sábado, 30 de mayo de 2020

PINTURAS DE CONFINAMIENTO

En esta cruel etapa de confinamiento que estamos padeciendo por culpa de la pandemia, cada cual busca la mejor manera de soportarla e incluso contrarrestarla. Leyendo, viendo cine, escribiendo poemas y relatos o pintando, como es mi caso ahora, alternándolo con las otras actividades mencionadas.
Las he llamado así, pinturas de confinamiento, por las circunstancias sanitarias presentes, pero están relacionadas con otras entradas de mi blog que titulé en su día (y espero seguir haciéndolo en el futuro) FOTOGRAFÍAS QUE HABLAN.
Y empiezo por dos fotografías de sendos cuadros que tienen algo en común, pero cuya diferencia esencial es precisamente el mundo de la libertad.

CUADRO 1   BELLEZA GOZADA EN LIBERTAD


La mujer del cuadro disfruta al aire libre de la vista que tiene delante, posiblemente de un lugar que ama lo suficiente como para contemplarlo sentada, tranquila, sin agobios de prisas y otros reclamos pasajeros. El río, con sus espadañas y sus aceñas, es testigo seguramente de momentos agradables pertenecientes a diversas etapas de la vida de esta mujer; tal vez en su infancia acudía aquí con su familia a disfrutar de la tranquilidad y buen tiempo del verano, merendando al aire libre, charlando y recordando alegremente anécdotas vividas en tan buena compañía; acaso aquí tuvieron lugar sus primeras palabras de amor y sus primeros planes para el futuro. Esta soledad buscada de aquí y  ahora de la mujer del cuadro junto al río que pasa reflejando las aceñas de su infancia es una muestra de la libertad sin condiciones del ser humano. La pintura, líneas y manchas de color, intentan retratarla con sencillez y contención de emociones, tal y como el artista hablaría de las emociones que la visión de un lugar así le producirían en caso de encontrarse en una situación similar a la de la mujer del cuadro, que prefiere guardar su intimidad.


CUADRO 2 BELLEZA CONTEMPLADA EN CONFINAMIENTO

La mujer del cuadro mira desde su casa, a través de la ventana de su cuarto de lectura, un paisaje que que debe de tener muy presente en su vida. El mar, un rincón rocoso de la costa, y en él la lengua de arena de una pequeña cala, seguramente frecuentada por ella en momentos más libres y felices, constituyen el locus amoenus que en tiempos normales disfrutaba con todos sus sentidos, la caricia del sol en la piel y el tacto sedoso de la arena en sus ratos destinados a ponerse morena, y, en los dedicados al baño, el abrazo fresco y maternal del mar con el sabor a sal mojando sus labios. La pintura, líneas y manchas de color, intenta captar un momento de añoranza, de deseo de volver a disfrutar de esos pequeños placeres cotidianos, propios del buen tiempo, que antes siempre tuvo la mujer del cuadro, y que ahora, debido al confinamiento que impone el azote del coronavirus, sólo puede imaginárselos con la inevitable melancolía que ello representa. Ahora, en su encierro, sólo acompañada de la lectura, que acaba de abandonar, sigue besando con los ojos el mar y ese rincón rocoso de la costa, y en él la lengua de arena de una pequeña cala. 

















miércoles, 20 de mayo de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (VI)


    También llevaba un tiempo leyendo la poesía de dos jóvenes poetas zamoranos, H. T. y C. R., que habían estudiado en el mismo Instituto que yo y el primero de ellos había sido condiscípulo de mi hermano mayor, el del regalo de Bécquer. Mi hermano me repetía la anécdota referida a H. T., según la cual en un examen de Literatura había dejado en blanco la página de la pregunta teórica que les había formulado don Ramón y, en cambio, al dorso dejó escrito un soneto de su propia cosecha. Desenlace de la anécdota: cuando los estudiantes acudieron al tablón de anuncios para ver los resultados de la prueba, H. T., que esperaba lógicamente un rotundo suspenso, encontró, a la derecha de su nombre y apellidos esta frase del sabio profesor: “En Teoría, cero; en Práctica, diez; así que de nota media, cinco.” Respecto a C. R., poseedor de un expediente académico impecable, se convirtió en un ejemplo para futuras generaciones. Todos le llamábamos Cayín y, para más señas, jugaba formidablemente al fútbol. Era fácil verlo en las plazas allende el Duero driblando a sus contrarios y marcándoles celebrados goles. Casi un chaval, se codeaba con los artistas zamoranos y era ya conocida su aptitud para la poesía. No en balde obtuvo, siendo casi un adolescente, uno de los premios de Poesía más prestigiosos de España, el Adonais y por unanimidad de todos los miembros del jurado. 
A Barcelona, junto con aquella rayada llena de poemas imitando a Bécquer, me traje muchas ganas de seguir escribiendo poesía, ganas que se acrecentaron en la Universidad al conocer a un grupo de poetas leoneses, inmigrantes como yo y matriculados también en los Comunes, que llevaban una revista de poesía sencilla y a ciclostil llamada Moira y donde colaboré en alguna ocasión, aunque lo más importante eran las charlas sobre poetas y poesía que entablábamos en el patio de Letras entre clase y clase o en el bar de la Facultad, mientras comíamos el bocadillo de media mañana.

 Por entonces yo ya había tenido la suerte de conocer a un grupo de jóvenes catalanes a quienes gustaban el arte y la literatura (algunos de ellos pintaban buenos cuadros y otros gustaban de recitar poesía romántica) y por mediación de ellos descubrí una Barcelona entrañable donde los vinos con sardinas asadas y las visitas a los museos de la ciudad condal, así como los paseos por el Barrio Gótico en busca de nuevas sensaciones vitales y artísticas eran los principales protagonistas. Uno de los poemas, sin título, con que participé en Moira tenía que ver con una de esas tardes noches en que el grupo de amantes del arte y de la literatura nos perdíamos en el dédalo de callejuelas que hay en torno a la basílica gótica de Nuestra Señora del Pino. Creo que fue ahí cuando por primera vez el poema hablaba de la poesía y la satisfacción y el placer que recibe el poeta al escribir.
Busco árboles que no están aquí,
en la mirada de cada día,
sino en la raíz de las cosas,
cuando aún no había alamedas
ni viento que hiciera temblar su plata.
Busco ríos más allá de los juncos,
de la humedad de las raíces,
del espejo de álamos y juncos,
ríos que lleven el agua de mi vida
a arboledas y ciudades arcanas.
Como palabras que en su magia
de emoción y de música,
y un algo de belleza escogida
luchan en vano para vestir los versos
con sus mejores galas.
Como almas perdidas en la sombra
que buscan afanosamente la escala oculta
que les lleve a la estancia de la luz más alta
y así encender el gozo, el placer infinito
a que aspira el poeta.”
     Con A., uno de esos amigos pintores, me llevaba a las mil perfecciones. Vivía en mi mismo barrio y éramos como gemelos en los gustos y en nuestra forma de ser. Tenía un estudio en su casa y en él nos refugiábamos los dos para escuchar a los Beatles y las canciones ganadoras de los Festivales de San Remo en un viejo tocadiscos de su propiedad. A él le confié la libreta rayada con poemas a lo Bécquer por un tiempo, periodo que se iba a convertir en vitalicio si, al advertir que no aparecía por ningún sitio en mi casa, no se la pido en uno de nuestros últimos encuentros. Allí, en su estudio, envueltos por la música y cuadros por todas partes a veces hablábamos de pintores y poetas, y otras, mientras él pintaba, yo le recitaba poemas.
     A petición suya creamos una tertulia que yo bauticé con la palabra Jíos, inspirada en otra griega, y en ella nos reuníamos siete u ocho jóvenes que rondábamos los veinte años para hablar de lo que más nos gustaba, escribir, leer, pintar y planear visitas a museos o viajes por los alrededores. Uno de estos últimos fue memorable. Me refiero al que hicimos a Sitges un día gris y frío de invierno. El tren que nos llevó iba casi vacío, pero nosotros lo llenamos con risas, conversaciones y planes para el futuro. Me habían pedido que escribiera un poema a Santiago Rusiñol para leérselo junto a la estatua que la población costera le había levantado cerca de la playa y de su querido Cau Ferrat, un modesto museo patrocinado por el Ayuntamiento de Sitges y dedicado a conservar y exponer la obra pictórica de Rusiñol.
    

Y allí estábamos los siete más asiduos de Jíos, con el alma encendida por la emoción, en el pequeño paseo que desciende de Cau Ferrat hasta el parterre donde se levanta la estatua del pintor. Abrigados hasta las orejas, nos acercamos al bronce solitario del pintor y a los pies de su peana, saqué el cuaderno donde había escrito el poema y lo leí con toda la seriedad del mundo. Ahora sé que es un poema del montón, aunque para escribirlo me informé durante horas sobre el personaje. Y eso me lleva a la conclusión, que siempre he mantenido, de que lo más importante del poema no es lo que se dice, sino cómo se dice. Y la erudición muchas veces sobra tanto en poesía que muchas veces enturbia su belleza.
En Aranjuez, pintando
sus famosos jardines,
--otoños que navegan
sobre estanques silentes,
amarillos y ocres
que caen a los senderos
donde siembran amores
fieles enamorados--.
En Aranjuez, pintando
primaveras y estíos,
ateridos inviernos
con tus pinceles sabios,
encontraste la muerte,
tan lejos de tu tierra.

Tu tierra catalana,
aquí, en Sitges, te eleva,
junto al Mediterráneo
y el Cau Ferrat un himno
de bronce duradero.
Y nosotros venimos
a cantarte a tus plantas,
a decirte, solemnes,
que admiramos la magia
pintada de tus lienzos.”
    Luego, helados desde la cabeza a los pies y tras echar un breve vistazo al acero agitado del Mediterráneo, volvimos al abrigo del Cau Ferrat con el pretexto de adivinar entre sus paredes algo de la esencia personal y creadora de Rusiñol. Desde dentro, a través de sus grandes ventanales pudimos ver a gusto el mar y sus olas coronadas de espuma cabalgando incansablemente hacia el oro sucio de la playa que queda delante del pequeño jardín donde se levanta la estatua del artista. Sus cuadros, que ya conocíamos por las reproducciones de los libros de arte, nos miraban distraídos desde sus ventanas de color barnizado. La dramática escena de la mujer tendida sobre el lecho, cuyo título acentúa el dramatismo, La morfina, me inspiró unos versos o medio versos que apunté en los espacios blancos de un catálogo del Museo. Me quedé rezagado anotándolos frente al cuadro mientras mis amigos comentaban otras obras de Rusiñol y algunas de Ramón Casas, Regollos o Picasso, que en el Museo se guardan también. Las estufas iban a todo meter y allí dentro habíamos empezado a ser otras personas. Poco nos duró el bienestar y aquel gozo especial que nos infundía el estar viviendo parte de la vida de Rusiñol y aquellos otros artistas que anunciaban un arte moderno en España.
     En aquel grupo de Jíos había también un pintor que amaba las poesías de Espronceda y aprovechaba cualquier ocasión para recordarnos a los demás los versos atribuidos al poeta romántico por excelencia referidos al poema titulado Desesperación.
Me gusta ver el cielo
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar,
me gusta ver la noche
sin luna y sin estrellas,
y sólo las centellas,
la tierra iluminar.
Me agrada un cementerio
de muertos bien relleno,
manando sangre y cieno
que impida el respirar;
y allí un sepulturero
de tétrica mirada,
con mano despiadada
los cráneos machacar.” Etcétera.

 
 Recitaba con pasión aunque un poco atropellado, con lo que nos quedábamos un poco a oscuras, como la noche del poema, sin luna y sin estrellas. Pero lograba provocar en nosotros diversas emociones que iban desde la admiración hasta la reprobación, sin olvidar el miedo y alguna otra sensación de repulsa. Pero nos acostumbramos a las intervenciones de nuestro amigo. Otras veces tiraba del Canto a Teresa y la cosa cambiaba cuando recitaba los versos que empiezan
¿Por qué volvéis a la memoria mía,
tristes recuerdos del placer perdido,
a aumentar la ansiedad y la agonía,
de este desierto corazón herido?
¡Ay!, que de aquellas horas de alegría,
le quedó al corazón sólo un gemido,
y el llanto que al dolor los ojos niegan,
lágrimas son de hiel que al alma anegan.”
     Muchas veces sacaba a relucir el tema sobre quién era mejor, si Bécquer o Espronceda. No me gustaba discutir sobre eso. Yo siempre intentaba hacerle ver que cada poeta muestra una actitud diferente hacia el modo de concebir la poesía. Si Espronceda era el poeta romántico por antonomasia, exaltado, apasionado, incontinente, de extensos poemas y léxico grandilocuente, en el lado opuesto se encontraba Bécquer, de expresión más contenida, de poemas más breves, más comedido y, por ello, más profundo y emotivo. Si Espronceda gritaba su amor y su queja a todo el mundo, Bécquer los susurraba al oído de una mujer o de un confidente amigo. Esos eran mis argumentos, que de ningún modo convencían a mi amigo el pintor, quien defendía a capa y espada la dicción sonora y rotunda de su querido poeta, así como la riqueza y amplitud de su temática, que iban más allá del amor, para tocar otros de tipo social y reivindicativo. Eran sus razones y yo las respetaba, pero me seguía quedando con la expresión sentida y breve, pero eficaz, de las Rimas.
        Podría afirmar que el primer año de mi estancia en Barcelona fue de auténtico aprendizaje. Además de conocer íntimamente los barrios antiguos de la ciudad condal, su apasionante vida y su arte universal, seguí la costumbre de pintar al aire libre, experiencia que ya llevaba haciendo bastante tiempo atrás en mi tierra natal, ahora en compañía de A.
     
 El buscar constantemente el contacto con la naturaleza siempre ha sido una de mis prioridades en los gustos y aficiones personales, y entonces tuve la ocasión de recorrer pueblos y paisajes de los alrededores de Barcelona y plantar el caballete para plasmar aquello con que la vista y el corazón se recreaban. Pertrechados del bocadillo pertinente para comer fuera y de los útiles de pintar, mi amigo y yo cogíamos un tren de cercanías y cada domingo visitábamos un lugar diferente, en el mar o en la montaña. A la hora de comer, recogíamos los bártulos momentáneamente y, tras localizar una taberna para comprar vino, buscábamos una buena sombra para dar buena cuenta del bocadillo y del vino. Mientras comíamos nos entregábamos a nuestras charlas favoritas, que versaban de pinturas y versos.
Un domingo de esos, mientras nos hallábamos los dos en el frescor de la abandonada estación de ferrocarril de Sant Feliu de Llobregat, que acabábamos de esbozar en nuestros respectivos lienzos, salió a relucir mi afición desmedida a escribir poesía. Y acto seguido mi amigo me pidió, con la naturalidad que le caracterizaba y la confianza que yo le había concedido desde el principio de conocernos, que le leyera lo último que había escrito. Yo había escrito en los tres o cuatro primeros meses del año que llevaba lejos de mi ciudad natal unos seis o siete poemas nostálgicos (la añoranza de lo perdido iba a ser una constante en mi poesía). Un soneto pasable sobre el barrio y los amigos, un par de romances relacionados con la Semana Santa, una especie de silva a lo Garcilaso hablando del potro de la plazuela donde el herrero ponía herraduras a los caballos y cuatro o cinco poemas breves sobre la infancia y lo que significa para el hombre en su futura existencia.
--Me gustan los poemas en los que hablas de tu barrio y los amigos.
Era una manera de decirme que le leyera esos versos. Así que saqué el cuaderno de versos y le leí los que me había pedido.
Amigos de mi barrio junto al Duero,
compañeros de miedos y aventuras:
hoy tan lejos de aquellas horas puras,
envueltos por lo impuro y el dinero,
os reúno en recuerdo duradero.
Recordad por favor las bien maduras
almendras de los tesos, las pinturas
del río desde el soto, aquel letrero
de Prohibido el paso no acatado,
la ruda molinera y su molino,
el mendigo estival casi sagrado…
No importa la distancia ni el candado:
Con nostalgia se vuelve al fiel camino
Que conserva las huellas del pasado.”
      

Con el tiempo, llegué a arreglarlo un poco, especialmente el segundo cuarteto y el primer terceto: la musicalidad, alguna palabra, alguna sustitución… Aún estaba lejos mi intención de publicar libros de poemas. Fue precisamente aquel domingo cuando mi amigo me insinuó por qué no publicaba un libro pues tenía bastante escrito para ocupar la extensión tradicional de un poemario. Un libro publicado por mí. ¡Qué horror! Y que todo el mundo pudiera leerlo. ¡Más horror todavía! Siempre había pensado que era una gran responsabilidad hacer públicos unos versos que sólo escribes para ti y unos cuantos amigos. Por ello mi respuesta fue entonces rotundamente negativa. Añadí que me conformaba de momento con leérselos a ellos, a mis amigos de Jíos y, como mucho, con colaborar de tarde en tarde con Moira, la revista literaria de la Facultad.
      Pero no olvidé nunca las palabras de ánimo de mi amigo el pintor en el sentido de que si a él y sus amigos les gustaban mis poemas, ¿por qué no iban a gustar a otras personas? Pero tampoco olvidé la idea de la responsabilidad que contrae un poeta con lo que escribe y del respeto que debe a los presuntos lectores.
   Algún domingo que no salíamos a pintar A. y yo íbamos al Mercadillo de los libros de San Antonio, cuyas paradas se ponían y aún se ponen alrededor del hermoso Mercado del mismo nombre, a buscar entre los montones de libros alguna ganga digna de llevarnos a casa. Y vaya si encontramos. En lo que a mí respecta, en poco más de medio año llené de libros el cuarto que yo ocupaba para estudiar en el piso donde vivíamos. Mi madre se llevaba las manos a la cabeza cada vez que entraba en el cuarto y veía las oleadas de libros que amenazaban anegarlo todo. La pobre me decía que a ese paso tendríamos que salir todos de casa para acoger tanto libro. Hasta mi padre colaboraba en el desaguisado, pues empezó a coleccionar la revista de toros El Ruedo y un buen montón de ellas ocupaba parte del armario que teníamos en la galería. En cuanto a los libros que yo adquiría en el mercadillo, a un precio muy asequible, lo mismo eran de magia y brujería (el tema siempre ha requerido mi atención) que de Arte y Literatura, y entre los libros de Literatura destacaban los manuales teóricos, novelas y especialmente poemarios. 
        
De estos últimos me hice con dos nutridas colecciones: la primera se llamaba Laurel (años 50 y 60), en cuyos números figuraban poetas españoles de todos los tiempos e ideologías, como Espronceda, Bécquer, Campoamor, Zorrilla, Lope de Vega, los hermanos Quintero, Quevedo, José María Pemán, Marquina, Jorge Manrique, Villaespesa, etcétera. Este último poeta fue para mí un gran descubrimiento. Su poema La sombra de las manos, dedicada a Valle Inclán, siempre me impresionó.
¡Oh, enfermas manos ducales,
olorosas manos blancas!...
¡Qué pena me da miraros
inmóviles y enlazadas
entre los mustios jazmines
que cubren la negra caja!
¡Mano de marfil antiguo,
mano de ensueño y nostalgia,
hechas con rayos de luna
y palideces de nácar!...
¡Vuelve a suspirar amores
en las teclas olvidadas!
¡Oh, piadosa mano mística!...
Fuiste bálsamo en la llaga
de los leprosos; peinaste
las guedejas desgreñadas
de los pálidos poetas;
acariciaste la barba
florida de los apóstoles
y los viejos patriarcas;
y en las fiestas de la carne
como una azucena blanca,
quedaste en brazos de un beso
de placer extenuada!...
¡Oh, manos arrepentidas!...
¡Oh, manos atormentadas!...” Etcétera.
También en Laurel aparecían poetas hispanoamericanos, como José Martí, Gertrudes Gómez de Avellaneda, Amado Nervo, Sor Juana Inés de la Cruz, José Asunción Silva, Manuel Gutiérrez Nájera, Manuel Acuña, José Ángel Buesa, etcétera. La colección me abrió horizontes hacia algunos de estos poetas que apenas conocía y había leído y que me parecían muy dignos de ser conocidos y leídos, especialmente los tres últimos. De Manuel Gutiérrez Nájera me gustaba mucho una composición titulada Para entonces, que, a petición de mi amigo el pintor, le recitaba a veces.
Quiero morir cuando decline el día,
en alta mar y con la cara al cielo,
donde parezca sueño la agonía
y el alma un ave que remonta el vuelo.
No escuchar en los últimos instantes,
ya con el mar y con el cielo a solas,
más voces ni plegarias sollozantes
que el majestuoso tumbo de las olas.
Morir cuando la luz triste retira
sus áureas redes de la onda verde,
y ser como ese sol que lento expira:
algo muy luminoso que se pierde.” Etcétera.
De Manuel Acuña, me quedaba con los sonetos, aunque había una poesía que, irracionalmente, se convirtió en mi preferida. Era el Nocturno dedicado a Rosario.
Pues bien, yo necesito
decirte que te adoro,
decirte que te quiero
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
que es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto
y al grito en que te imploro,
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión.” Etcétera.
  

Pero quien se llevaba toda mi admiración era José Ángel Buesa. ¡Me recordaba tanto a mi querido Bécquer! Durante un tiempo me sirvió de libro de cabecera y en Jíos sus poemas sonaban sin parar. Todos los miembros de la tertulia aprendimos de memoria el Poema del Renunciamiento.
Pasarás por mi vida sin saber que pasaste.
Pasarás en silencio por mi amor, y, al pasar,
fingiré una sonrisa, como un dulce contraste
del dolor de quererte… y jamás lo sabrás.
Soñaré con el nácar virginal de tu frente;
soñaré con tus ojos de esmeraldas de mar;
soñaré con tus labios desesperadamente;
soñaré con tus besos… y jamás lo sabrás.
Quizá pases con otro que te diga al oído
esas frases que nadie como yo te dirá;
y, ahogando para siempre mi amor inadvertido,
te amaré más que nunca… y jamás lo sabrás.” Etcétera.
También había ejemplares dedicados a poetas extranjeros, como Heine, Schiller, Baudelaire, E. A. Poe… Este último resultó todo un hallazgo, en especial, su extenso poema El cuervo, que, no por extenso, dejaba de gustarme de igual modo. El rotundo estribillo, “Nunca más”, era un redoble fúnebre al final de cada estrofa. Y las dos últimas tienen su aquel.
¡Partirás, pues has mentido,
ave o diablo”, clamé, erguido,
ve a tu noche plutoniana,
goza allá la tempestad.
Ni una pluma aquí, sombría,
me recuerde tu falsía.
Abandona ya ese busto,
déjame en mi soledad.
¡Quita el pico de mi pecho,
deja mi alma en soledad!
Dijo el Cuervo: “¡Nunca más!
Y aún el Cuervo, inmóvil, calla:
quieto se halla, mudo se halla
en tu busto, oh Palas pálida
que en mi puerta fija estás;
y en tus ojos, negro abismo,
sueña, sueña el Diablo mismo,
y mi lumbre arroja al suelo
su ancha sombra pertinaz,
y mi alma, de esa sombra
que allí tiembla pertinaz,
no ha de alzarse, ¡nunca más!”
     
Asimismo había en la colección Laurel números temáticos del tipo Las mejores poesías amorosas de la lengua española, Los mejores sonetos de la lengua castellana, Las mejores poesías de amor portorriqueñas, Las más bellas poesías místicas, o Los mejores madrigales de la lengua castellana, entre los cuales figura el bellísimo y famoso que Gutierre de Cetina dedicó a unos ojos.
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a quien os mira,
no me miréis con ira
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay, tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.”

Todo un clásico.
Aunque casi me gustaba otro tanto el madrigal que Baltasar del Alcázar eleva al dios caprichoso del amor.
Rasga la venda y mira lo que haces,
rapaz, que en esta edad no es hecho honroso
romperme el sueño y las antiguas paces;
desarma el arco, déjame en reposo,
porque la helada sangre no aprovecha,
ni es dispuesto sujeto
donde haga su efeto
la venenosa yerba de tu flecha.
Pero si determinas
con tus armas divinas,
rompiendo mis entrañas,
hacerme historiador de tus hazañas,
ablanda el pecho de esta que te priva
de tu imperio y valor con su dureza,
igual a su belleza,
si no quieres, Amor, que, cuando escriba
forzado en las cadenas,
cante por tus hazañas las ajenas.”


sábado, 9 de mayo de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO, DEFENSA DE LA POESÍA (V)




     Aquel mismo verano, me compré una libreta rayada y empecé a escribir poesía, eso sí, una poesía inspirada en las propias Rimas de Bécquer. En los poemas, donde intentaba medir las sílabas de los versos y ajustarme lo máximo posible a la combinación becqueriana de heptasílabos y endecasílabos, salían ábsides iluminados por la luz de la luna, ajimeces tras los cuales se adivinaba la mano blanca de una mujer, arrayanes junto a surtidores nocturnos, auras suaves y apacibles de melancólicos crepúsculos, blasones heráldicos que tenían esculpidos corazones, briales que ceñían esbeltas cinturas de damas medievales, cantigas que entonaban trovadores enamorados en honor de sus musas, celosías que velaban misteriosamente rostros femeninos, cendales de seda que transparentaban curvas y pieles exquisitas, dédalos de callejas por donde el enamorado de turno camina en busca de la casa donde vive su enamorada, endriagos con mezcla de rasgos humanos y de bestias productos de horribles pesadillas, jaramagos que habitaban solares llenos de escombros y apartados rincones de cementerios aldeanos, lucillos o urnas de piedra donde estaban enterrados personajes importantes, náyades, ninfas y ondinas bajo cuya advocación estaban las fuentes, los lagos o los ríos, reflejos de luna rielando en el haz de los estanques, lagos y ríos, y muchos suspiros y sombras, nieblas, céfiros y olas gigantes, susurros y paisajes vistos a través de un tul, hilos de luz, armoniosos ritmos, fugitivas notas y pupilas nubladas por el llanto, mujeres hermosas y lejanas estrellas, acordes de arpa y de laúd, truenos y relámpagos, castillos en ruinas y tumbas abandonadas, bosques de corales y campos de batalla, deseos que no se cumplen, amores imposibles…, un léxico especial que ya nunca olvidé y que me acompaña aún en los momentos en que busco en el pozo de las palabras alguna que venga bien para expresar lo que quiero.


A diferencia de mi poeta favorito, me acostumbré a poner títulos a mis modestos poemas: Un amor triste, La sombra de su tristeza, Una luz en su ventana, Niebla en el alma, Susurros de ruinas, Una tumba de iglesia, Solos bajo la tormenta y cosas así. El menos malo de todos era uno que se titulaba Mi mano en su corazón.
Llovía en el jardín,
y en el banco vencido del naranjo,
como sombras ausentes,
en nuestro amor soñábamos.
El tiempo no existía,
ni la lluvia ni el banco:
sólo el suave latido de su pecho
besándome la mano.
No sé cuánto duró el bello momento,
pero cuando al fin nos levantamos
y dejamos la lluvia del jardín,
éramos novios confirmados.”

    Esa libreta rayada viajó entre mis cosas a Barcelona cuando un par de veranos después el resto de la familia nos trasladamos a la ciudad condal, en cuya Universidad me matriculé en septiembre para cursar Filosofía y Letras. Para entonces ya había descubierto a otras personas aficionadas a la poesía, y mi forma de escribir había cambiado algo aunque los motivos empezaron a ser otros: Zamora, los 
 recuerdos, el tiempo que pasa inexorablemente, el amor a la naturaleza, la transición de la infancia a la adolescencia, la familia y temas cercanos a la propia existencia.


    Por entonces me inicié en la poesía de Unamuno, y aunque a mí me parecieron siempre los versos del rector salmantino versos de dura fonética, su fondo existencial y profundamente religioso y su intenso amor por las tierras castellanas me hacían pensar mucho.
Tú me levantas, tierra de Castilla,
en la rugosa palma de tu mano,
al cielo que te enciende y te refresca,
al cielo, tu amo.
Tierra nervuda, enjuta, despejada,
madre de corazones y de brazos,
toma el presente en ti viejos colores
del noble antaño.
Con la pradera cóncava del cielo
lindan en torno tus desnudos campos,
tiene en ti cuna el sol y en ti sepulcro
y en ti santuario.” Etcétera.
  




 Y en la lectura de los posiblemente más grandes líricos de nuestra poesía de todos los tiempos, Fray Luis de León y San Juan de la Cruz. En las hermosísimas liras de uno y otro aprendí de todo, especialmente, la aparente serenidad que vela una pasión inmensa. Modelo de poesía intimista y religiosa y existencial y comprometida, dejando aparte la simbología y el mundo de las imágenes y metáforas, tan rico sin duda, son las Canciones del alma de San Juan de la Cruz.

En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa aventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
A oscuras, y segura
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a oscuras, y en celada,
estando ya mi casa sosegada.
En la noche dichosa,
en secreto que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía,
sino la que en el corazón ardía.” Etcétera.
Por mi cuenta, me empapé de las Coplas de Jorge Manrique. ¡Cuánta emoción contenida en una elegía! ¡Y cuánta sentencia universal aplicada a un hecho doloroso y personal! Jamás había leído un llanto por la muerte de un padre tan sereno y equilibrado. Jamás había leído una filosofía humana tan acertada sobre la brevedad de la vida, las vanidades terrenas y el poder igualatorio de la muerte.

"Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquier tiempo pasado
fue mejor.
Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo ha de pasar
por tal manera.” Etcétera.

   Y de la serena melancolía y dulzura del Garcilaso de algunas églogas, como la que nos muestra al pastor Salicio doliéndose del comportamiento desdeñoso y cruel de Galatea, la ninfa de sus sueños.
Por ti el silencio de la selva umbrosa,
por ti la esquividad y apartamiento
del solitario monte me agradaba;
por ti la verde hierba, el fresco viento,
el blanco lirio y colorada rosa,
y dulce primavera deseaba.
¡Ay, cuánto me engañaba!
¡Ay, cuán diferente era,
y cuán de otra manera
lo que en tu falso pecho se escondía!
Bien claro con su voz me lo decía
la siniestra corneja repitiendo
la desventura mía.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.” Etcétera. 


Y, especialmente, de algún soneto, como el que defiende el Carpe diem contra el tiempo veloz y la vejez que todo lo transforma a peor y que ya don Ramón nos lo había hecho aprender en sus clases de Literatura.
En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color de vuestro gesto,
y que con vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende el corazón y lo refrena,
Y en tanto que el cabello, que en la vena
del oro se escogió, con vuelo presto
por el hermoso cuello blanco, enhiesto,
el viento mueve, esparce y desordena;
Coged de vuestra alegre primavera
el dulce fruto, antes que el tiempo airado
cubra de nieve la hermosa cumbre.
Marchitará la rosa el viento helado;
todo lo mudará la edad ligera,
por no hacer mudanza en su costumbre.”





Y desde luego el Machado de Campos de Castilla, con el nombre del Duero siempre en los labios y en la memoria los recuerdos de los días felices vividos en Soria en compañía de su joven esposa Leonor, que luego, con la muerte prematura de ella, se convirtieron en insufribles el resto de su vida, aunque motores vivos de profunda poesía.

¿No ves, Leonor, los álamos del río
con sus ramajes yertos?
Mira el Moncayo azul y blanco; dame
tu mano y paseemos.
Por estos campos de la tierra mía,
bordados de olivares polvorientos,
voy caminando solo,
triste, cansado, pensativo y viejo.”
He aquí cinco adjetivos exactos para pintar al hombre y al poeta tras la trágica experiencia vital que tuvo que vivir.
O este romance que sigue a la composición anterior.
Soñé que tú me llevabas
por una blanca vereda,
en medio del campo verde,
hacia el azul de las sierras,
hacia los montes azules,
una mañana serena.
Sentí tu mano en la mía,
tu mano de compañera,
tu voz de niña en mi oído
como una campana nueva,
como una campana virgen
de un alba de primavera.
¡Eran tu voz y tu mano,
en sueños, tan verdaderas!...
Vive, esperanza, ¡quién sabe
lo que se traga la tierra!”