amables como un seno de mujer
Que se deja tocar sin cobrar nada,
Son amables como la caricia del alba que cruza
La plaza del Comercio con dirección al fado
De La Alfama, son amables
Como la carta que llega de repente
A suavizar tu angustia
Tras una noche en vela.
Yo los he visto en Sao Domingos
Olvidando su vida mientras liaban
Un canuto y algún alma caritativa
Les pasaba una copa de ginginha
Antes de coger la flauta
Y entregarse a su oficio de limosna,
De caridad constante.
Su música sonaba a esperanza rota,
A futuro sin salida, a nube negra,
A lluvia por la acera del Café
Brasileira, junto a la ausencia de bronce
De Pessoa y la noche rodando por las cuestas.
Pero era música buena, llena de honda
Desesperación, como el ladrido
Sin consuelo de su perro, que a la orilla
Del hambre le esperaba
Como si fuera su sombra.
Recuerdo su sonido
Como un puñal clavado en la memoria,
Esa música de los mendigos de Lisboa
Será siempre un clarín pidiendo urgente
Pan y libertad y un poco de alma.

Recuerdos de Semana Santa

Día 1.

Aceitadas, noticias de la Semana Santa de mi tierra, vino moro del Duero. Esto es lo que me acaba de llegar hoy de aquel sitio donde arraiga la almendra de mi vida. Pero me gustaría que llegara junto a esa materia de azúcar y de harina, junto a esos renglones de noticias, junto a ese jugo que da la buena cepa de la tierra, me gustaría que llegara también lo que yo fui un día al lado de todo eso: el niño que vivió en mis huesos entonces y, sobre todo, la ventura y aventuras irrepetibles de ser niño en aquel aire sagrado de mi tierra natal.
Aceitadas, los dulces besados por las manos maternales, tardes de abril lluviosas en la sala donde el baúl cubría los aromas de la Semana Santa... Noticias de la Semana Santa, los itinerarios de las procesiones, las imágenes nuevas que este año van a desfilar y que yo no voy a poder ver… El vino embotellado que se cría con la savia, el agua y el sol de la tierra…
Todo eso me acerca a la tierra a la vez que me distancia de ella. Y es entonces cuando no puedo evitar que las abejas que liban los recuerdos claven en mi alma su aguijón amargo.



Día 2.

Hoy miro mi cara en el espejo y veo un camino tallado por el tiempo. Adivino mis huellas sobre la tierra, sobre el silencio de los años, porque los años callan y nos ven pasar como la orilla al río mientras los hilos de la edad se enredan en personas, en cosas, en esperanzas que pasaron, personas, cosas, esperanzas que en las manos del tiempo se volvieron agua de recuerdos, fuentes que tienen el encanto de revivir latidos, luces, gestos de ayer en este hombre que fue niño: los chopos, las almendras, el mendigo de estío, mis padres en lo alto..., en este hombre que hoy mira en el espejo su camino.
Hoy miro mi cara en el espejo, y en un pilar de niños y aventuras veo un hombre tallado por el duro poema de la vida.



Día 3.

Habrán empezado las procesiones y el Tío Barandales encabezará una de ellas. “Tío Barandales, dales, dales... decíamos los chicos al verle pasar bien firme, moviendo las muñecas de sus manos para hacer voltear las campanas. Su rítmico cantar suena ahora en el alma del chaval que un día fui. Ahora habrá también chavales en la ciudad viendo pasar solemne al Tío Barandales delante de los cofrades y los pasos por las callejas viejas y perennes. Esas campanas eran y son como latidos, como segundos, minutos y horas de tiempos que nunca desaparecen porque son sones, vivencias que siempre amamos, que revivimos y recordamos como una canción eterna.
“Tío Barandales, dales, dales...”, tal vez haya chavales hoy que digan al paso del Tío Barandales, lo mismo que los chavales de ayer decíamos, porque esas campanas suenan igual en la distancia que en la presencia, en los adultos que en los muchachos. Ahí reside el misterio de la Semana Santa de mi ciudad.
Parece que lo estoy viendo. Mientras voltean esas campanas, salen las gentes a las calles para ver con ojos tiernos y llorosos, los dolorosos latigazos que sufre Dios en su lejana y a la vez tan cercana soledad.
Sigue sonando, tío Barandales, “tío Barandales, dales, dales...” para que nunca nos olvidemos de aquellas cosas que hoy no tenemos y que un día fueron nuestra Verdad.




Día 4.

(Mirando una fotografía de la época) ¿Dónde estoy yo, el niño que en mi cuerpo quedó atrás perdido en los atajos de la vida. ¿Dónde estoy yo en esta orilla del río de mi infancia?
Escudriño las manos de mi ahora y no me veo en los dedos ni plumas ni pelusa de nidos. Ni un rastro de aquel jirón perdido de mi vida, un gesto de la hierba, una arruga del agua que me digan que yo estuve hasta el júbilo asombrado en este paraíso, ahora vacío. Y éste es el sitio. Aquí el pretil y al pie la hierba que en las tardes sin fin de los veranos soñaba en ser famosa en nuestros pies junto al balón que ardía en cien jugadas. Y más allá, en la orilla, los guijarros modelados sin prisa por el agua, que pasaban a ser por un instante proyectiles de nuestros tiradores.
Éste es el sitio, aquel que yo adoraba, ahora condenado por el tiempo a ser cantado sólo, visto sólo en una fotografía.




Día 5.

Recuerdo que durante días fue muriendo lentamente la fragua. El polvo de los meses fue vendando la vista a los cristales de la puerta hasta dejarlos ciegos, sin ganas de mirar a la herramienta atada a la pared con telarañas allí, en el interior, junto al yunque callado donde el herrero golpeaba el hierro al rojo vivo para darle forma de barrote, herradura o reja de arado.
Y hoy, tan lejos de aquella vida hermosa que fue mi infancia cerca de la fragua, del dolor del hierro golpeado hasta hacerse herramienta, verja o protección de caballería... Hoy, tan lejos de aquel mundo fugaz, me entero de la muerte del herrero. Y de nuevo otro asidero que mantenía mi infancia medio a flote acaba de romperse y de caerse al pozo donde el tiempo colecciona ruinas y despojos.
Desde aquí le digo adiós a aquel herrero amigo que fue testigo de mi infancia durante mucho tiempo. Lo único que siento es que sólo en una prosa fría se quede la emoción de esta despedida. Cada vez se hace más grande la sombra que amenaza la luz que hace visible la nostalgia. Aunque cada vez también veo más claro que la nostalgia es inútil y que la infancia no regresa jamás pese a nuestro irrenunciable deseo.




Día 6.

Pese a que sé (aún no lo he visto con mis propios ojos) que la casa de infancia se ha convertido hoy en un hostal restaurante, no dejo de verla tal y como era en aquellos tiempos felices. Por eso no puedo de apuntar aquí lo que la casa en sí y mis padres, que supieron adornarla de virtudes y amores a las cosas pequeñas y cotidianas, significaron siempre para mí. Por eso no dejo de repetir que, si la casa tuvo un día primavera y sus paredes exhalaron a cada momento cariño y protección y sus balcones florecieron a la vista de la ciudad de las murallas, fue gracias a ellos, que en ella tejieron su nido. Es más. Si yo no doy un latido sin que suenen dentro de mí campanas y murmullos del río en las azudas de mi infancia, es gracia y don de mis padres, que supieron sembrar en los surcos tempranos de mi alma semillas de espadañas y de Duero, llantos de aceñas y cantos de badajos. Y si esta hermosa inquietud que ahora me crece mientras se acerca abril al calendario, y la Semana Santa en los clarines de la memoria canta y reverdece, se debe a aquel amor que me infundieron mis padres por los pasos y las andas donde, entre cirios que lloran en la noche, tambores y piedras historiadas, desfilan las imágenes benditas que mis padres me enseñaron a querer cuando era un niño.





Día 7.

Sé con toda seguridad (porque yo mismo lo hice a punta de navaja) que mi corazón debe de seguir grabado, junto con la inicial de mi nombre y la de alguna niña de la que estaba enamorado entonces en la blanda corteza de algún chopo de tantos como crecían en los Tres Árboles, junto a la orilla del río. Allí debe de seguir latiendo con la savia lo mismo que latió en las aguas verdes de las Pallas, junto con el silencio gozoso de mi cuerpo desnudo bajo el agua. Allí, en los Tres Árboles, debe de seguir el deseo oscuro flotando entre las frondas frescas, aquel ansia oculta de ser eternos y fieles a la adolescencia y sus ritos misteriosos que no temían nada y para la que la muerte era simplemente un juego, un puente, un salto de comba o un zambullirse en las profundidades del río para salir unos cuantos metros más allá, en el cerco de los juncos y a escondidas de las miradas de los otros amigos. La adolescencia, que para nosotros era como el remo de la barca que abría el alma pura del Duero entre las islas y dejaba un aroma de olvido entre la espuma pero una dicha inmensa de dios en vacaciones en nuestras almas.
Ya podía morirse todo allí, en la fronda, en la fragante alfombra que el verano tejía en los Tres Árboles. Que nosotros seguíamos en alto, viviendo al borde del esplendor cotidiano que era la adolescencia. Por eso creo que aún hoy los restos de aquellas tardes nuestras se levantan cantando en las argollas donde ataban las cuerdas de las barcas, en las blandas cortezas de los chopos donde crecen sin fin los corazones que grabamos a punta de navaja.





Día 8.

He aquí mi promesa inaplazable. Convertido en relámpago de luna, volveré alguna noche a ver las cosas que siempre me tuvieron por abril anclado al corazón de lo perenne. Y nadie sabrá nunca que soy yo, aquel niño que amaba la procesión solemne de almendras y tambores con blusas femeninas, niñas que soñabais en Valorio amores que yo nunca os pedí.
Bajo el palio de la noche abrileña, sin que sepáis quién soy, os veré pasar con vuestras velas detrás de nuestra Virgen, aquella Virgen fiel de la Esperanza que entre flores lloraba en nuestro barrio.
Mujeres ya, con sombras en la luz del corazón, oiréis un viento antiguo acariciaros el alma y temblaréis, y la llama del cirio en vuestras manos brillará un solo instante con más fuerza y no sabréis jamás que fue por mí, que yo estaba muy cerca, como siempre, mirándoos pasar por el espejo del tiempo inexorable.
Lo prometo.
Aunque la infancia no regrese jamás.

lunes, 17 de marzo de 2008

Carta nostálgica

Carta abierta a Ramón Abrantes
Te escribo estas líneas en Tossa de Mar, a casi mil kilómetros de distancia de Zamora, nuestra tierra natal, tras recibir la noticia de tu muerte, cuando apenas hace poco más de un mes estuve en la ciudad tras una ausencia bastante prolongada de ella. Y una de las primeras cosas que hice fue ir a visitarte a tu taller de la calle Sacramento. Me acompañaban, como otras veces, mi mujer y los amigos zamoranos Lolo y Amalita. Esta vez te vi algo más delgado y tocado por la fatiga, pero tan hablador como siempre y con la luz de sabio brillando en el fondo de tus ojillos rasgados. Hablamos de la vida y del arte, para ti inseparables, y salieron a relucir, en una mezcla entrañable, unas peanas de mármol para estatuas de Baltasar Lobo, el calor que hacía en todas partes, incluida Zamora, la envidia proverbial que existe entre los que comparten la vida cultural y artística de una ciudad de provincias como la nuestra, el enterramiento polémico del amigo común Claudio Rodríguez… Fue aquí donde, con una leve sonrisa tentándote los labios, nos hablaste de la enfermedad que padecías y las batallas constantes que mantenías con ella. Medio en broma medio en serio dijiste que le estabas ganando la guerra a la muerte. Nunca creí que estuviera tan cerca de ti la mujer de negro.
Se me ha quedado el cuerpo sin sangre cuando la voz de mi amigo zamorano Manolo Martínez, el de los Mármoles, que tú tan bien conoces, me comunica por teléfono que te has muerto; añade que me ha enviado por correo unas páginas de La Opinión dedicadas a hablar de tus trayectorias humana y artística. Por eso ahora no me voy a extender hablando de tu faceta como escultor porque otros más entendidos que yo lo harán como tú te mereces. Y ya en las páginas del periódico que Lolo me manda, pertenecientes a los días 19 y 20 de agosto, leo detalles sobre tu vida y obra que se me habían olvidado y otros nuevos que citan conocidos zamoranos que tuvieron que ver contigo: Herminio Ramos, Antonio Pedrero, Tomás Crespo o tu alumno incondicional Ricardo Flecha, entre otros. Todos destacan tu hondura personal y tu honradez artística, porque ante todo fuiste siempre escultor y hombre comprometidos con su arte y su camino existencial, austero y justo en tus palabras y zamorano hasta la médula, autodidacto y luchador, peregrino de talleres y tabernas, amigo de la conversación circunstancial, fiel a la escultura y a Zamora y enemigo de las convenciones sociales y las normas arbitrarias, valiente con el mármol, la pizarra o la escayola. Todos hablan de tu maestría en el modelado, de la facilidad que tenías para sacar del material el volumen y la figura deseados, casi siempre formas de mujer, de tu aprendizaje en la Escuela de Arte de “San Ildefonso” y luego de tus propios talleres de la Avenida del Mengue, Zapatería, las Doncellas y el último de la calle Sacramento, de tus esculturas dominando edificios y zonas de la ciudad o reunidas en colecciones particulares, y de la última, destinada a celebrar la figura del militar zamorano Pablo Morillo, que dejas sin terminar porque te has ido a escupir a tu taller definitivo donde reina la luz sobre las sombras. Todos hablan de tu amistad con poetas y artistas que como tú se sintieron siempre inclinados por la seria y solitaria labor de creación, de tus etapas artísticas, desde la realista inspirada en Benlliure y Rodin, hasta la abstracta y la última, destacando siempre tu sensibilidad para la forma y tu largo conocimiento del oficio.
Yo simplemente quiero evocar aquí tu vertiente más humana. Procedente de tu Corrales natal ocupaste con tu familia una casa vecina a la mía de la Plaza de Belén, en nuestro querido barrio de Cabañales (tu madre fue la comadrona que ayudó a la mía a traerme al mundo). De ahí que tú, querido Ramón, sigas siendo un referente vital para mí. Cuando en una visita de hace años, me enseñabas tu primer caballete, añadías visiblemente emocionado que te lo había hecho mi padre en los años cincuenta; luego sentenciabas: “Ya ves que las manos de los hombres sirven también para hacer el bien.” Y me fijé una vez más en tus manos grandes y fuertes, manchadas noblemente de arcilla, mientras evocabas las de mi padre construyendo con madera sencilla aquella herramienta de trabajo creador que sirvió para sostener el barro que había de convertirse, bajo tus imaginativas manos, en obra de arte, en mujer, en niño, en gigantilla, Barandales o Merlú.
QueridoRamón, nadie podrá negar jamás que, además del creador de la Virgen de la Amargura, que desfila por las calles de Zamora todos los Lunes Santos, y acerca de la cual nos revelaste el secreto de que iba a ser una figura privada, esculpida para una persona que nada tenía que ver con la Semana Mayor y que luego las cosas fueron por otros caminos hasta hacerla acabar en “paso” fundamental de la Cofradía de Jesús en su Tercera Caída; además de ser el artífice de la bella figura femenina de la fuente que enriquece el claustro de la Diputación o de la estatua sugeridora que cada mañana y cada noche veíamos al entrar y salir del Hotel donde nos alojamos en este último regreso a la ciudad del alma, eres el artífice de la palabra amistosa, el compañero sincero, el anfitrión excepcional, el hombre sencillo que se codea con sus iguales en la calle, en la cafetería, en el mercado…
Y no lo digo aprovechando que te has ido, que será lo que hagan muchos. Es que no puedo por menos de recordar aquella vez que me citaste al día siguiente de una visita numerosa en tu sagrado taller de Sacramento (¡qué nombre tan sutil para ubicar tu refugio!). Me contaste con pelos y señales la aventura de arte, vino y zamorío que viviste en compañía de Blas de Otero y nuestro paisano Claudio Rodríguez, primero en barca surcando el agua del Duero y luego catando vino moro en una docena de tabernas, de pie, apoyados los cuerpos en la barra, para que el zumo de la tierra realizara su periplo sin obstáculos, y con las volutas del humo del cigarro pintando arte inocente alrededor de vuestras caras. Los ojos te brillaban hablándome de aquellas correrías de hombre joven que tiene toda la vida por delante y la muerte es sólo una palabra lejana. Aquel encuentro entrañable tuvo un final imborrable para mí: me regalaste un ejemplar de Claudio Rodríguez para niños mientras me decías en voz baja: “Éste es un hombre que ama con locura a su tierra, aunque su tierra no le ame tanto a él.” Recuerdo tus palabras como si las estuviese oyendo ahora, ahora que sé que ya no podrás con tus ojillos inteligentes, de sabio castellano, acompañar más tu voz en el futuro, ni a tus manos acariciando el barro para crear un cuerpo femenino.
Este es el momento, querido Ramón, ahora que posiblemente hayan llevado tu propio barro humano al cementerio, de decirte que la segunda cosa importante que hice nada más regresar a nuestra tierra esta última vez fue darme una vuelta por San Atilano para visitar la tumba de Claudio Rodríguez. Sobre el granito de la cabecera habían grabado este verso del Canto del despertar: “El primer surco hoy será mi cuerpo”. ¿Y sabes qué te digo? Que yo pondría sobre tu lápida, Ramón, mi querido Ramón, amigo y vecino mío para siempre, estas palabras a modo de epitafio: “Al fin descansan tus dedos, diez diamantes que hicieron vida y arte, que amaron y crearon. Nada más puede pedirte la tierra que te espera.”

domingo, 16 de marzo de 2008

Una patada implacable al diccionario

En cierta ocasión un viejo conocido, deportista de renombre, nos contaba a unos cuantos compañeros de trabajo que para una fiesta sonada que celebraba el club al que pertenecía se había comprado una ropa especial. Decía, recordando con satisfacción el evento: "La verdad es que aquel traje mío era implacable". Implacable. Lo que quiso decir sin duda fue "impecable". Claro que a lo mejor por la mente del deportista cruzó velozmente la idea de que su traje era tan impactante que no dejaría a nadie impasible y que todo el mundo aceptaría de buen grado, y sin rechistar, su modo de vestir.

Primavera

INSTANTÁNEAS DE PRIMAVERA

Entre las sombras,
las manos de la aralia
piden limosna.

¡Oh, flor de moro:
humildad de esmeralda,
botón de oro!

Verde bambú
pinta paisajes chinos
en el azul.

Al sol medita
con sus ojos de chino
la lagartija.

La viña virgen
pone falda a las tapias
de los jardines.


¡Las mariposas!
Dos pétalos que vuelan
Sobre las rosas!

viernes, 14 de marzo de 2008

PATADAS AL DICCIONARIO

Ocurre a menudo que desde los medios de comunicación, la prensa escrita, la radio o la televisión, que deberían sentar cátedra en asuntos lingüísticos, lo que se hace es atentar contra el idioma de manera constante. Como muestras un par de botones. En una emisora, cuyo nombre más vale silenciar, durante una tertulia de esas que se prodigan más de la cuenta, un tertuliano dejó caer esta "maravilla": "La palabra epidermis tiene una denotación peyorativa..." Evidentemente, lo que quiso decir es "connotación peyorativa", ya que el significado denotativo de una palabra es el objetivo, el que un diccionario ofrece cuando se consulta (ojalá lo consultáramos más, y epidermis tiene el significado que todo el mundo conoce. Mientras que el significado connotativo de un término es siempre subjetivo, dependiendo del estado de ánimo y la historia personal del usuario que le atribuye valores positivos o negativos.
En otra ocasión leí en un periódico de reciente aparición lo que consideré una patada al diccionario por desconocimiento gramatical. Resulta que el articulista en cuestión aseguraba de una persona que, pese al loísmo que había cometido al decir que a su padre "lo" quería mucho, había mostrado una entereza ejemplar durante la manifestación. Como todo el mundo sabe el loísmo consiste en emplear el pronombre personal "lo" con valor de complemento indirecto (lo di una patada). Lo que deseaba el periodista era que la persona de su artículo hubiera dicho "le" quería. "Le" está admitido como complemento directo referido a persona de género masculino. Pero "lo" en el mismo caso (complemento directo)es absolutamente correcto.