domingo, 27 de abril de 2014

DICCIONARIO PERSONAL DE ZAMORA Abrantes, Aceitadas, Aceñas



Pasada la Semana Santa de mi tierra, doy comienzo a uno de mis proyectos más antiguos, que es confeccionar un Diccionario personal de Zamora. En la entrada de hoy recojo los primeros apuntes.



A

ABRANTES, Ramón


Pequeñito de cuerpo pero inmenso como artista escultor, nació Ramón Abrantes en Corrales del Vino (Zamora), aunque muy pronto se trasladó con su familia a la capital. Allí vivió unos años en Cabañales, el barrio de mi sangre. Autodidacto, montó al poco tiempo un taller al otro lado del río. De sus prodigiosas manos salieron esculturas que recorrieron medio mundo. Pero la obra que le ha dado más fama es la Virgen de la Amargura (1959), cuyas cabeza y manos expresan el dolor más humano, y desfila por las calles de Zamora tras el paso de Jesús en su Tercera Caída, de cuya restauración se encargó él mismo. Entre sus esculturas abunda la imagen de la maternidad. En mis regresos a la ciudad del alma solía pasarme por su taller de la calle Sacramento, y en una de mis primeras visitas me emocioné mucho al mostrarme su primer caballete hecho por mi padre, que era ebanista. Durante otra visita me regaló un libro de Claudio Rodríguez, de quien era amigo personal. En la última, ya muy enfermo, me habló de la muerte como de una amiga que está aguardando siempre su ocasión de entrar en contacto con él. Corría el mes de julio de 2006. Un mes más tarde me enteré por unos amigos zamoranos que el escultor acaba de morir.
Dije en otra parte: 
“Voy de asombro en asombro porque Abrantes
me enseña el caballete que le hiciera
mi padre en otro tiempo en la primera
hornada que esculpió con sus amantes
diamantes de diez dedos. Los diamantes
postreros me los muestra en primavera
de tacto silencioso y luz certera
de cuerpos femeninos y fragantes.

Voy de asombro en asombro por el arte
que Abrantes tiene vivo por su casa
en bronce, en barro, en piedra… Y es tan fuerte
la huella que en el alma me reparte,
que, aunque sé que el artista muere y pasa,
sus diamantes de dios no tienen muerte.”



ACEITADAS




Dulce sabroso de Semana Santa para degustar con una copita de anís mientras suena la Marcha de Thalberg y desfila al otro lado del balcón la procesión del Martes Santo, con la Virgen de la Esperanza que pernoctará en las Dueñas, la iglesia de nuestro barrio de Cabañales, y el Jesús de San Frontis con la cruz a cuestas, que lo hará en su templo.
Harina, huevos y aceite amasados por las amorosas manos de nuestra madre en algún horno de la ciudad del alma.
Las aceitadas son el calambre dulce que despierta los mejores recuerdos de nuestra infancia durante la Semana Santa.
Dije en otra parte: 
“Alargaba la mano por debajo del mueble y recibía un chispazo eléctrico cuando mis yemas acariciaban la cruz abierta de la aceitada. Un aluvión de jugos gástricos me empujaba al instante a rescatarla de su escondrijo. Era como un ritual. En cualquier momento podían oírse en lontananza los inequívocos pasos de mi madre, lontananza que se convertía en inminencia con el crujido de los escalones.
“Los pasos de mi madre eran la alarma que indicaba peligro, que el plan A había fallado y había que poner en práctica el B, que consistía, simplemente, en devolver a su sitio la aceitada y salir escapado hacia la sala de los chicos y allí hacer ruido con el plumier de los lápices, arrastrando una silla o dejando caer de su caja unas cuantas canicas para que la voz de mi madre sonara fiscalizadora.
--¿Ya estás, hijo, otra vez con los dulces?
 “Sin embargo, casi siempre llegaba su voz en el momento más crucial, cuando yo ya había alojado la masa harinosa y dulce de la aceitada en mi boca. Entonces la cosa no tenía remedio…”




ACEÑAS, Las 
Inmóviles barcos de piedra anclados en el Duero para moler el trigo del trabajo y la esperanza de los más pobres. En un ayer muy lejano.
Hoy las aceñas de los barrios que besa el río, de Pinilla, de Cabañales, de Olivares, ya no mueven sus palas de madera para hacer la harina del futuro.
Hoy son recuerdos puros del tiempo que pasó y ya no existe sino en la niebla de la añoranza, y en algunos casos, bares tranquilos donde se bebe el vino del presente o siempre museos de la palabra lírica donde la memoria abreva para no morir de olvido.
Dije en otra parte:
“Tres aceñas tiene el Duero
que ya no muelen el trigo:
la de Olivares, que reza
entre sus ruinas al Cristo;
la de Cabañales, rota
y sangrando en sus ladrillos;
y la del puente de Hierro,
que vende paz y buen vino.
Las aceñas olvidaron
las palas y los molinos
para avanzar en el alma
sagrada de nuestro río:
barcos varados en aguas
que sueñan con mil caminos.
Aceñas, aquí tenéis
un corazón bien sencillo:
dejad que sueñe en el tiempo,
dejad que sueñe en el sitio
del espejo que corriendo
bendice vuestro destino.”

Y en otro lugar de mi Zamora entre la ausencia y el reencuentro:

“En la aceña de mi barrio
el río cobra el jornal
por las anguilas de plata
y la harina candeal
sin saber que el tiempo ha roto
la tela de la verdad.”
 

martes, 8 de abril de 2014

UNA DE LOPE EN EL LLIURE




El caballero de Olmedo



El sábado 5 de abril fuimos al Teatro Lliure para ver El caballero de Olmedo, de Lope de Vega. Llegamos con adelanto y ocupamos nuestras privilegiadas butacas a la espera de que comenzara el espectáculo. Y enseguida me llevo la primera sorpresa.
Trece sillas solitarias para una de las mejores piezas teatrales del Fénix de los Ingenios me ha parecido un mal agüero para que el experimento de Lluís Pasqual saliera adelante, como todas las críticas que cuelgan del vestíbulo del Teatro no paran de celebrar. Sin embargo, la magia ha empezado cuando los actores, la mayoría muy jóvenes, han subido al escenario y se han reunido en un ángulo para cantar a coro la copla del Caballero, origen de la redacción del drama lopesco, mientras la astuta Fabia se dirigía al público para pedirnos que apagáramos los móviles porque la obra estaba a punto de comenzar. Y ante nuestros ojos, incrédulos por lo desnudo, espartano y minimalista del escenario, así como por los ropajes callejeros y actuales de los actores, empezaron  a desplegarse los cincelados y emotivos versos de Lope que, en sus labios, apenas sin contexto, escenas, actos (sólo la voz de Fabia nos avisará que un acto acaba y empieza otro, pues la representación empieza y concluye de un tirón; sólo hay un pequeño respiro en el clímax para oír, imitando al acostumbrado entremés de la época clásica, un tango que al pobre Monstruo de la Naturaleza hubiera hecho gritar fuera de sí, pero que a nosotros nos parece hasta acertado). Las luces y los fundidos, las proyecciones al fondo del desnudo escenario, la música de guitarra y percusión se encargan de marcar el cambio y transcurso del tiempo, como los amaneceres o las noches, así como el galopar de los caballos o el viento, sin olvidar de encuadrar emocionalmente el amor entre Alonso e Inés, el odio y el ansia de venganza de Rodrigo, o destacar, finalmente, la tragedia de la muerte del protagonista precedida del disparo de arcabuz que lo derribará a tierra a medio camino entre Medina y Olmedo.
Y la magia del teatro, creada este caso por Lluis Pasqual, va de Fabia a Tello, de Inés a Alonso… hasta que las sillas solitarias del escenario se hacen a un lado para que los actores se despidan de nosotros, que, tras premiarles el milagro que han desplegado ante nuestros ojos, descendemos al mundo real de los semáforos y los bocadillos con cerveza de la cercana Plaza de las Arenas, mientras que el jilguero del amor y la vida, que en el sueño de Alonso es muerto por el Azor, vuela feliz otra vez abierto a la aventura cotidiana.
Más tarde, desaparecidas las emociones de la atmósfera creada por la ficción teatral y la interactividad entre actores y espectadores, el análisis en frío de lo contemplado entre las cuatro paredes del teatro arroja un saldo no muy equilibrado: los medios empleados (personales, de atrezzo, tramoya, luminotecnia y texto…) no consiguen el cien por cien de la eficacia teatral que se esperaba. La antigua polémica entre espectáculo y texto en la puesta de escena de Lluís Pasqual se decanta por el mero recitado de los versos de Lope a cargo de los diversos personajes, que no siempre es acertado, a excepción de Fabia (Francesca Piñón), Tello (Pol López), Inés ( Mima Riera) y Leonor (Paula Blanco), sobre todo, los dos primeros, que los bordan y en ocasiones hacen saltar las lágrimas. El vestuario, que le daría a la obra contexto y profundidad (sólo se ha intentado acercarse en la indumentaria de Fabia y de Tello), es más bien pobre y rudimentario (unas cuantas capas, un par de sombreros, zahones de montar y poco más), y en ocasiones me atrevería a tildar de ridículo, y si no, repárese en la corona de papel del rey Juan II (Samuel Viyuela), que más bien parece que viene de saborear el roscón de reyes en una fiesta familiar. Lo mismo cabe decir del uso de la tramoya y otras técnicas escenográficas: raya en lo simple el hecho de colgar de una cuerda las cintas de Inés que luego lucirán los sombreros de Rodrigo (Francisco Ortiz) y Fernando (Carlos Cuevas), o el hecho de situar la palangana de agua fuera del escenario, sobre un trípode, y que en un par de ocasiones salpica al espectador de la primera fila. ¿Eso es realismo, proximidad y complicidad con el público? Y no hablemos de la coreografía de las espadas o la presencia de las lanzas de rejoneador en dos momentos de la obra que, lejos de intensificar la acción, la paralizan (sobre todo, en el de las espadas). Sí que ejerce su papel de atrezzo necesario la bolsa de Fabia y su contenido, que pinta magistralmente el oficio del personaje, que va de alcahueta a medio maga.
Y no sigo porque prefiero quedarme con la primera impresión que recibí mientras estuve metido en el ambiente de por sí sugeridor del espectáculo. ¿No dicen que la primera impresión es la que vale? Pero…