Mejor comida que la que hacemos en La Catedral, imposible. En el Salón Velázquez y con la compañía silenciosa del Prícipe don Carlos a caballo, Las Hilanderas, La vieja friendo huevos y Los borrachos, los lomillos de ternera al oporto saben a gloria bendita y el tiempo se pierde en el laberinto exacto del mediodía.
En el espejo contiguo me espía mi otro yo, tranquilo y madrileño, fiel incondicional a lo que está ocurriendo este otoño de noviembre en la meseta, a través del Madrid más señero, la Plaza de la Villa, La Almudena, el Palacio Real, la Plaza de Oriente, donde el caballo de bronce sirve de tumba a mil gorriones...
Cuando hace apenas una hora contemplábamos las gigantescas estatuas de don Quijote y Sancho en la cosmopolita Plaza de España, soñaba este yo de mí en otros años de estudio y de viaje por media Piel de Toro, cuando era todavía muy joven y la carne del alma no pensaba aún en absurdas destrucciones.
La madera oscura del marco del espejo me devuelve a este yo de mí, junto a las pinturas de Velázquez, más cercano y tangible, algo más viejo y peligrosamente más maduro que se nutre de vida y de emociones, de miedos y cansancios, de caminatas y miradas y aprende de las calles más que de la guía que lleva en el bolsillo.
La Catedral, en la Carrera de San Jerónimo, oficia su mester de mantel y de cubierto, sirve a troche y moche sus menús y mezcla el vino de los sencillos placeres con el fértil sacramento del vivir y el comer. Y nosotros, como buenos gourmets de la experiencia, obedecemos sumisamente su sabrosa doctrina.
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