martes, 21 de noviembre de 2023

EL CINE DE MIGUEL DELIBES (II)

 


En la página 99 de Pegar la hebra nuestro autor vuelve a tratar el tema de la relación que hay entre la literatura y el séptimo arte. Lo hace en el artículo titulado concretamente Novela y cine. Que ya en las primeras líneas plantea uno de los principales problemas que entraña la adaptación al cine de una novela: “Una novela –incluso las de más breve paginación-- para que quepa en una película de metraje normal, ha de ser podada previamente.” Dice, y una vez superado el problema de la extensión, habrá que aspirar a que la calidad literaria de la novela sea sustituida por la calidad plástica de la película. Delibes en este asunto de la extensión saca a colación a la novelista Susan Sontag (novelista, filósofa, ensayista, profesora, directora de cine y guionista estadounidense), para quien la extensión ideal no debería pasar de los cincuenta folios, citando como ejemplo la película La señora del perro basada en un cuento de Chejov. Nuestro escritor no parece estar conforme con esa fórmula y prefiere darle al director cinematográfico un margen superior de libertad para que haga su propia obra y “nos dé su personal visión sobre un tema”, cualquiera que sea. Para buscar un término medio en esto de la extensión, Delibes cree que “el material literario sobre el que va a operar un director de cine no debería ser demasiado largo pero tampoco demasiado breve”. Y aún matiza más, si el director elige una novela muy extensa para su adaptación al cine, puede escoger dos vías para hacerlo: una, emplear únicamente el hilo conductor de la narración, omitiendo escenas y personajes secundarios; o segunda, filmar solamente un fragmento limitado en el tiempo, olvidando el resto. Sin embargo, eligiendo el primer camino, aun siendo el más ambicioso, a juicio de Delibes, destruiría la novela base; mientras que si opta por el segundo, a pesar de ser el más respetuoso, comportaría “el inconveniente de que ante la película, el lector-espectador se sienta lógicamente defraudado: en la novela ocurrían más cosas.”

Expuesto lo anterior, nuestro autor toma como ejemplo su novela Mi idolatrado hijo Sisí y la adaptación fílmica que hizo de ella el director español Giménez Rico en su obra Retrato de familia, que escogió el segundo camino para resolver el problema que le suponía la extensión de la novela. Y comprende la posición del cineasta, puramente ética: “utilizar una parte y dejar intacto el resto. De los tres libros, de más de cien páginas cada uno, de que constaba mi novela, Giménez Rico únicamente utilizó el tercero con cuatro esporádicas incursiones a lo dos anteriores para aclarar secuencias del último.”

Continuando con el mismo asunto, Delibes menciona los casos de sus novelas El príncipe destronado y Los santos inocentes, en cuyas dos adaptaciones al cine, a cargo la primera del director Antonio Mercero y la segunda de Mario Camus, vivieron muy diferentes modos de llevarlas a cabo. Al estrenar Mercero su película La guerra de papá, algún crítico apuntó que con una novela como El príncipe destronado, de poca extensión y muy rica en diálogos, “el guión estaba prácticamente hecho.” Delibes dijo que en parte tenía razón, pero por otro lado, al guionista le habían resultado igualmente demasiado largas las 167 páginas de la novela porque había suprimido entre otras cosas “tipos episódicos, como el del señor Avelino, el tendero, y escenas bastantes prolongadas co o la escapada de los niños al piso de la tía Cuqui para verla televisión.” Y en cuanto a la adaptación que Mario Camus había hecho de la novela del mismo título, que poseía parecida extensión que El príncipe destronado (176 páginas de letra grande y abierta), ocurrió lo contrario que en La guerra de papá, pues Camus “siguió fielmente la novela que, si corta, no fue para él una camisa de fuerza que le inmovilizara.” Pues eliminó personajes (Rogelio, Irineo) y escenas (Nieves no tiene el momento para expresar su deseo de hacer la Primera Comunión) que habrían desequilibrado la obra. Y por otra parte Camus aporta sus propias ideas (la inserción de la historia de los inocentes o la de la Nieves y el Quirce redimidos).



El cine y la buena mesa es el título de otro artículo que nos interesa tratar en este apartado para cerrarlo con buen sabor de boca. Delibes anuncia al principio del texto que en poco tiempo ha visto dos películas donde la comida (“degustación sensual de exquisitos manjares”) juega un papel importante. Una es The Dead (conocida como Dublineses), de John Huston (basada en un relato de James Joyce titulado como la película y recogido en su novela Dublineses) y la otra, El festín de Babette, de G. Axel. Con el filme de Huston Delibes se reafirma en la misma impresión que le había causado la lectura de la novela de Joyce, el cual “pone más ternura y comprensión que acritud en el juicio de sus compatriotas.” Dicho lo cual, nos recuerda que en el relato en que se basa el filme dos viejas profesoras de música y su sobrina regalan una cena de fin de curso a los alumnos de su academia, según costumbre. Pues bien, los personajes de la película se la pasan prácticamente toda ella comiendo. Sin embargo, “la comida como rito, las relaciones con los vecinos de mesa, las evocaciones, los comentarios generales, el discurso final, prevalecen sobre la plasticidad de los manjares.” Y a destacar el estudio profundo de los personajes que realiza Huston, entre otros, las ancianas inseguras, el fracasado, el borrachín provocador, la discípula preferida..., que otorgan cierto interés a tan larga secuencia y que, “sin la sensibilidad de su autor, hubiera resultado insoportable.”

 


 

En El festín de Babette, la criada del mismo nombre que sirve a dos hermanas ancianas también como en la película de Huston, ofrece una comida a los feligreses de una parroquia para celebrar el centenario del nacimiento de su pastor, durante la cual tienen lugar secuencias tan parecidas a las de la comida de Dublineses, que hace pensar a Delibes que o bien “Axel conocía la obra de Huston o a la inversa.” La originalidad de Axel, sin embargo, objeta Delibes, “estriba en el hecho de haber cargado el acento (…) en el aspecto puramente visual de las viandas. La preparación de los platos (…), su aliño, condimento y adorno (…) dominan sobre la entidad de los comensales y hacen la boca agua al espectador de buen diente.” Finalmente, Delibes destaca la singularidad de ambas películas que, aunque están inmersas en la corriente hedonista de la época, “han tenido el valor de cambiar la cama por la mesa (…), el desnudo por el bodegón.” Y tras constatar que, al fin y al cabo, “el instinto placentero sigue moviendo a los protagonistas, mas en este caso el placer es gustativo”, tanto Huston como Axel ven en el hecho de compartir la mesa “una oportunidad de comunicación entre seres habitualmente encerrados en sí mismos.” Es más, están de acuerdo los dos cineastas “como una válvula de escape (…) para hacer aflorar los sentimientos y rencores que de otro modo se pudrirían indefinidamente en los corazones de los hombres.”




sábado, 11 de noviembre de 2023

MIGUEL DELIBES Y EL CINE (I)

 


Delibes cinéfilo


Antes que nada conviene constatar o dar por hecho una vez más que entre el cine y la literatura (preferentemente el género narrativo, novela, cuento... y, en menor grado, el teatro) siempre ha habido un entendimiento eficaz que ha proyectado de manera parecida a ambas formas de expresión artística. Aún podría afinarse más la afirmación de que cine y literatura pueden caminar de la mano. Sin que tal afirmación incluya la de cine=literatura, como muy bien puntualizó en su día José Mª de Martín en su libro Para comprender el cine. Y sigo con él. Las relaciones que puede haber entre literatura y cine son diversas.

Levinson acertó al definir el cine como novela plástica, no como literatura plástica. De ahí que a partir de la definición clásica de novela se pueda definir el film del siguiente modo: “Obra cinematográfica (en vez de literaria) en que se narra una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer a los espectadores (en vez de lectores) por medio de la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes, de caracteres, de pasiones y de costumbres.”

Y aunque Levinson cree que la novela es el único género literario capaz de ser vertido al cinema, de Martín, con razón acertada, le sigue pero con un par de matices muy importantes: “Es la novela, sin disputa, el género más apto para su traducción en imágenes, mas no el único.”

Otra advertencia referida a la adaptación al cine que se hace de ciertas obras literarias teniendo en cuenta los buenos y malos resultados que han dado: “No todas las obras literarias tienen posibilidades cinematográficas. Y cita el ejemplo del Don Quijote, película coral dirigida por el cineasta alemán Georg Wilhelm Pabst, que no es digno del de Cervantes. Rodó tres versiones (una alemana, otra inglesa y una tercera francesa, que fue la única que le satisfizo algo, y eso que la adaptación la hizo el novelista Paul Morand y la música, Jacques Ibert y el papel importante lo encarnó el cantante bajo de ópera ruso Fiódor Ivánovich Chaliápin, “Mal resultado no achacable al director checo, concluye de Martín. La mejor novela clásica del mundo no es cinematografiable.”


 

Por último, y antes de encarar la relación probada positivamente entre Delibes como autor y persona con el mundo del cine y algunas de sus novelas con el Séptimo Arte en sí (nos referimos a sus adaptaciones, por supuesto), no gustaría recordar la opinión de Correa Calderón en el Debate del Teatro y el cine: “No tenemos por qué exigir que la literatura (...) sea trasladada a la pantalla con todas sus incidencias y recovecos. Basta que sea el punto de partida para el vuelo. Felizmente cine y literatura son cosas dispares.”


Y empezamos.


 

Es conocida la afición que siempre mostró Miguel Delibes por el Séptimo Arte. Por citar un dato curioso, ya desde su infancia empezó a guardar las entradas de colores de los cines Lope de Vega y Roxy de su ciudad natal, Valladolid. Por otro lado, también es sabido el hecho de que el propio Delibes escribiera guiones televisivos y que uno de sus primeros trabajos literarios  fuera el de hacer de crítico de cine para su periódico El Norte de Castilla, “haciendo obligatoria la presencia de películas en su pensamiento durante sus años de aprendizaje novelesco, lo cual puede haber aumentado el campo común compartido por las dos artes en sus escritos”, como muy bien dice Janet Pérez. Y en uno de sus muchos artículos escritos sobre su estrecha relación con el cine narra la experiencia que vivió como figurante en la película de Orson Welles Mr. Arkadin. El artículo en cuestión se titula Yo trabajé a las órdenes de Orson Welles y se publicó en 1986 en el diario ABC. Y unos años más tarde recuerda esa experiencia de extra en su libro Pegar la hebra (Destino, 1990), que “traducido a palabras pobres significa entablar conversación”, una conversación sobre los temas que a Delibes le inquietan, le interesan o le divierten, son sus propias palabras, para que los presuntos lectores “mentalmente, asientan o disientan de mis puntos de vista”, añade el escritor. De esos temas destaca el fútbol, la gastronomía, la censura, el cine y la novela, los dos primeros de pura evasión, y los otros tres “muy serios y apropiados para la reflexión”. De modo que el cine es, como nos habíamos imaginado, un tema importante. Y con el artículo “Yo trabajé a las órdenes de Orson Welles” arranca el libro de esta manera: “La muerte de Orson Welles me lleva a recordar la primavera de 1954 cuando visitó Valladolid con el objeto de rodar algunas secuencias de su película Ms. Arkadin. Mr Arkadin, película francesa estrenada al año siguiente de su rodaje, es un film de intriga con duración de cien minutos en el que un marinero, tras encontrar a un hombre moribundo que antes de exhalar su último suspiro pronuncia las palabras “mister Arkadin”, realiza un conjunto de investigaciones que le conducen a un misterioso millonario que posee un imperio industrial y que vive encerrado con su hija en una mansión de la Costa Azul. Arkadin, ese es su nombre, sufre amnesia y le pide al marinero que investigue su pasado. Pues bien para el rodaje de aquellas secuencias Welles escogió el Colegio de San Gregorio, sede por otra parte del Museo de Escultura Policromada de Valladolid, cuyo secretario era compañero de El Norte de Castilla, periódico donde trabajaba Delibes. Y hablando los redactores del rodaje de la película decidieron participar como extras a la orden de Welles “quien ofrecía un módico estipendio –no sé si de diez o quince pesetas-- y un bocadillo de jamón serrano de madrugada para reponer fuerzas.” Los periodistas debían formar parte de un abigarrado carnaval de época que subían y bajaban por la escalinata de piedra de la sala de baile sirviendo de fondo bullanguero a unas cuantas escenas sentimentales protagonizada por Bob Arden. La cuestión es que el director, que no estaba conforme con la indisciplina y la pasividad que al parecer mostraban los figurantes, sin hacer el menor caso al megáfono de Orson Welles, aunque “nos hizo repetir la escena más de veinte veces”, escribe Delibes. Para concluir unas líneas más adelante que el asunto del rodaje en San Gregorio acabó como el rosario de la aurora. Por lo visto tuvo consecuencias inmediatas: “la polémica que se armó con motivo del rodaje al considerar un grupo de ciudadanos que aquel tinglado eléctrico, a base de enchufes y conexiones, constituía un riesgo de incendio para nuestros santos de palo y nuestra gran decepción de figurantes al comprobar, meses después, en el estreno de la película, que ni nosotros, ni las escenas de Bob Arden, ni las del baile de máscaras en la escalinata (…) tenían sitio en la película. Orson las había suprimido.”



En el artículo La mirada del actor Miguel Delibes habla de un actor de cine y teatro que conoce muy bien, Francisco Rabal, por haber interpretado en la gran pantalla dos personajes muy diferentes de sendas novelas suyas, el señor Cayo, un hombre de pueblo pegado a la tierra, a la que ama y de la que vive, protagonista de El disputado voto del señor Cayo (1978), y Azarías, un hombre deficiente mental enamorado de los pájaros que tiene un papel muy importante, en Los santos inocentes (1981). A propósito de Francisco Rabal, Delibes afirma que “hay actores versátiles a los que el paso del cine al teatro, o a la inversa, no les afecta demasiado, lo que no quiere decir que sea lo mismo actuar para el teatro que para el cine, ya que el primer plano vino a revolucionar la expresividad anteponiendo el gesto al ademán”. Y eso lo dice pensando en la interpretación que Rabal hace del protagonista de la película El disputado voto del señor Cayo. Sabido es que el actor se metió en el teatro para llegar al cine y para ello permaneció un lustro en los escenarios para adquirir soltura, controlar su cuerpo y sobre todo su rostro “por alcanzar una austeridad expresiva”. El primer paso serio lo dio en Nazarin, de manos de Buñuel, “un poco rígida todavía, pero convincente.” Después del cineasta aragonés, Rabal se puso a las órdenes de otros directores y gracias a ellos se obligó a sí mismo a “estar siempre alerta, impidiéndole el amaneramiento”. Estoy siguiendo el hilo argumentativo de Delibes. Y así Rabal llega, para el escritor, a la cumbre de su carrera como actor cinematográfico bajo la dirección de Mario Camus cuando interpreta el papel de Azarías, un deficiente mental, en Los santos inocentes. Sin embargo, dice Delibes, “la figuración de Rabal, impecable, se diluye (,,,) al tratarse de un filme muy habitado (recuérdese que junto a Rabal trabajan en la película actores de la talla de Alfredo Landa, Juan Diego, Terele Pávez o Agustín González)”. Aun así, la interpretación de Rabal no desmerece para nada. Al contrario, como afirma Delibes, “en la interpretación del personaje de Azarías cabe la demasía, pero Francisco Rabal no incurre en ella. Su tonto es un tonto comedido, templado, absolutamente convincente.”

Con todo, las posibilidades y “la provisión de matices que atesora la madurez” de Rabal, se manifestarán cumplidamente como actor de cine en El disputado voto del señor Cayo. “El señor Cayo-Rabal es aquí el eje, afirma Delibes, y Giménez Rico le trata como a tal, recoge la cámara, y durante muchos minutos del filme la historia se registra en los ojos del actor.” Para concluir, hacia el final del artículo, que con esos ojos el viejo campesino “comunica el apego a la tierra (…), su humanidad profunda, su orgullo, su soledad” y también denotan “perplejidad, humillación, incredulidad, rebeldía... En suma, se trata de una mirada polivalente, la mirada (…) de un gran actor cinematográfico.”