viernes, 31 de julio de 2015

LA MIRADA SIN NOSOTROS, DEL POETA AMBROSIO GALLEGO, UN LIBRO PARA GOZAR CON LOS CINCO SENTIDOS





Lo que verdaderamente importa en la lectura de un libro de poesía es la relación instantánea que se establece entre el poeta y el lector respecto al modo de concebir la belleza del mundo que los rodea y su expresión. En mi caso, lo he comprobado fehacientemente leyendo La mirada sin nosotros (*), y más teniendo en cuenta la cita de mi paisano Claudio Rodríguez que el autor ha elegido tan justa y sabiamente para encabezar su hermoso libro: “Cuando todo se vaya, cuando yo me haya ido/ quedará esta mirada.” He aquí la clave del principal sentido de este bello poemario: sólo la mirada y su objetivo, el poema al fin y al cabo, nos sobrevivirá. Poemario que, a modo de tríptico, se vertebra perfectamente en tres partes: Con breves ojos, Ventanillas en un tren y Naturaleza en vilo, tres amplios cuadros paisajísticos con impresionantes (téngase en cuenta el significado literal del vocablo) toques personificados, que es lo que da verdadero temblor de vida al libro de Ambrosio Gallego.

 En la primera parte, Con breves ojos, los haikus, única clase de estrofa empleada en todo el libro, ralentizan y muchas veces eternizan un movimiento, un suceso irrepetible y pasajero de la naturaleza; y así detienen, por ejemplo, el instante en que el agua rompe el tiempo y se recrea en ríos, cascadas, pozas que sólo existen en la atenta mirada del poeta; lo mismo ocurre con otros protagonistas del paisaje que de repente hablan, cantan, huelen, huyen, atrapan, acarician… como “extrañas manos”. Y todos estos actores naturales, vivos o personificados por la palabra del poeta, aguas, aves, vientos, insectos, jaras, lunas, soles… reclaman la atención del lector, le “piden oídos”. Y acaba inmerso en el paisaje de una tierra familiar para el poeta, con su fauna y su flora, sus luces y sus sombras, sus pueblos y sus villas… Tormantos, Yuste, Descargamaría, Marpartida, La Vera, Villa Adentro… Nombres que respiran y tiemblan de emoción en la palabra lírica, como la misma agua. Y de vez en cuando aparecen nuevos brillos, destellos, revelaciones… Como ésta: “Es la abubilla / este paso de cebra/ que lleva al sueño.” Y “engatusado” por lo que le rodea, el poeta camina poniendo los cinco sentidos en ello, el corazón y la mente, perfectamente sincronizados para lograr el efecto sentido-forma ansiosamente buscado. De nuevo el agua se convierte en reina del paisaje, refresca las piedras, “saluda la sangre / y la desata”, de día y de noche, durmiendo y escuchando, pero siempre viva, en el río, bajo el puente, hablando a los ojos del poeta, que en ningún momento descansan o se esconden.

La segunda parte del tríptico, Ventanillas en un tren, se llena de nuevas miradas, ahora, como es lógico, más rápidas y atentas al paisaje y a la vida, cuyas impresiones, igual que relámpagos significativos, se ofrecen al poeta mientras el convoy atraviesa, entre otras, las tierras del Júcar: “Te traspasamos, / paisaje de pedrizas / y monte abajo.” Miradas veloces para congelar el paisaje en bellísimas y breves estampas, mientras “el metal silba / por cruces de caminos.”  Otras veces “el metal (afortunada sinécdoque)  campa / victorioso entre grillos.” Sin embargo, el tren avanza “como un rasguño leve.” Como el libro de Ambrosio, que a través de cada haiku deja leves roces de emoción y belleza en el corazón y la mente del lector, que se pregunta con el poeta si esas imágenes, esas impresiones entrevistas velozmente seguirán siempre ahí. El horizonte espera “y la luz se iguala”, la de dentro del vagón y la del exterior de los campos que empiezan a despertar, mientras en los ojos cerrados del viajero siguen vivas las imágenes que acaba de ver. Y es que el pensamiento viaja más rápido que el propio tren y el propio poeta viajero, si bien a éste, me imagino que lo mismo que al lector, lo que le importa del viaje no es  llegar a su destino sino disfrutar del trayecto y dejar constancia de las impresiones que recibe durante él en las diecisiete sílabas mágicas y eléctricas del haiku, estrofa en la que tan a gusto se encuentra Ambrosio Gallego. Y aparecen la luna siguiendo los pasos del viajero, y “aves de paso / en dirección contraria”, y una fuente, y la inmediata pregunta: “¿qué tiene el agua?” (¿Qué tiene el agua, nos preguntamos también nosotros, que de tal modo imanta la mirada y la emoción del poeta?). Hasta que irrumpe otro milagro de diecisiete sílabas: “Lugar de avispas / que leves la transportan (al agua) / a tierra seca.” Y nuevas visiones, sabores, sonidos… aparecen mientras avanza el tren, un crepúsculo “parecido a un incendio / arrepentido”, una casa “rodeada de surcos”… y, de repente, la entrada del sol en el vagón donde viaja el poeta para sentarse a su lado.

Y llegamos, con el poeta, a la tercera parte del tríptico, Naturaleza en vilo, “suspendida, sin el fundamento o apoyo necesario”, reza el diccionario; y también: “con indecisión, inquietud e intranquilidad.” Pero aquí nos quedamos sólo con el adjetivo “suspendida”, porque el poeta presenta la naturaleza suspendida en una imagen para que el lector goce de ese momento único, aislado, detenido líricamente. De ahí que esta tercera parte del tríptico se diferencie claramente de las otras dos en que cada haiku ocupa una página entera para él solo, porque, paradójicamente, la momentánea impresión que contiene no necesita contextualización, como en las anteriores; el haiku se basta a sí mismo para existir, para hacer pensar y sentir al lector ante la visión, el sonido, la sensación de tacto, el aroma… que transmiten, entre otros, unas hojas de pino, “el borboteo / de algún arroyo oculto” (el agua, siempre el agua acaba irrumpiendo; no nos cansamos de repetirlo), dos urogallos ocultos, una salamanquesa, una brisa de junio, un petirrojo, unas viñas rojas, un espino en flor… y el agua nuevamente, la omnipresente agua, en la que  silabea el borboteo y se mira el espino y a la que no tienen miedo las hojas posadas sobre las piedras cercanas, el agua que pule las rocas del fondo, el agua que se rompe en delgados y débiles hilillos… Pero también la nieve, y el viento, y “surcos recientes / bajo la sombra espesa / de una bandada”, y nieblas, y claros en el bosque, y el amarillo de la retama, “que es límite / del mismo fuego”, y un puente de piedra, y “una tela de araña / donde la lluvia tiende / sus pedacitos”, y una semilla de diente de león, y la primavera… Y  con unos y otros el poeta dialoga: “Nieve tardía, / ¿quién contaba contigo? / ¡Pero has llegado!” “Puente de piedra, / me detendré al cruzarte, / no como el agua.” “Viento de octubre, / sólo levantas hojas / que se amontonan.” “¡Ay, primavera, / llegas a mi nariz / antes que a nada!”

No acabaría nunca de alabar la hermosura que atesoran las páginas de La mirada sin nosotros. Por ello, amigo Ambrosio, te doy las gracias por tu bellísimo libro. Y puedo asegurarte también que, tras su lectura, he encontrado en medio del bosque, metáfora del paso por el mundo, esos claros que mencionas en tus haikus y en la dedicatoria, que con igual cariño te agradezco; he encontrado, digo, esos claros y me he sentado tranquilo para vivir la sensación de eternidad que me han transmitido tus versos. Eternidad detenida en brevísimos momentos que serán recuerdos de nuestras miradas cuando nos hayamos ido.

 

(*) La mirada sin nosotros, Ambrosio Gallego, Ediciones Tigres de Papel, Madrid, 2015.

martes, 21 de julio de 2015

EL CRUCERO (I)

A un par de meses del crucero que este año hemos realizado por el Mediterráneo occidental, incluyo aquí el relato entre real (se respeta el itinerario seguido y la vida a bordo en general) y ficticio (la parte que se refiere al viajero enfermo de esquizofrenia obsesionado con Caravaggio y su mujer) inspirado en el crucero.
 
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A las tres parejas españolas, que compartieron con nosotros
tan buenos ratos en el Fantasía.
 
“Nadie se da cuenta de lo hermoso que es viajar
hasta que llega a su casa y descansa la cabeza sobre su almohada favorita."
Lin Yutang
 
“No sigas por donde el camino te lleve,
avanza por donde no hay camino y deja un rasto."
R. W. Emerson

 
Capítulo Primero
La presentación
A principios de noviembre de 2013 tuvo lugar en Zamora la presentación de un óleo sobre lienzo del conservado en la Catedral de Zamora y copiado de una pintura de Caravaggio en el primer tercio del siglo XVII que acababa de ser restaurado a iniciativa de los dirigentes de la Catedral por la experta PGG, restauración que la había tenido ocupada desde el año anterior. La presentación corrió a cargo del canónigo del templo y director del Museo Catedralicio, JARH.
Poco antes de empezar el acto, el profesor de arte jubilado Bautista Santos Juan, se despidió de su mujer para acudir a la presentación.
“¿Has tomado la medicación, querido?”
El profesor, enfermo de esquizofrenia, la miró con ojos adormilados antes de contestar en sentido afirmativo. Luego se arregló la ropa para que no se le notara demasiado el abultado vientre bajo ella y agachó la cabeza para besar a su esposa. De su casa al lugar de la presentación no había mucha distancia y, como tenía tiempo, se fue caminando. Hacía frío y algunas hojas arrancadas de los árboles volaban delante de él y acababan en el suelo a unos metros de sus pies, donde producían un ruido extraño al ser arrastradas por el viento. Al llegar a la Rúa de los Notarios giró ligeramente la cabeza hacia la izquierda porque le había parecido oír una voz cerca de la oreja de ese lado. Asintió varias veces y luego sonrió con una mueca que podía significar tanto duda como claro descontento. Y al entrar en la lonja de la Catedral, dijo secamente mientras miraba con inquietud a derecha e izquierda:
“Por supuesto, Michelangelo.”
La sala estaba bastante llena de gente, pero aún había algunos sitios vacíos en la primera fila. Con su cuerpo alto y grueso como un baobab se acercó bamboleándose hasta allí, mientras respondía con algún gesto seco a los saludos que algunos de los presentes le hicieron. Bautista se sentó y esperó a que, llegada la hora, el director del Museo Catedralicio comenzara la presentación del cuadro. Mientras tanto, fijó sus ojos en la pintura que se ofrecía limpia a los ojos de los circunstantes en el estrado y recorrió con ahínco todos y cada uno de los centímetros de la obra, los que permanecían semivelados por las sombras a la derecha y los alumbrados por una luz directa a la izquierda. Escudriñó, una a una las siete figuras humanas que aparecían en el cuadro, incluidas la del mártir que yace en el suelo bajo la presión del verdugo, así como las dos que se asoman entre sombras por la ventana de la prisión, donde tiene lugar la trágica escena. Sin olvidar los objetos que aparecen estratégicamente situados en el cuadro, desde el cuchillo esgrimido por la otra mano del asesino que se retuerce a su espalda, hasta la palangana que la mujer de la izquierda sostiene solícita…
Se hizo un silencio y el canónigo RH comenzó a hablar. Tras las primeras palabras de saludo y agradecimiento a los presentes, pasó inmediatamente a referirse al lienzo, centro de la atención,  que aparecía montado en un bastidor de 235 por 345 centímetros, con un marco de 250 por 363 centímetros. Luego dijo: “Es uno de los pocos lienzos conservados en la catedral zamorana que ha merecido la atención de algunos historiadores, aunque hayan reparado mínimamente en él.” Y mencionó acto seguido a Tomás María Garnacho quien, a finales del siglo XIX, había citado la obra de pasada, y leyó en los papeles que manejaba las palabras del historiador: "Hay, sí, algunas buenas pinturas en la sala capitular y la sacristía; entre otras una degollación de San Juan Bautista".
A continuación aludió a Manuel Gómez-Moreno, haciendo lo mismo que en el caso anterior: "Lienzo muy grande, con la Degollación del Bautista, en la sacristía, que se parece a lo del caballero Máximo, y lo regaló al bailío de Lora D. Alonso del Castillo". También mencionó H a Alfonso Emilio Pérez Sánchez, que había calificado la pintura de "copia excelente del cuadro de Caravaggio en San Juan de Malta" y lo destacó como "existente desde antiguo en la Catedral al tratar el tema de Caravaggio y los caravaggistas en la pintura española". Añadió el canónigo que el propio historiador Pérez Sánchez, delegado diocesano para el Patrimonio y la Cultura por más señas, era quien había recordado en su día la descripción que había hecho del lienzo Guadalupe Ramos de Castro, profesora de Historia del Arte de la Universidad de Valladolid, cuando lo vio colgado en el muro sur de la capilla del Cardenal. De las Heras volvió a leer en los papeles: "Hay otro enorme cuadro, de más de tres metros, que está tan oscurecido que nos resulta casi imposible discernir lo que representa. Aplicándole una luz, hemos advertido que es una decapitación, ya que hay un esbirro de espaldas, con el torso desnudo que se inclina sobre un cuerpo a sus pies. Y una figura de pie, en traje militar con escolta que contempla la escena; debe ser la decapitación de San Juan. El cuadro no nos parece malo y es de factura italiana del siglo XVI, en lo que hemos podido vislumbrar".
Mientras hablaba el director del Museo, Bautista Santos Juan, el profesor de arte jubilado, negaba con la cabeza al escuchar algunas afirmaciones que hacía el director del Museo, el cual, sin hacer el menor caso de los gestos de desaprobación del profesor de arte, se refirió a la situación de la obra en el zaguán que antecede al vestuario capitular, junto al claustro, en los términos siguientes: "En la sala que le precede, hay un lienzo de grandes dimensiones representando la degollación de San Juan Bautista, del primer tercio del siglo XVII, firmado por el italiano Fanicheli. Se trata de una copia del pintado por Caravaggio en 1608 para la Catedral de San Juan de La Valeta (Malta) y fue donado por el bailío de Lora Alonso del Castillo y Samano". Y añadió: “El tema representado, el donante y la cronología propuesta son datos aportados por la propia documentación archivística. El cuadro aparece mencionado primera vez, como una adición, en el inventario redactado con motivo de la visita pastoral efectuada en 1633 (volvió a leer en sus papeles: "mas otro quadro mui grande que es la degollacion de sant Juan que dio el Señor Vaylio Don Alonso del Castillo"). El hecho de que sea citado a través de un texto añadido, algo habitual en los inventarios antiguos, nos induce a pensar que su donación se llevó a efecto poco después de la redacción de dicho inventario; por tanto, el lienzo ya se encontraba en Zamora poco después del año 1633".
Bautista Santos hizo una mueca de disconformidad, pero RH seguía en lo suyo, y así, indicó con respecto al donante, Alonso del Castillo y Samano, que había nacido en Zamora, siendo hijo del aposentador Alonso del Castillo y de María de Samano; que en 1611, siendo ya caballero del hábito sanjuanista, fue admitido como miembro de la Cofradía Noble de San Ildefonso de Zamora; que ostentaba el título de bailío de Lora de la Orden de San Juan de Jerusalén o de Malta en 1634; que pertenecía al Consejo de Su Majestad el rey Felipe IV y era mayordomo de la reina Isabel de Borbón, por lo que residía en Madrid, y que en 1647, gozando del patronato de la iglesia de los Trinitarios de Zamora, contrató la realización de su nicho sepulcral, situado en el costado del evangelio de la capilla mayor de la iglesia conventual. Y aclaró: "Ignoramos las relaciones del bailío con Italia o con Malta, pero es posible que las hubiere, dados los cargos que tenía en la Corte y en la Orden, por lo que se puede pensar hipotéticamente en un probable origen italiano o maltés del cuadro".
Bautista Santos estuvo a punto más de una vez de levantar la mano para interrumpir la intervención del director del Museo, pero éste parecía no estar dispuesto a dar la palabra a ninguno de los allí reunidos, y, como si se tratara de una lección bien aprendida, y así era, en efecto, siguió con el tema del cuadro: “Está bien definido, se trata del martirio del Precursor. La indicación de sus grandes dimensiones en el inventario citado no deja lugar a dudas de que se trata de este lienzo.” Y aclaró: "Aunque no llegase a identificar el lienzo como copia de un original de Caravaggio, no iba desatinado Gómez-Moreno cuando afirmaba que la obra se parece a la del caballero Máximo, apelativo con el que se conocía en España al pintor Massimo Stanzione (hacia 1585-1658), recordando acaso el cuadro del mismo tema que el caravaggista napolitano pintó hacia 1634, conservado en el Museo del Prado." Finalmente afirmó: “Nuestro lienzo catedralicio copia fielmente el que Michelangelo Merisi, Caravaggio, pintó en 1608 para el Oratorio de San Juan Bautista de los Caballeros de la concatedral de La Valeta, en Malta, por encargo de Alof de Wignacourt, Gran Maestre vitalicio de la Orden de Malta. Según el estudio del delegado diocesano para el Patrimonio, el historiador Pérez Sánchez, es la obra de mayor tamaño -361 por 520 centímetros- que realizó el pintor y la única firmada: "f. MichelAn". Su nombre aparece escrito con la sangre que brota del decapitado, y está precedido por la letra F (fratte/fray), pues en el momento de terminar el cuadro Caravaggio ya había sido investido caballero de la Orden de Malta. Pérez Sánchez subrayó que (leyó consultando sus papeles) "se sabe que desde su confección, la tela adquirió una gran celebridad, de modo que en los años subsiguientes pintores del norte de Europa y de otros lugares viajaron a Malta para contemplarla e, incluso, copiarla".
Aquí sí asintió vehementemente el profesor esquizofrénico y hasta se le escapó esta frase apenas susurrada: “Sí, para copiarla, para copiarla.”
Frase que repetía sin cesar, cuando ya acabada la presentación de la pintura restaurada, volvía a su casa molesto y meditabundo: “Sí, para copiarla, para copiarla.” Y al pasar por delante de la iglesia de San Ildefonso, giró la cabeza hacia la izquierda, como si hubiera oído al alguien decirle algo en la oreja de ese lado, y dijo en voz alta: “Sí, Michelangelo, para copiarla.”
Al día siguiente encontró completamente reproducida en el periódico local la presentación del Director del Museo Catedralicio y se la leyó a su mujer. Ésta no entendió casi nada de la primera parte, con tanto argumento histórico y tanta documentación pictórica como figuraban. Le interesó más la descripción del cuadro y así le pidió a su marido:
“¿Por qué no me la lees otra vez, cariño?”
“Como quieras”, y repitió la lectura: “El lienzo recién restaurado representa el momento preciso del martirio del Bautista, tomado de la narración evangélica (Marcos 6, 17-29). Es una escena de trágico realismo, sin complicaciones psicológicas ni apenas gesticulaciones, en la que un cono luminoso destaca el núcleo de la composición, en primer plano. Se presenta en toda su crudeza, sin aludir a la santidad del martirizado ni a su gloria futura, como si fuera la muerte de cualquier otro condenado. El interior de la prisión de Maqueronte, lleno de sombras y de vacío, resulta lúgubre. Los personajes, se disponen conforme a un ritmo compositivo simétrico. El cuerpo del Precursor se halla tendido en el suelo y maniatado por la espalda, sobre la piel de camello y cubierto parcialmente por un manto rojo. El verdugo, que agarra brutalmente sus greñas, ya le ha cortado el cuello con la espada y acaba de desenvainar un puñal con el fin de seccionar su cabeza y depositarla en la bandeja que sostiene una sirvienta, según la indicación del carcelero, y que después habrá de ser entregada a Salomé. Una anciana se oprime el rostro entre las manos en un gesto de horror o de aflicción. Tras la reja de la ventana asoman dos prisioneros, que gracias a su morbosa curiosidad se convierten en testigos de la terrible ejecución. La presencia en Zamora de una copia temprana de tan célebre cuadro revela el prestigio y la estima que alcanzó el original de Caravaggio desde el principio. Su autor, posiblemente italiano o maltés, debió de conocerlo in situ, puesto que no sólo copió fielmente la composición, sino que también hizo lo propio con la firma…”
“Eso ya no me interesa tanto, querido.”
 Bautista Santos cerró el periódico y pensó para sus adentros: “Pues a mí me interesa eso y algunas cosas más. Y pienso poner remedio a un problema que ha surgido de todo esto.”

sábado, 18 de julio de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO X



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24.

 

La Tertulia que llevó a cabo la Máxima Autoridad en la Biblioteca del Colegio se preparó concienzudamente. Por lo pronto se suspendieron las clases y se nos sugirió a los profesores que no éramos “religiosos” que podíamos elegir entre asistir en directo a las palabras de la Máxima Autoridad o no, y en este caso debíamos rezar para que todo saliera como se esperaba. Eso sí, Martos, director entonces del Colegio, nos aseguró que no todo el mundo tenía la inmensa suerte de respirar su mismo aire y aprovecharse del fruto especial de sus palabras y que Dios sabía cuándo se iba a poder repetir aquella extraordinaria circunstancia.

Todo el Colegio, al menos por donde debía pasar él, especialmente el Pabellón Central, se perfumó con Akintson, su perfume favorito, y se decoró con detalles que eran de su predilección, sobre todo, flores de tallo largo como gladiolos y azucenas, y pequeñas estatuillas de porcelana fina con las formas de patitos nadando o burritos de alforjas llenas, símbolos del trabajo y la actividad.

Desde primeras horas de la mañana fueron llegando al Colegio cochazos lujosísimos con matrimonios y gentes encopetadas de Barcelona, Sabadell y Tarrasa, la mayor parte empresarios y todos miembros o simpatizantes de los “religiosos”, y también de otras partes de España, como Aragón o Valencia. En el aparcamiento de la entrada ya estaba el numerario Quique organizando el estacionamiento de aquellas impecables carrocerías, a la vez que, tras saludar  a los recién llegados, les indicaba el camino que debían seguir para acceder a la Biblioteca. Aquello se convirtió en una procesión o romería con todas las indulgencias ganadas. Y aquí y allá, plantados en el trayecto como ángeles guías, otros numerarios escogidos concienzudamente para tal ocasión, se encargaban de proporcionar a los romeros información de todo tipo antes de llegar a la Biblioteca. Allí ya estaba preparada, en  lugar bien visible y privilegiado, una tarima hecha de maderas nobles desde la que la Máxima Autoridad se dirigiría a los asistentes.

Hacía rato que Martín, Llerón y yo asistíamos al impresionante despliegue y, sin decir palabra, cuando lo creímos conveniente, acudimos a la Biblioteca dispuestos a escoger un buen sitio para no perdernos detalle de tamaño acontecimiento. “Todo como si creyeran que viene Dios en persona,” se le ocurrió decir a alguien en un susurro de voz. “Más que Dios”, añadió Llerón con un tono de voz más alto. “Callaos, coño”, exigió Martín, “no vaya a ser que nos oigan”.

Y por la escalera posterior accedimos a la parte superior de la Biblioteca, una especie de balconcillo corrido que, a la sazón, estaba ya atestado de gente. Otros profesores y personal no docente nos hicieron gestos en cuanto nos vieron. Devolvimos el saludo  a un lado y a otro y buscamos hacia los ventanales que daban al pequeño jardín del vecino Oratorio un sitio para colocarnos. En apenas unos minutos la zona baja de la Biblioteca se llenó a rebosar. La gente ocupaba hasta los escalones de la escalera de caracol que subía a la parte del altillo donde nosotros nos encontrábamos y tapaba las cristaleras de las estanterías de los libros. Llerón se disponía a hacer al respecto uno de sus típicos comentarios, cuando de fuera nos llegó un murmullo esclarecedor. “Silencio”, pidió Martín, “algo ocurre en el exterior. Seguramente, la Máxima Autoridad ha llegado.”

Se hizo un silencio celestial, de esos en que el alma puede oír las voces más peregrinas y saborear el contacto solitario del Más Allá. La expectación allí dentro fue espectacular. De repente, apareció en la puerta de la Biblioteca Martos, el director, y tras él, dos sacerdotes que flanqueaban a un tercero regordete y blanco de piel que traía en los labios una sonrisa seráfica, y que no era otro que la Máxima Autoridad. Finalmente, entró detrás, como en comitiva etérea, un grupo de gente joven que siempre suele acompañarla en sus desplazamientos o que son requeridos para la ocasión en la zona donde tiene lugar la Tertulia. Todos ellos se distribuyeron de forma estudiada sobre la tarima, de manera que reprodujeran lo más fiel posible el  Sermón de la Montaña: el grupo de jóvenes alrededor de la Máxima Autoridad, sentados a sus pies; los dos sacerdotes, como dos guardianes, a ambos lados de él, aunque ligeramente atrasados y ocupando dos sillas; y a un lado, fuera de la idílica escena, el director del Colegio, fijos sus ojos en el protagonista del momento.

Éste carraspeó ligeramente para aclararse la voz y luego empezó la charla hablando del papel que deben ocupar en la educación de los hijos primero los padres y después los profesores. Se movía con mucha soltura, sonreía de vez en cuando, encarándose con las personas que tenía más cerca, sentada en los primeros bancos de la Biblioteca, o mirando hacia el altillo para hacer referencia al privilegio que teníamos los que nos apiñábamos allí por estar en las alturas. De vez en cuando utilizaba palabras del pueblo llano y pequeñas sentencias que su padre y su madre le repetían de niño, así como chistecillos populares, para acercarse más al público de aquella Tertulia, que parecía estar en el cielo.

Mirando todo aquello con detalle, descubrí allí abajo, entre la gente que atendía fervientemente a la Máxima Autoridad, a Octavio, un profesor supernumerario que llevaba enseñando en el Colegio desde sus principios. De vez en cuando asentía con la cabeza las afirmaciones de la Máxima Autoridad con tanta energía que más de una vez estuvo a punto de clavar su nariz en la espalda de su vecino de delante.

La Máxima Autoridad estuvo hablando un buen rato de la labor del profesor, de la del padre y de la del alumno comparándolos con trabajos del campo todos necesarios, progresivos y relacionados entre sí: la siembra de los padres, el riego y abonado de los profesores, el crecimiento recto de la semilla del alumno, luego transformada en planta que da fruto, y  la consecuente buena cosecha, ayudada también por las lluvias y las bonanzas que caen del cielo sobre el campo de la vida para hacer más perfecta, más divina la recolección. Luego hizo una pausa de silencio, cruzó las manos sobre el pecho y sonrió mientras recorría con la mirada los rostros de los oyentes.

Allí dentro, entre las cuatro paredes de la Biblioteca, había una química especial entre el sacerdote de la sonrisa eterna y la gente que abarrotaba el local encendida de admiración hacia él, casi sumida en el éxtasis de los santos.

Después llegó el turno de las preguntas de los extasiados y las respuestas de la Máxima Autoridad. A Llerón, a juzgar por la facilidad con que la Máxima Autoridad contestaba todas las preguntas, le pareció enseguida que debían estar preparadas, y así me lo iba diciendo en un susurro de voz para que nadie lo advirtiera.

Una señora embutida en  visón de primera clase y situada en las primeras filas le preguntó a la Máxima Autoridad: “Padre, ¿qué debemos hacer los cónyuges para no desestabilizar el ambiente que nuestros hijos deben vivir en el hogar?”

 El interpelado esbozó una de sus sonrisas especiales y le contestó: “Que os queráis, hija mía, que os queráis mucho. Con eso basta. El amor en la familia es el mejor campo para que crezcan sanos y rectos vuestros hijos. Pero qué te voy yo a decir a ti que tú ya no hagas. Anda y sigue queriendo mucho a tu marido. Lo demás vendrá solo.”

Otro padre de familia pidió la palabra para preguntarle: “Padre, ¿cómo puedo vencer la resistencia y la dificultad con que a veces se me presenta en el mundo diario, personal y social,  la comprensión  respecto de  otras personas que no son de los nuestros?

 Y la Máxima Autoridad le contestó sin dejar de sonreír: “¿Comprensión dices? Hijo mío, yo he ido por el mundo como Diógenes con su lámpara, buscando comprensión por todas partes, y no la he encontrado. ¿Y me he dado por vencido? No, de ninguna manera. ¿Y vosotros vais a daros por vencidos? Luchad, luchad con vuestras herramientas lo mejor que podáis y haced vuestro trabajo con rectitud y buen espíritu, y saldréis adelante. Los demás, los que no os entienden o hacen todo lo posible por no entenderos, algún día verán su equivocación. Vosotros, hijos míos, sembrad con buenas obras y recogeréis. Mirad al pobre burro cómo trabaja y cómo lo muelen a palos. Y fue el único animal que entró con Dios en Jerusalén.”

Y de pronto sucedió. La mano que se levantaba ahora entre el público era la de Octavio. Se puso en pie y, con voz temblorosa por la emoción, formuló su pregunta: “Padre, ¿qué cualidades debo reunir para ser un buen profesor? Y el padre de la sonrisa eterna le contestó: “Hijo mío, para ser un buen profesor lo primero que debes cumplir es ser un buen cristiano, cumplir con las leyes de la iglesia y los mandamientos de Dios, para que tus alumnos vean en ti un espejo de virtudes. Y en segundo lugar, estudiar y trabajar para que tu asignatura se enriquezca de sabiduría y sea  comprendida en sus rectos límites por tus discípulos. Y otra cosa,  en la clase procura lograr un aire de familia. Así que, si eres buen cristiano, trabajas como un burro y te haces querer por tus alumnos, serás un buen profesor, el mejor de los profesores. Pero tú no necesitas que yo te lo recuerde. Tú ya tienes todo eso. Se te ve en la cara. Anda y sigue así, hijo mío.”

Vimos desde nuestra privilegiada atalaya cómo Octavio, tras oír las palabras de su ídolo aquí en la tierra y puente para alcanzar el cielo, se restregaba los ojos para limpiarse las lágrimas de emoción que le salían a borbotones. Sin duda estaba viviendo el más excelso de sus éxtasis. Luego le dio las gracias y se sentó en el cielo. Entonces Llerón arrimó su boca a mi oreja  y dijo: “Ése mea hoy agua bendita.”

Después la Tertulia entró en una atmósfera de gloria, indulgencias y perdones, así como de complacencias mutuas, hasta que uno de los sacerdotes custodios se acercó a la Máxima Autoridad como solía hacer en situaciones parecidas y, señalándose el reloj de la muñeca, le recordó que se había hecho tarde, gesto que rechazó teatralmente el centro de todas las miradas como había hecho otras veces mientras con aquella sonrisa tan suya, especial y seráfica, comentaba: “¡Que va a ser tarde! Voy a seguir un ratito más con estos hijos míos tan atentos. Porque os lo merecéis. ¿Verdad que sí? Y cuando un día yo ya no esté entre vosotros, seguid con este espíritu de entrega y trabajo, que la labor que le queda por hacer a la Obra es inmensa. Y vivid, vivid muchos años. Porque, hijos míos, en el cielo se puede amar, pero no se puede trabajar por Dios; hay que seguir trabajando mucho por Él antes de ir al cielo. Está bien lo que decía Santa Teresa: “Que muero porque no muero”. Pero eso no es lo nuestro. Debemos desear vivir para trabajar por Dios. Así que, seguid siendo buenos padres y buenos profesores trabajando cuanto podáis y más para ser santos aquí en la tierra.”

viernes, 3 de julio de 2015

TROZOS DE UN ESPEJO IX

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23.

El Departamento de Inglés, por el que también sentía Barrado gran predilección, tenía su sede en la primera planta del Pabellón del Delfín, y era, con mucha diferencia, el Seminario más curioso del Colegio. Formaron parte de él profesores nativos y nacionales, cada cual más curioso y peregrino. Otro detalle que convertía en curioso el seminario de Inglés, comparado con los otros, era que, a lo largo de la historia del Colegio, había sido el Departamento por el que habían pasado mayor número de profesores.
Al principio ocurrieron casos altamente chocantes con el proceder de algunos profesores de Inglés, llegados de Europa y apenas conocedores de nuestras costumbres. Hubo uno llamado Cormich que un buen día se presentó en el Colegio con su autocaravana. La plantó en el aparcamiento de coches de la entrada como si estuviera en un camping y entre pino y pino tendió sus cuerdas llenas de ropa recién lavada. Le acompañaban su mujer y dos hijos, y duró el tiempo que necesitó para recoger la colada y poner en marcha su vehículo. Unos días más tarde corrió la noticia de que el tal Cormich era un fumador empedernido y traficante de hachís y su mujer una chica de copas en un bar de alterne de Castelldefels donde buscaba clientes tanto para que compraran el tabaco reconfortador de su marido como las delicias sensuales de su propio cuerpo.
Después llegó otro, éste soltero, que se llamaba Harold, muy hábil con las cartas y casi nada con las clases. Decía que era descendiente de Byron y llegó a recitar algún fragmento de La Peregrinación del joven Harold en la primera y última fiesta de Navidad que vivió en el Colegio. No llegó a incorporarse en enero a su disciplina porque su nombre apareció en los medios por un asunto relacionado con el Casino de Lloret, en cuyas ruletas se había pulido la paga. Evidentemente, los jerifaltes no podían sobrellevar el escándalo y enviaron al domicilio de Harold una carta certificada comunicándole el despido. El tal Harold se desenvolvía muy bien en castellano aunque con un deje muy simpático que hacía las delicias de los chicos de Preparatorio. Hasta demostró cierta habilidad, no tanta como con las cartas, jugando al fútbol.
Mejor aún que Harold manejaba el balón otro profesor de Inglés que llegó a finales de la década de los setenta, Luigi Botti Tower, cuya ascendencia italiana salía a relucir cuando rodaba por el suelo a resultas de una fuerte entrada o fallaba un gol cantado. Entonces se arrojaba al suelo de rodillas y, alzando los brazos al cielo, exclamaba: “¡Porca miseria! ¡Porca miseria!” Poseía una cabeza poderosa y armada de una melena rojiza que le daban el aspecto de un gran felino, sobre todo, cuando como una furia avanzaba con el balón controlado hacia la portería contraria. Apoyado por mí, se sentía seguro en sus internadas futbolísticas y, si al final de la jugada lograba marcar un gol,  ya sabía que la mole de músculos de Tower se me iba a venir encima de un momento a otro en un abrazo descomunal; así que alargaba la mano para impedir que eso ocurriera, pero era inútil: siempre resultaba aplastado entre los brazos del impetuoso profesor de Inglés. Constantemente se mostró muy cordial conmigo y nació con el tiempo entre los dos una especie de complicidad de frases y secretos que se rompían a la hora del café en el comedor de profesores. Entonces Luigi, con un castellano de párvulo y con los acentos graciosamente cambiados, contaba la jugada del partido hasta que, llegados los pormenores intrigantes, se dirigía a mí para pedirme con un gesto abierto de sus enormes manos: “ Sebástian, díceselo”
La "Torre", como le llamaban acertadamente, aunque tampoco sin ninguna originalidad, la mayoría de los alumnos (evidentemente, por su apellido inglés y por su arrolladora fortaleza) trabajó pocos años en el Colegio. Al final logró una buena boda con la heredera de una casa de muebles de La Garriga y abandonó la enseñanza para dedicarse al negocio de la madera, que siempre da mucho más que el aula y la tiza.
Vino a sustituirle un profesor de Londres, tan barbudo como silencioso llamado Spencer, como el de las películas de puñetazos. El silencio que mantenía en las reuniones hizo pensar que callaba por inteligente y discreto, cuando en realidad su recalcitrante mutismo tenía que ver con su escaso dominio del español. En sus clases, que eran además las que pertenecían a cursos inferiores, con lo que el conocimiento del idioma extranjero por parte de los alumnos era muy deficiente, no había manera de que entre el profesor y los chicos brotara el mínimo entendimiento. Y hubo que rescindir su contrato.
Fue por entonces cuando los jerifaltes del Colegio empezaron a frecuentar la costumbre de personarse en el país de origen, más exactamente en Irlanda, y allí contactar con los futuros profesores de Inglés. Pero aun así las cosas no mejoraron mucho. Dos profesores fruto de este trabajo de previo contacto en Dublin fueron Thomas y Gravin.
El primero, alto y desgarbado y rojo como una zanahoria, era muy simpático con los chicos y demasiado benevolente con ellos respecto de la exigencia académica. Hablaba constantemente de Australia y en la pared del despacho, por encima del respaldo de su silla, podía verse un gran mapa a todo color de la gigantesca isla. Decía que allí había empezado el paraíso (lo decía en petit comité y lejos de las orejas de los “religiosos”) y que, si pudiera, allí le gustaría morir. Pronto se hizo un compulsivo fumador de tabaco rubio pues compraba varios cartones de Bisonte, cuyos cigarrillos sin boquilla quemaba a una velocidad de vértigo, como si cada uno fuera la última voluntad de un condenado a muerte. Tenía, sin embargo, una curiosa manía relacionada con el tabaco. Si algún profesor ajeno a su Departamento se atrevía a pedirle un cigarrillo, era corriente que Thomas le respondiera con la frase: “Un pitillo, una peseta. Una peseta, un pitillo”.
Estuvo muchos años en el Colegio hasta que un buen día le llegó una oferta de Nueva Zelanda y allí se fue (decía que si no era Australia su tierra prometida, muy cerca estaba de ella).

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De talante distinto era Gravin, que, celoso de guardar su autoridad ante los alumnos, convertía sus clases en un duelo del oeste. Aficionado a la bebida destilada de su país de origen, su carácter inspiraba poca confianza. Siempre serio, con el ceño fruncido, y con unos cuantos güisquis haciendo de las suyas en su organismo, entraba en las clases altamente excitado. Escribía las cuestiones de la lección del día en la pizarra y acto seguido empezaba a pasearse entre las mesas de los chicos, como un domador de leones, deseando propinar una colleja al primero que osara moverse. Las familias se quejaban de lo estricto de sus correcciones y de las bajas calificaciones que obtenían sus hijos. Para decirlo de una vez, los chicos le tenían verdadero pánico. Pues por no molestarle ni le pedían permiso para salir al lavabo. Y hubo una vez un chico que, con la urgencia fisiológica amenazándole el calzoncillo, se atrevió a levantar la mano para avisarle del peligro que corría. El profesor se abalanzó hacia su mesa y le preguntó: “¿Y tú qué quieres ahora?” Y el muchacho, lleno de miedo, se llevó las manos a la cabeza para cubrirse mientras en un susurro de voz le respondía: “¿Que si puedo ir al lavabo?” “¿No puedes aguantarte?”, le recriminó el profesor. “¡Vaya hombres del mañana que tengo aquí! Además, ¿es urgente?” Y el chico, entre la urgencia y el miedo al profesor, no pudo evitar lo inevitable. En el olfato de todos se hizo evidente lo que allí estaba pasando. Menos mal que Gravin, que era todo menos estúpido, le separó al muchacho las manos de la cabeza y animándole a ponerse de pie, lo acompañó hasta la puerta del aula. Se la abrió y haciéndole salir al pasillo le dijo: “Anda ve al lavabo, tienes mi permiso.”
Por todo eso y mucho más los chicos no lo querían, pero tampoco los padres, lo mismo que los jerifaltes del Colegio, los cuales, sin embargo, nunca movieron ficha para prescindir de sus servicios. Y allí estuvo trabajando hasta el año de las nuevas construcciones. Entonces, enfermo del hígado, tuvo que ser ingresado urgentemente en el Hospital del Vallés. Cuando salió de allí, ya era una piltrafa humana, incapaz de dar dos pasos por su propio pie y de pronunciar una palabra con cierta energía.
Algunos profesores de Inglés más vinieron a engrosar la ya abultada lista del Departamento. Según Barrado, habitual visitante y amigo de sus componentes, como ya quedó dicho, aquello era como la Rambla de Barcelona. Hasta tres docentes de color dieron clases en el Colegio Privado. Poco tiempo, claro, pero alguno de ellos dejó honda huella allí. Por ejemplo, Charlton, un negrito agradable que llevaba un diente de oro y convertía sus risas en un brillo especial. Procedía de una familia noble de una tribu de Nigeria y contaba en las charlas de café que los padres de algunos miembros de la tribu, en especial los más pobres, solían mandar a sus hijos a la selva y allí, como en el cuento de Pulgarcito, debían encontrar el camino de vuelta a casa por sus propios medios. Sonreía mostrando el diente de oro mientras concluía la anécdota diciendo que algunos de esos chicos nunca lograban regresar al poblado y acababan siendo devorados por los animales salvajes. Poseía un Inglés muy correcto, según su jefe de entonces, Conejo, y podía haber sido buen profesor si hubiera seguido las pautas del programa. Pero no fue así y en más de una ocasión los espías de las altas esferas contaron que se pasaba la mayoría de las clases contando a los alumnos historias de negritos aventureros parecidos al Mowgli de El libro de la selva. Cuando vio en peligro su puesto de trabajo, intentó por todos los medios hacerse “religioso”, pero los jerifaltes deshicieron de un plumazo ese deseo. Y un poco más tarde alguien le vio salir de una Academia de Inglés recién abierta en San Cugat. Allí daba algunas clases en el horario de la tarde.
Otro profesor de color fue Bagingo, que primero se dormía en las tertulias del café y después en las propias clases, ante la mirada atónita de los críos, los cuales, se acercaban a su mesa sigilosamente y cuando veían que el profesor roncaba como un bendito, le hacían las mil y una, como cambiarle las notas de la lista, esconderle la pluma estilográfica que siempre mostraba como una verdadera joya en el bolsillo superior de la americana o, lo que es peor, desabotonarle la camisa y llenarle de tiza el interior del pecho. El pobre Bagingo en realidad padecía de hipotensión y una tarde se quedó como muerto en el comedor de profesores. Aún suena la sirena de la ambulancia en mi memoria pues ese día me encontraba con él en la tertulia del café. No puedo quitarme de la cabeza aquel horrible momento. Vi en pocos segundos cómo se le ponían los ojos en blanco y su cuerpo, desmadejado, resbalaba poco a poco por el sillón abajo. Yo fui quien cogió el teléfono y llamó a Urgencias, mientras Llerón le aguantaba por los hombros para que no cayera del todo al suelo. Cuando la ambulancia hizo su acto de presencia por la entrada del Colegio con sus espeluznantes alaridos, la cabeza de Bagingo rodó hasta su pecho. Creímos entonces que nuestro compañero había muerto. Y aunque no fue así en aquel momento, días más tarde, sin haber podido salir del coma en que se había sumido, Bagingo falleció en el Clínico de Barcelona.
Suerte dispar corrió el tercer profesor de raza negra que pasó por  el Colegio. Se llamaba Kigali y llegó a ser un buen actor en las fiestas de Navidad, aunque ya en las aulas mostraba verdaderas cualidades teatrales. Tenía una habilidad innata para hacerse con los alumnos sin las estrategias didácticas y psicológicas que solíamos emplear los demás. Con cuatro frases y otros tantos gestos se hacía con la disciplina de la clase. Nadie sabía de dónde había venido. Y un día desapareció de la misma manera. Un misterio parecía rodear a Kigali. Cuando mejor estaba en el Colegio, cogió la puerta y se fue. Los chicos le echaron de menos durante mucho tiempo. Un día, un par de años más tarde, apareció en el Colegio para dar una conferencia sobre Nueva didáctica del Idioma extranjero. El evento se convirtió en una fiesta para sus antiguos alumnos. Hasta firmó autógrafos entre ellos. Pero, tras aquello, nunca más volvió a aparecer Kigali, que pasó a la historia con un halo de magia.
Sin embargo, fueron tres profesores nacionales quienes sacaron adelante el Departamento de Inglés  e hicieron de él una entidad propia. Conejo, jefe de seminario al principio, y Roberto Feria, que lo fue hasta los ochenta.
El primero se cambió el nombre porque lo de “Conejo” no le parecía serio para un profesor de Inglés, y se hizo llamar por los alumnos Señor Chester. Trajeado impecablemente, su porte era ejemplar. Alto y bien parecido, tenía además una voz engolada que le hacía parecer un poco fantasmón. Aunque a veces lo era del todo, en especial, cuando alardeaba de pertenecer a una familia de empaque originaria de Santillana del Mar y decía que sólo continuaba en la enseñanza por amor al arte de educar. Por otra parte, actuaba como un “religioso” más. Hacía la visita al Oratorio nada más llegar por la mañana, asistía a misa diariamente y realizaba retiros espirituales uno por cada estación del año. Nuestro grupo, que era con diferencia el más unido del Colegio, siempre creyó que Conejo era un numerario, hasta que un día en el comedor de profesores se enfrentó claramente al gerente Romero. Aquello pasó a la historia del Colegio. Por lo visto Romero le insinuó que había apretado de tal manera los tornillos en la programación del Inglés de BUP que apenas dejaba tiempo a los chicos para dedicarlo a la práctica de la piedad. Y añadió: “Y ya sabes que en el Colegio hay prioridades y que la vida espiritual prevalece sobre la instructiva.”
Entonces Conejo, seguro de tener toda la razón del mundo, le replicó con aquella voz de fiscal que tenía: “Bien está cumplir con las obligaciones religiosas. Es más, hasta nos ayuda a ser mejores unos con otros. Pero una vez cumplidas esas obligaciones, hay que estar por la labor de educar a nuestros chicos con instrucción, con toda la instrucción académica de que seamos capaces.”
Pero, para nuestra sorpresa, lejos de molestar el gesto de Conejo a los “religiosos”, éstos lo vieron como fruto de una persona integrada en el Colegio. Así eran las cosas allí.
Lo de estar integrado o no en el Colegio fue durante mucho tiempo la piedra de toque. Después, con el cambio de los ochenta, nada sirvió que no fuera la ciega obediencia y la economía. De ahí que el Señor Chester, como lo llamaban oficialmente sus alumnos, pasara a ser profesor de tercera clase. Hasta que, cansado de que no valoraran sus servicios, optó por la enseñanza pública, como tantos otros. “Porque en ella, en la enseñanza pública”, decía, “los resultados que obtengas con tu trabajo, sean buenos, sean malos, son únicamente achacables al profesor y a la práctica de su labor docente, y no a otros aspectos que nada tienen que ver con el binomio recíproco enseñanza-aprendizaje”.
Antes de la debacle, estuvo como jefe del Departamento de Inglés Roberto Feria, un pamplonica de pro, que había corrido en tres Sanfermines consecutivos delante de verdaderos miuras y que no temía, por lo tanto, a las hordas estudiantiles que empezaron a poblar las aulas del Colegio en los años del Golpe de Estado, granujillas que nada querían saber de los libros y sí con las consolas y los nuevos avances tecnológicos que asomaban por entonces junto con los programas más que atrevidos de la tele. Sin embargo, el fin de los Jefes de Sección y de Departamento de personas que no eran “religiosos” había empezado, casi paralelo al escándalo religioso más grande del siglo, el que surgió del préstamo que hicieron todos los “religiosos” del mundo de mil millones de dólares a las cuentas del Vaticano a cambio de que el Papa convirtiera en algo personal su auge en todas partes y en la veloz subida a los altares de la Máxima Autoridad cuando en otros casos debían transcurrir siglos para que alguien fuera canonizado. 
El caso fue que Feria reinó bien poco ante la feria  espiritual que se avecinaba. Logró, sin embargo, dejar bien sentadas las directrices que unían las didácticas y las programaciones de Inglés de todo el Colegio, desde los estudios primarios hasta el COU. Esa fue la primera y la única vez que algo así se hacía en el Colegio. Llerón, que hizo buenas migas con Feria, cuando se enteró de que éste iba a ser sustituido por Coto, un gris personaje, “religioso” por más señas, le  recordó lo del mono con chándal. Lo del mono con chándal salía a relucir tras las juntas de “compasión”, en las que todos aprobaban. Entonces Llerón decía: “Aquí colocas un mono con chándal en Primaria y llega a COU con buenas notas.”
Y cuando el tal Coto cogió las riendas del Departamento de Inglés, Llerón le dijo a Feria con no poca zumba: “Menos mal que otro mono con chándal viene a salvar tu Departamento”.