lunes, 27 de febrero de 2012

Fotografías que hablan

Una puerta al pasado
En la muralla de la ciudad del alma existe una puerta que permanece abierta al mundo del pasado, que es el mundo de siempre porque sobre el pasado, si es bueno, se levanta el edificio de nuestra vida. Esa puerta es la de Doña Urraca, acceso mágico que el caminante que viene de la Puerta de la Feria y los barrios extramuros se encuentra de golpe si quiere entrar en el casco viejo de la ciudad, donde duermen los recuerdos dispuestos a despertar con sólo acariciarlos con las yemas de la nostalgia. Yo los he acariciado centenares de veces en la distancia y he podido entrar en la alcoba sagrada de la infancia y adolescencia, y he revivido junto con los míos aquellos momentos en que nos acercábamos a la Plaza de la Leña, que es la que espera nada más cruzar ese arco que lleva el nombre de la que fue la reina de la ciudad durante el famoso sitio; digo que nos acercábamos a esa Plaza para ver las procesiones de Semana Santa que pasaban y siguen pasando por este entrañable lugar. Es mucho lo que me dice este Arco, y por ello traigo aquí su imagen, que ilustra una de las páginas de mi Cuaderno de Sísifo.

martes, 21 de febrero de 2012

Memorias de un jubilado


Un año más
Ayer cumplí un año más, y la vida sigue. Estoy rodeado de gente que me quiere, de otra gente que se acuerda de mí y de otra gente que, sin tener que ver mucho conmigo, me hace la vida más llevadera. A las dos primeras clases de gente, entrañable y necesaria, no hago más que darles las gracias constantemente, y ahora en mi jubilación, cuando creía que las cosas iban a cambiar, que no ha sido muy sustancialmente, con más razón.
De calçotada familiar en una masía del Montseny, jugando con mis nietos, hablando con mis hijos de cómo les va la vida y el trabajo, tan difícil de sostener hoy en día, recordando con mi mujer el camino que hemos abierto juntos codo con codo, agradeciendo a los hermanos sus palabras de cariño y de ánimo para seguir adelante, y a los amigos poetas y no poetas, a los alumnos y alumnas que se acordaran de mí y me felicitaran en facebook... Y a la tercera clase de gente que, aunque anónima, hace, como decía, más llevadera y fácil mi vida cotidiana de escritura y de lectura, también le agradezco lo que hace por mí. A Internet que me abre mágicos horizontes para poder escribir mis blogs y hacerlos llegar a todas partes del mundo para que lectores desconocidos de toda raza, lengua y condición puedan acceder a mis modestos conocimientos y a mi aún más modesta labor de creación, tanto en verso como en prosa. Quiero darle especiales gracias a Amazon.es por haber puesto a mi servicio una potencial biblioteca de clásicos a un coste cero en un objeto pequeño, manejable y directo, al que yo llamo familiarmente mi biblioteca de una página, y es que con unos sencillos movimientos digitales se puede acceder al Quijote, la Divina Comeda, las novelas de Galdós, la poesía de Bécquer o Byron en una pantalla blanca que espera pacientemente la ocasión de encenderse para ofrecerle al lector la palabra mágica de la literatura archivada previamente en el personal Kindle. En el tren, en la playa, en casa o fuera del domicilio habitual, siempre tengo a punto mi biblioteca de una página para pasar un rato junto al Papa Luna en Aviñón, con Dante en su viaje por el Infierno o escuchando las confesiones íntimas de Bécquer.

sábado, 18 de febrero de 2012

Memorias de un jubilado

Ayer, 17 de febrero, se cumplieron muchos, muchos años del nacimiento del poeta español que más ha influido en mí. Me refiero a Gustavo Adolfo Bécquer, que tal día del año 1836 nacía en Sevilla para gloria y honor de nuestra poesía, tanto en verso como en prosa.
Desde que en los años sesenta mi hermano mayor me regalara un libro de Plaza y Janés con lo mejor de Bécquer, no ha pasado un año en que no deje de dar las gracias a uno y a otro por poner en mis manos tanta belleza y emoción. Las Rimas me las aprendí de memoria y no había una sola Leyenda de la que no supiera repetir pasajes enteros. Tanto leí y releí ese primer libro de Bécquer, que se me metió muy adentro y mis primeros balbuceos poéticos los di imitando la contenida expresión del poeta sevillano. Y no he parado nunca de investigar y escribir sobre la vida y la obra de mi poeta español favorito. Hasta que hace unos años empecé a escribir el texto, no sé si novelado o ensayístico o ambas cosas a la vez, cuya primera parte incluyo hoy en esta entrada.

UNAS CUANTAS NOTAS PARA HABLAR DE BÉCQUER (I)

Yo no sabía qué hacer con todo aquello que tenía ante mí en la mesa de escribir. Había estado durante meses reuniendo material y ahora que pensaba que había acabado de reunirlo no sabía cómo empezar la redacción de mi trabajo. Ni siquiera sabía sobre qué escribir. Lo único que entendía era que Bécquer iba a ser el personaje principal de mi historia.
Por otra parte, estaba muy cabreado porque hacía unos días había perdido casi toda una novela sobre el viaje que el poeta había realizado presumiblemente a Cataluña el año 1860. La tenía en el disco duro de mi portátil y, por un virus o por otra causa que desconozco, de un día a otro ya no pude localizar el documento. Eran casi ciento cincuenta páginas que había titulado La promesa (como una de sus menos conocidas leyendas). Había logrado escribir todas esas páginas sin citar una sola vez el nombre de Gustavo Adolfo Bécquer. Con el nombre del poeta había resuelto el problema que desde un principio me parecía insalvable.
Le hacía pensar, escribir una carta interminable con su hermano Valeriano, entablar conversaciones con personajes de ficción como la chica morena de Can Patacano de Bellver o el labriego con que en una excursión por los alrededores se encuentra el poeta a las afueras de la población, el cual le cuenta la leyenda que corre desde siglos por la comarca sobra la cruz de hierro que Bécquer acaba de descubrir en las inmediaciones de Bellver. O en Gerona con el bachiller de artes que le explica el tesoro que oculta la Catedral de la ciudad del Oñar. O el vecino de San Andrés Palomar que en el viaje en diligencia hacia Barcelona le pone al corriente sobre las cinco horcas que hasta mediados del siglo XIX aún se mantenían en pie en las cinco entradas principales de la ciudad condal y, sobre todo, le cuenta la historia de las quintas y la sublevación que su pueblo llevó a cabo contra la imposición central del Servicio militar. Y ya en Barcelona, sus relaciones con Eugeni Terrassa, personaje que buscaba con ahínco uno de los libros que Gustavo había leído desde pequeño, que le había abierto el interés por Cataluña, su arquitectura y sus tradiciones y que seguía sirviéndole de guía por su viaje catalán, que no era otro que Recuerdos y bellezas de España, de Piferrer.
Allí, sobre la mesa, tenía el librito de la colección El cuento azul, una novelita pequeña en cuya portada aparecía pintada una zona de La Alhambra, con sus muros adornados de rosales y naranjos, una entrada con arco de herradura y una torre almenada, y al pie una cartela con la siguiente información: GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER. UNIDA A LA MUERTE


Volví a abrirla una vez más, ya perdida la ilusión que había experimentado la primera vez que la vi antes de adquirirla en el Mercadillo de San Antonio por la irrisoria cantidad de cinco pesetas, y me encontré de nuevo con la Nota preliminar.
Esta novela breve, que hasta hoy ha permanecido inédita, pertenece a la serie de fantasías y caprichos que el poeta tenía proyectados y en los que reflejaba con prodigiosa fidelidad costumbres y ambientes exóticos, para él por completo desconocidos. A esta serie pertenece El caudillo de las manos rojas, y tenía perfectamente planeados Luz y nieve (estudio de las regiones polares), La Diana india (estudio de América), La Bayadera (estudio indio).
Una copia del manuscrito original la guardaba entre sus papeles el gran amigo de Bécquer, Juan de la Puerta Vizcaíno, de cuyas manos pasó a las de Julio Nombela, también compañero inseparable del poeta.
La dedicatoria "A la señorita M. L. A." coincide con la de la última de las Cartas desde mi celda.

En un principio pensé mezclar los nombres que aparecen en la nota anterior y crear un relato con ellos; hasta hice un breve borrador en el que aparecía el poeta enfermo pidiéndole a Vizcaíno que quemara Unida a la muerte porque era un refrito de un cuento de Irving y partes de su propia leyenda El caudillo de las manos rojas, petición que ya había formulado sin fortuna a su amiga del alma la señorita Manuela Lista Alcaide, de quien siempre había estado enamorado platónicamente y aún lo siguió estando durante mucho tiempo en que ella ya estaba casada con el magistrado madrileño Lucas Salmerón. El caso fue que Vizcaíno estaba dispuesto a obedecer la voluntad de Bécquer, hasta que intervino Nombela, que se hizo con el manuscrito y lo mantuvo guardado mucho tiempo esperando una buena ocasión para darlo a conocer. El tiempo pasó, el poeta murió y el manuscrito quedó arrinconado en el olvido. Y un día en que paseaba Manuela Lista Alcaide por el Parque del retiro, acompañada de su esposo, topó casualmente con Julio Nombela; hablaron de la vida y del tiempo y de cómo unos se van y otros vienen bajo la amenaza constante de la muerte, y salió a relucir el viejo manuscrito de su común y desaparecido amigo. Y convinieron pagar a medias los costes de su publicación.
(Continuará)

lunes, 13 de febrero de 2012

Una novela del siglo XVIII


22. Atando cabos

Lo que ocurrió en la casa de la señora Milá me da hasta vergüenza contarlo. Allí estaba, en medio de la reunión, nuestro amigo Valentí, acompañado de un hombre esquelético y cetrino, de manos grandes y ojos pequeños como cabezas de alfiler intentando dormirlo con un péndulo de oro. Sabíamos que había venido de Gerona y había estudiado con Casal, uno de los ayudantes de mi admirado Feijoo. Era una especie de médico rural especializado en enfermedades raras. También sabíamos que había curado a un enfermo mental de Tossa al que había diagnosticado previamente de posesión diabólica. Si el fraile benedictino levantara la cabeza… En fin, que su presencia allí, en la casa de la señora Milá, haciendo no se sabe qué cosas a Valentí para aliviar su mal, nos hizo sospechar a Ortega y a mí que tras toda aquella parafernalia de hipnosis o algo parecido se escondía un fraude de padre y muy señor mío. Por lo visto, el mal de Valentí sólo tenía curación si el hombre esquelético y cetrino de manos grandes y ojos pequeños le quitaba de la cabeza la obsesión que tenía por su amigo Carretero, fallecido en trágicas circunstancias, una especie de sentido de culpabilidad complicado con crónicos dolores de nuca.
Antes de dar por terminada la sesión, el hombre esquelético y cetrino guardó el péndulo y se puso a alabar el trabajo y el significado de los impresores en estos términos:
--En estos tiempos oscuros los impresores se han convertido en los grandes artífices de la cultura que busca la elevación de los valores superiores del hombre y acerca cualquier conocimiento de la índole que sea a aquel que posea verdaderamente el afán ineludible de asumirlo.
Ortega y yo nos miramos con complicidad y sin que pudiéramos evitar una sonrisa. Sonrisa que se disipó al momento cuando vimos que nuestro amigo Valentí se ponía en pie como un autómata y echaba a caminar hacia un cuadro del salón en el que aparecía un montón de libros antiguos. Al llegar a él alargó la mano como para coger el volumen que estaba pintado abierto. Instante que aprovechó el hombre de rostro oscuro y consumido de carnes para soltarnos otra de sus tonterías:
--El libro siempre ha sido el contenedor de la sabiduría superior y del secreto principal del universo. Valentí acude a él en busca de respuestas para el problema que lo confunde. Pero ya las está descubriendo. La sonrisa que aflora a sus labios así lo manifiesta. Luego, quizá mañana, tras una noche de descanso, se levantará como nuevo, con la serenidad completa habitando en su corazón y en su mente.
Luego se acercó a nuestro amigo y le ayudó a volver a su silla. Allí le pasó las manos por los ojos y le pidió que los abriera. Valentí miró a su alrededor como confuso y luego dejó caer sus brazos.
--Es lógico que esté cansado –dijo el hombre mirándonos a todos—y más después de vivir la agotadora e importante actividad que acaban de presenciar.
Dos días después nuestro amigo tuvo una recaída y hubo que ingresarlo de urgencia en el Hospital. Con lo que mi intención de encargarle centenares de copias del manuscrito del Feligrés fiel a su fe para que, una vez repartidas en sitios estratégicos de la ciudad condal, el mundo de la clase social burguesa y alta se enterara de qué clase de gente gobernaba la Iglesia barcelonesa, se quedó en eso. Sólo me quedaba, abusando de las dolorosas circunstancias por las que pasaba mi amigo, jugar la baza de proponérselo en el Hospital.


Y cuando iba a verlo, me encontré a la Viuda Entretenida en la puerta de la galería de pintura de La Canuda. Mejor dicho, fue ella quien me encontró a mí. Noté una mano en mi hombro y al girarme la vi. Salía de la galería de presenciar una exposición de un sobrino suyo al que, de repente, según me dijo ella, le había dado por pintarrajear una docena de lienzos con motivos bucólicos.
--Entre ellos—añadió--, Diana con el arco y las flechas y un ciervo a su lado, Hércules destrozando las fauces de un león, Eurídice subiendo del infierno en pos de Apolo… Pero sin gracia ninguna. No sé dónde ha aprendido a pintar este sobrino mío.
De repente, la luz de su rostro se nubló.
--¿Qué ocurre?—pregunté alarmado.
--Tengo que darte una terrible noticia, hijo mío.
Temí lo peor.
--¿De qué se trata? No me diga que…
--Si estás pensando en eso, así es. Tu madre adoptiva, la señora Grau, lleva enterrada dos días. Y lo más triste es que murió en la más completa soledad. Por lo que veo, nadie te ha dicho nada. Ese malnacido de Dalmau tan cruel como siempre. Y eso que está hecho un guiñapo de persona, esperando de un momento a otro la visita del enterrador. Ojalá hubiera sido él el difunto. ¿Quieres que nos refugiemos en algún sitio para hablar?
--En otro momento, señora. Ahora iba al Hospital a ver a un amigo.
--Cuando quieras. Ya sabes que puedes contar con mi ayuda y mi discreción. Hasta la vista. Y cuídate, hijo. Que tienes un aspecto deplorable.
Se cogió del brazo de una de las amigas de su grupo habitual y partió en sentido contrario, hacia el Portal del Ángel. Y yo me quedé un momento clavado en el suelo, anonadado por la noticia de la tragedia y presa de una indignación sin límites.
Para más INRI, en el Hospital encontré a un Valentí deshecho y delirante que no fue capaz de reconocerme.
A partir de ese día, se desencadenó el resto de los acontecimientos que provocaron mi huida más que precipitada de Barcelona. Primero fue mi artículo sobre la Virgen del Pino que apareció en el Diario con la consecuente amenaza de muerte de que fui objeto por parte de los sicarios de don Matías. Después ocurrió el humillante asesinato de mi amigo Ortega en su propio domicilio y la segunda advertencia que me dejaron escrita los mencionados más arriba. Yo, que ya estaba harto de todo y que la muerte en circunstancias penosas de mi madre adoptiva, la señora Dalmau, me acababa de dar la puntilla, corté por lo más sano y tiré por la calle de en medio. No tenía para entonces mucho que perder: una salud de flor de invernadero había convertido mi cuerpo en una fuente de calamidades mientras que, por otra parte, daba por terminada mi carrera de corresponsal en Barcelona. Así que cogí la carta con la lista inculpadora que tanto había evitado hasta entonces dar a conocer, al menos mientras viviera la señora Dalmau, y la incluí en la que pensaba que sería mi colaboración del Diario, colaboración limitada a denunciar las alevosas muertes de mis amigos causadas por la intransigencia de personas como don Matías, el párroco de Santa Ana, o mi padre adoptivo el señor Dalmau, entre otras, que, bajo el disfraz de un celo exacerbado por preservar la religión católica y el buen nombre de nuestro Rey y de sus instituciones políticas contra herejes y revolucionarios sociales y laborales, se dedicaban a extorsionar y perseguir a gentes honradas que se dedicaban a cumplir con su trabajo cotidiano bajo la sospecha de infringir la moral y las buenas costumbres, cuando ellos mismos no habían dado precisamente buen ejemplo ni en su papel profesional o religioso ni siquiera en el ámbito reducido de su comportamiento personal y familiar, como era el caso de don Matías y el de mi padre adoptivo el señor Dalmau.
Arriesgándome más de lo debido, aunque, como he dicho ya. no me importaba, me acerqué ese mismo día al domicilio de Ortega, que seguía revuelto y abandonado desde que la policía retirara el cuerpo muerto de mi amigo, para conseguir el manuscrito del feligrés fiel a su fe. Todo estaba patas arriba. Pese al desorden y abandono que reinaba allí, comprobé para mi alegría que los secuaces del cura de Santa Ana, en su precipitada y violenta búsqueda, no habían dado con la caja azul del Indiano. Y allí estaba, oculta por la mesa donde mi pobre amigo había hecho gran parte de su vida barcelonesa. En ella seguía el libro de Voltaire con el manuscrito que ponía a bajarse de un burro al párroco de Santa Ana en aquella turbia historia suya con la mujer de mala vida que se había acogido a la benevolencia del Convento de las Hijas Arrepentidas de Santa Magdalena. También hallé entre el manojo de cartas dirigidas al Indiano una del que fuera mi mejor amigo cuando intentaba abrirme paso en mis quehaceres literarios y que tan bien se había comportado siempre conmigo, Albert Comte. Allí estaba su dirección de Madrid y, en caso de verme perdido, buscaría apoyo en él.
Con un equipaje medianamente abultado en el que metí la parte más interesante del contenido de la caja azul del Indiano, cogí un coche de caballos camino de la Corte. Por mi cabeza pasaron velozmente los recuerdos de los momentos más felices vividos en compañía de mis amigos Valentí, Ortega, el Indiano, Albert Comte… Y enseguida los que tenían que ver con mi madre adoptiva la señora Dalmau. Después, los relacionados con mi verdadera familia, mis auténticos padres, mi hermana. Finalmente, vinieron a mi mente algunas imágenes de las monjitas del orfanato y del tiempo que allí pasé hasta que me adoptaron los señores Dalmau i Grau. ¿Es que me iba a morir? ¿Por qué venían ahora aquellos recuerdos del orfanato a consolarme? ¿Qué hubiera pasado si no me hubieran adoptado los señores Dalmau i Grau? ¿Habría sido de otro modo mi vida? El traqueteo del coche de caballos me sacó de esos pensamientos y, a cambio, me provocó un violento ataque de tos que asustó a mis acompañantes. El hombre que iba sentado frente a mí, posiblemente un físico, abrió su bolsa de mano y sacó de él un pequeño frasco y una cucharilla de alpaca. Esperó a que me tranquilizara un poco y luego me ofreció la cucharilla llena de un líquido oscuro y espeso.
--Está prescrito contra los fuertes ataques de tos—dijo--. Tómese ahora esta dosis y otra cuando se acueste esta noche. --Y me dio el frasco con el jarabe; luego añadió:-- Y no deje de ir a un médico lo antes posible.
Le di las gracias. En cuanto a consultar con un médico mi dolencia, ya sabía lo que me iba a decir.
El viaje, largo y pesado, me dejó para el arrastre. Aún así no paré en dos días de hacer mis averiguaciones. Quería dejarlo todo arreglado por si la Parca me cortaba el hilo de la existencia. La primera me llevó hasta la calle Cervantes donde estaba la sede del Diario, un caserón del siglo anterior de dos plantas y un jardín pequeño al fondo del vestíbulo, que, mirado desde fuera, podía parecer la vivienda de un noble venido a menos, y no un lugar que era realmente. Una vez en el vestíbulo pregunté por el Ilustrado de Madrid. El que me atendió me preguntó quién era yo y le contesté mostrándole algunos de mis artículos publicados en el Diario.


--¡Ah!, el corresponsal de Barcelona—dijo con cara de decepción--. Espere un momento aquí, que voy a avisar al dueño de su presencia.
Volvió al cabo de un momento acompañado de un anciano de barbita blanca y ojos achinados, apenas visibles bajo los quevedos que cabalgaban sobre su nariz de judío. Éste me miró fijamente y dijo, tras saludarme con escuetas palabras:
--No debía haber dejado Barcelona sin ponerme unas letras. Ahora aquella ciudad cosmopolita y oscura habrá quedado huérfana de luces, tras la muerte de Ortega y su cobarde huida.
Sus palabras me hirieron en lo más profundo y a punto estuve de censurar su poca consideración con otras palabras más duras, pero pareció leer mis pensamientos y dijo:
--No me entienda mal. Lo que quiero decir es que ahora más que nunca me hacía usted falta allí. A punto estaba de mandarle refuerzos tras la carta que me envió pidiéndome ayuda y esperaba hacerlo después de leer su última colaboración, que, por cierto, ya está en las prensas, aunque esta vez el contenido es de gran envergadura. No necesito explicarle por qué. Pero vamos a lo que me interesa más. ¿Dónde se aloja? Porque debe de estar alojado en algún sitio de Madrid, ¿no?
--He venido directamente aquí del coche de caballos que me ha traído de Barcelona. Pero quisiera decirle algo sobre lo que acaba de decirme de mi última colaboración…
--Ya tendrá ocasión de decirme lo que quiera cuando esté debidamente hospedado. Conozco una posada que no queda muy apartada de aquí y cuyos balcones dan a la Plaza Mayor. La vista desde ella le reconfortará. Su dueño es amigo mío. Preséntese a él de mi parte y descanse hasta mañana. A primera hora irá a buscarle mi ayudante—dijo señalando al que me había atendido--. Y ya veremos qué nuevo destino le busco en la Corte. Ahora retírese a descansar. Hasta mañana.
Y me estrechó la mano por primera vez dando por terminada su intervención.
Con mi equipaje a cuestas eché andar hacia la posada. Dos o tres veces detuve el paso para tomar aliento porque el pecho me hervía de un modo inusual, si bien la tos, a la que temía más que a un nublado, se había convertido momentáneamente en un leve carraspeo que me convertía en una gallina que acababa de poner un huevo. Nada más llegar a la Plaza Mayor, topé con un mozo de ciego que preparaba con su amo los bártulos para cantar una de esas canciones que narran crímenes de descuartizamientos que tanto gustan a la gente simple y vulgar. Le pregunté por la posada que buscaba y me indicó con gestos el lugar exacto de su ubicación.
La escalera de acceso olía a col que tiraba para atrás. La subí con gran esfuerzo y al llegar a la puerta, toqué la campanilla que colgaba a un lado. Me abrió un hombre grueso y colorado que se quedó esperando a que recobrara el resuello. Conseguido a medias éste, cambié con el hombre dos palabras, las precisas para presentarme de parte del dueño del Diario, y tras dejar el equipaje en la habitación que sería mi nueva vivienda a partir de entonces, le pregunté al posadero si estaba lejos la dirección que figuraba en la carta de Albert Comte. Por las indicaciones que me dio, deduje que la morada de mi amigo se encontraba no muy lejos de allí, a espaldas del Teatro de los Caños del Peral. Y allí fui con la esperanza de abrazar a mi viejo amigo y llevarme una alegría en medio de tanta tristeza e infortunio.


Pero no fue así. El criado que me abrió la puerta me comunicó que ni el señor ni la señora estaban en casa y que no volverían hasta pasado el domingo. Escribí en el vestíbulo una breve nota diciéndole que acababa de llegar a Madrid y dónde estaba alojado, para que el sirviente se la entregara cuando volviera. Luego, mohíno, regresé a la posada y me tumbé en el lecho dispuesto a dormir de un tirón hasta el día siguiente. El hambre que sentía no era nada al lado de la enorme fatiga que me había dejado el cuerpo sin apenas fuerza para abrir de nuevo los párpados. Y dedicando un dulce recuerdo a mi madre adoptiva, desparecida en tan trágicas circunstancias, y esperando que con la llegada del nuevo día mi destino en Madrid me hiciera olvidar los malos tragos de Barcelona, con la satisfacción añadida de que había cumplido con mi obligación al denunciar la traición y la mala vida del señor Dalmau y el cura de Santa Ana al frente del grupo formado por el señor Figueras, el señor Ezquerra y los demás, me abandoné en brazos de Morfeo

domingo, 5 de febrero de 2012

El poema del mes

UN FOGONAZO PURO
“Siempre la claridad viene del cielo”
C. Rodríguez

Figuras blancas en un claustro.
Luz excesiva,
metáfora del saber inalcanzable,
matriz de la conciencia,
un fogonazo puro.
Agua que abraza en una llama
el cielo con la fuente de la vida.
Es el agua cristal,
el árbol que regala doce frutos,
uno cada mes, y cuyas hojas
dan salud al enfermo.
Un fogonazo puro, insoportable.
No más luz, dijo Goethe,
y con razón
porque esa luz nos lleva a la ceguera.
Figuras pensativas, temerosas,
a punto de abatirse derrotadas,
ahora cierran los ojos
habitadas de gracia.
Figuras blancas, puras,
como el misterio cruel de la mirada,
como el espacio prístino del sueño.

viernes, 3 de febrero de 2012

Una novela del siglo XVIII

21. Pelea nocturna

Ortega me acompañó al piso para buscar la caja azul del Indiano. Se nos pasó la tarde y gran parte de la noche examinando su contenido. Se nos acabó el vino y echamos mano a una frasca de ratafía que estaba en la alacena desde que Albert me la regalara pocos días antes de irse de Barcelona y cuya existencia había olvidado por completo.
En la caja había varios volúmenes de la Enciclopedia y cartas y documentos y una docena de libros en ediciones francesas e inglesas. Apenas hablamos de Bacon y de la ordenación de temas hecha por D’Alembert y Diderot siguiendo El árbol de los conocimientos humanos del primero, de la polémica que suscitó con los jesuitas el Prospecto de la Enciclopedia redactado por Diderot, de la tolerancia religiosa de la obra que elogiaba a algunos pensadores protestantes y clasificaba la Religión como una rama de la Filosofía, del abandono de D’Alembert cuando el Estado retiró los permisos a los impresores, y poco más. Nos centramos enseguida en el asunto del sueño de Valentí. Ni Ortega ni yo podíamos creer que nuestro amigo se hubiera embarcado en una superchería tan grande. Aunque estábamos de acuerdo en asistir a la tertulia el martes siguiente sólo para ayudar a Valentí.
Cuando, cansados de hablar y de beber, dimos por terminada nuestra reunión, y Ortega, con los tomos de la Enciclopedia (prefirió dejar para otra ocasión las cartas y los documentos, así como los libros ingleses y franceses de la caja azul del Indiano) iniciaba su marcha, se le cayó de uno de los volúmenes de la Enciclopedia una carta reciente escrita de puño y letra del Indiano y dirigida a él. Ortega se agachó para recogerla. Dejó la carga sobre el escritorio y a la luz de la lámpara de aceite que allí había la leyó en silencio. Luego me contó lo más importante de su contenido. Era un agradecimiento y un perdón y una despedida anticipada y un asunto del que prometió hablar largo y tendido en la próxima ocasión.
Eso, la ratafía y el humillo que soltaba el aceite de la lámpara, le arrancaron un torrente de lágrimas. Luego dijo:
--Me voy. Y lo dicho. Seguiremos hablando otro día, que yo ya no puedo más.
Yo tosí dos veces y noté un fuerte dolor en el pecho.
--Y tú necesitas descansar—añadió antes de desaparecer.
Luego me fui a dormir, pero estuve no sé cuánto tiempo sin poder conciliar el sueño. El miedo a un ataque de tos y algunas taquicardias, originadas por el vino y la ratafía, me impidieron descansar. Y cuando al fin parecía que me había quedado dormido, unos ruidos en la puerta del piso me tiraron de la cama a punto de sufrir un paro cardiaco. Encendí una lámpara y me acerqué temblando a la puerta. Arrimé el oído a la madera y esperé conteniendo la respiración.

--Soy yo—dijo asustado al otro lado una voz que reconocí como la de Ortega.
Le abrí sobresaltado.
--¿Qué ha ocurrido? –le pregunté mientras dejaba la lámpara sobre la mesa.
--Es largo de contar. Deja que me siente y descanse los brazos --dejó los volúmenes de la Enciclopedia sobre el escritorio y, sentándose en la silla, respiró algo más aliviado--. ¿Te queda algo de bebida?
Fui a por la frasca de ratafía y le eché en un vaso el culo que quedaba.
--Esto es lo que hay.
Miró el vaso y dijo:
--Espero que sea suficiente –se lo bebió de un trago y chascó la lengua; luego añadió:-- Cuando salí de aquí todo estaba tranquilo en la calle, pero en cuanto di dos pasos noté que dos esbirros me seguían. Me metí en la galería de pintura para despistarlos y al principio pareció que sí. Sin embargo, para cerciorarme de que ya no me seguían, bajé hasta las Atarazanas y me metí en una taberna para tomar algo, aunque ya iba sobrado.
--Para llenar esa piel—dije para romper un poco lo tieso de la situación—necesitas todo el vino del Penedés.
Rió forzadamente y luego siguió contándome el resto de su aventura nocturna hasta la llegada a la taberna de dos hombres, que entraron discutiendo sobre la corrida de los toros.
--Uno decía que era un arte y otro una salvajada. Se arrimaron a la barra y pidieron, sin dejar de discutir, una jarra de vino andaluz, al parecer la bebida típica de la taberna. Perdona, no te había dicho que la taberna la regentaba un oriundo de Sevilla que había adornado la pared del mostrador con imágenes de la Torre del Oro, la Giralda y varias vistas del Guadalquivir entre sotos y arboledas y que no dejaba un solo instante de hablar de su querida tierra con un acento muy acusado. Mientras se bebían la jarra de vino, se cansaron de discutir sobre los toros y la emprendieron con la caja de rapé, y mientras uno decía que con las cajas nacaradas se conservaba intacto el aroma del tabaco molido de su interior, el otro defendía las virtudes de la caja de madera de boj.
Luego pidieron otra jarra de vino y se pusieron a discutir sobre las pelucas. Uno las defendía a gritos y el otro le replicaba diciendo que las pelucas hacen a los hombres parecerse a las mujeres. El primero se ofendió y agarró por la manga a su compañero. Forcejearon un momento hasta que uno de ellos, el más delgado, fue alcanzado por un puñetazo del otro en la cabeza y cayó al suelo como fulminado. El vencedor salió huyendo de la taberna. Nadie se movió de su sitio. Entre el tabernero y yo ayudamos al caído dándole unas friegas en la nuca con agua fría hasta que abrió los ojos. Luego, a duras penas, logró levantarse también ayudado por nosotros y nos tendió la mano agradecido. Le invité a sentarse a mi mesa y se sinceró conmigo diciéndome que siempre andaban su amigo y él discutiendo por cosas baladíes y que las peleas solían acabar del mismo modo, cargando él con los platos rotos. Era ya muy tarde cuando salíamos los dos de la taberna del andaluz y, tonto de mí, me ofrecí a acompañarle a su casa. Y aquí viene lo inesperado. Resulta que antes de llegar al cruce con la calle Hospital, vi en la esquina con la Rambla, apostado al pie de un farol de aceite, a otro hombre que miraba hacia nosotros como esperando alguna cosa. Enseguida sospeché que la pelea, la caída y lo demás había sido una farsa urdida por los dos individuos que me seguían desde que salí de tu piso. Y me separé instintivamente de mi acompañante, que, al verse descubierto me agarró por un brazo mientras esgrimía en la otra mano un cuchillo con intención de clavármelo en alguna parte del cuerpo. Yo no estoy acostumbrado a estos lances, pero en un momento de peligro soy capaz de todo, como cualquier ser humano, y, de un rodillazo dado en salvas sean las partes, di con mi agresor en tierra. Luego eché a correr hacia las callejas más oscuras y, sin mirar atrás y echando los bofes en la carrera, llego hasta tu portal. Lo demás, ya lo sabes.
Acabó Ortega su narración y le pregunté si le habían seguido hasta mi piso sus perseguidores. Me contestó, lógicamente, que no lo sabía, pero de haber sido así ya habrían hecho acto de presencia. Y, con ese miedo dentro de nuestros cuerpos, él, apoyando la cabeza en los brazos sobre el escritorio, y yo, acostado sin desvestirme en la cama, pasamos la noche sin pegar ojo.
Mi amigo se fue nada más despuntar el día y quedamos para el martes en la casa de la señora Milá.

jueves, 2 de febrero de 2012

De vista, de oídas, de leídas

La gemela de Mona Lisa
A veces la historia del arte ofrece misterios que más tarde o más temprano la labor incansable del investigador acaba por desvelar. El último, el descubrimiento en el Museo del Prado de una copia de La Gioconda, obra cumbre de Leonardo da Vinci, que en un principio se creía obra de un pintor flamenco. Tras los trabajos de limpieza y las consiguientes investigaciones, se ha llegado a la conclusión de que esta copia la debió de hacer un discípulo de Vinci mientras el maestro ejecutaba la original. El parecido es sorprendente, salvo el típico "sfumato" del maestro y la misteriosa sonrisa de la verdadera Gioconda, la del Louvre, que en la obra del alumno ha quedado en un velado intento. Y es que en la mayoría de las veces el talento del maestro se explica solamente por la excelencia del discípulo, y el azar misterioso que acompaña a la obra genial sólo es asequible al verdadero artista.

Si observamos detenidamente las tres imágenes siguientes, vemos la diferencia sutil entre la primera de ellas, a la izquierda, la Gioconda original de Leonardo da Vinci, y las otras dos, en las que tenemos en primer lugar la copia tal como fue descubierta y, a la derecha, un claro detalle de la misma tras su exhaustiva labor de limpieza. En esta última imagen comprobamos a la perfeccción el detalle que apuntábamos acerca de la misteriosa sonrisa que convierte a la obra de Da Vinci en única en la historia del arte. Aquí es una ensoñación melancólica exenta de la menor insinuación de alegría. Sin embargo, de la mirada de la verdadera Gioconda, combinada con el gesto de sus labios, se deduce la luz de una incipiente sonrisa que puede estallar de un momento a otro en una explosión de alegría.
De cualquier modo, las dos hermanas van a ser expuestas próximamente en el Louvre. Y de este modo los amantes del arte podrán comprobar en directo los parecidos y diferencias que existen entre ellas.