Por la noche se desató un fuerte temporal en la región, y por algunas ventanas que dejó el sobrino abiertas el día anterior irrumpieron la lluvia y el viento, los cuales hicieron serios destrozos en varias dependencias de la casa. Cuadros rotos por el suelo, los papeles del escritorio revueltos y mojados y varios carteles teatrales que siempre habían sido una alegría para el difunto acabaron totalmente destrozados. En este deplorable estado encontró la casa el sobrino al día siguiente. Al punto pensó que algún extraño espíritu mandado por su difunto tío quería burlarse de él. No tocó nada. Su rostro era un espejo donde se reflejaban la rabia, el miedo y la perplejidad. Y obcecado con una idea, se acercó a la inmobiliaria del pueblo y puso la casa en alquiler, no sin antes dejar dicho que buscaba a una persona que entendiera de libros para tasar el precio de la abundante biblioteca que poseía la casa.
Casualmente uno de los empleados de la inmobiliaria, que conocía de oídas a Berni, le puso en antecedentes sobre las peticiones del heredero. Encantado con la idea, Berni se puso en contacto con el nuevo dueño de la casa y, aceptadas por ambas partes las condiciones del contrato del nuevo trabajo, Berni empezó su labor aquel mismo día. A las pocas horas de estar revisando el contenido de la biblioteca, descubrió tras una hilera de libros un cuaderno escrito a mano; entre sus páginas halló poemas y fragmentos de prosa realmente bellos pertenecientes a varios escritores de la literatura universal. Realmente, las perlas literarias recogidas en aquel cuaderno le parecieron a Berni las inequívocas muestras de un alma sensible y exquisita. En un sitio leyó: “...Aguas claras y puras,
Cuando Berni cerró el cuaderno, se frotó los ojos y respiró profundamente. Instintivamente abrió el cajón de la mesa y halló el magnetófono que había estado oyendo el sobrino. Lo sacó y lo puso en marcha. Escuchó durante un tiempo la voz grabada en él y para su sorpresa descubrió que los fragmentos oídos coincidían con los que acababa de leer en el cuaderno. Entonces tuvo una corazonada. Como empujado por una fuerza ajena a él, se levantó del escritorio y se dirigió hacia una de las paredes de la biblioteca; allí empezó a leer en voz alta los lomos de los libros.
--¡Joder! Ahora va a resultar que los trozos grabados en ese aparato y los escritos en el cuaderno pertenecen a las obras cuyos lomos estoy leyendo en este momento. Esto tiene que significar algo.
Pero al punto reaccionó.
--Por otra parte, es lógico que los fragmentos escritos y grabados hayan sido extraídos de los libros que tenía su dueño.
Sin embargo, el corazón le volvió a dar un vuelco.
--Pero ¿y si el dueño quiso dejar dicho algo relacionado con esos trozos literarios? Desde luego yo no me quedo sin averiguarlo.
Y sacó de su nicho en el estante Guerra y paz. Era un volumen que se conservaba bien. Lo abrió. El olor a tinta vieja entró raudo por su nariz. Allí, ante él estaba Tolstoi con mil horas de trabajo y el cerebro puesto al servicio del corazón. Parte de la eterna Rusia latía en aquellas páginas. Pero otro tipo de latido el que buscaba Berni en el libro. Pasó las hojas febrilmente hasta llegar al pasaje donde el pequeño Nicolás dormía a la luz de la débil lamparilla. Y...¡sorpresa!, allí encontró la causa y el efecto, todo en uno, de la corazonada que había sentido momentos antes. ¡Un billete de cien euros adornaba maravillosamente la página como un cielo de primavera! Lo mismo hizo con los demás fragmentos y los libros de los que habían sido sacados. Respecto del fragmento que se iniciaba con “ Y en esto comenzaba diciembre...”, descubrió que pertenecía a Pereda y al único libro que del escritor cántabro poseía la biblioteca, El sabor de la tierruca; así pues, otro billete de cien euros brilló en sus manos al abrir el citado libro. El resto de los billetes fue apareciendo en Marta y María, la preciosa novela de Palacio Valdés; El alcázar de las perlas, drama del modernista Villaespesa; En Flandes se ha puesto el sol, del dramaturgo catalán Eduardo Marquina, modernista como el anterior; El párroco de aldea, del portugués Alejandro Herculano...
En cuanto acabó con el magnetófono, decidió tomarse un respiro, y al girar la cabeza reparó en un cartel arrugado y húmedo que había en el suelo, a pocos pies de la mesa. Lo estiró como pudo y vio sobre el papel representada una escena cuyos personajes tenían puestos sus nombres bajo ellos: Doña Paula, Ginés, Don Jerónimo, Bartolo... (todos eran personajes de un conocido dramaturgo francés). Al punto pensó que entre los libros de la biblioteca debía de hallarse alguno referido al teatro de Moliére; en efecto, en el lugar destinado a los autores franceses encontró el libro que buscaba, El médico a palos. Pasó las hojas con avidez buscando el billete correspondiente, pero allí no halló ninguno. Decepcionado, dejó el volumen en su sitio y regresó al escritorio para ojear el cuaderno manuscrito. Eso sí que respondió como esperaba, pues en el libro de Lamartine, del que se había copiado El Crucifijo, encontró entre sus amarillentas hojas la sonrisa inmaculada del billete de cien euros. Y lo mismo en Hojas de otoño, de Víctor Hugo; y en La Divina Comedia, de Dante, en cuyo Infierno encontró Berni el cielo inconfundible del billete; y lo mismo en el Cancionero, de Petrarca; y en el Orlando furioso, de Ariosto; y en Hamlet; y en El Paraíso perdido, de Milton; y en el Fausto, y en los Cuentos de Andersen...
Antes de dar por terminado su trabajo y de llamar al sobrino para hablarle de la biblioteca de su tío, Berni se reservó un día más para cerrar algunos cabos sueltos. De momento, ya estaba bien lo que había sacado en claro y... en dinero, posiblemente la herencia que el antiguo dueño de la casa había legado a quien fuera capaz de amar y comprender el lenguaje misterioso y fecundo de los libros y la literatura y no a un sujeto cerril como su sobrino. Encima de la mesa había un buen fajo de billetes, que ya eran suyos porque, sobre la marcha, había ideado un plan para quedarse legalmente con todo aquel dinero.
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