martes, 25 de febrero de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. La Semana Santa de Zamora (II)





En Zamora en Semana Santa todo parecía alado y feliz y, mientras duraba, se alejaban de ella los problemas cotidianos y domésticos. Lo que durante el resto del año se ponía cuesta arriba, la semana que iba del Domingo de Ramos al Domingo de Resurrección inundaba de ilusión los corazones de los mayores y, especialmente, los nuestros, que al fin y al cabo hasta el problema más grande lo achicábamos con nuestra inherente inconsciencia, tan necesaria, por otra parte, para que nuestra infancia siguiera permaneciendo invulnerable ante las heridas de la vida, que ya llegarían. 
Nuestra ilusión empezaba el domingo de las palmas, en que estrenábamos alguna prenda de vestir y saboreábamos el primer helado del año, y alcanzaba el grado sumo el domingo siguiente, en que las campanas y los cohetes anunciaban que Jesús había resucitado, mientras su “paso” subía la Cuesta del Pizarro, seguía por Ramos Carrión y llegaba a la Plaza Mayor, donde se juntaba con el “paso” de la Virgen, reencuentro feliz donde Hijo y Madre al fin se veían aliviados de tanto sufrimiento.
Cada día de la Semana Santa tenía su aliciente. Incluso antes de empezar, los más pequeños pensábamos cómo vivirla para que no se pareciera a la anterior. Y en ello ocupaban lugares especiales, en primer término, las aceitadas que mi madre preparaba para las fiestas. Y en segundo, la procesión que salía días antes de San Frontis para llevar el “paso” del Nazareno al templo de San Juan de Puerta Nueva, del que volvería a salir la noche del Martes Santo, y que anunciaba indefectiblemente el inicio de la Semana Santa.


El lunes subíamos a la ciudad a ver al Jesús de la Tercera Caída y la Virgen de la Amargura, esculpida por Ramón Abrantes, vecino de mi barrio y por más señas hijo de la señora Luisa, comadrona que ayudó a algunas de nuestras madres a traernos al mundo a muchos de nosotros. Cuando pasaban las mesas con las imágenes por delante de nosotros, con una voz que era un susurro de admiración, mi padre me ponía al corriente de los más mínimos detalles y leyendas sobre ellas.
--Mira-- me decía--, esa Virgen de Abrantes sólo tiene la cabeza y las manos, lo demás es miriñaque.
A mí eso del miriñaque me sonó siempre a misterio, a algo oculto y secreto que tenía la Virgen de la Amargura de Abrantes, misterio que no  descubrí hasta muchos años después, leyéndolo en las guías turísticas sobre la Semana Santa zamorana y sus curiosidades. Y en uno de mis retornos a la ciudad del Duero, hablando con el propio escultor en su taller de la calle Sacramento, salió a relucir lo de su Virgen, y el artista me confesó que menos mal que sólo había tenido que esculpir la cabeza y las manos de la venerada imagen porque ya de por sí los dedos y la expresión del rostro le habían producido tantas dificultades que acabó enfermando mientras trabajaba en ella. Refiriéndose a su Virgen, añadió sonriendo:
--Amargura, un nombre que ni pintado para la ocasión. Pero valió la pena.
Y justo ese día recibí una sorpresa muy entrañable y familiar porque, cuando ya nos despedíamos, Abrantes me llevó del brazo hasta un rincón del taller y, señalándome un caballete, dijo:
--A propósito, este caballete me lo hizo tu padre. 


Como iba diciendo, mi padre, a la menor ocasión que nos ofrecían las innumerables procesiones que recorren cada año las viejas calles de nuestra querida ciudad, me contaba detalles curiosos y  afectivos relacionados con los “pasos” y sus imágenes.
--Fíjate en el cuello de Jesús-- me decía cuando pasaba a nuestra altura la imagen del Nazareno en su tercera caída. Era en verdad un cuello demasiado largo que el escultor Quintín de la Torre encontró necesario para poder aguantar mejor el peso de la cruz, de madera de verdad.
El “paso” preferido de mi padre fue durante mucho tiempo el llamado vulgarmente el Cinco de copas porque las cinco imágenes de la mesa aparecen colocadas como las copas del naipe tradicional, es decir, una figura en el centro, la de Jesús portando la cruz, y en las esquinas del “paso” las cuatro restantes, cuatro sayones judíos. El “paso” abría y sigue abriendo la procesión que la madrugada del Viernes Santo sale de San Juan para recorrer gran parte de la ciudad. A mi padre lo que más le gustaba de la “mesa” era el famoso “baile” que sigue efectuando con sus cinco imágenes al toque fúnebre de la marcha de Thalberg, a la que por otra parte el vulgo le puso una letra que de ningún modo se corresponde con la solemnidad de la música (recuerdo que una de sus más estrambóticas y conocidas frases era “…Y no tenía jabón pa lavar…”, cosas de las costumbres populares).
Con el tiempo y ya en Barcelona, me enteré por una postal que me envió la buena y hospitalaria maestra del piso inferior de nuestra casa durante una Semana Santa, que el “paso” preferido de mi padre no era el mencionado más arriba, sino otro que desfilaba en la misma procesión y a continuación del anterior llamado La caída, obra del escultor zamorano Ramón Álvarez. Y no me extraña la preferencia de mi padre por tal “paso” pues el grupo escultórico que lo compone, inspirado en el cuadro El pasmo de Sicilia de Rafael, tiene todas las características para emocionar: desde el rostro de dolor y pena de Jesús hasta el gesto de ternura de su Madre, pasando por la crueldad del sayón que apoya un pie sobre la espalda del Nazareno, y la del que tira de la cuerda atada a su cuello o, en otro orden de cosas, la sonriente indiferencia del niño que transporta el mazo y el cesto de los clavos.
¡Recuerdos de la infancia!
Como presenciar la procesión de la Vera Cruz desde el ábside de la Magdalena cuando el sol ilumina todavía la alta cornisa del convento del Tránsito y los velos sagrados de la Cruz que abre el desfile flotan al viento en la esquina de Ramos Carrión. Asistir al momento en que las túnicas moradas se tornan nocturnas, y en el olivo de la oración se enredan las sombras, mientras el ángel de Salcillo (también puede ser obra de un escultor de su escuela) empieza a parecer un ser del más allá como un bello recuerdo a punto de esfumarse en el aire del olvido, o la figura borrosa del criado de Malco echándose mano a la oreja tras recibir el tajo de San Pedro.
Ritos y recuerdos de un tiempo que sólo puede volver al conjuro de la impenitente nostalgia. Como aquella tarde eterna en que, camino de vuelta a casa tras la procesión de la Vera Cruz, nos pasamos por San Cipriano para hacer una visita al Yacente, el otro Cristo nuestro que esperaba entre las pacientes sombras del templo la hora justa de salir en andas a la calle. Cena rápida y vuelta a la ciudad para verlo en activo. Un año lo vimos en la plaza de Santa Lucía acompañado de penitentes que arrastraban cruces pesadas, y al año siguiente en la plaza de Viriato, donde los cofrades, solemnemente formados en torno a Él, le cantan el doliente Miserere. Pero el momento del Yacente que con más emoción recuerdo es el que viví un año lluvioso, una noche oscura y fría en que apenas había gente por la calle (y menos aún había en la cuesta de Balborraz, donde lo vi pasar). En andas lo traían los cofrades de la Hermandad, y pasó a un palmo de la acera donde yo me encontraba. Parecía un muerto cualquiera al que llevaban a enterrar, con su seguimiento fúnebre y sus rezos afligidos. La cabeza, inclinada sobre un almohadón, mostraba sus rizos como ríos congelados, y los ojos con una rendija de luz espantada por la muerte al otro lado de los párpados entreabiertos. Lo de menos era la sangre barroca recorriendo de arriba abajo su piel amarillenta. Era el aspecto de cadáver normal que en medio de un silencio desolador era conducido al cementerio lo que me conmovía. Mi padre me decía de niño que había conocido al Yacente en un altar lateral de la Concepción, tapado púdicamente por una colcha bordada por las monjas y que había sido más tarde, dos o tres año antes de nacer yo, cuando, tras ser creada la Hermandad de su nombre, empezó a salir en procesión las noches de Jueves Santo, acompañado por hermanos vestidos con túnicas de estameña blanca, fajín de color morado, caperuz de estameña blanca también y portadores de un alto hachón de cera roja.


El tiempo no pasa en balde y a la vez es una goma de borrar inexorable. Pero la memoria atenta se encarga de evocar momentos del pasado y lo hace con tanta viveza que se asoman a nuestra mente como trailers de películas cuyos protagonistas somos nosotros mismos y la gente zamorana con la que compartimos entonces aquellas entrañables escenas. Se lo digo a mi mujer en la playa y me mira sonriente. Estamos a casi mil kilómetros del corazón de la Semana Santa, y sin embargo suena la Marcha Fúnebre de Thalberg en nuestros oídos, como si estuviéramos allí, apostados en la Plaza Mayor de Zamora, esperando a la procesión. Poco antes desayunábamos chocolate con churros y aguardiente en un bar de la trasera de San Juan, el templo del que sale la procesión del Viernes Santo. La madrugada es fría. Los labios manchados de chocolate hablan de otros Viernes Santos en que nuestros mayores estaban vivos y nosotros éramos niños, de ojos asombrados y oídos abiertos para verlo y oírlo todo hasta el mínimo detalle, hasta el menor susurro. Los ojos de los cofrades perfilados por los orificios correspondientes de sus flojos caperuces, los roces de los pies desnudos de los penitentes sobre el frío asfalto de Santa Clara. 
Al sol, en la playa, con el mar delante, a mil kilómetros de distancia, mi mujer me recuerda la costumbre de ir a las Tres Cruces a tomar las sopas de ajo con los costaleros de los “pasos” hasta que el Merlú, los dos cofrades que tocan el clarín y el tambor para avisar de los diversos momentos del desfile, anunciaban que la procesión se reanudaba. Entonces las faldas de los “pasos” bajaban otra vez y los costaleros, renovadas las fuerzas, ponían de nuevo en movimiento las figuras de la Soledad, de la Redención, del Cinco de copas o de La caída, ante la mirada atónita de la gente apostada en las aceras, y volvía a sonar la Marcha de Thalberg, que todos llevamos en las entrañas desde que comemos aceitadas por Semana Santa.

Esa misma tarde del Viernes Santo tenía lugar la procesión del Santo Entierro, de entrañable memoria para mí, especialmente desde que en uno de mis regresos a la ciudad del alma, tuve ocasión, por unas horas, de formar parte de la comitiva que llevaba el cuerpo muerto de Cristo en una urna. Un amigo de siempre, al que nunca dejaré de agradecer el detalle, me prestó su hábito de cofrade, túnica y caperuz de terciopelo negro, y vara de madera rematada en una cruz con sudario para que fuera aquel día un nuevo miembro de la hermandad. Su hijo pequeño desfilaba delante de mí y cerca de nosotros iba el Cristo de las Injurias, que había salido la noche del Miércoles Santo de la Catedral en la procesión del Silencio y ahora lo devolvíamos allí. Junto al Cristo de las Injurias, desfilaban otros “pasos” de bella y emotiva ejecución, como el de la urna mortuoria, que da nombre a la cofradía, para cuya figura de Jesús el imaginero se inspiró en el cuerpo de un hombre ahogado en el Duero, tres obras del escultor zamorano Ramón Álvarez: La lanzada (para nosotros, el Caballo de Longinos), el Descendimiento y la Virgen de los clavos, y el Descendido, de Benlliure. La procesión salió del Museo de Semana Santa, y la abría uno de los personajes más emblemáticos de los desfiles de la Semana Santa zamorana. Me refiero al Barandales que, vestido de negro terciopelo como todos nosotros, hacía sonar, mientras caminaba, el par de campanas que llevaba atadas a las muñecas. Con el paso de los años al Barandales se le erigió un monumento en la misma Plaza de Santa María la Nueva donde se ubica el Museo de Semana Santa, monumento que consiste en una estatua de bronce en plena acción de tocar la campanas, obra del imaginero zamorano Ricardo Flecha, que había sido aprendiz en el taller de Abrantes.
Dado que, por prescripción litúrgica, las campanas de las Iglesias de Zamora enmudecían desde la tarde del Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección, nació la figura del Barandales, precisamente para que la percusión metálica de sus campanas recordara a los fieles la celebración de los distintos oficios y acontecimientos que se fuesen sucediendo en la pasión zamorana. Así pues, con el sonido característico de esas dos campanas que llevaba pendientes de sus muñecas, este singular “campanillero” empezó abriendo la marcha de tres cofradías: la Santa Vera Cruz, el Santo Entierro y Nuestra Madre de las Angustias. Doscientos años después las cofradías de la Borriquita, la Tercera Caída, el Vía Crucis, la Virgen de la Esperanza y Luz y Vida, no queriendo ser menos, introdujeron el Barandales en sus desfiles procesionales con el mismo cometido.
Y mientras ese Viernes Santo el hijo pequeño de mi amigo y yo desfilábamos inmersos en la solemnidad de la procesión, iba viendo, a través de los ojos de mi caperuz, una Zamora diferente que nada tenía que ver con la de siempre había vivido porque me había convertido de repente en actor, en vez del asombrado espectador que había sido hasta ese momento. Eso mismo le digo a mi mujer ahora, a mil kilómetros de distancia, mientras el mar muere suavemente a nuestros pies en una playa de Barcelona. Y ella, a cambio, me recuerda la parecida sensación que vivió otra Semana Santa de aquéllas en que volvíamos a visitar la Perla del Duero. En dicha ocasión mi mujer desfilaba el Sábado Santo por la noche con una amiga zamorana en la procesión de la Soledad, ambas portando una tulipa de cristal y vestidas de luto riguroso para acompañar en su dolor a la Virgen más sola de la Semana Santa, bella y emotiva imagen del escultor zamorano Ramón Álvarez, que muestra el rostro compungido y las manos entrelazadas en un gesto de total resignación, hasta la Plaza Mayor, donde le cantaron la tradicional Salve.
--Nos parecía que en verdad estábamos acompañando a una madre que acababa de perder a su hijo—me dice mi mujer con la voz entrecortada.
¡Recuerdos sentidos!
Al día siguiente, Domingo de Resurrección, mientras todas las campanas de la ciudad repicaban a gozo por la vuelta a la vida de Jesús y su encuentro con la Virgen en la Plaza Mayor, nosotros iniciábamos el regreso a Barcelona, trayéndonos un cúmulo de sensaciones pertenecientes a todos los sentidos, desde el olor de cera derretida, del incienso o de las flores que adornaban los “pasos”, hasta el sonido agudo de las cornetas, el solemne redoble del tambor o el insistente silencio sólo roto por las toses o el golpear de las varas de los cofrades, sin olvidar el viento frío de las noches zamoranas, la emoción que acababa en lágrimas o el sabor del anís y la aceitada.
Las aceitadas, que aún hoy mi mujer amasa y cuece en el horno para regalar el gusto de la familia y despertar el recuerdo de la Semana Santa, que duerme eternamente en la cuna del alma.

martes, 11 de febrero de 2020

MEMORIAS DE UN JUBILADO. La Semana Santa de Zamora (I)


A medida que se acerca la Semana Santa, aumenta en mi corazón el recuerdo de Zamora, ciudad que me vio nacer, en días tan entrañables. Y uno de los momentos que más presentes tengo es el relacionado con el Yacente de Gregorio Fernández, que desfila la noche de todos los Jueves Santos y cuya imagen solíamos ir a ver en familia a la antigua iglesia de la Concepción, cuyo edificio hoy alberga la biblioteca pública de la ciudad, los días previos a la Semana Santa. De ahí que le haya dedicado las décimas que copio a continuación.

LECCIÓN DE VIDA
Yo me acuerdo del Yacente
cuando en Zamora pasaba
por las calles que Él amaba,
entre su querida gente.
Corríamos por el Puente
para verlo en Balborraz.
Su pálida y blanca faz
por la sangre recorrida
era la lección de vida
sacrificada y veraz.



COMO A OTRO MUERTO CUALQUIERA
Lo veíamos pasar,
dolidos, desde la acera,
como a otro muerto cualquiera
que lo llevan a enterrar.
Rezaba el viento al temblar
las llamas de los hachones
y en todos los corazones
se escondía el mismo llanto.
La noche era un limpio manto
de lágrimas y oraciones.

 
LA SEMILLA VERDADERA
El Yacente sigue unido
al dial de mi memoria,
forma parte de la historia
de mi dolor aprendido.
Jueves Santo repetido
en noches de primavera
cuando el río Duero era
el mismo Dios que lloraba
mientras la muerte sembraba
la semilla verdadera.


EL MISERERE
En la plaza del Pastor,
que fue terror del Romano,
en solemne gregoriano
un Miserere de amor
canta el pueblo a su Señor.
Vela el hachón encendido
el Sufrimiento esculpido
mientras la humilde tristeza
ensalza, a la vez que reza,
a su Muerto preferido.

LA FRAGANCIA DE LA FE
Vestido de alba estameña,
el fiel cofrade acompaña
al Jesús que en llanto empaña
la triste noche abrileña.
El tambor solemne enseña
que el tiempo es breve en la vida,
que la vida más vivida
es la vivida en la infancia.
Sólo dura la fragancia
de la fe bien aprendida.


domingo, 2 de febrero de 2020

EL AÑO DE DELIBES (II)


EL TESORO (1985)


A escasas hora de morir 2019, y a la espera de juntarnos en casa del hijo menor para celebrar la Noche Vieja y recibir con los brazos abiertos al desconocido y lleno de incógnitas pertenecientes a todos los ámbitos sociales y políticos 2020, me puse a releer esta simpática novela donde, el encuentro fortuito de un tesoro prerromano (orfebrería celtibérica), oculto en una tinaja, en los límites de dos pueblos castellanos rivales, Gamones y Pobladura, lleva a sus habitantes a un conflicto serio en medio de reuniones y comidas entre los arqueólogos que se van a ocupar del trabajo de orden y clasificación del tesoro descubierto y los representantes de la Administración, que no cuentan con las hostilidades de que son objeto por parte de unos cuantos campesinos y personas de la primera localidad mencionada más arriba.
Y como el tema principal de este modesto trabajo es tratar cualquier referencia que se haga a la cocina delibeana, empezaré con lo que ocurre  ya en el primer capítulo de la novela, en que Jero, arqueólogo y protagonista principal, acompañado del Subdirector General, se dirige en coche al pueblo del hallazgo, para tratar del asunto con Pablito, otro arqueólogo de Madrid, compañero del anterior, y don Lino, descubridor del tesoro, que los esperan en un bar-restaurante. Llegados que hubieron los primeros al lugar concertado y hechas las debidas presentaciones, don Lino, “demorando deliberadamente entrar de golpe en el tema, dijo: --He pedido ancas de rana y lechazo asado para todos. Si alguno quiere cambiar, aún estamos a tiempo.”  Y empiezan los recelos y las preguntas, como la que Jero, mientras escancia vino en los vasos, pregunta a don Lino, que está inquieto, si conocía a don Virgilio, el Coronel, que era el dueño del castro de Aradas donde el tesoro ha sido hallado. Don Lino contesta afirmativamente y a continuación explica dónde dio con él, por lo visto fuera del castro, cuando iba a desbrozar un cortafuegos en el monte, que es comunal. Jero, viendo que la cosa no está nada clara, le dice irónicamente: “Y según franqueaba el cortafuegos, zas, se da de bruces con la tinaja, así de fácil.”  

 En la conversación don Lino saca a relucir el azar, que en la vida juega siempre un papel importante. “Además”, añade, ¿quién puede asegurarnos que desde la muerte de don Virgilio no se haya producido en el castro alguna falla o algún corrimiento de tierras?” Pone un poco de calma en el debate el Subdirector General al pedir al camarero, tras consultar a sus acompañantes, “un helado y cuatro cafés, por favor.” Pero el debate parecía no tener fin hasta que surgió nuevamente el tema del monte comunal, detalle que aprovechó el representante de la Administración para poner las cosas aún más difíciles para don Lino diciendo: “En ese caso el Estado decidirá.”
Y esta tesitura lo dejo porque no quiero robar al posible lector las emociones que resultan de una lectura atenta y solitaria.
Y prefiero hablar de la señora Olimpia, uno de los personajes más directos y simpáticos del libro, a quien veo acuclillada ante el fuego, de espaldas a la camilla donde comen Jero y Ángel, Cristino y el Fíbula, tres alumnos suyos que le ayudan en las labores de limpiar lo que van sacando de la tierra. Al incorporarse,  la mujer “tomó del fogón una fuente de patatas fritas y la puso en el centro de la mesa camilla donde ellos comían con apetito, sujetando el hueso con los dedos, unas chuletas de cordero. Sobre la cabeza del Fíbula se abría un ventano a través del cual se adentraban  tenues cacareos de gallinas y el metálico quiquiriquí de un gallo.” (…) “La señora Olimpia quedó un rato plantada ante ellos, gruesa, cachazuda, los brazos en jarras, observando las necesidades de la mesa y, durante el tiempo que permaneció así, Cristino mantuvo vuelta la cabeza, mordisqueando distraídamente el hueso que sostenía entre los dedos.”
Después de los cafés, que les preparó igualmente la señora Olimpia, los cuatro subieron al monte a trabajar en el yacimiento del tesoro. 
Dejo de nuevo descubrir al lector los pormenores de la trama novelística, y entro de rondón en el capítulo 6, en la escena en que un semicírculo de hombres hostiles del pueblo se ha ido cerrando en torno al grupo de arqueólogos que están metidos en faena. Jero detiene el trabajo para encararse con la persona que parece comandar el semicírculo violento, apodada el Papo, otro de los personajes tipo de la novela. “Su rostro imberbe, flojo, gelatinoso, con grasa hasta en los cartílagos de las orejas, se fruncía en mil pliegues en la sotabarba, desproporcionada a pesar de su corpulencia.” El cual, antes de pronunciar palabra, “recostó en la muleta todo el peso de su cuerpo y, con la mano izquierda, extrajo del morral de cazador que portaba una pera que miró y remiró varias veces antes de arrancarle el rabillo y clavarle en el pezón la uña negra y larga de su pulgar. 


Parsimoniosamente desgajó un pedazo y se lo llevó a la boca.” Con la boca llena y sin dejar de mirar la fruta rota en su mano, recordó a los arqueólogos la prohibición de los carteles respecto a no tocar la mina del tesoro. Jero advirtió que la orden de la excavación venía de Madrid. “Un pedacito de pulpa blanca de la pera se le había adherido al Papo en una mejilla, junto a la comisura de la boca y, conforme hablaba, subía y bajaba sin llegar a desprenderse.” Y mientras los ánimos se encendían cada vez más entre los hombres que lo acompañaban, “el Papo se metió en la boca otro pedazo de pera” antes de decir con chulería que Madrid no era nadie para dar órdenes en Gamones. Un poco después “escupió el corazón de la pera y, al hacerlo, se le desprendió de la mejilla el pedacito de pulpa. Parsimoniosamente extrajo otra del morral y, con estudiada prosopopeya, repitió, como un rito, la operación anterior; pero, como quiera que al hincar la uña del pulgar en el pezón de la fruta, escurriese entre sus dedos amorcillados un reguerillo de zumo, se lamió golosamente la mano” antes de hacer estallar la bomba de la pelea y la huida de los arqueólogos con sus violentas palabras y azuzando al resto de sus secuaces. Pero averiguar eso y el desenlace final de la novela, le corresponde al lector.