domingo, 31 de diciembre de 2017

José Mª Gironella en su primer centenario

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Tuve la suerte de conocer al autor de Los cipreses creen en Dios hace más de veinte años cuando compartimos momentos de vida y literatura en la sede de los Premios Don Balón de Novela y Poesía que patrocinaba la Revista Deportiva desde los años 80 y cuyas cenas deportivo-literarias celebradas en el Hotel Ritz marcaron un antes y un después en este tipo de eventos culturales. En esos momentos que compartimos en aras de la amistad y la literatura en la sede de la Revista en la Diagonal de Barcelona, pude conocer de primera mano la personalidad y bonhomía de José Mª Gironella, que tal día como hoy, un 31 de diciembre, nacía hace 100 años en Darnius, Gerona, en el seno de una familia modesta. Ejerció diversos oficios y el descubrimiento de la Historia de Cristo de Papini le cambió el modo de sentir y de pensar respecto de la vida y el compromiso que debe adoptarse ante ella. Con el advenimiento de la Guerra Civil, tras huir primero a Francia, regresó a España y luchó en el bando de los nacionales. Las adversidades de la contienda fratricida le hicieron pensar sobre los motivos y las consecuencias de la misma, reflexiones que cristalizarían con el tiempo en cuatro novelas sobre la Guerra. Una vez casado, se fue con su mujer a París a crearse un bagaje cultural suficiente para entirse a gusto consigo mismo y así poder empezar a escribir Los cipreses creen en Dios, la primera de ellas, que en cuanto vio la luz de los escaparates de las librerías (1953) se convirtió en un gran éxito editorial. Luego llegaron las tres siguientes: Un millón de muertos (1961), Ha estallado la paz (1966) y Los hombres lloran solos (1983), que también obtuvieron un enorme reconocimiento. Antes había conseguido el Premio Nadal con Un hombre (1946), y el Planeta con Condenados a vivir (1971), y después, cuando contaba ya 83 años de edad y tras recuperarse de una hemiplejía que lo puso al borde de la muerte, publicó El Apocalipsis (2001).
Gironella, además del género narrativo, cultivó la poesía (Ha llegado el invierno y tú no estás aquí), el ensayo (100 españoles y Dios, Todos somos fugitivos, Los fantasmas de mi cerebro o Gritos del mar) y numerosos libros de viajes (El Japón y su duende, En Asia se muere bajo las estrellas, China, lágrima innumerable o El Mediterráneo es un hombre disfrazado de mar).
Residió por algún tiempo en el extranjero y murió de una embolia cerebral recién cumplidos los 85 años.

                                         (De izquierda a derecha, Abella, Gironella, Conde y Vizcaíno Casas)

Desde aquí quiero honrar la memoria de Gironella citando un fragmento de su obra más editada, Los cipreses creen en Dios, cuyo protagonista Matías Alvear es un alter ego del propio autor:

"Por fortuna, la herencia moral de la familia Elgazu acudió en su ayuda diciéndole que el objetivo de la religión era precisamente mitigar la pobreza. Y que por ello él se encontraba en el Seminario, bajo aquel techo inalcanzable, para llegar a ser un día vicario —no obispo, como insinuó la gitana—, simple vicario de pueblo, para llamar a las puertas de los ricos y llenar de monedas las manos de aquella niña bizca y de todas las personas de la parroquia que viajaran en tercera mondando naranjas. Al día siguiente, al levantarse, se colocó en la fila con la mejor voluntad. Llevaba aún pantalón corto y le ordenaron: «Di que te traigan unas
medias. Negras».
—¿Medias…?
—Sí. No vas a andar por ahí enseñando esos muslos.
Luego, en el patio, se instaló un barbero con una máquina y unas tijeras, y fue cortando al rape el pelo de todos los nuevos ingresados. Ignacio quedó estupefacto; no había pensado en aquello. Quería seguir el curso de los cabellos que le iban cayendo en el pantalón, en las mangas, en el suelo, pero unos y otros no tardaban en confundirse con los de los seminaristas que le habían precedido. Todo lo aceptó. Que la inmensidad del edificio le diera vértigo, no le sorprendía. Era tan inmenso, que de repente parecía solitario, a pesar de cobijar a trescientos doce seminaristas y estar bajo la advocación de la Sagrada Familia. Pero tenía muchas ventajas. Estaba situado en el centro del barrio gótico. Todos los edificios circundantes eran nobles y su solidez le recordaba, sin saber por qué, la que a veces se desprendía del cuerpo de Carmen Elgazu. Por otra parte, y para que la ilusión fuera completa, se divisaba la cúpula de Correos y Telégrafos, donde trabajaba Matías Alvear."

martes, 19 de diciembre de 2017

EN PAZ CON UNO MISMO Y CON LOS DEMÁS IV


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Ahora que se acerca el momento de elegir a los políticos y los programas que regirán los destinos de la comunidad autónoma catalana a partir del 22 de diciembre próximo, convendría que aprendiésemos a respetar las ideas y opiniones de nuestros semejantes para así poder exigir que respeten las nuestras, y juntos todos acertemos en nuestras preferencias para que el país sea más justo y equilibrado, dejando a un lado los sentimientos más exacerbados, aquellos que nos convierten en radicales. Nunca más a própósito suenan las palabras de Goethe: "Si aceptamos a los demás tal como son, puede ser que los hagamos peores; pero si les tratamos como si fueran ya lo que debieran ser, les ayudamos a convertirse en lo que son capaces de ser."

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Con lo anterior tiene que ver el grado de felicidad que tiene cada ser humano, que depende de la decisión de serlo. Algo parecido dijo Abraham Lincoln: "Casi todas las personas son tan felices como quieren serlo." Hay muchas maneras de definir la felicidad, pero con la que estoy más de acuerdo es la que dice: "La felicidad es la armonía entre lo que se siente y lo que se es." Y para saber si somos más o menos felices, conviene recordar lo que Unamuno pensaba acerca de lo que era la felicidad. Para el escritor vasco de la Generación del 98 es algo que se vive y se siente y es inútil que se intente definir o razonar. Axel Munthe dio en el clavo al afirmar que sólo podemos encontrar la felicidad en nosostros mismos. Es tiempo perdido esperar que venga de otros. A mí me gusta recordar, sin embargo, lo que la novelista Françoise Sagan decía a propósito: "La felicidad, para mí, consiste en gozar de buena salud, en dormir sin miedo y despertarme sin angustia."

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¿Y cómo se pueden lograr esas tres cosas? Cumpliendo con nuestro deber de buenos ciudadanos. Y volviendo al principio, buen ciudadano es aquel que cuando ejerce su derecho a votar en unas elecciones, lo hace pensando en la salud y el bienestar de su país, teniendo en cuenta que, como escribió el mencionado Unamuno, "el mañana se asienta sobre la roca sólida de hoy." 
Y eso lo debemos hacer tanto los jóvenes, que tienen toda la vida por delante, como los de más edad, que en principio tienen más experiencia y sabiduría, que es, siguiendo a Amiel, "una de las partes más difíciles del arte de vivir." En cualquier caso, como decía Leonardo Da Vinci, "la vida bien empleada es larga." 

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No quiero dejar pasar la ocasión de hablar de los jóvenes y de la juventud, término considerado al margen de la edad. Porque, siguiendo a Samuel Ullman, "la juventud no es un periodo de la vida, sino un estado de ánimo; consiste en una cierta forma de la voluntad, una disposición de la imaginación, una fuerza de las emociones, una preponderancia del atrevimiento sobre la timidez y de la sed de aventuras sobre el amor a las comodidades." Aunque seamos mayores de edad, mantengámonos siempre jóvenes de espíritu porque, como dejó escrito Mateo Alemán, el autor de la novela picaresca tituda Guzmán de Alfarache, "la naturaleza siempre favorece a los que desean mantenerse jóvenes." Para ello sigamos el consejo de Torance, implícito en esta frase suya: "Ser joven significa saber adaptarse constantemente a lo nuevo." 
Y lo nuevo ahora es esta situación social y política que en nuestra tierra catalana está provocando la confrontación y el mal entendimiento. En nuestras manos de electores está conseguir que vuelva la armonía entre lo que se siente y lo que se es, para que la felicidad sea algo real y vivo entre todos los españoles que tenemos la suerte de vivir en esta hospitalaria tierra de Cataluña.