viernes, 24 de diciembre de 2010

PROSAS DE ANTAÑO

Una más de Cabeza de Tortilla


15. El caso de la biblioteca (Primera parte)


Escribiendo lo del Sastre y el zapatero, Berni recordaba la diversidad de profesiones y oficios que había tenido que desempeñar a lo largo de su vida. Y le vino a la memoria el más curioso de todos y también el más lucrativo, que fue el de tasar el coste de una biblioteca que un sabio romántico dejó en manos de un sobrino suyo que sentía muy poco amor por las letras.
En una localidad vecina vivía un sabio romántico que, ya viejo y moribundo, se dedicó a grabar en un magnetófono fragmentos en prosa y verso de sus autores favoritos y a escribirlos en un cuaderno. Y una vez terminado este trabajo, sabedor de que sus horas estaban contadas, en su lecho de muerte se puso a revisar la película de su vida hasta que la muerte se lo llevara definitivamente. En primer lugar recordó a una chica del pueblo que fue su primer amor y cómo lo dejó una noche en que junto al río le recitó muy lentamente y con tono declamatorio estos versos:
“Son tus labios un rubí
partido por gala en dos,
arrancado para ti
de la corona de un dios”.
La chica debió creer que el joven que le decía aquello no estaba en sus cabales y, levantándose del banco que ocupaban, se alejó de allí sin decir palabra para nunca más hacerle caso.
Ahora el moribundo romántico iba a realizar el último viaje y estaba preparado. El sacerdote del pueblo le había confortado con el último de los sacramentos. Miró a la ventana y vio que la mañana se abría paso poco a poco con su luz trémula y reciente. Tendido en el lecho, notó que los dolores volvían a acosarle. Luego se fueron al tiempo que unos gorriones llegaron a la ventana con un alboroto pasajero. Torció la cara hacia el crucifijo de la pared y sus labios murmuraron estos versos:
“Baja otra vez al mundo,
baja otra vez, Mesías.
De nuevo son los días
de tu alta vocación.”
Luego sonaron los ruidos de unos cacharros abajo en la cocina, que serían de la enfermera que lo cuidaba. El agónico romántico fijó su vista en el techo. Un mapa de humedad le exigía poéticas exploraciones; unas veces la mancha le parecía una flor gigantesca o un libro deshojado y otras un arpa silenciosa y algo deformada. Susurró:
“Si quieres, ¡oh vate!, que al hombre conmueva
con himnos gozosos o tristes el arpa,
en vez de sus cuerdas, pon otras de fibras
que arranquen del fondo, del fondo del alma.”
Las manos las tenía enlazadas sobre el lecho, como acostumbrándose ya a la postura tranquila de la muerte. Y recordó de nuevo su primer amor. De repente sonó una especie de estampido fuera, como el de un cohete al estallar en lo alto. Había olvidado que era la fiesta del pueblo. Y aquella especie de cañonazo le hizo recitar con fuerzas que había sacado de no sabía dónde:
“Oigo, patria, tu aflicción,
y escucho el triste concierto
que forman, tocando a muerto,
la campana y el cañón.”
Jadeando por el esfuerzo, su memoria volvió a la época de estudiante en la Universidad, al día en que recibió una carta que anhelaba vehementemente. Unas lágrimas resbalaron por sus amarillentas y arrugadas mejillas. Luego el agónico romántico se sumió en un sueño profundo. Despertó al oír la lluvia en la ventana y el coro de unos niños cantando en la calle:
“Que llueva, que llueva,
la Virgen de la cueva,
los pajaritos cantan,
las nubes se levantan,
que sí, que no,
que llueva a chaparrón
con azúcar y turrón...”
No pudo por menos de recordar retazos de su propia infancia. Recordó a su madre que lo estaba peinando en el balcón.
La enfermera entró de puntillas en la habitación, se acercó a la cabecera y le tomó el pulso. Luego le secó con un paño el sudor que le perlaba la frente. Antes de abandonar el cuarto se cercioró de que la ventana estaba perfectamente cerrada. El moribundo notó que cada vez le costaba más esfuerzo mantener los ojos abiertos. Los niños, fuera, no dejaban de chillar ni de reír. El romántico volvió a ver en sus recuerdos una imagen de su infancia y musitó entre dientes:
“¡Oh dorada ilusión de alas abiertas,
que a la vida despiertas
en nuestra breve primavera hermosa!”
Una pausa de silencio. Con gran esfuerzo logró bajar la mirada hacia el crucifijo de la pared, y recordó los años infantiles en que había sido monaguillo en la iglesia parroquial. El pan de ángel, el misal, el vino dulce de las vinajeras, el oloroso incienso, el arca de madera negra y pesada donde el cura, don Alberto, guardaba la ropa de oficiar..., todo eso se arracimaba en su memoria ofuscándole sus verdaderos sentimientos. Con la mirada fija en el crucifijo y la mente clavada en aquellos años, balbució:
“No pretendo comprenderte
ni llegar a definirte,
tan sólo aspiro a sentirte,
a admirarte y a quererte...”
Y así se quedó, y así lo encontró la enfermera cuando al cabo de un rato volvió a entrar para suministrarle la medicina. Luego miró su reloj, salió de la habitación rumbo al vestíbulo y allí marcó un número en el teléfono de góndola. Esperó unos instantes con el auricular pegado a la oreja.
--¿Es usted, doctor?... Sí, acaba de morir… Como usted diga, doctor.
Y colgó. Fue a su cuarto, recogió su bolso y abandonó la casa. Fuera, la fiesta del pueblo seguía con su música y sus cohetes.

El único heredero del sabio romántico era un sobrino lejano poco amante de los idealismos de su pariente. Así que al día siguiente del entierro de su tío, se presentó en casa del difunto y fue directamente a la biblioteca. Nada más entrar en ella se sentó en la silla del escritorio y, valiéndose de un manojo de llaves que había en el primer cajón, abrió el baulillo con labor de taracea que había sobre el mueble. De su interior sacó un pequeño magnetófono y, tras consultar su reloj, puso en marcha el aparato. Al punto empezó a sonar la voz de su difunto tío.
“Y en esto comenzaba diciembre; desapareció por completo el sur; y aunque la alfombra de verdura, en todos los imaginables tonos de este color, cubría la vega, la sierra y los montes, porque estas galas no las pierde jamás el incomparable paisaje montañés, los desnudos árboles lloraban gota a gota el rocío o la lluvia de la noche...”
El sobrino, al escuchar la voz grabada de aquel chalado romántico que había sido su pariente, no sabía qué estaba buscando en realidad, pero tenía la sospecha de que algo muy importante se escondía en aquella casa que, por herencia, le pertenecía y que el camino que debía seguir para encontrarlo se hallaba en los escritos de su tío o en aquel maldito magnetófono que había estado manipulando al final de su larga enfermedad. Y siguió escuchando la voz grabada del anterior dueño de la casa deteniéndolo de vez en cuando para llegar a la misma conclusión: ¿Qué sentido tenían aquellas palabras pertenecientes a diversos escritores que su tío había grabado en el magnetofón? Nunca había sido listo ni siquiera buen estudiante. Así que toda aquella literatura vieja le sonaba a música celestial. Echó una ojeada a lo que le rodeaba, libros por todas partes, en las paredes, en las mesas, en los rincones del piso. Una mueca de desprecio apareció en su rostro mientras la voz de su tío seguía sonando metálicamente en el aparato que tenía ante sí:
“...Es paz en medio de la guerra
fundirse en uno siendo dos...
La única dicha que en la tierra
a los creyentes les da Dios...”
No estaba el sobrino para aquellas florituras líricas, pero siguió escuchando el magnetófono. Y lo hacía con tanta fuerza que le pareció de pronto notar en la grabación algo anormal. No sabía decir con exactitud el qué, pero un detalle que acababa de escuchar le hizo rebobinar la cinta y escuchar de nuevo el último fragmento:

“...La PRINCESA está triste... ¿Qué tendrá la PRINCESA?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La PRINCESA está pálida...”
--¡Ya lo tengo!—exclamó el sobrino con una sonrisa bobalicona--. La palabra PRINCESA está grabada con voz más alta que las otras. Eso tiene que significar algo. ¡Claro! Ahora recuerdo que en la galería cuelga un cuadro que representa a una doncella hermosa que bien podría ser una princesa.


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