jueves, 2 de diciembre de 2010

MADRID ESENCIAL 2010

EN EL PRADO

Dos estatuas de pintores universales españoles anuncian las entradas del Museo del Prado. La de Velázquez y la de Goya. Dentro, el pasmo es contante. Desde el bronce de los Leoni de la cúpula representando a Carlos V y el Furor, hasta la monográfica de Renoir, impresionismo lírico, ni el ojo ni el corazón descansan.


Pese a ello, casi sigue igual todo, los Tiziano, los Greco, los Velázquez, los Bosco, aunque desubicados, como los magníficos señores del paraíso, Adán y Eva, creaciones soberbias de Durero, que ahora, limpias y perfectas, se ofrecen en medio de la sala para que los visitantes vean los trabajos que los expertos han realizado en ellos.


Aparecen sus cuerpos tan limpios que parecen seguir disfrutando del Edén del que fueron expulsados, si no fuera por las hojas que velan sus partes pudibundas y por los letreros que explican los arreglos que han sufrido las maderas que indefectiblemente soportan el el color y el tiempo de sus carnes sonrosadas.



La exposición de Renoir adolece de excesivas visitas. Aún así, vale la pena soportar esa humanidad añadida. Bodegones de peonías y manzanas, paisajes de Nápoles y Venecia, bañistas rubias y atrevidas que atraen las miradas de los más atentos; en resumen, un Renoir en muchos casos afortunadamente desconocido.


El Prado siempre es una caja de sorpresas inacabables para el ojo hecho a la belleza resuelta con pintura y escultura. Tanta carne humana y tanta alma, que se desnudan ante la mirada atrevida de los visitantes. Mitología, Religión, Historia y Vida expuestas desafiantemente a la emoción sin fin de la mirada.


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