martes, 28 de enero de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (III)






Para defender la poesía, ¿qué mejor que dedicar unos versos a un artista que pintó verdadera poesía?

Hace unas horas que en la entrañable conversación con un amigo de toda la vida salió a relucir su nombre.

CASADEMONT

¿Quién le enseñó a soñar el sueño libre,
calmado y gris eterno del paisaje?
¿Quién le enseñó a entender
la soledad pensante de las barcas?
¿Quién le enseñó a mirar con alma niña
la prístina blancura de las casas?
¿Quién le enseñó a sentir
el lírico ascetismo de los árboles?
¿Quién le dio el poder de traducir
el lenguaje inmortal de la naturaleza?


Hay placeres serenos,
estallidos de corazón en calma,
fieles cristales
donde se mira intacta
la belleza del pueblo.
Una barca faena
sin romper el silencio.
Las velas son de sueño,
Los peces de esperanza.
Asomado al milagro,
el artista confiesa
su desnudez callada.

También sabe el poeta de la luz
cruzar umbrales de misterio exótico
y entrar con pies de agua
en patios blancos
donde vaga la sombra del profeta
por arcos de guitarras silenciosas
y fuentes donde se lava el alma.


Las hijas de la tierra,
saya y pañuelo que cobijan juntos
latidos de una edad hecha al trabajo,
salen a misa. El campo aguarda,
justo en su frontera
de mineral y vida.
Y dentro, en el arcón con alma,
altar siempre encendido,
queda atenta la casa.

Camino de la lluvia,
la vista besa enamorada
el llanto del espejo.
Dios aguarda
en la seda de la niebla
navegando en cristales.


Los porches,
atentos a la vida,
son ojos asombrados.
Los campos puros
se solazan
al beso de la luz.
Y en la sombra,
Sobre el limpio silencio de las losas,
una aspidistra escribe su poema
en la aceptada prisión de la tinaja.

Al alba
la vida vuelve y sube
al cielo decidida,
latiendo en la costumbre
de alcanzar esperanzas.
Invierno y muy temprano.
Por caminos de escarcha
se abre paso el carro.
Tras él marcha la hombría
del honesto hortelano.

 Desde el pueblo,
donde el hombre confirma que está vivo,
se ve todo más justo:
El mar tranquilo,
que llena la mirada de proyectos,
y el cielo limpio,
donde el sol es un fuego de esperanza.

Ángeles de la tarde
vuelan en sangre de la herida
del sol agonizante.
El agua sueña espejos
de paz limpia.
En ese tiempo
la noche reza
sobre surcos dormidos
en la paleta.

El día ha recogido sus andamios
en el taller de las sorpresas.
El silencio derrama sus cristales
sobre los ojos magos del artista.
Sólo queda en la playa,
recién nacido, el mar
como una tela de oro.
Y asomadas al brillo de la paz,
como noches que aguardan,
las barcas del poema.

domingo, 19 de enero de 2020

EL AÑO DE DELIBES (I)

En este 2020 se cumple el centenario del nacimiento del gran novelista castellano Miguel Delibes, y quiero colaborar en su celebración con mi pequeño granito de arena. Siempre he considerado al autor de La sombra del ciprés es alargada un dignísimo autor familiar. Sí, estoy convencido de que sus libros son muy adecuados para leerlos en familia; y no sólo los que son narraciones (El camino, Las ratas, Viejas historias de Castilla la Vieja, Los santos inocentes, etcétera), sino también los que hablan de sus viajes (USA y yo, Por esos mundos, Europa: parada y fonda, La primavera de Praga...) o los que tratan de la caza (El libro de la caza menor, El último coto, Con la escopeta al hombro...), de su propia vida (Un año de mi vida, Mi vida al aire libre, VIvir al día...) o de Castilla como referencia personal (Castilla, lo castellano y los castellanos, Castilla al habla).  Hasta las obras de crítica literaria, la más importante de la cuales es sin duda España 1936-1950: Muerte y resurrección de la novela, puede ser lectura coral en casa para conocer de primera mano una panorámica de su propia generación literaria, entre los que figuran autores de la talla de Ferlosio, Aldecoa, Fernández Santos, Carmen Martín Gayte o Ana María Matute.

Dicho lo anterior, mi granito de arena en la celebración del centenario del nacimiento de Miguel Delibes consiste en tratar aquí de un tema que no debe ser muy conocido en su obra: la cocina y la alimentación y todo lo que tiene que ver con ellas. Empezaré con el libro Un año de mi vida y seguiré con otros títulos como El tesoro, Mi vida al aire libre y El camino.


Un año de mi vida (1972)
Un día lluvioso del pasado mes de noviembre me puse a releer Un año de mi vida, de Delibes, y en seguida me vi a salvo en el refugio del libro, donde reina la ternura hacia las personas, los animales y la naturaleza. En una especie de diario que abarca desde junio de 1970 a junio de 1971, el escritor vallisoletano, con su lenguaje castizo, plagado de vocabulario campestre, propio de la vida rural, apartada y silenciosa, nos describe los paisajes castellanos, con continuas referencias  a sus austeros habitantes y a sus oficios y tradiciones seculares y alimentación extraída de la tierra del medio en que viven, rodeados del agua que fluye, del clima continental extremado, de los cultivos, de la caza y de la pesca, de la cocina y la vida familiar…
Se me preguntará por qué éste libro y no otro de la abundante producción literaria de Miguel Delibes. Pues bien, la razón es personal. En junio de 1970 contraje matrimonio con la mujer que sigue siendo el alma de mi familia y en junio de 1971 ya sabíamos ambos que íbamos a ser padres de nuestro primer hijo. ¿No es suficiente? Podía haber elegido El libro de la caza menor o El camino, dos libros que, de profesor de Lengua, propuse de cabecera de lectura en COU y BUP respectivamente, libros por los que siento igual devoción que por Un año de mi vida. Pero elegí este último por la razón expresada en primer término. Gracias por permitirme continuar.
Y digo que aunque fuera llovía sin parar, yo me había olvidado de la lluvia resguardado en el refugio que me regalaba el libro en que Delibes, con su maestría habitual, me hablaba en la nota del 26 de julio de cuánto le había costado atrapar una trucha de kilo con cucharilla, concluyendo de este modo: “Es un bicho hermoso, asalmonado, que cocido y con mayonesa estará como para chuparse los dedos. Ha sido una satisfacción, mayor aún pensando en la que se le saltó a Juan anteayer del mismo tamaño por el dichoso carrete.” Y un poco más adelante me enteré de la angustia por la fruta que sufría Sedano, pueblo burgalés que fue cuna de Ángeles, la esposa del escritor, y lugar de veraneo de la familia Delibes, donde, según sus propias palabras, “la gente llega a vieja comiendo manzanas y miel, los cangrejos y las truchas se multiplican confiadamente en los regatos y los conejos corren libres por el monte sin temer a la mixomatosis.” 


En efecto, en la nota del 8 de septiembre apunta el autor que aunque el año se había portado bien con la fruta, nadie la compra. Y en concreto, “la ciruela claudia aguanta poco, unos días. Y la pera tampoco demasiado.” Con lo que Delibes se pregunta angustiado como uno más del pueblo: “¿Habrá que dejarla perder?” Y si los estómagos españoles no están saturados de fruta barata, “por qué estas peras de Sedano no encuentran por el momento salida a ningún precio?” Y nada más pasar dos páginas, me encuentro el 11 de septiembre unas palabras sobre el té silvestre que había recogido la cuadrilla en unas rocas y cuya infusión tenía “un gusto muy acentuado, entre boldo y manzanilla. Resulta una tisana agradable. Mi mujer dijo que era la misma cosa que compraba su padre hace muchos años a una mujeruca en el desaparecido Mercado del Campillo de Valladolid, y que allí le decían té purgante.” Curiosidades de andar y cazar por el monte que se convierten en familiares que enternecen siempre. Y hablando de su actividad favorita de cazador y de algunas de sus capturas, nos menciona las 302 codornices que, según la nota del 14 del mismo mes, había cobrado la cuadrilla en quince tardes. 

A raíz de eso, Delibes añade que había visto en un restaurante de dos tenedores que la pareja de codornices costaba 105 pesetas. Con su socarronería proverbial concluye: “Si las matemáticas no mienten, en un par de semanas nos hemos merendado 15.000 pesetas de codornices. ¡Somos unos estómagos de lujo!” Pero no se crea que todo es caza y gastronomía en Un año de mi vida, pues junto a estas suculentas notas de diario, hay otras que recogen comentarios literarios de todo tipo, que no sólo versan de tesis, traducciones, adaptaciones cinematográficas, etcétera de obras suyas, sino también de las lecturas que hace Delibes de otros escritores nacionales y extranjeros, algunos de los cuales son, entre los de casa, Camilo José Cela, Fernández Santos, Ana María Matute, José María Luelmo, Francisco Umbral, Vizcaíno Casas, Jiménez Lozano, etc., y entre los de fuera, Solzhennitsyn, Vargas Llosa, Pingaud, Mauriac, Saul Bellow, García Márquez, Huxley y otros. Y también referencias al cine, al fútbol y a otros temas de los que suele hablar la gente normal y corriente de pueblo, como puede ser la matanza del cerdo, tan habitual en aquel tiempo en nuestras tierras castellanas y otras de la península ibérica. La nota del 18 de diciembre, respecto a ese acontecimiento familiar, no puede ser más escueta pero certera y precisa: “A medias con mi hermano Manolo, hemos matado un gorrinote de 120 kilos en Villanueva de Duero. Siempre tuve ilusión por matar un cerdo, pero por fas o por nefas hasta este año no se me logró. El día ha sido propicio, con una escarcha imponente y temperaturas de 7 grados bajo cero. Las morcillas las haremos de arroz y mucha cebolla y, por supuesto, embucharemos el lomo. Pasado mañana comeremos la chichas y el morcillón.”

Eso acabo de releer hoy, un mes más tarde, cuando a mi alrededor se huele la fiesta de Navidad. Hace sol, pero los cristales del balcón del altillo están empañados. Dejo el libro en su sitio y bajo a la cocina donde mi mujer está preparando la comida para cuatro, nosotros dos y los nietos a los que iré a recoger al colegio dentro de un rato.
Han pasado ya unos días de las vacaciones de Navidad, y con la calma que da dejar momentáneamente las comilonas, las bebidas y los dulces de las fiestas, he cogido otra vez el libro de Delibes y lo he terminado hoy, viernes 27 de diciembre, tras enterarme de nuevo de lo que representó para el escritor esta etapa reducida de su vida, resumida por él en datos importantes de su existencia: “Un año es poco más que un suspiro y, in embargo, caben mucha cosas en un suspiro: el cincuenta aniversario del propio nacimiento, el veinticinco de matrimonio, la operación de un hijo, la boda de una hija, la fractura de una pierna (la suya), la muerte de media docena de amigos entrañables…” Y particularmente, con relación al tema que he escogido, la gastronomía y la alimentación, he dado con notas interesantes, como la del 17 de marzo de 1971 en que apunta lo que le ha contado su hijo Miguel sobre la calidad de la leche materna a propósito del análisis que le han hecho a la leche de una amiga suya que acaba de ser madre, la cual “daba una proporción apreciable de insecticida.” “Esto al margen, se sospecha que el DDT determina la esterilidad en muchas mujeres”. “Según parece, continúa la nota diciendo, esto es ahora común a todas las jóvenes madres ya que la fruta, las hortalizas, las aguas de los ríos arrastran una carga considerable de este veneno que se transmite fácilmente al organismo. Ya sólo nos faltaba esto: alimentar a nuestros hijos con DDT.”

En ese mismo mes de marzo Delibes fue a San Sebastián a dictar una conferencia sobre caza y los hábitos de la codorniz, “movida por el progreso mecánico y las asechanzas contantes de que es objeto”, a la cual acudió poca gente porque “a los cazadores, como dice en la nota del día 27, no suele gustarles que les hablen, aunque sea de caza. De no cazar, lo que prefieren es hablar de ellos.” De la jornada de San Sebastián, al margen de la conferencia sobre la migración de la codorniz, que, según el cazador escritor o escritor cazador, que para el caso es lo mismo, “es el ave más versátil y caprichosa de cuantas conocemos”, Delibes destaca la cena de su mujer y él con los hermanos Peña y sus mujeres en un restaurante muy conocido de la capital guipuzcoana, en el que “un coloquio con los Peña ante una merluza a la parrilla siempre resulta una fiesta.”
En una nota de principios del mes de abril Delibes, a petición de un pariente que pensaba publicar un libro de anécdotas de sus comunes antepasados, evoca, entre otros casos, lo sucedido con la hija de unos de ellos que tenía manía persecutoria y mantenía la carabina casi a mano por si se presentaba la ocasión de utilizarla; pues esa hija suya “alardeaba de no comer y por las noches la (sic) dejaban las alacenas llenas de viandas y ella se despachaba a dos carrillos pero a escondidas.”
Y acabo con la referencia que hace el autor de Las ratas en la nota del 13 de mayo a la gastronomía portuguesa a raíz de haber sido invitado a ir a Lisboa al Congreso de Novelistas, invitación que rechaza porque la pierna rota que le tuvo postrado y sin pisar el campo durante varios meses, aunque progresa, “está lejos de poder aguantar museos y rutas turísticas.” Y concluye, ahora con el pretexto de que tampoco anda muy bien del aparato digestivo, “y está también el estómago, reacio a la cocina manuelina a que tan aficionados son los portugueses.” Si Delibes se refiere entre otros platos a la francesinha, que tuve la oportunidad de probar hace uno años en Oporto (una especie de sándwich que lleva un montón de ingredientes, desde pan de molde hasta huevos fritos, pasando por filetes, salchichas, quesos… sin olvidar nunca la salsa típica, picante, que levanta el ánimo más decaído); reconozco que para un estómago delicado o enfermo, como lo tenía el autor castellano en la época en que escribió las notas a que estamos haciendo referencia, es un bocado con demasiada contundencia. Pero supongo que por aquel entonces, 1970-71, la francesinha no habría invadido aún con su volcánica propuesta la cocina portuguesa ni ninguna otra cocina.


miércoles, 15 de enero de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (II)


 ¿Hay algo mejor para defender la poesía que escribirla para decir que en ella caben todos y todo?

Vivir así, en silencio,
en un breve recinto
donde cantan los versos
de los hombres sencillos.

Maragall, Bécquer, Lorca…
Danza, niebla, cuchillo…
Machado, Verdaguer…
Chopos viejos, idilios…
Rosalía... Saudade...
Juan Ramón... Los caminos…
Y España protegiendo
los versos en su nido.


Y hablando de España y de los vientos que soplan por sus puntos cardinales, le digo en poesía:

¿Quién te reconoce, España, entre tanto vuelo herido,
aves lejos de su nido y ríos de su montaña?
Siega ciega la guadaña el grano del bien nacido,
y en los surcos se ha extendido, opresiva, la cizaña.
Teje su tela la araña de pancarta y de partido,
y al insecto distraído le sorbe toda la entraña.
Se desayuna con saña, se trabaja con descuido,
y el que no abusa de olvido, se expresa con la maraña.
Y así no hay modo ni maña de encontrar el buen sentido
que en otro tiempo querido mantuviste siempre, España.

¿Hay algo mejor para defender la poesía que afirmar que sin ella la vida de un hombre no es del todo vida?

La  vida personal y literaria, especialmente en la vertiente de la poesía, del jubilado que escribe estas líneas está en muchos casos relacionada con la tan traída y llevada guerra y posguerra. El jubilado nació un 20 de febrero de 1944, día en que cinco años antes moría en Collioure, huyendo de los horrores de la Guerra, uno de los mejores poetas del país, don Antonio Machado, al que, por otra parte, tanto le debe en su modo de concebir la poesía. En su infancia, pasada toda ella en la posguerra, el jubilado vivió en carne propia sus oscuras secuelas. Un hermano de su madre, afiliado al partido comunista, había desaparecido en circunstancias oscuras; unos dicen que en una cárcel del norte de España, otros en una trinchera de combate y no faltan quienes aseguran que encontró la muerte en la cuneta de un camino cualquiera durante uno de los infelizmente llamados “paseos”; gracias a Dios hoy se sabe que sus restos descansan en una tumba común en el cementerio de León.


El mismo jubilado de pequeño oyó contar a su padre lo que le ocurrió a un primo suyo del pueblo cuando lo llevaban a fusilar a las tapias del cementerio; se conoce que su hora no había llegado aún porque, en un descuido de los matarifes, logró saltar de la camioneta que lo transportaba hacia la muerte en compañía de otros paisanos y logró ocultarse durante semanas en una madriguera de zorro que agrandó con sus propias manos; y aunque perdió algunas falanges de sus dedos, salvó la vida.

Nunca olvidé esas vivencias que, en forma de recuerdos, me siguieron siempre, primero mientras viví en Zamora, y luego en Barcelona, ciudad a la que me trasladé para cursar en su Universidad mi carrera de Filología. Quiso la casualidad o el destino que me inclinara por la vivencia y práctica de la poesía, a la vez que enfoqué mis estudios hacia el camino de la enseñanza.  Y cuando publiqué en 1978 en la editorial barcelonesa Casals mi primer libro, Cangilones de vida, mandé un ejemplar a la tertulia de José Jurado Morales, sin saber que mi futuro literario iba a estar ligado en un primer paso al autor de Sonetos de la Mala Uva, a la tertulia misma y a muchos de sus componentes hasta el momento de redactar estas líneas. Y como digo, envié mis Cangilones allí porque había leído en algún medio que en la tertulia acogían a los poetas noveles y comentaban sus poemas. Algo me decía que mi modesta vida literaria, recién comenzada, iba a estar ligada a José Jurado Morales y su tertulia de la Calle Borrell de Barcelona. De modo que a los pocos días recibí una carta cariñosa que escribía y firmaba una poetisa de la tertulia, Ester Bartolomé, excelente crítica literaria, tristemente fallecida, en nombre de todos sus componentes, en la que me decía que esperaban conocerme en el siguiente encuentro.

Así fue como conocí al poeta de Linares y a un grupo selecto de poetas, algunos de los cuales se encontraban en las mismas circunstancias que yo, es decir, acababan de publicar su primera obra o pensaban hacerlo pronto. Jurado era un hombre mayor, con el cabello blanco y un porte distinguido, casi señorial. Era muy educado y generoso y siempre tenía una palabra de agradecimiento en los labios, él que se prestaba a ofrecernos las ayudas que necesitáramos, él que nos preparaba personalmente el café que tomábamos durante la tertulia. Debo decir que todos esos detalles y otros ayudaron a que no me costara nada integrarme en el grupo más afín que se reunía en torno al poeta, de cuya confianza gocé desde el primer instante. Confianza que compartí con los poetas Vicente Rincón, Antonio Matea y José Carreta. En muchas ocasiones Jurado Morales, entre opinión y opinión sobre los poemas que le llegaban a la revista Azor, de la que era director, o sobre los libros que iba publicando la editorial Rondas, de cuyo asesoramiento literario se cuidaba, nos hablaba de su azarosa vida durante la Guerra Civil y los bombardeos de Barcelona y de cómo tuvo que salir de la ciudad, dada su condición de partidario de la República, con una maleta llena de libros y la ropa necesaria para un par de noches.

Durante una de esas charlas casi confesionales nos habló del escritor falangista Luys Santa Marina, que había sido el primer director del Cuaderno Azor junto con Max Aub. Me llevé una impresión indescriptible el día que Jurado nos contó cómo el entonces presidente de la Generalidad de Cataluña Lluís Companys lo había llamado a su despacho para mostrarle el telegrama que le había enviado José Bergamín, el director de Cruz y Raya, solicitando gracia para la condena a muerte de su amigo Santa Marina. Y un día que acompañamos Rincón y yo a Jurado hasta la parada del autobús que tomaba para ir a su verdadera casa, donde vivía con su mujer y su hija, logramos que nos contara la historia completa del escritor falangista. 

martes, 7 de enero de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. DEFENSA DE LA POESÍA (I)



De un tiempo a esta parte cierto tipo de prensa no deja de insistir en el hecho de que algunos poetas abandonan la poesía para dedicarse a la novela. Añade que esos poetas que dejan la emoción musicada del verso para cultivar la narración cotidiana de la prosa lo habrán hecho porque nunca poseyeron la destreza y el dominio de la preceptiva literaria para escribir poeía como Dios manda y que será raro que lleguen a enseñorearse del arte de contar. Y también que los poetas que desertan de la poesía lo hacen porque consideran “de repente” que el lenguaje poético está siendo hoy ridiculizado y desvalorizado y, en el colmo de la estupidez, que cambian la poesía por la novela porque ésta es más comercial y tiene mayor aceptación lectora que aquélla.


Con todo, me atrevería a pensar que, al margen de esas u otras afirmaciones de cariz similar, debe de ocultarse otro motivo, si es que lo hay, por el que ciertos cultivadores de la poesía saltan al campo de la novela con la pértiga de su inseguridad interior. Y es entonces cuando me hago la pregunta: ¿Esos “poetas” que se pasan a “novelistas” estuvieron alguna vez convencidos de que eran realmente poetas, es decir, de que el lenguaje que empleaban en sus versos poseía el temblor, la belleza, la musicalidad y la profundidad que requiere la poesía?


Dejando al margen toda discusión, como autor de más de diez poemarios publicados, lector de poesía y profesor de Literatura, me veo en la oportuna circunstancia de hacer una sincera defensa de la poesía. Y en contra de Adorno, que afirmaba que “la lírica se ha vuelto imposible después de Auschwitz”, pienso que la poesía es hoy más necesaria que nunca, precisamente para impedir que vuelva a suceder lo de Auschwitz y para hacer posible el hecho de que el ser humano pregone su libertad, sus derechos y deberes a los cuatro vientos. Y si el poeta con su actividad lírica no consigue modificar la realidad que lo rodea, cosa más que probable (¿cuándo, en épocas pasadas, se pretendió eso?), al menos nos regala “una pausa en la que el tiempo está quieto”, como dice Domind, y nos invita a un encuentro con nosotros mismos, es decir,  a vivir un momento único, fuera del tiempo habitual.
Por eso estoy a favor de la poesía, y porque en esencia nos une con “la parte de nuestro ser que no ha sido rozada por los compromisos, con nuestra infancia, con la frescura de nuestras reacciones”, y, al unirnos con nosotros mismos, deja abierta la posibilidad de comunicarnos con los demás.
Y volviendo al hipotético hecho señalado más arriba por cierto tipo de prensa, según el cual los poetas abandonan la poesía para cultivar la novela o cualquier otro género literario, en lo que a mí respecta, por muy mal que me vaya, nunca la abandonaré. Eso lo entendería en el caso de aquellos a quienes les falta el valor, el triple valor que exige el ejercicio de la lírica; a saber: el valor de confesar la propia personalidad, el valor para no falsificar lo que se nombra y el valor que se necesita para invocar a los otros. El alma desnuda del poeta está en su poesía, su autenticidad y la autenticidad de su mundo se recrea en sus poemas, y en sus versos se esconde la imperiosa invocación a los demás, a los hermanos que como él caminan diariamente hacia la muerte con el compromiso humano en el corazón, la voz y las manos. 


Por todo lo anterior, defiendo a la poesía, y por mucho más: porque ayuda a la realidad a ser realidad más clara y transparente, viva y saludable, y porque para el poeta no hay, como para el político o el publicista, palabras importantes y no importantes, sino que sostiene la realidad bajo el enfoque de la palabra justa y precisa, convirtiéndose así en un “higienista del lenguaje". Porque el poeta, el verdadero poeta, examina una y otra vez cada palabra que emplea para que se acomode a la siempre mudable realidad.
Que abandonen los que quieran la poesía para cultivar otro género literario (nadie se lo reprochará puesto que el cambio, en el ámbito que sea, es siempre un síntoma de libertad). Y que el poeta verdadero continúe realizando su hermosa tarea lírica sin pensar en las razones expuestas al principio ni en las pataletas pueriles e injustas de algunos cultivadores del verso trasgresor, como es el caso de Juan Luis Panero, que en las páginas de un periódico se despachó a gusto diciendo por ejemplo de Platero y yo, emblemático poemario en prosa de Juan Ramón Jiménez, que se trata de un perfecto manual de cursilería o que el prometeico poeta zamorano León Felipe es un irritante predicador prosaico. Para sí quisiera el hijo del que fuera gran poeta de la posguerra Leopoldo Panero el lenguaje hondamente lírico de Juan Ramón, trasmisor de la belleza y de la realidad temblorosa y mágica de las cosas elementales y sencillas, o el lenguaje sonoro y auténtico de León Felipe que, como un fuerte viento, grita con dolor y profundidad denunciando el problema diario que es la existencia del ser humano.
Vivan por siempre la poesía y el poeta auténticos.