sábado, 26 de diciembre de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO Las otras Navidades (y 2)

 


Por las noches, la cosa cambiaba. La reunión de la familia al completo, mis padres, mis hermanos, ocho miembros en total, alrededor de la mesa, era el broche de oro de aquellos días de emociones sin cuento, especialmente las noches que mis padres llamaban santas, la Nochebuena y la del 5 de enero, la noche mágica de Reyes. La noche de Nochebuena era apoteósica. Después de cenar, comíamos turrón y polvorones y, antes de que empezara el turno de los villancicos, los dos más pequeños de la familia rompíamos a cantar sin orden ni concierto el típico villancico del momento: “Esta noche es Nochebuena / y mañana Navidad. / Dame la bota, María, / que me voy a emborrachar.”Y todos reían celebrando la ocurrencia. Después cantábamos los ocho a coro, cada uno como podía, con los gallos y desafines correspondientes, los villancicos que iniciaba el cabeza de familia. El villancico que más le gustaba repetir era el “Venite adoremus”, que, según decía emocionado, lo había aprendido de niño en el Colegio de la Santa Espina, que pertenecía al municipio de Castromonte, en la provincia de Valladolid, de donde sus padres eran originarios. También le ayudábamos en su cometido mi hermano mediano y yo con los villancicos que habíamos aprendido en los Salesianos. Entre otros, “Ya vienen los Reyes”, “A Belén, pastores” o “La Virgen está lavando”. Casi siempre terminábamos la noche cantando aquel “Dime, niño, de quién eres / todo vestido de blanco. / Soy de la Virgen María/ y del Espíritu Santo.” Y todas las Nochebuenas nos íbamos a la cama algo más tarde que de costumbre pensando en que al día siguiente volvíamos a estar de fiesta. Además, los dos pequeños nos íbamos a dormir más alegres que nadie porque acababan de regalarnos la culebra de mazapán que, metida en su caja de cartón, nos duraba todas fiestas; así que los últimos bocaditos nos sabían a gloria bendita..


Sin embargo, la noche noche de fantasía e ilusión era la del 5 de enero, la noche de los Reyes Magos. Hacía rato que los dos pequeños de la familia habíamos dejado nuestros zapatos y algo de comida para los camellos en el balcón de la sala central para que los Reyes supieran dónde tenían que dejar los juguetes que les habíamos pedido en la carta enviada al principio de las vacaciones. Sentados a la mesa tras la cena, nos mirábamos inquietos y nerviosos y estábamos más por la espera (que se nos hacía larguísima) de la llegada de los Reyes que por acompañar al resto de la familia en el coro de los villancicos. Nuestros padres, que ya habían advertido nuestra ansiedad, intentaban calmarnos con frases como: “Tranquilos, que los Reyes nunca fallan.” O: “Si habéis hecho bien las cosas, os traerán los juguetes que les habéis pedido.” Y no faltaba la frase que temíamos más: “A no ser que hayáis hecho alguna travesura y sólo os traigan carbón.” Carbón era la palabra que peor sonaba el día de Reyes entre los amigos del barrio. Pero casi siempre todo salía bien en nuestros deseo, pese al trozo de carbón dulce que acompañaba los paquetes de los regalos (“regalo”, del latín regalis, y este de rex- regis, Rey: presente propio de un rey). 


Nuestros deseos llegaban a su culmen la misma noche de Reyes, cuando mi hermana pequeña y yo, medio dormidos por la larga sobremesa de turrones y polvorones, anécdotas de todas clases y la retahíla de villancicos que se engarzaban como piedras preciosas en el collar de la noche, oíamos de improviso la voz de nuestro padre avisándonos del ruido que acababan de hacer los Reyes Magos al entrar por el balcón para dejarnos los juguetes. Y despertábamos abriendo los ojos como platos, dispuestos a salir corriendo hacia la sala central para recoger los regalos. Entonces mi madre nos pedía un poco de calma para dar tiempo a sus Majestades a hacer bien su tarea, antes de ir a la casa de al lado para continuar haciéndola. La ansiedad era tan grande que ni nuestros padres podían detenernos más de cinco minutos en la cocina, y hacia el cumplimiento de la ilusión los dos pequeños salíamos disparados, tropezando uno con otro antes de dar la luz de la sala y descubrir asombrados sobre la mesa los paquetes dirigidos nada más y nada menos que a nosotros. Alborozados de alegría entrábamos en la cocina para enseñar a todos y a cada uno de los miembros de la familia los juguetes que nos habían traído los Reyes. Eran casi siempre los mismos aunque alternados en distintos años: muñecas, pelotas, cocinillas, caballos de cartón... Aún recuerdo (tal vez no es un recuerdo mío, sino el recuerdo de algún hermano) que el primer caballo de cartón, de tanta agua que le echaba para que orinara como uno de verdad, al poco tiempo me quedé sin caballo.

Todas aquellas Navidades de mi infancia y adolescencia siguen siendo parte de los cimientos de mi sangre junto con los afectos de los seres queridos, de los que están y de los que no están (“y nosotros nos iremos / y no volveremos más”, como decía el villancico familiar). Unas y otros han educado mi corazón en la buena voluntad, el cariño y el agradecimiento a la vida, a pesar de todo, y a sus fiestas más entrañables.


Y esta Navidad de ahora, mientras cantan los niños de San Ildefonso los números de la lotería, se presenta tan extraña, como si no nos resultara tan familiar como antaño. Aun así, convertido ahora en cabeza de mi propia familia, y en memoria de aquella otra en la que yo sólo era un niño, me dispongo a celebrar como se merecen los días navideños en compañía de los míos. Ya antes, cuando los hijos eran muy pequeños, vivíamos con ellos cada momento de las fiestas de Navidad, Año Nuevo y Reyes, y así montábamos juntos el Belén y cantábamos villancicos y les ayudábamos a escribir las cartas a los Reyes y les acompañábamos a donde estaba el Paje que se encargaba de llevárselas. Y cuando llegaba la noche de la Ilusión, disfrutábamos con ellos el momento de abrir los juguetes. Pensando en repetir la tradición familiar, antes de que empezaran las Fiestas, y dejando a un lado la incertidumbre que ha sembrado el coronavirus, nos hicimos con el musgo suficiente para alfombrar el suelo del Belén, sobre el que dispondríamos las figuras pintadas al óleo por nosotros mismos. El Portal, construido con corteza de alcornoque, así como las montañas del fondo, la cabaña del pastor que guisa al fuego y el árbol hueco de dos ramas en las que introducimos varias ramitas de pitosforos, evónimos, madroños o arbustos parecidos, confieren a la composición general una estampa de realismo ingenuo, que es lo que se pretende, lo mismo que el circuito de luces que camuflamos en el musgo del piso para que en su momento iluminen misteriosamente las figuras. A medida que pasaba el tiempo, hemos ido añadiendo otras piezas que funcionan con enchufe, como la fuente, cuyo chorrito produce un ruido singular que nos transporta a lugares de cuento, o la hoguera que imita el temblor de las llamas, que ha acabado este año arrimada al pastor que cocina. La cuestión es que el Belén durante las fiestas que vienen nos acompañe como un familiar más. Así, estas Navidades dejarán de ser extrañas y temidas por unos días para ser las entrañables y caseras Navidades de la Infancia y la Adolescencia inmortales que todos llevamos dentro.


 

sábado, 19 de diciembre de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO Las otras Navidades (1)

 



La Navidad que este año se avecina, extraña donde las haya, tan amada como temida, me ha hecho recordar al instante las entrañables y caseras Navidades de mi infancia y adolescencia. Allí, en mi tierra natal, regada y besada por el Duero, las vacaciones de Navidad y Reyes empezaban el mismo día que dejábamos de ir a la escuela, a aquel lugar especial, casi sagrado a veces donde el maestro, enfermo del estómago, al que mandaba verdaderos cargamentos de bicarbonato para aliviar el dolor, convertía cada sesión de clase en algo inolvidable (que conste que lo de “inolvidable” no está dicho siempre en sentido halagüeño). Una de ellas era la lectura en voz alta del Quijote, edición juvenil, en pie y en corro para clasificarnos en buenos lectores, malos lectores y nulos lectores (a estos últimos les decía el maestro que no se habían enterado de lo que acababan de leer, y era verdad, lo que nos hacía admirar a todos). Otra clase inolvidable era la de señalar de espaldas a los mapas con un puntero los ríos, las montañas y las provincias de España; para designar los diez primeros pupitres de Geografía, el maestro nos pedía que señaláramos del mismno modo los principales países de Europa con sus capitales correspondientes, y los ríos, los mares y las montañas para ocupar los tres primeros puestos de la clasificación. Yo prefería la conjugación de los verbos y los análisis gramaticales, en los que quedaba casi siempre entre los diez primeros chicos de la escuela. Pero se me ha ido el santo al cielo.


     Estaba hablando de que las vacaciones de diciembre y enero comenzaban el mismo día en que el maestro cerraba la escuela hasta el siete de enero, cuando apenas habíamos jugado con los escasos juguetes que nos habían traído los Reyes Magos el día anterior, con lo que el primer día clase todo eran caras largas, que el maestro, tras echarse al coleto un puñado de bicarbonato, para alegrarnos la mañana nos contaba una de aquellas historias suyas sobre el sitio de Zamora, en las que protagonizaba unas veces la reina doña Urraca, otras el Cid Campeador, otras Arias Gonzalo y sus hijos, y otras, que eran las que más nos gustaban, las protagonizaba el traidor Vellido Dolfos. La mejor de todas contaba el asesinato del rey don Sancho cerca del postigo, llamado precisamente de la Traición, a manos de Vellido Dolfos después de que el Monarca, atacado por un repentino retortijón de vientre, le pide a Dolfos que le sostenga el puñal mientras él encuentra alivio a su urgencia; ocasión que el traidor aprovecha para herirle mortalmente.


     La memoria sigue jugándonosla una y otra vez. 

A lo que iba. El primer día de vacaciones, mientras los chicos buscábamos el sol en la plazuela, las radios no dejaban de cantar los números de la lotería con sus correspondientes premios (imposible olvidar el sonsonete “...mil pesetas... mil pesetas...”). Normalmente, allí arrimados contra las tapias de las huertas, al sol bendito del invierno, planeábamos juegos y entretenimientos variados para combatir el frío, desde confeccionar castañuelas con maderas viejas cuyos bordes quemábamos adecuadamente para que sonaran mejor, hasta poner ballestas con un trozo de pan para cazar gorriones en las huertas, cuando no jugábamos a las vistas o a pídola con espolique y culada (el que los recibía entraba en calor más rápido que nadie). Pasábamos la mayor parte del día fuera de casa empleando el tiempo en docenas de actividades. Una de ellas era ir a buscar musgo para el suelo y corcho para las montañas, para dar sensación de vida al Nacimiento que al llegar esas fechas tan señaladas montábamos en un lugar destacado de la casa. Previamente habíamos desembalado las figuritas de barro que eran las verdaderas protagonistas del Belén, el Niño, la Virgen, San José, los Reyes Magos, el pastor con la oveja al hombro, el leñador que acarrea un haz de leña, la mula, el buey, las ovejas con patitas de alambre, el Portal, el puente, el castillo… Luego, día tras día íbamos acercando al Portal las figuras de los Reyes Magos hasta el momento más ilusionado de todas las fiestas.


 

En casa, aunque estábamos de vacaciones, no nos faltaban nunca labores y recados que hacer. El primero de ellos empezaba muy pronto, y era encender el brasero en la plazuela a la puerta de la casa. Con cisco (carbón reducido a su mínima expresión), un soplillo y un poco de maña lo dejábamos pronto listo. Empezábamos haciendo en la cima un hueco como el cráter de un volcán y allí encendíamos un papel de periódico con una cerilla hasta lograr pequeñas brasas, encima de las cuales íbamos poniendo cisco y dándole al soplillo para que el fuego se fuera extendiendo montaña abajo del brasero. Cuando veíamos que la cosa avanzaba como esperábamos, le poníamos al brasero la alambrera y lo subíamos a la cocina; allí lo insertábamos en el círculo de la base de la mesa con faldas y aprovechábamos ya para estrenarlo y entrar en calor antes de volver a la calle. El recado que peor llevábamos era ir a la tienda de comestibles a comprar el pan y las viandas que nuestras madres nos habían encargado. Allí solíamos coincidir con gente mayor que enseguida nos sometía al tercer grado. “¿Cómo te llamas, chico?” “¿Dónde vives?” “¿Quiénes son tus padres?” “¿Cuántos hermanos tienes?”... No nos librábamos del interrogatorio aunque la persona que nos preguntaba nos conociera. Las preguntas nos caían igualmente con la insistencia de un chaparrón. “¿Cuántos años tienes ya?” “¿Se ha recuperado tu padre de la gripe?” “¿Habéis vuelto a saber algo del hermano que trabaja fuera?” “¿Al final, tu abuela pasó a mejor vida?” En lo que a mí concierne, estaba deseando que el tendero me dijera cuánto costaba la compra para pagarla y salir pitando al mundo del silencio y la soledad de la calle, nunca buscados con más ansiedad.


Y a seguir jugando con los amigos a lo que fuera con tal de hacer infancia, complicidad y aventura: a las canicas, a machacarnos los peones con sus rejones de hierro, a luz o a fabricar corredores para participar en carreras ciclistas sobre rutas que pintábamos con tiza o señalábamos con un clavo en la tierra del recogido callejón de la escuela, al que excepcionalmente acudíamos cuando el viento y el frío nos impedían hacerlo al descubierto. Fabricábamos los corredores con un chapete de gaseosa, un cromo de algún ciclista conocido (Bernardo Ruiz, Bahamontes, Miguel Poblet...) y un cristal que redondeábamos en los huecos de los refuerzos de hierro de los postes de la luz y pulíamos frotándolo contra el cemento del pretil del río, todo un rito de tantos como pautan la niñez y la adolescencia. Y cuando el temporal se convertía en nuestro enemigo público número 1, no salíamos de casa hasta nueva orden. En la cocina, al calor del brasero, encontrábamos el momento y recogimiento necesarios para dedicarnos a la lectura de nuestros tebeos favoritos (Las Aventuras del FBI, El Cachorro, El Jeque Blanco, Roberto Alcázar y Pedrín, El Guerrero del Antifaz...) o libritos de la Enciclopedia Pulga, donde encontrábamos temas de todos los gustos (novelas adaptadas de Julio Verne, Tolstoi, Bécquer...; biografías de músicos y pintores universales, conocimientos de ciencias naturales, estilos artísticos, curiosidades, juegos...). Y cuando nos cansábamos de leer las viñetas de los tebeos y las páginas de la Enciclopedia Pulga, nos poníamos a dibujar a nuestros héroes favoritos  o a copiar ilustraciones de la Enciclopedia que habían reclamado nuestra atención. Aún conservo como oro en paño algunos de esos dibujos: El guerrero del antifaz, el Cid Campeador, un capitel corintio, el escarabajo de oro de la famosa obra homónima de Allan Poe...

Cuando dejé la escuela del barrio para acudir a estudiar a los Salesianos de la capital, mi vida experimentó una transformación completa en todos los órdenes. Allí aprendí a estudiar, a recitar, a saborear las emociones escondidas en las letras de los poemas que nos hacían aprender de memoria los hermanos,  a cantar canciones populares de las diversas regiones españolas de entonces y también villancicos, a presentar limpios y ordenados los trabajos escritos, a ser más cuidadoso con las cosas que estaban a mi arbitrio...; en resumen, con los Salesianos dejé de ser un niño y empecé a ser un adolescente responsable dentro de lo que cabe en una edad que todavía seguía siendo muy temprana. Durante los días previos a las vacaciones navideñas, los hermanos nos enseñaron en un solo villancico los extremos de tristeza y alegría que contienen estas emotivas canciones navideñas. El villancico empieza con alegría: “Resuenen con alegría/los cánticos de mi tierra,/y viva el Niño de Dios/que nació en la Nochebuena...” y continúa con la tristeza: “La Nochebuena se viene, tururú,/ la Nochebuena se va./Y nosotros nos iremos/ y no volveremos más...”


Este villancico lo tengo siempre presente porque entraña el verdadero sentido de estas fiestas tan familiares. Con el tiempo vamos dejando de ver a muchos de nuestros seres queridos (también a nosotros un día ya no nos verán las personas que nos quieren), con los que precisamente cantábamos esta letra tan melancólica como verdadera.






viernes, 4 de diciembre de 2020

UNA REFLEXIÓN NECESARIA SOBRE EL QUIJOTE

 


EL QUIJOTE EN DOS PASSOS

Antes de que acabe el año, y sin saber que nos deparará el coronavirus en el próximo, aprovecho para comentar una lectura que tiene que ver con nuestro Libro más emblemático y universal.

John Dos Passos, escritor estadounidense (1896-1970) y autor de obras de fama universal como Manhattan Transfer (1925), había escrito tres años antes de dar a conocer la novela citada Rocinante vuelve al camino, fruto de un viaje por España.

Rocinante vuelve al camino es el primer libro de ensayos sobre arte y cultura española de Dos Passos y data de la época en que el escritor americano peregrinaba por Europa después de la Primera Guerra Mundial.

La España de este libro, “España prerrevolucionaria” la llama Max Dickmam, prologuista de Rocinante vuelve al camino (Santiago Rueda Editor, Buenos Aires, 1943), está captada con ojos muy sutiles. Hombres, paisajes y cosas son contemplados con agudo y benévolo temperamento por Dos Passos.


La presencia de Cervantes, del Quijote, ya visibles casi en el título del libro, es constante. En el Capítulo II encontramos pronto una alusión certera relacionada con un asunto español donde los haya, lo flamenco. Don Diego, personaje natural de Nerja, afirma en un momento determinado: “En España vivimos del estómago y de los riñones, o de la cabeza y del corazón; entre el místico don Quijote y Sancho, el sensual, no hay término medio. El Sancho más bajo es lo flamenco”. Y al comentario que se le hace de que al menos los españoles viven, replica: “En un ambiente de suciedad, de enfermedades, de falta de educación, de bestialidad... La mitad de nosotros nos morimos de comer demasiado o de no comer lo suficiente.” (Pág. 36) Finalmente, preguntado don Diego qué proponía él para solucionar el problema, responde: “Educación, organización, energía: el mundo moderno.” Eso es lo mismo que ya Mariano José de Larra y antes algunos de nuestros escritores ilustrados habían preconizado.

En el Capítulo III las palabras del panadero de Almorox hacen reflexionar a Dos Passos en el sentido de que en el espíritu ibérico predomina la idea de que la vida es sueño. Como se ve, siguen estando presentes nuestros clásicos del Lazarillo y del famoso monólogo de Segismundo en la obra inmortal de Calderón. Y añade: “Sólo lo individual o aquella parte de la vida que depende directamente de lo individual, tiene realidad. La suprema expresión de lo cual radica en dos grandes figuras que simbolizan a España eternamente: don Quijote y Sancho Panza”. (Pág. 50) Don Quijote es individualista porque cree en el poder del alma sobre todas las cosas; por eso llevó el mundo entero en sí mismo. Y Sancho Panza es también individualista porque en el mundo no ve otra cosa que comida para su estómago. Creo que ésta es la idea más original del escritor estadounidense, aunque no faltan otras de máximo relieve sobre distintas disciplinas, como la del arte. Por ejemplo, en la página 54 leemos unas palabras que me parecen reveladoras del arte español: “Ni el más tranquilo y más ordenado de los espíritus españoles puede resistir la tentación a los excesos de todas clases; al recargamiento, a la grotesquería (sic), al fatal amaneramiento.” Y concluye: “Lo más grande de su arte raya, sin duda alguna, en la extravagancia, donde lo sublime se desliza por el delgado hilo de lo absurdo.” Y como ejemplos aduce precisamente obras pictóricas y literarias españolas fundamentales; entre otras, La Resurrección del Greco, los enanos de Velázquez, La vida es sueño de Calderón y “la gran epopeya” del Quijote. Y también las tradiciones, donde se mezclan elementos verdaderos y falsos, sin que se sepa cuáles son unos y otros. Y Dos Passos enumera: “...la tradición de la España católica, la tradición de la grandeza militar, la tradición de las luchas contra los moros, de la hospitalidad, de la truculencia, de la sobriedad, de la hidalguía de don Quijote, del Tenorio”. (Pág. 59)


     Asimismo el novelista americano advierte la presencia de Cervantes en las manifestaciones populares cotidianas españolas. No sé por qué en las palabras siguientes de Dos Passos veo también al Camilo José Cela de El Gallego y su cuadrilla: “En la plaza sonaba la alegre música de un organillo y de las pisadas de la gente que bailaba en la grava. Había soldados y criadas, aprendices coloradotes con sus novias y respetables tenderos con sus mujeres, que sobre su pelo negro y brillante lucían la clásica mantilla. Bailaban todos por entre los delgados troncos de los árboles, y en el aire sonaban las risas y los gritos de un regocijo infantil e ingenuo. Aquí está el evangelio de Sancho Panza, pensé yo; la fácil aceptación de la vida, la sencilla alegría de la comida y del color y la morbidez del pelo en las mujeres. Pero al salir de la aldea, a través de la ceñuda llanura de Castilla, verdegrís y violeta al oscurecer, me vino el recuerdo del Caballro de la Triste Figura, don Quijote, tratando desatinadamente de reformar el mundo, seguro del poder de su ideal.” (Pág. 63)

Hasta aquí las referencias más importantes a los personajes principales de Cervantes hechas por Dos Passos en la primera mitad de su libro. En la segunda mitad el escritor americano recurre a la intervención de dos jinetes que se parecen mucho a las dos criaturas de nuestro máximo escritor español. En el Capítulo X nos encontramos esta reveladora descripción: “Delante de ellos, proyectando gigantescas sombras azules sobre los campos llenos de surcos, cabalgaban dos hombres, uno en burro y el otro a caballo.” (Pág. 68) Y enseguida: “Se volvieron a saludarles una cara redonda y roja, llena de rayas, como un tomate demasiado maduro, y una cara exangüe, terminada en una barba pardusca y puntiaguda.” Si estos dos personajes no nos recuerdan todavía a Sancho Panza y a don Quijote respectivamente, leamos las líneas que siguen: “ --Tempranito llegan ustedes, caballeros—dijo el hombre alto que montaba el caballo rucio. Su voz era profunda y sepulcral, con una intermitente vibración de ternura, como un destello de luz en un río negro. --Tarde--dijo Lieo--. Venimos de Madrid andando. El hombre rechoncho se santiguó. --Están locos—dijo a su compañero. --Esa--dijo el del caballo rucio—es siempre la respuesta de la ignorancia cuando se encuentra con lo desusado. Estos caballeros, sin duda alguna, tienen muy buenas razones para hacer lo que hacen; y además la noche es el tiempo de las largas caminatas y de los hondos pensamientos (…) El hábito de la vigilia es uno de los que más necesitamos en este descarriado mundo moderno. Si más hombres pensaran y anduvieran toda la noche, habría menos miserias bajo el sol.” (Pág. 69) 


¿Aún no es suficiente? Pues leamos las palabras que dice en la siguiente página el hidalgo que monta el caballo rucio : “Quizá habré cavilado demasiado en la injusticia humana (…) Hace años yo hubiera salido a endereczar entuertos, porque nadie sino un hombre, un individuo solo, puede enderezar un entuerto.” Y en la 73: “Estas generaciones (…) están empeñadas en enterrar con infinita ternura el cadáver suntuosamente vestido de la vieja España (…) Señores míos (…): tenemos que salir otra vez con la lanza y el yelmo de la caballería andante a libertar a los esclavos, a enderezar los entuertos de los oprimidos.” Tales palabras son pronunciadas por un caballero,  cuyo nombre curiosamente es don Alonso, nació en la Mancha y su caballo se llama también Rocinante.

Pero lo más curioso todavía es que Dos Passos se encariña de este don Alonso, lo mismo que Cervantes de su don Alonso Quijano, y le hace cumplir su misma misión, es decir, criticar el estado de la situación española. Y salvo las páginas 77 a 86 que dedica a Baroja para considerar al novelista vasco el único, a excepción de Rusia, interesado por todo lo que la sociedad y la respetabilidad rechazan, es el hidalgo manchego, homónimo del otro que es criatura de Cervantes, quien toma la palabra.


Sin embargo, antes de comentar las intervenciones de este nuevo Quijote, no quiero dejar de referirme, aunque sea brevemente, a las mencionadas páginas dedicadas a Baroja, cuyo título global es Un novelista revolucionario. Dos Passos, tras afirmar que el interés por los parias en la literatura española es lo de siempre porque España es la patria de la novela picaresca, confirma la herencia que Cervantes legó al autor de La busca y Zalacaín el aventurero como sigue: “Estos haraganes y vagabundos de Baroja, como sus artistas y sus grotescos soñadores y sus fanáticos, son todos descendientes de los personajes del Quijote y de las Novelas Ejemplares”. (Pág. 82) La diferencia que separa los pícaros de Baroja de los del Siglo de Oro reside, según el escritor americano en que los de Baroja “eran pícaros alegres. Tenían siempre la lengua suelta y el éxito premiaba sus ingeniosas audacias”. Y aclara: “Los moldes de la sociedad no estaban tan endurecidos como lo están ahora; había menos presión de generaciones hambrientas o, más probablemente la piedad no había llegado a minar los cimientos”. (Pág. 83) Y, sin abandonar el aspecto de la piedad de la religión católica, más adelante afirma: “En los siglos XVI y XVII la monarquía católica empuñó la espada de la fe con tan buen resultado, que el sentimiento comunal fue muerto y el genio español forzado a entrar dentro del dominio de la mística donde cada ego tendía hacia la soledad de Dios. El siglo XVIII redujo a Dios a una abstracción, y el XIX trajo la piedad y la loca esperanza de corregir las injusticias de la sociedad. El español, como su don Quijote, montó el caballo de batalla de su idealismo y partió solo a libertar a los oprimidos.” (Pág. 85)

A todo esto, y volviendo ya al hidalgo don Alonso de la época de Dos Passos, el caballero muestra su preocupaciçon por España de un modo muy valiente, y así, en la página 89, después de haber afirmado que nuestra patria nunca se ha visto limpia de invasores, sentencia: “La conquista ha torcido y esterilizado nuestra alma ibérica sin cambiar un átomo de ella. (…) No hemos tenido en realidad reforma y, sin embargo, la inquisición fue aquí más dura que en ninguna parte.” Existe, pues, una necesidad de limpieza general, para don Alonso, y esa limpieza la llevará a cabo el campesino.

En la página 175 don Alonso parece un noventayochista esperanzador, incluso un novecentista idealizado, al considerar a Castilla como el escenario más idóneo para los grandes pensamientos. Y leyendo un poco más encontramos, a propósito de ello, esta afirmación, : “Hay en Castilla una belleza potencial (…), algo humano, tolerante, vívido, robusto. Yo no digo que esté en mí. Mi solo mérito consiste en reconocerlo, en formularlo, porque yo no soy más que un pensador. (…) Pero un día vendrá en que esta tierra áspera dé flores y frutos.” (¡Vamos, como el mejor Antonio Machado!) Y dos páginas más adelante concluye categóricamente: “Esta España nuestra hace camino lo mismo durmiendo que despierta.”

 


Para ir terminando esta modesta reseña de Rocinante vuelve al camino, de Johm Dos Passos, típico pensador español, Don Alonso elige Toledo como símbolo del alma de España y cree que todas las Españas poseen una corriente subterránea de tragedia. Y cita al Greco, a Goya, a Morales... y a continuación afirma que la vida humana “es un súbito canto de triunfo, surge de espacios desolados, abandonados, sombríos”. (Pág. 202) Para concluir: “Para mí, Toledo expresa la suprema belleza de esa trágica farsa. (…) Y la cúspide, la victoria, la inmortalidad de esto está en el Greco”. Para finalizar comentando la incomprensión de que fue objeto el autor del Entierro del Conde Orgaz, lo mismo que don Quijote. De uno y de otro pensaron todos que estaban locos.